"Sueños de perro" - читать интересную книгу автора (Orsi Guillermo)11El destino baraja sus naipes marcados para que las ovejas del rebaño creamos que todo es azar. Dos días más tarde respondí a la invitación a una reunión de ex alumnos, promoción 60 del Normal Mixto Juan Bautista Alberdi. Una sola vez en mi vida me aparecí en esos bailes de vampiros arrancados de sus tumbas por la puta nostalgia de sus juventudes. Fue cuando quise abrazar a Osvaldo Rébora, un traga solidario con los burros que nos sentábamos al fondo del ruinoso y multitudinario salón de quinto primera, capaz de soplarnos pruebas enteras de física y de memorizar uno por uno para nosotros, en las de anatomía, todos los huesos y los músculos del esqueleto antropomorfo en que encarnamos nuestras penas. Hasta que el jefe de celadores sospechó de tanto rendimiento intelectual concentrado en un área donde predominaban los vagos recalcitrantes y Rébora fue al exilio del primer banco, donde él no quería estar porque era un tipo legal: la fila de los devoradores de libros, de los glotones que empiezan en la secundaria a no abrir el juego y terminan haciendo goles y ganando campeonatos para los poderosos. Por no ser de esa casta, a Rébora se lo chuparon los salvadores de la patria, cuando tenía treinta y seis años y estaba a punto de irse de la Argentina, con un contrato de investigador científico en Alemania y un dolor silencioso y sin alivio por tanta desolación. De esto último me enteré al presentarme en aquella reunión de mutantes, y en vez de abrazar a Rébora tuve que soportar el relato minucioso de varias decenas de vidas inodoras, incoloras e insípidas, de mezquinas currículas expuestas sin pudor por ex alumnos, ex jóvenes, ex minas bonitas y calientes devenidas en señoras empolvadas y frígidas. Era el año 1984 y algunos y algunas ya extrañaban la mano dura de los militares, el orden sepulcral que, después de todo, es el ambiente en que mejor se crían y se reproducen los microorganismos de la especie. Fui, entonces, por segunda vez, en 1997, dos días después de mi excursión al barrio de Aristóteles Fabrizio. Y no me equivoqué, o el destino talló sin disimulo su naipe doblado en una punta. Ahí estaba como un solo hombre Gargano Daniel, adoquín contra cuya estulticia lucharon en vano camadas enteras de profesores de las más diversas materias, repetidor crónico que arrancó con nosotros en primero primera y se perdió luego, como un astronauta expulsado de su cápsula al espacio y condenado a vagar por el vacío infinito de su burrez, acompañando a los de primer año durante varias temporadas, con sus barbas crecidas y sus consejos de sabelotodo en levantarse minas casadas. No sé qué milagros de la maduración de su masturbada personalidad, o qué influencias en el ministerio de educación que en aquella época ocupaba un brigadier, hicieron que Gargano Daniel obtuviera por fin su título de maestro normal. Para no desaprovechar tanta dedicación al estudio y sensibilidad por las artes, los padres lo metieron de cabeza en la escuela superior Ramón Falcón, de donde salió poli. O siempre había sido chivato, quién sabe, y ocultaba la chapa bajo el tintero del banco de la segunda fila donde se atrincheró durante su interminable batalla por aprobar el secundario. El abrazo que no había podido dar a Rébora tuve que dárselo a él. Sólo Jesús, Hijo de Dios, y algún descalabrado entomólogo, serían capaces de levantar una araña pollito del piso para evitar que la aplasten, con la delicadeza con se recoge el pañuelo de una dama. Una larvada repulsión entumeció mis brazos. Me vi obligado, además, a felicitarlo porque lo veía a cada rato en los noticieros de la tele, haciendo declaraciones en las puertas de bancos que acababan de ser asaltados, pisando sin disimulo el hilo de sangre de un ladrón recién baleado y exhibido para la prensa como pescado fresco sobre la vereda. – La calle apesta -reveló Gargano, ahora comisario, gordo y ajado, aunque con toda su pelambre rubia intacta y aplastada con gomina. Comía con la boca abierta y hablaba del semillero de hijos de puta en que se ha convertido esta sociedad-. Para los muchachos de la basura es fácil porque lo único que hacen es correr detrás del camión y recogerla empaquetada. Nosotros tenemos que juntarla con la mano y ensobrarla -decía regodeándose, con el mismo abyecto placer que ponía en tragar su segunda vuelta de peceto con papas al horno-. Pero ese Chivo Robirosa se la buscó, Mareco, sorry que fuera amigo tuyo. Uno a veces se engaña con los amigos, pero nosotros en el Departamento tenemos la data completa de todo el mundo. Intercalaba palabras en inglés y términos de informática para demostrar que había hecho cursos en Miami y en Panamá. Cursos de qué, ninguno de los terminales reunidos en aquella cantina de Flores lo sabía, y Gargano se cuidó muy bien de dar detalles: – Especialización -dijo-, también la pasma hoy es global. Tenía razón. Él, por lo menos, era un globo de grasa y de muy probables perversiones. Se había casado, separado y vuelto a casar cuatro veces, y tenía cuatro hijos, «uno por cada tiroteo», dijo entre carcajadas llenas de rosbif que se abrían, en su cara mofletuda y viciosa, como la popa de los camiones recolectores. Agradecí en nombre de la Humani dad que hubiera terminado siendo poli y no maestro. – Quiero saber quién lo mató -le dije sin rodeos, en cuanto aflojó un poco con su amorcillado humor. Me miró como un sonámbulo al que despiertan aplaudiéndole en la cara. – ¿Qué te importa, si está muerto? Puro oficio, su comentario. Pero si yo había sido capaz de abrazarlo, ¿por qué no iba a poder soportarlo un rato más? Le conté, porque parecía no haberse enterado de nada, que el Chivo había sido un tipo envidiable, un crack en lo suyo, disputado por minas de categoría, un ganador. Esta última definición fue demasiado provocativa para su necesidad genética de prontuariar hasta a su primera novia. – A un ganador no lo aplastan como a una cucaracha en un conventillo de Constitución -dijo sin ironía, y me invitó a caminar un rato -porque esta decadencia me va a estropear la digestión, la carne estaba rica pero nuestros ex compañeros son intragables -dijo, aludiendo al ruso Bouer que se había puesto a cantar La casita de mis viejos, acompañado por el pianista de la cantina, mientras media docena de fosilizadas maestras promoción 60 del Juan Bautista Alberdi le hacían un coro que sonaba a engranajes de un montacargas a punto de desplomarse en caída libre hasta los sótanos del infierno. De a poco, y mientras caminábamos por Carabobo hacia Rivadavia y se tiraba pedos a gusto -«total vos sos de confianza, no doy más, te juro que a veces creo que reviento»-, me fue contando que ser poli es la imposibilidad de confiar en nadie. – Cuatro hijos, Mareco. El mayor, preso por haberse limpiado él sólito una mesa de dinero, ni las monedas dejó. La segunda, casada con un judío que se la llevó primero a un kibutz y después la abandonó en un barrio de putas de Tel Aviv, embarazada y sin un mango. Imaginate lo que fue de ella y de mi nieto, pero por lo menos ahora se las rebusca y no depende de nadie, porque allá las mujeres se hacen valer aunque cojan por guita, es otra sociedad. La tercera me salió científica, está en yanquilandia, en un centro de investigación de Massachusetts, un bocho la piba. Pero es lesbiana, sufre por otras mujeres, y yo eso no me lo banco, Mareco, soy muy chapado a la antigua, le pedí que no me llamara ni volviera a escribirme hasta que se cure. – ¿Y la cuarta? – Cuarto -aclaró, iluminado por un fulgor de milagro cristiano que estuvo a punto de hacerme caer devotamente de rodillas-: el cuarto es policía, recién graduado. Un valor, el pibe. Tenía seis años y cuando yo volvía a casa ya me preguntaba «papi, ¿cuántos ladrones mataste hoy?» No sé, ni creo que tenga ya tiempo para averiguarlo, dónde empiezan o terminan la decepción y el orgullo en tipos como Gargano, en qué se rozan su necesidad de percibir el mundo y su capacidad de ostracismo. Hasta qué punto se toman a sí mismos en serio y hasta dónde son capaces de verse al espejo como marionetas manchadas de sangre. – Vengo a estas reuniones de ex alumnos porque vivo solo y me aburro -dijo esa noche-, me hacen acordar al tren fantasma del viejo Parque Retiro. Los mismos esperpentos. Pero éstos hablan y te reconocen. O sea que uno, viviendo, se bajó del carrito y se transformó sin darse cuenta en uno de esos cucos oxidados, Mareco. Y vamos por ahí, metiendo más lástima que miedo o haciendo cagar de risa a los que todavía la miran de afuera. Como vos, por ejemplo. -Me detuvo en mitad de una bocacalle y por un momento tuve miedo de que fuera a esposarme sin leerme mis derechos-: ¿Qué te hace pensar que el Chivo Robirosa era un inocente? |
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