"Zigzag" - читать интересную книгу автора (Somoza José Carlos)

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El martes de la semana siguiente volvió a recibir noticias de «mercuryfriend». De nada le sirvió configurar su correo para bloquear el remitente. Apagó el ordenador, pero al reiniciar el sistema el mensaje se abrió de forma automática y aparecieron figuras similares e idénticas palabras, aunque ya no se trataba de dibujos de principios de siglo sino de obras entresacadas del mundo gráfico moderno: cuerpos realzados con aerógrafo o reproducciones informáticas en tres dimensiones. Siempre hombres y mujeres que caminaban o corrían, con arneses y botas, soportando el peso de otra figura sobre sus hombros. Elisa dejó de contemplarlas.

Tuvo una idea. Buscó en la red la página «mercuryfriend.net». No le sorprendió comprobar que su acceso no era restringido y que se cargaba enseguida. Sobre un espantoso fondo violeta chillón destellaron «banners», anuncios electrónicos de bares y clubes con nombres de lo más pintorescos -«Abbadon», «Galimatías», «Euclides», «Mister X», «Scorpio»- que prometían espectáculos nocturnos muy especiales, chicas y chicos de alterne o intercambio de parejas.

Así pues, eso era todo. Tal como había supuesto, se trataba de propaganda. De alguna forma había suministrado su dirección electrónica a aquellos cerdos, y ahora la bombardeaban. Tendría que buscar una manera de librarse de ellos, quizá cambiando de dirección, pero le aliviaba saber que no había nada personal en los mensajes.

Con el Clan de los Bigotudos también había hecho las paces. Desde que Maldonado la tranquilizara, ya apenas pensaba en ellos. O casi. A veces no podía evitar estremecerse ligeramente cuando veía por la calle a un hombre de pelo y bigote canosos. En ocasiones, hasta los identificaba a mucha distancia. Comprendía que su cerebro, de forma inconsciente, iba buscándolos. Pero no sorprendió a ninguno observándola o siguiéndola, y a finales de semana ya se había olvidado también de aquello, o por lo menos le restaba importancia.

Tenía otras cosas en que pensar.


El viernes decidió cambiar las tornas en las clases de Blanes.

– ¿Cómo se les ocurre que podemos resolver esto?

Blanes señalaba una de las ecuaciones, escritas con su apretada y concisa caligrafía. Pero Elisa y el resto de los alumnos eran capaces de leer aquellos símbolos como si se tratara de un texto en castellano, y sabían que significaban la Pregunta Fundamental de la teoría: «¿Cómo identificar y aislar cuerdas finitas de tiempo de un solo extremo?».

Aquel tema era delirante. Matemáticamente se demostraba que las cuerdas de tiempo carecían de uno de los dos extremos. Para emplear un símil, Blanes dibujó una línea en el encerado y pidió a sus alumnos que imaginaran que era un trozo de hilo suelto sobre una mesa: uno de los extremos sería el «futuro» y el otro el «pasado». El hilo se desplazaría hacia el «futuro», lo cual indicó mediante una flecha. No podía hacerlo de otro modo, ya que, según los resultados de las ecuaciones, el extremo «pasado», el cabo opuesto, la otra punta del hilo, sencillamente no existía (era la famosa explicación de por qué el tiempo se movía en una sola dirección, que había otorgado tanta celebridad a Blanes). Blanes lo representó dibujando un signo de interrogación: no había ningún extremo suelto que poder identificar como «pasado».



Sin embargo, lo más increíble, lo que hacía saltar en pedazos cualquier intento de aplicar la lógica, era esto: que, pese a carecer de uno de los extremos, la cuerda de tiempo no era infinita.

El extremo «pasado» tenía un fin, pero ese fin no era un extremo.

A Elisa le producía un mareo placentero aquella paradoja. Le ocurría lo mismo siempre que vislumbraba un destello de la extrañeza del mundo. ¿Cómo era posible que la realidad estuviese hecha, en su diminuta intimidad, por locuras semejantes a trozos de cuerdas con extremos que no eran extremos?

En todo caso, creía conocer la respuesta a la pregunta que formulaba Blanes. Ni siquiera necesitó escribirla en su cuaderno: ya la había desarrollado en casa y las conclusiones flotaban dentro de su cabeza.

Tragando saliva, pero segura de sí misma, decidió afrontar el riesgo.

Veinte pares de ojos estaban clavados en la pizarra, pero solo una mano se alzó de inmediato.

La de Valente Sharpe.

– Cuéntenos, Valente -sonrió Blanes.

– Si existieran bucles en los segmentos intermedios de cada cuerda, podríamos identificarlas mediante cantidades discretas de energía. Incluso aislarlas, si la energía fuese suficiente para separar los bucles. Es decir… -y siguió un torrencial chorro de lenguaje matemático.

Hubo un silencio cuando la explicación finalizó. La clase entera, incluyendo a Blanes, parecía estupefacta.

No era Valente quien había contestado. A guisa de muñeco de ventrílocuo, el joven había abierto la boca para hablar, pero una voz distinta había tomado la palabra a dos puestos de distancia a su izquierda, interrumpiéndole.

Todos miraron a Elisa. Ella solo miraba a Blanes. Podía oír los latidos de su corazón y sentía calor en las mejillas, como si en vez de ecuaciones hubiese estado murmurando frases de amor. Se quedó esperando las consecuencias mientras soportaba aquellos párpados entornados fijos en ella (la típica manera de mirar de Blanes, que le recordaba a la del viejo actor de Hollywood Robert Mitchum) con una calma que a ella misma le resultaba inconcebible. Sin embargo, lo que en otras situaciones constituía su principal defecto, su carácter apasionado, le servía ahora de ventaja: creía tener razón, y pensaba luchar por eso fuera cual fuese el oponente.

– No creo haberla visto pedir la palabra, señorita… -dijo Blanes con voz tan inexpresiva como su rostro, pero con cierto matiz de dureza. El silencio se hizo más denso.

. -Robledo -replicó Elisa-. Y no me ha visto pedir la palabra porque no la he pedido. Llevo más de una semana pidiéndola y usted parece no verme, así que hoy he preferido hablar.

Los cuellos giraban hacia Blanes o Elisa por turno, con tanto afán como si se tratara de ver a dos grandes tenistas disputar los últimos segundos de un set decisivo. Entonces Blanes se volvió de nuevo hacia Valente y sonrió.

– Cuéntenos, por favor, Valente -pidió otra vez.

Con su notoria delgadez y la blancura angulosa de su piel, como una estatua de hielo sentada en un pupitre, Valente respondió de inmediato, en voz alta y clara.

Mientras contemplaba su demacrado perfil, Elisa quedó admirada de un simple detalle: aunque Valente respondió lo mismo que ella, lo hizo de manera particular, con otras palabras, dando la impresión de que eso era lo que había pensado decir en un principio, sin tener en cuenta para nada la respuesta de ella, incluso incurriendo en un ligero error de variables que Blanes se apresuró a corregir. Defiende lo suyo, como yo -pensó complacida-. Estamos empatados, Valente Sharpe.

Cuando Valente acabó su exposición, Blanes dijo: «Muy bien. Gracias». Luego bajó la vista y contempló un espacio entre sus pies.

– Esto es un curso para licenciados en física teórica -agregó con suavidad, con su voz enronquecida-. Es decir, para personas adultas. Si alguno de ustedes quiere manifestar otra reacción infantil, rogaría que lo hiciera fuera de aquí, por favor. No lo olviden. -Y, volviendo a alzar la mirada, no ya hacia Valente o Elisa sino hacia toda la clase, añadió, en el mismo tono-: Al margen de esto, la solución ofrecida por la señorita Robledo es exacta y brillante.

Elisa sintió escalofríos. Me nombra a mí sola porque fui la primera en decirlo. Recordó una frase de uno de sus profesores de óptica: «En ciencia puedes permitirte ser un hijo de puta, pero debes intentar serlo antes que los demás». Sin embargo, no experimentó especial placer, ni siquiera alegría. Por el contrario, una amarga oleada de vergüenza la anegó.

Observó de reojo el impasible perfil de Valente Sharpe, que nunca la miraba, y se sintió miserable. Enhorabuena, Elisa: hoy has sido la primera hija de puta.

Bajó la cabeza y disimuló las lágrimas haciendo visera con la mano.


Estaba tan aturdida por lo sucedido que apenas le preocupó encontrar un nuevo correo de «mercuryfriend» al llegar a casa. Como sabía que, hiciera lo que hiciese, el archivo adjunto se cargaría en la pantalla, lo abrió tal cual. Comenzaron a desfilar las imágenes.

Iba a apartar la vista cuando se dio cuenta de la diferencia. Mezcladas con las figuras eróticas había otras: un hombre caminando encorvado bajo el peso de una piedra sobre los omoplatos, un soldado con uniforme de la Primera Guerra Mundial llevando a una chica en un sillín a su espalda, un bailarín encaramado sobre los hombros de otro… Al final, en letras rojas sobre fondo negro, apareció una nueva y enigmática frase: «SI ERES QUIEN CREES SER, LO SABRÁS».

¿De qué iba aquel anuncio? Elisa se encogió de hombros sin entender y apagó el ordenador, aunque una idea muy vaga la mantuvo inmóvil frente a la pantalla unos cuantos segundos más.

Decidió que se trataba de un detalle banal (algo que había olvidado y pugnaba por recordar). Ya se acordaría.

Se quitó la ropa y se dio una ducha cálida y prolongada que terminó de relajarla. Para cuando salió del baño ya había olvidado todo lo relacionado con el mensaje y solo pensaba en lo, ocurrido en clase. Se sentía espoleada por el desprecio que Blanes le manifestaba. ¿No quieres caldo? Tres tazas. Sin pensar siquiera en vestirse, extendió la toalla en la cama, se echó encima con apuntes y libros y se puso a realizar ciertos cálculos que se le habían ocurrido para el trabajo que debía entregar.

Al curso solo le quedaban cinco días. Coincidiendo con la última sesión se había programado un simposio internacional de dos días en el Palacio de Congresos al que asistirían algunos de los mejores físicos teóricos del mundo, como Stephen Hawking o el propio Blanes. Para entonces cada alumno tendría que haber entregado un estudio sobre las posibles soluciones a los problemas que planteaba la teoría de la secuoya.

Elisa sometió a prueba una idea nueva. Los resultados no parecían claros, pero el simple hecho de tener un camino que recorrer le devolvió la calma.

Por desgracia, perdió toda la calma poco después.

Fue cuando salió a comer algo. En ese instante se topó con su madre, que cumplía con su deber de hacerle más difícil la vida.

– Vaya. Pensé que no habías llegado aún. Como te metes en tu habitación y ni siquiera te preocupas de saludar…

– Pues ya ves. He llegado.

Se habían encontrado en el pasillo. Su madre, perfectamente vestida y peinada, olía a esa clase de perfumes cuyos anuncios ocupaban una página entera en revistas de moda y casi siempre mostraban a mujeres desnudas. Elisa, por su parte, se había echado un viejo albornoz por encima y sabía que parecía lo de siempre: un adefesio. Supuso que su madre diría algo al respecto y no se equivocó.

– Al menos podrías ponerte un pijama y peinarte un poco. ¿Aún no has comido?

– No.

Se dirigió descalza a la cocina y recordó a tiempo cerrarse el albornoz cuando vio a «la chica». Los platos, cubiertos con plásticos protectores, estaban, como siempre, artísticamente preparados. Así lo exigía Marta Morandé, baronesa de Piccarda. Elisa se había hartado de pedir comidas sencillas que pudiera comer con los dedos, para mayor rapidez, pero oponerse a las decisiones maternas era como darse de cabezazos contra un muro. En aquella ocasión había risotto. Comió hasta que la molesta sensación en su estómago desapareció. De repente la asaltó otra idea, y se dedicó a jugar con el tenedor y beber agua sentada en la cocina, extendiendo sus largas piernas, desnudas y morenas, mientras su cerebro embestía de nuevo las inexpugnables ecuaciones desde diversos ángulos. Apenas si fue consciente de que su madre había entrado en la cocina y solo se percató cuando su voz la distrajo.

– … una persona muy simpática. Dice que el hijo de su amiga ha sido compañero tuyo en la universidad. Hemos estado hablando mucho sobre ti.

Miró a su madre con ojos completamente vacíos.

– ¿Qué?

– Su nombre no te sonaría. Es una clienta nueva, y muy, muy bien relacionada… -Marta Morandé hizo una pausa para ingerir las pastillas adelgazantes que tomaba al medio día con un vaso de agua mineral-. Me dijo: «¿Es usted la madre de esa chica? Pues dicen que su hija es un genio». Aunque te moleste, te diré que presumí de ti con orgullo. Pero lo tuve fácil, porque la señora estaba que alucinaba contigo: quería saber cómo era la convivencia con un genio de las matemáticas…

– Ya. -De inmediato había comprendido por qué su madre se hallaba tan feliz. Los logros de Elisa solo le gustaban cuando podía presumir de ellos en su salón de belleza, ante una «clienta nueva muy, muy bien relacionada». Y, ahora que lo pensaba, ¿por qué podía decirse «clienta» y, en cambio, no podía decirse «genia»?

– «Y además, es guapísima, según me han contado», me dijo. Yo le dije: «Sí, es la chica perfecta».

– Podrías ahorrarte las ironías.

Inclinada ante la nevera abierta, Marta Morandé se volvió y la miró.

– Pues verás, si te soy sincera…

– No, por favor, no lo seas.

– ¿Puedo decir algo? -Elisa no contestó. Su madre se alzó mirándola con fijeza-. Cuando me hablan tan bien de ti, como han hecho hoy, me siento orgullosa, sí, pero no puedo evitar pensar cómo sería todo si, además de ser perfecta, te esforzaras por parecerlo…

– Para eso ya estás tú -replicó Elisa-. Eres… ¿Cómo lo llama ese libro de psicología religiosa que lees? ¿La virtud encarnada? No pienso invadir tu terreno.

Pero Marta Morandé prosiguió, como si no hubiese oído:

– Mientras escuchaba las maravillas que me decía esa señora sobre ti, estaba pensando: «Qué opinaría si supiera lo poco que mi hija lo aprovecha todo…». Hasta me dijo que, sin duda, te lloverían ofertas de trabajo, ahora que has acabado la carrera…

Se puso en guardia. Eso era terreno pantanoso y llevaba, sin remedio, a la ciénaga de una amarga discusión. Sabía que su madre estaba deseosa de que sus estudios «sirvieran» para algo, de verla ocupar algún tipo de puesto en algún tipo de empresa. Nada teórico encajaba en la mentalidad de Marta Morandé.

– ¿Adónde vas?

Elisa, que había iniciado la retirada, no se detuvo.

– Tengo cosas que hacer. -Empujó las puertas batientes y salió de la cocina al tiempo que oía:

– Yo también tengo cosas que hacer, y, ya ves, de vez en cuando pierdo el tiempo contigo.

– Es tu problema.

Cruzó el salón casi corriendo. Al ir a salir por la otra puerta tropezó con «la chica» y fue consciente de que llevaba el albornoz abierto, pero no le importó. Oyó los pasos de tacón a su espalda y decidió volver a enfrentarse a ella en el corredor.

– ¡Déjame en paz! ¿Quieres?

– Por supuesto -replicó su madre fríamente-. Es lo que más deseo hacer en este mundo. Pero se da la circunstancia de que tú también debes ir pensando en dejarme en paz…

– Te juro que lo intento.

– … y mientras no podemos dejarnos en paz mutuamente, te recuerdo que estás viviendo en mi casa y debes acatar mis reglas.

– Claro, lo que tú digas. -Era inútil: no tenía fuerzas ni deseos para luchar. Dio media vuelta, pero se detuvo al oírla de nuevo.

– ¡Qué opinión tan distinta tendría la gente de ti si supieran la verdad!

– Dímela tú -la desafió.

– Que eres una niña -dijo su madre sin alterarse. Nunca levantaba la voz: Elisa sabía que ella era buena calculando en matemáticas, pero para el cálculo de las emociones nadie supe raba a Marta Morandé-. Que tienes veintitrés años y aún eres una niña que no se preocupa por su aspecto, ni por conseguir un trabajo estable, ni por relacionarse con otras personas…

Una niña. -Las palabras fueron como un puño que la golpeara en el vientre-. Lo menos que puede esperarse de una niña es que tenga reacciones infantiles en clase.

– ¿Quieres que te pague el alojamiento? -murmuró apretando los dientes.

Su madre calló un instante. Pero replicó con perfecta calma:

– Sabes que no es eso. Sabes que solo deseo que vivas en el mundo, Elisa. Y aprenderás tarde o temprano que el mundo no es acostarte en esa pocilga de habitación a estudiar matemáticas, o pasearte casi desnuda por la casa mientras comes…

Cerró de un portazo cercenando aquella voz inflexible.

Pasó un tiempo indeterminado apoyada en la puerta, como si su madre tuviera la intención de echarla abajo de un empujón. Pero lo que oyó fueron los lujosos tacones alejándose, perdiéndose en el infinito. Entonces contempló los papeles y libros llenos de ecuaciones y dispersos por su cama y se tranquilizó un poco. Tan solo verlos le resultaba relajante.

De repente se quedó mirándolos absorta.

Creía comprender qué significaban aquellos mensajes.


Se sentó al escritorio, cogió papel, regla y lápiz.

Figuras llevando otras a la espalda. El soldado y la chica.

Realizó un esbozo repitiendo el mismo patrón: un muñeco llevaba a otro sentado sobre el hombro. Entonces, con un lápiz más fino, trazó tres cuadrados que abarcaban a las figuras dejando en el centro un área triangular. Contempló el resultado.



Con una goma nueva borró cuidadosamente las figuras procurando modificar lo menos posible las líneas que había trazado debajo. Por último, completó los segmentos que había borrado sin querer:


Cualquier estudiante de matemáticas conocía bien aquel diagrama. Se trataba del célebre postulado número cuarenta y siete del primer libro de los Elementos de Euclides, donde el genial matemático griego proponía una elegante manera de probar el teorema de Pitágoras. Era fácil demostrar que la suma de las áreas de los cuadrados superiores equivalía al área del inferior.

A lo largo de los siglos la prueba de Euclides se había popularizado entre los matemáticos con dibujos simbólicos alusivos, entre los cuales destacaba el de un soldado llevando a su novia a la espalda en una silla: aquel dibujo -la «silla de la novia» lo llamaban- le había dado la clave. Comprendió que el resto de las figuras tenían que haber sido entresacadas de un libro de arte relacionado con las matemáticas (¡no con el erotismo!). Incluso recordó haber visto un libro así en cierta ocasión.

Si eres quien crees ser, lo sabrás.

Se estremeció. ¿Podía ser cierto lo que imaginaba?

Nadie que no tuviese conocimientos matemáticos profundos habría establecido tal conexión entre las figuras. El anónimo remitente quería decir que solo alguien como ella hubiese sido capaz de dar con la solución. La conclusión le pareció obvia.

El mensaje es para mí.

Pero ¿qué significaba?

Euclides.

El vértigo de aquella nueva idea y las posibilidades que encerraba la aturdieron.

Encendió el ordenador, abrió el navegador y entró en la red. Accedió a la página de mercuryfriend.net y revisó la lista de anuncios de bares y clubes.

Se le secó la boca.

El anuncio del club «Euclides», en apariencia, era como los demás. Mostraba el nombre del local en grandes letras rojas y añadía: «Lugar selecto para un encuentro íntimo». Pero había algo escrito debajo:


Viernes 8 de julio, a las 23.15,

recepción especial: ven y hablemos. Te interesa.


Le costaba esfuerzo respirar.

El viernes 8 de julio era ese mismo día.