"Zigzag" - читать интересную книгу автора (Somoza José Carlos)9El lugar era extraño y desagradable, como su propietario. La primera impresión que ella tuvo resultó ser la correcta: no parecía una casa sino un bloque de apartamentos. Valente se lo confirmó mientras subían unas escaleras de piedra que, a no dudar, eran las originales del vecindario: – Mi tío compró todos los pisos. Algunos eran de su padre, y otros de su hermana y su primo. Hizo reformas. Ahora tiene más espacio del que necesita. -Y añadió-: En cambio, yo no tengo todo el que necesito. Elisa se preguntaba cuánto espacio consideraría Valente necesario. Pensaba que en aquel húmedo y oscuro panal ubicado en pleno Madrid podían caber, holgadamente, tres pisos completos como el de su madre. Sin embargo, conforme seguía sus pasos por la escalera, una cosa le quedaba clara: jamás hubiese vivido allí, entre sombras, con aquel olor a albañilería reciente y moho. Desde algún lugar del primer rellano le llegó una voz de fantasma famélico. Gemía una sola palabra, distinta cada vez. Descifró: «Astarté», «Venus», «Afrodita». Ni Valente ni su criado (se llamaba Faouzi, o al menos así lo había llamado Valente) parecían darse por enterados, pero al llegar a la primera planta, Faouzi, que los precedía, se detuvo y abrió una puerta. Mientras cruzaba el pasillo hacia el segundo tramo de escaleras, Elisa no pudo evitar mirar por aquella puerta. Vio trozos de una habitación que parecía enorme y a un hombre en pijama sentado junto a una lámpara. El criado se acercó a él y le habló con fuerte acento marroquí. «¿Qué le pasa a usted hoy? ¿Por qué tanta queja?» «Kali.» «Sí, ya, ya.» – Es mi tío, el hermano de mi padre -dijo Ric Valente subiendo de dos en dos los peldaños-. Era filólogo, y en la demencia le ha dado por repetir nombres de diosas. Estoy deseando que se muera. La casa es suya, yo solo poseo una planta. Cuando mi tío se muera me la quedaré toda: ya está decidido así. Él no conoce a nadie, no sabe quién soy y nada le importa. De modo que su muerte será ventajosa para todos. Había dicho aquello en tono indiferente, sin dejar de subir la escalera. No solo sus palabras, que de inmediato consideró crueles, sino la frialdad con que las había pronunciado desagradaron profundamente a Elisa. Recordó la advertencia de Víctor (ten cuidado con Ric), pero ya había decidido momentos antes, mientras él la insultaba en la puerta, que no iba a echarse atrás: estaba deseosa de saber lo que Valente iba a contarle. La magnitud de la casa la dejaba sin palabras. El rellano en que se encontraban, y que al parecer era el último, se abría a una antecámara con dos puertas enfrentadas a un lado y, en línea recta, un pasillo con varias puertas más. Olía de forma diferente en aquella planta: a madera y libros. Las luces eran apliques de intensidad graduable y resultaba evidente que toda la zona había sido remozada en fecha reciente. – ¿Esta… planta es tuya? -preguntó. – Toda. Le hubiese gustado que él le enseñase aquel extravagante museo, pero las normas de cortesía no parecían haber sido creadas para Ricardo Valente. Lo vio avanzar por el laberíntico pasillo y detenerse al fondo con la mano en un picaporte. De pronto pareció cambiar de opinión: abrió unas puertas dobles en el lado opuesto e introdujo el brazo para encender las luces. – Éste es mi cuartel general. Tiene cama y mesa, pero no es mi dormitorio ni mi comedor, sino el lugar donde me entretengo. Elisa pensó que aquella habitación, por sí sola, era el apartamento de soltero más amplio que había visto en su vida. Aunque estaba acostumbrada a los lujos domésticos de su madre, le resultó obvio que Valente y su familia pertenecían a otro nivel. De hecho, lo que tenía ante sí era un dúplex inmenso de paredes blancas dividido artísticamente por una columna y una escalera que llevaba a una plataforma con una cama, sin tabiques de separación. En la zona inferior, libros, altavoces, revistas, un juego de cámaras, dos curiosos escenarios (uno con cortinas rojas y el otro de pantalla blanca) y varios focos de estudio fotográfico. – Es fantástico -dijo. Pero Valente ya se había ido. Ella se alejó de puntillas de aquel sanctasanctórum, como si temiera hacer ruido, y penetró en la habitación que él había señalado en un principio. – Siéntate -le indicó (ordenó) él, mostrándole un tresillo azul, Era un cuarto de dimensiones normales con un ordenador portátil encendido sobre un pequeño escritorio. Había cuadros enmarcados, en su mayoría retratos en blanco y negro. Reconoció a algunos de los Muy Grandes: Albert Einstein, Erwins Schrödinger, Werner Heisenberg, Stephen Hawking y un jovencísimo Richard Feynman. Pero el cuadro de mayor tamaño) y más llamativo se hallaba justo delante de ella, sobre el ordenador, y era de otra clase: un dibujo a todo color de un hombre con traje y corbata acariciando a una mujer completamente desnuda. La mueca del rostro de la mujer indicaba que la situación no le resultaba del todo agradable, pero sin duda no podía hacer gran cosa por evitarla debido a las cuerdas que ceñían sus brazos a la espalda. Elisa pensó que si Valente percibía las expresiones que ella estaba poniendo desde que había entrado en aquella casa, nada hacía por demostrarlo. Se había sentado frente al ordenador, pero hizo girar la silla para dirigirse a ella. – Este cuarto es seguro -dijo-. Me refiero a que aquí no han instalado micros. En realidad no he localizado ningún micrófono en casa, pero pusieron un transmisor en mi móvil y han pinchado mi teléfono, de modo que prefiero hablar aquí. La excusa que utilizaron conmigo fue una avería de la luz. Cerré esta habitación a cal y canto, le di instrucciones a Faouzi y cuando vinieron los convencimos de que esto era un trastero sin enchufes. Y tengo algunas sorpresas: ¿ves ese aparato que parece una radio, en aquella rinconera? Es un detector de micros. Capta frecuencias desde cincuenta megahercios a tres gigas. Hoy venden cosas así en Internet. La luz verde indica que podemos hablar con tranquilidad. -Apoyó la angulosa barbilla sobre las manos entrelazadas y sonrió-. Deberíamos decidir qué vamos a hacer, querida. – Yo tengo aún algunas preguntas. -Ella se sentía irritada y ansiosa, no solo por todo lo que él le había contado sino por la pérdida de su móvil, que empezaba a lamentar (aunque él ni siquiera lo había mencionado)-. ¿Cómo hiciste para entrar en contacto conmigo y por qué me elegiste a mí? – Veamos. Te contaré mi experiencia. A mí me hicieron rellenar el cuestionario en Oxford, y eso fue lo primero que despertó mis sospechas. Me dijeron que era «requisito indispensable» para asistir al curso de Blanes. Cuando llegué a Madrid, empecé a ver mendigos que parecían espiarme, y vino la avería de la luz… Pero se me olvida algo: semanas antes, varias universidades norteamericanas telefonearon a mis padres para hacerles preguntas sobre mí con la excusa de que yo les «interesaba». ¿No te ha ocurrido igual? ¿No ha habido nadie que le preguntara cosas a un familiar tuyo sobre tu vida o tu carácter? – Una clienta de mi madre -recordó Elisa, palideciendo. Valente hizo un gesto con la cabeza, como si ella fuese una alumna aplicada. – Mi padre ya me había hablado de todo eso. Son trucos bien conocidos, aunque nunca pensé que los practicarían conmigo alguna vez… Entonces hice una deducción simple: estas cosas me sucedían desde que había decidido apuntarme al curso de Blanes; por tanto, la vigilancia tenía que ver con ese curso. Pero cuando hablé con Vicky… Oh, perdón. -Hizo un mohín de niño arrepentido y corrigió-: Mi amigo Víctor Lopera… Creo que ya lo conoces. Somos amigos desde niños y tengo mucha confianza con él… Pero tú no le llames Vicky,, porque se pone de una mala leche increíble. Cuando le pregunté, me dijo que a él no le habían hecho rellenar ningún cuestionario. Me intrigaba saber si yo era el único sometido a esa vigilancia, y mi siguiente paso lógico fue pensar en ti, que habías quedado… más o menos igual que yo en la prueba. -Ella pensó, al oírle, que a Valente Sharpe se le atragantaban aquellas cuatro centésimas, pero no dijo nada-. Te observé en la fiesta de Alighieri hablando con ese tío, y ya no tuve ninguna duda. Pero no podía llegar y decirte por las buenas: «Oye, ¿a ti te vigilan?». Tenía que demostrártelo, porque estaba seguro de que tú eras una ovejita inocente y no ibas a creerme sin más. Descarté cualquier forma normal de comunicación… Hizo una pausa. Se había levantado y dirigido a un rincón. Había allí un diminuto lavabo, un grifo y un vaso. En ese instante abrió el grifo y puso el vaso debajo. – Solo puedo invitarte a agua -dijo- y solo a un vaso para los dos. Soy un anfitrión nefasto. Espero que no te importe beber de mis labios. – No quiero nada, gracias -dijo Elisa. Comenzaba a sentir calor y se quitó la rebeca, quedándose con la camiseta sin mangas que llevaba debajo. Notó que él la miraba fugazmente mientras bebía. Luego lo vio regresar al asiento y continuar. – Entonces pensé en un truco que me enseñó mi padre: «Cuando quieras enviar un mensaje en clave utiliza la pornografía», me decía. Aseguraba que solo los ignorantes envían mensajes secretos en correos poco llamativos. En el mundo en que él se mueve, lo «poco llamativo» es lo más llamativo de todo. Sin embargo, casi nadie indaga demasiado en una propaganda porno. Y eso hice, pero jugué con dos barajas. Supuse que ciertas imágenes basadas en el diagrama de Euclides podían parecer dibujos perversos para cualquiera que careciera de conocimientos matemáticos. En cuanto al anuncio y la página de «mercuryfriend», fueron detalles anecdóticos. Y el modo de entrar en tu ordenador también. – ¿Entrar en mi ordenador? – Lo más sencillo del mundo -repuso Valente rascándose una axila-. Tienes un Pese a la admiración creciente que experimentaba por la brillantez de aquel plan, Elisa no pudo evitar sentirse muy incómoda. – ¿Y por qué avisarme? ¿Qué podía importarte que yo también estuviera al tanto de que me vigilan? – Oh, quería conocerte. -Valente adoptó una expresión seria-. Me resultas muy interesante, como a casi todo el mundo… Sí -admitió tras reflexionar un instante-, estoy seguro de que a Blanes también le interesas, pese a que siempre me pregunta a mí… Se ven pocas tías en cursos de física avanzada, menos aún en Oxford que en Madrid, créeme, y todavía menos como tú. Quiero decir que jamás había visto a ninguna que, además de tus conocimientos, poseyera tu boca de chupadora profesional y las tetas y el culo que tienes. Aunque los oídos de Elisa habían captado perfectamente las últimas palabras, su cerebro demoró en procesar la información: Valente las había pronunciado en un tono idéntico al resto, casi hipnótico, y el trance se incrementaba con aquellos ojos color pantano, saltones, clavados en aquel rostro tan flaco y demacrado. Cuando por fin se dio cuenta de lo que él había dicho, no supo qué replicar. Por un momento se sintió Por otra parte, le quedó claro que él deseaba ofenderla, y dedujo que si reaccionaba ante aquellas vulgaridades le ayudaría a anotarse un triunfo. Decidió esperar su oportunidad. – Hablo en serio -había continuado él-. Eres jodidamente atractiva. Pero también rara, ¿verdad? Como yo. Tengo una teoría para explicarlo. Creo que es una cuestión orgánica. Los físicos geniales han sido siempre gente patológica, reconócelo. Un cerebro de Se levantó otra vez y señaló los retratos conforme los mencionaba. – Schrödinger, un obseso sexual: descubrió la ecuación de onda mientras follaba con una de sus amantes. Einstein, un psicópata: abandonó a su primera mujer y a sus hijos y se casó con otra, y cuando ésta falleció, dijo que se sentía mejor porque eso le permitía trabajar con tranquilidad. Heisenberg, un filonazi: colaboró activamente en la fabricación de una bomba de hidrógeno para su Elisa se sorprendió a sí misma planteándose si aceptaría. La forma de hablar de Valente era como una radiación: no te enterabas de nada y ya habías sufrido los efectos. – No, gracias -dijo-. ¿En qué más somos raros? – Quizá también en lo que a nuestras familias se refiere -dijo él y volvió a sentarse-. Yo procedo de padres divorciados. Mi madre, incluso, quería matarme. Abortar, quiero decir. Al fin mi padre la convenció de que me tuviera y mis tíos se encargaron de mi educación: vine a Madrid y viví en esta casa mucho tiempo antes de marcharme a Oxford, aunque no creas, he pasado temporadas con cada uno de mis progenitores. -Mostró los colmillos en una amplia sonrisa-. Resulta que, una vez resuelto el problema de vivir lejos de ellos, papá y mamá han descubierto que me aman. Digamos que soy un buen amigo de ambos. ¿Y tú? ¿Cómo es tu vida? – Para qué me lo preguntas, si ya lo sabes -replicó ella. Valente le brindó una ronca carcajada. – Sé algunas cosas -admitió-: que eres la hija de Javier Robledo, que tu padre murió en un accidente de tráfico… Lo que dicen de ti las revistas. Ella optó por cambiar de tema. – Hablabas antes de hacer algo. ¿Por qué no vamos a la policía? Tenemos pruebas de que nos vigilan. – No te enteras de nada, ¿verdad, querida? Es la policía la que nos vigila. No la policía común y corriente, ni siquiera la secreta, sino las autoridades. O sea, algún – Pero ¿por qué? ¿Qué hemos hecho? Valente volvió a soltar aquella risa que a ella le resultaba tan irritante. – Una de las cosas que aprendes con mi padre es que no es necesario hacer nada malo para ser vigilado. Al contrario, la mayor parte de las veces te vigilan porque haces cosas demasiado buenas. – Pero ¿por qué nosotros? Solo somos estudiantes recién licenciados… – Se trata de Blanes, seguro. -Valente giró y tecleó en el ordenador. Aparecieron las ecuaciones de la «teoría de la secuoya»-. Algo relacionado con él o con su curso, pero no tengo ni puta idea de qué puede ser… Quizá alguna clase de trabajo en el que anda metido… Al principio pensé que era por su teoría, alguna especie de aplicación práctica o de experimento relacionado con ella, pero está claro que no es eso… -Desplazaba las ecuaciones en la pantalla con el repiqueteo constante del dedo índice-. Su teoría es bellísima, pero completamente inútil. -Se volvió hacia Elisa-. Como ciertas chicas. Ella volvió a rehusar la tentación de ofenderse. – ¿Te refieres al problema de la solución de las ecuaciones? -indagó. – Por supuesto. Tiene un atolladero insuperable. La suma de tensores en el extremo «pasado» es infinita. Ya lo he calculado, ¿ves?… Y por tanto, pese a tu ingeniosa respuesta sobre los bucles de esta mañana (que también se me había ocurrido a mí), no hay manera de aislar las cuerdas como partículas individuales… Es como preguntar si el mar es una sola gota o trillones de ellas. La respuesta en física siempre es: depende de lo que definamos como «gota». Sin una definición concreta, tanto da que las cuerdas existan como que no. – Yo lo veo de esta forma -dijo Elisa, y se inclinó hacia delante para señalar una ecuación en la pantalla-: si consideramos que la variable de tiempo es infinita, los resultados son paradójicos. Pero si empleamos una «delta t» limitada, por grande que sea, como por ejemplo el período transcurrido desde el – Ésa es una petición de principio inadmisible -replicó Valente de inmediato-. Tú misma creas un límite artificial. Es como sustituir un número en una suma para que el total dé la cifra que necesitas. Absurdo. ¿Por qué emplear el tiempo del origen del universo y no cualquier otro? Suena ridículo… El cambio en él había sido notorio, y Elisa lo percibía: había perdido su frialdad y su sonrisa burlona y hablaba sumido en la emoción. – No te enteras de nada, ¿verdad, querido? -repuso ella con absoluta calma-. Si podemos elegir una variable temporal, podemos obtener soluciones concretas. Es un proceso de renormalización. -Notó que Valente torcía el gesto y siguió, muy animada-: No estoy hablando de utilizar la variable del tiempo universal: me refiero a utilizar una variable como referencia para renormalizar las ecuaciones. Por ejemplo, el tiempo transcurrido desde el origen de la Tierra, unos cuatro mil millones de años. Los extremos del «pasado» de las cuerdas de tiempo de la historia de la Tierra acaban en ese punto. Son longitudes discretas, calculables: En menos de diez minutos puedes obtener soluciones finitas aplicando las transformaciones de Blanes-Grossmann-Marini; ya lo he comprobado. – ¿Y de qué te sirve? -En el tono de voz de Valente había ahora agresividad. Sus mejillas, de ordinario exangües, se hallaban enrojecidas-. ¿De qué puede servirte tu estúpida solución localista? Es como decir: «No puedo vivir con el sueldo que me pagan, pero, mira, he encontrado esta mañana un par de céntimos». ¿De qué coño te sirve una solución parcial aplicada a la Tierra? ¡Es estúpido! – Dime una cosa -sonrió Elisa con tranquilidad-. ¿Por qué te dedicas a insultar cuando no puedes probar nada? Hubo una pausa. Elisa paladeó la expresión de Valente. Pensó que en el mundo de las relaciones con el prójimo él bien podía ser una víbora astuta, pero en el mundo de la física ella era un tiburón, y estaba dispuesta a demostrárselo. Sabía que sus conocimientos distaban de ser óptimos (no era más que una aprendiza), pero igualmente sabía que nadie podría derrotarla en ese terreno con meros insultos. – Claro que puedo probarlo -barbotó Valente-. Es más: pronto tendremos la prueba. Falta una semana para que acabe el curso. El sábado que viene habrá un encuentro internacional de expertos: vendrán Hawking, Witten, Silberg… Por supuesto, también Blanes. Los rumores afirman que habrá una especie de – De acuerdo -convino ella. – Hagamos una apuesta -propuso él recobrando la sonrisa-. Si tu solución parcial es aceptable, haré lo que digas. Por ejemplo, renunciaré a mi pretensión de marcharme con Blanes y te cederé el puesto a ti, si es que Blanes decide elegirme a mí primero. O bien podrás ordenarme cualquier otra cosa. Cualquiera, no importa lo que sea: lo haré. Pero si gano yo, es decir, si tu solución de variable parcial no resuelve una mierda, seré yo quien te ordene cosas. Y tú las harás. Sean las que sean. – No acepto esa apuesta -dijo Elisa. – ¿Por? – No me interesa ordenarte nada. – En eso te equivocas. Valente golpeó varias teclas y las ecuaciones fueron sustituidas por imágenes. Resultaba chocante contemplarlas tras la fría página de números, como el contraste entre el cuadro de la mujer desnuda y atada y los retratos de físicos célebres. Desfilaron una a una por sí solas, sin que Valente hiciese otra cosa que volverse hacia ella y estudiar su rostro mientras sonreía. – Muy interesantes las fotos que guardas en tus archivos privados… No menos que los «chats» en que has intervenido… Elisa no podía hablar. La violación de su privacidad le parecía descomunal, pero el hecho de que él se lo mostrara se le antojaba casi más humillante. – No me interpretes mal -dijo Valente mientras un año entero de las intimidades de ella recorría la pantalla como una ristra de ropa interior usada-: me trae sin cuidado tu forma de relajarte cuando dejas los libros. Hablando claro: tus orgasmos solitarios no me importan una mierda. Yo también colecciono fotos así. De hecho, a veces las hago. Y películas. ¿Has visto mi estudio en la otra habitación? Tengo amigas, chicas que hacen de todo… Pero no había encontrado a nadie hasta ahora que participara de… Oh, ésta es muy buena -señaló. Elisa desvió la vista. – Que participara de la pasión por el extremo, quería decir -prosiguió él y disolvió las fotografías con otro golpe de teclas. Volvieron a aparecer las ecuaciones-. Mira por dónde, he encontrado en ti a un alma gemela del morbo, lo cual me regocija, porque, sinceramente, pensaba que lo único que te gustaba era intentar lucirte delante de Blanes en plan niña estúpida, como hoy. Solo quiero que sepas que te equivocas: claro que tienes algo que ordenarme. Por ejemplo, que deje de meter las narices en tu vida. O que no le diga a nadie cómo meterse. ¿Qué era él?, se preguntó. ¿Qué clase de cosa era? Miró su cara angulosa, blanca como una calavera pintada, la nariz y los labios femeninos y los ojos enormes como mundos color selva enmascarados por aquellos cabellos frágiles y pajizos. Asco era lo único que en aquel momento podía sentir por Valente. Y de pronto descubrió que ya había logrado vencer uno de sus poderes mágicos: ya era capaz de reaccionar. – ¿Aceptas, pues? -preguntó él-. ¿Tu obediencia contra la mía? – Acepto. Se percató de que Valente no había esperado aquella respuesta. – Hablo en serio, te lo advierto. – Ya me lo has demostrado. Yo también. Él parecía titubeante ahora. – ¿De veras crees que tu solución parcial es correcta? – – ¿Puedo saberlas? Ella negó con la cabeza. De pronto creyó comprender algo. Se levantó lentamente, sin dejar de mirarle. – No me has avisado de que nos vigilan para ayudarme -dijo-. Lo has hecho para Al instante, Ric Valente la imitó: se puso en pie. Ella observó que eran de estatura similar. Se miraron a los ojos. – Ya que lo dices -contestó él-, te confieso que te he mentido: no creo que sea, exactamente, una «vigilancia». El cuestionario, las preguntas a nuestras familias… Está claro. No se trata tanto de espiarnos para ver qué hacemos como de – Por eso tiraste mi móvil a la papelera -murmuró ella, comprendiendo. – No creo que ese detalle sea decisivo, pero, sí, es posible que se hayan mosqueado contigo. Quizá estén pensando que quieres ocultar algo y te hayan descartado ya… Elisa casi se tranquilizó al oírle. Pero se equivocaba: él no deseaba tan solo desplazarla del camino que llevaba a Blanes. Lo comprobó cuando le vio alzar la mano sin previo aviso, los finos dedos dirigidos hacia sus pechos. Todos sus sentidos le gritaron que retrocediera. Pero no lo hizo. Valente tampoco la tocó: su mano resbaló por el aire, a unos milímetros de la camiseta de ella, y descendió hasta su cadera, como dibujando un molde de su cuerpo. Durante el tiempo que duró aquella palpación de fantasma Elisa no respiró. – Mis órdenes no serán fáciles de cumplir -dijo él-, pero sí divertidas. – Me muero por conocerlas. -Ella cogió la rebeca-. ¿Puedo marcharme ya? – Te acompañaré. – Sé salir sola, gracias. El trayecto por la escalera -oyendo aquella voz envejecida gemir algo que sonaba a «Istar»- fue tenso y oscuro. Una vez en la calle, Elisa se detuvo a tomar aire con la boca abierta. Luego contempló el mundo como si lo hiciera por primera vez, como si hubiese nacido en aquel instante, en medio de las sombras de la ciudad. |
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