"Zigzag" - читать интересную книгу автора (Somoza José Carlos)8– Ignoraba que fueses a salir esta noche -dijo su madre mientras hojeaba una revista frente al televisor, escudriñándola por encima de las gafas de lectura. – He quedado con un amigo -mintió. O quizá no. Aún no lo sabía. – ¿Con ese estudiante de periodismo? – Sí. – Me alegro. Te conviene conocer gente. Elisa estaba sorprendida. La semana anterior había hecho un comentario sobre Javier Maldonado, una frase banal en medio de los amplios silencios que surgían entre ambas. Había creído que su madre ni siquiera la había oído, pero ahora comprobaba lo equivocada que estaba. Le intrigó aquel detallado interés materno: siempre había supuesto que a ninguna de las dos le importaba lo que hiciese la otra, o con quién lo hiciese. Porque el club Euclides no existía. La dirección, en una pequeña calle de Chueca, era correcta, pero en ninguna guía general o especializada había podido hallar referencias sobre un bar o club de ese nombre en esa u otra dirección de Madrid. Paradójicamente, constatar aquel hecho había renovado su confianza en la supuesta cita. Su razonamiento era el siguiente: si el local hubiese sido auténtico, el cúmulo de coincidencias -el mensaje, la página Cuando salió de la estación de metro de Chueca al aire caluroso de la calle, y se halló en medio de la barahúnda de jóvenes, razas y sonidos que poblaban los pequeños reductos, no pudo evitar cierto desasosiego. Era una sensación que no radicaba en nada concreto (porque tampoco esperaba ni temía nada concreto), pero que produjo en su espalda, bajo la camiseta y la ligera rebeca que llevaba, un leve hormigueo. Se alegró de que su atuendo, completado con los vaqueros rotos, no resultara precisamente llamativo en aquella zona. La dirección correspondía con el final de una de las pequeñas calles que partían de la plaza, y estaba encajada entre dos portales. Se trataba de un bar, un club o ambas cosas, pero no se llamaba Euclides. Al neón de su verdadero nombre le faltaban letras, aunque eso no interesó a Elisa. En lo que sí se fijó fue en su aspecto: dos puertas batientes y oscuras, de cristal opaco. Por lo demás, no parecía ningún escondite secreto, ningún garito clandestino dedicado a atraer, mediante subterfugios matemáticos, a jovencitas graduadas en física teórica para someterlas a crueles vejaciones. La gente entraba y salía, los Chemical Brothers resonaban en las profundidades, no parecía haber gorilas que controlaran a la clientela. En su reloj de pulsera daban las once y diez. Decidió entrar. Había una escalera con un recodo. Al doblar este último podía vislumbrarse una aceptable panorámica. El salón, no muy espacioso, estaba atestado, de modo que parecía aún más pequeño. Las únicas luces se concentraban en una barra al fondo y eran rojas, por lo que en las zonas más alejadas solo se vislumbraban mitades de cabellos, brazos, muslos y espaldas rojizos. La música atronaba de tal manera que Elisa estaba segura de que, de interrumpirse bruscamente, los oídos de todo el mundo seguirían zumbando durante horas. Al menos el aire acondicionado tenía cierto empeño en trabajar a toda potencia. Terminó de descender y se agregó a las sombras. Costaba esfuerzo avanzar sin tocar ni ser tocado. Quizá la cita sea en la barra. Se dirigió hacia allí sin importarle usar las manos para apartar a la gente. De pronto alguien usó las manos con ella. Un férreo apretón en su brazo. – ¡Ven! -Oyó aquella voz-. ¡Rápido! La sorpresa la dejó aturdida, pero obedeció. Todo se transformó entonces en una veloz sucesión de imágenes. Se dirigieron al fondo del local, donde estaban los aseos, subieron otra escalera, más angosta que la de entrada, y accedieron a un corto pasillo con una puerta al fondo. Ésta mostraba una barra de apertura y un cerrador neumático sobre cuyo dintel destacaba el letrero de «Exit». Cuando la alcanzaron, él presionó la barra y la abrió unos milímetros. Observó el exterior, la cerró. Luego se volvió hacia ella. Elisa, que lo había seguido como atada por un collar a su mano, se preguntó qué iba a suceder. Dadas las circunstancias, esperaba cualquier cosa. Pero la pregunta que escuchó desbordó todas sus expectativas. Creyó haber oído mal. – ¿Mi teléfono móvil? – Sí. ¿Lo llevas encima? – Sí, claro… – Déjamelo. Boquiabierta, introdujo la mano en el bolsillo de los vaqueros. Apenas había sacado el pequeño aparato cuando él se lo arrebató. – Quédate aquí y mírame. Ella sostuvo la puerta mientras él salía. Se asomó el tiempo justo de verle atravesar la estrecha calle y (apenas logró creerlo) arrojar su móvil a una papelera ceñida a un poste. Luego regresó y cerró la puerta. – ¿Has visto bien dónde lo dejé? – Sí, pero ¿qué…? Él se llevó un índice a los labios. – Sssh. No tardarán. Durante la pausa que siguió, ella lo miró a él y él miró hacia la calle. – Ahí vienen -dijo de repente. Había bajado la voz hasta convertirla en un susurro-. Acércate despacio. -Sintió otra vez la necesidad de obedecerle, pese a que lo que menos deseaba era acercarse-. Fíjate. A través de la hendidura de la puerta lo único que pudo ver fue un coche de motor rugiente que en aquel momento atravesaba la calle y, en la acera de enfrente, un hombre introduciendo la mano en la papelera. Otro coche pasó, y luego otro. Cuando su campo visual quedó libre, pudo comprobar que el hombre había sacado un objeto y lo limpiaba con sacudidas que revelaban cierto enfado. No necesitó aguzar la vista: se trataba de su móvil, sin duda alguna; el hombre lo había abierto dejando en libertad la familiar lucecita azul de la pantalla. Era un tipo desconocido, calvo, con camisa de manga corta y (casi para su sorpresa) sin bigote. De repente el hombre giró la cabeza hacia ellos. Todo volvió a oscurecerse. – No queremos que nos vean, ¿verdad? -dijo él junto a su oído tras cerrar la puerta-. Sería estropear un bonito plan… -Entonces sonrió de una forma que hizo que Elisa se sintiera incómoda-. Debería comprobar si llevas otros micros encima… Quizá escondidos en la ropa, o en algún rincón de tu anatomía… Pero ya habrá tiempo esta noche de estudiarte exhaustivamente. Ella no respondió. No sabía qué la impresionaba más: si el tipo que acababa de ver rescatando su móvil de la papelera o la presencia de él, sus increíbles ojos azul verdosos, tan fríos e inquietantes, y su voz teñida de aquel acento de burla. Pero cuando él volvió a darle una orden, la acató de inmediato. – Vamos -dijo Valente Sharpe. – ¿Cómo puede nadie haber colocado un… transmisor en mi móvil? – ¿Estás segura de no haberlo dejado olvidado en algún sitio? ¿O de no habérselo prestado a alguien aunque solo fuera un momento? – Completamente segura. – ¿Se te ha estropeado algo recientemente? ¿La tostadora? ¿La televisión? ¿Algo que necesitara la visita de un técnico? – No, yo… -Entonces lo recordó-. La línea telefónica. La semana pasada vinieron a repararla. – Y tú estabas en casa, claro. Y el móvil estaría en tu habitación. – Pero no tardaron mucho… Ellos… – Oh -sonrió Ric Valente-. Tuvieron tiempo hasta de ponerte micros en la tapa del retrete, te lo aseguro. Podrán ser torpes, pero como siempre hacen lo mismo ya tienen cierta habilidad. Habían llegado a la plaza de España. Valente giró en dirección a Ferraz. Conducía despacio, sin impacientarse con los atascos propios del viernes nocturno. Le había dicho a Elisa que el coche en el que iban era «seguro» (se lo había prestado una amiga para esa noche), pero agregó que lo que menos deseaba era que la policía lo detuviera y le pidiera la documentación. Elisa lo escuchaba pensando que, después de todo lo sucedido y lo que estaba oyendo, la posibilidad de una multa sería lo más insignificante de todo. Su cerebro era un nudo gordiano de dudas. A ratos miraba el perfil de ave rapaz de Valente preguntándose si estaría loco. Él pareció percatarse. – Comprendo que te resulte difícil de creer, querida. Veamos si puedo aportar más pruebas. ¿Has sentido que te seguían personas semejantes de aspecto llamativo? No sé: pelirrojos, policías, barrenderos… La pregunta la había dejado sin habla. Le pareció como si acabara de salir de lo que pensaba que había sido una pesadilla y alguien le probara que se trataba de la realidad. Cuando terminó de contar lo de los hombres de bigote gris vio a Valente lanzar una risa hueca al tiempo que frenaba ante un semáforo. – Conmigo fueron mendigos. En el argot se llaman «señuelos perturbadores». No son ellos los que te vigilan realmente. De hecho, su misión consiste justo en lo opuesto: que tú te fijes en ellos. En las películas es frecuente que el protagonista se percate de que el tipo que finge leer el periódico o el hombre que aguarda el autobús lo están espiando, pero en la vida real solo ves a los «señuelos». Sé de lo que hablo -añadió, y orientó su blanco rostro hacia ella-. Mi padre es especialista en temas de seguridad. Dice que el uso de «señuelos» es pura psicología: si crees que te vigila gente con bigote gris, tu cerebro buscará de forma inconsciente tipos así y descartará a cualquier otro que no tenga esa característica. Luego te convences de que es una paranoia, bajas la guardia y ya no te llaman tanto la atención otros detalles extraños. Y, mientras, los espías reales se dan un festín contigo. Aunque supongo que hoy les hemos dado esquinazo. Elisa estaba impresionada. Lo que Valente le contaba era – Dices que nos vigilan… Pero ¿quién? ¿Y por qué? – No lo sé con certeza. -Valente caminaba con las manos en los bolsillos y sumido en aparente calma, pero a Elisa le parecía que iba muy deprisa, como si la tranquila exactitud de sus pasos constituyera para ella otra forma de velocidad-. ¿Has oído hablar de ECHELON? – Me suena. Leí algo sobre eso hace tiempo. Es una especie de… sistema de vigilancia internacional, ¿no? – Es – Te oigo y me parece… Perdona, pero… ¿Por qué iban a vigilarnos, ECHELON o nadie, a – No lo sé. Es lo que pretendo averiguar con tu ayuda. Pero tengo una sospecha. – ¿Cuál? – Que nos vigilan porque somos los primeros del curso de Blanes. Elisa no pudo evitar la risa. Era cierto que los grandes estudiantes de física tenían rarezas, pero lo de Valente le parecía excesivo. – Estás de cachondeo -dijo. Valente se detuvo de improviso en la acera y la miró. Vestía, como era frecuente en él, de manera llamativa: vaqueros blancos y un jersey marfil con un cuello tan ancho que uno de sus huesudos hombros se hallaba desnudo. Los cabellos pajizos le caían hasta los ojos. Ella percibió una leve irritación en sus palabras. – Oye, tía: he organizado este encuentro con mucho cuidado. Llevo una semana entera enviándote esos dibujitos y confiando en que fueras lo bastante lista para captar el mensaje, ¿vale? Si sigues sin creerme, allá tú. No perderé más tiempo contigo. Giró en redondo, alzó el puño y golpeó una puerta. Elisa pensó que la vida junto a Valente Sharpe sería cualquier cosa menos aburrida. La puerta se abrió, revelando la penumbra de un pasillo y las facciones oscuras de un hombre. Valente cruzó el umbral y se volvió hacia ella. – Si quieres pasar, hazlo ahora. Si no, lárgate cagando leches. – ¿Pasar? -Elisa miró hacia la oscuridad. Los ojos del hombre de tez aceitunada la observaban con extraño brillo-. ¿Adónde? – A mi casa. -Valente sonrió-. Lamento que sea la entrada de servicio. ¿Sigues ahí parada? Muy bien. -Y se volvió hacia el hombre-. Ciérrale la puerta en las narices, Faouzi. La pesada madera retumbó ante ella. Pero casi de inmediato volvió a abrirse y el rostro divertido de Valente asomó detrás. – Por cierto, ¿ya respondiste al cuestionario? ¿Cómo te lo hicieron rellenar a ti? ¿Fue el chaval que habló contigo la tarde de la fiesta? ¿Quién dijo ser? ¿Periodista? ¿Estudiante? ¿Un admirador? Y esa vez, sí. Esa vez fue como si él le hubiese entregado la pieza que faltaba, la que había estado buscando inconscientemente desde el principio, y la imagen completa se le revelara sin obstáculos. Una imagen exacta, obvia, espantosa. De súbito Valente soltó una carcajada. Hacía más ruido con la sonrisa que con ella: su carcajada se limitaba a mostrar el paladar y la faringe fugazmente, al tiempo que los ojos se le empequeñecían. – ¡Por la cara de idiota que pones, se diría que…! ¡No me digas que ese chico te gustaba! -Elisa permanecía completamente rígida, sin parpadear, sin respirar siquiera. Valente pareció animarse de pronto: como si la expresión de ella le deleitara-. Increíble, eres más estúpida de lo que había pensado… Podrás ser buena en matemáticas, pero en relaciones sociales eres tan sutil como una vaca, ¿verdad, querida? Qué gran decepción. Para ambos. -Hizo ademán de volver a cerrar la puerta-. ¿Entras o no? Ella siguió inmóvil. |
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