"Sueños de perro" - читать интересную книгу автора (Orsi Guillermo)12Pero estaba limpio, ni una mancha en los tribunales. Sin embargo, en la seccional treinta y siete todavía recordaban los escándalos. – La mujer entraba aquí como loca, gritaba que lo quería preso, «métanlo entre rejas para siempre, fusílenlo», gritaba. Nos pedía de rodillas que lo moliéramos a golpes como él hacía con ella. Pero cuando íbamos a buscar al tipo y lo traíamos, ella retiraba todos los cargos y se iban del brazo -contó un ayudante memorioso. – Nuestra obligación era pasarle las actuaciones al juez -intervino un sargento que le cebaba mate al ayudante-, pero quién se metía con el Chivo, en el barrio todos lo queríamos, era un tipazo, y encima salía en los diarios: negrito borracho y mujeriego, con cuarentipico de abriles, en un amistoso les hizo comer cuatro bifes bajo los palos a los racistas del seleccionado sudafricano. Un día dejaron de verlos y de saber de ellos. El Chivo plantó a la familia, Charo se fue del barrio con los pibes. Desde un teléfono público llamé a Gargano para agradecerle los contactos. – Te dije que no era trigo limpio -me amonestó desde su húmedo despacho del Departamento Central-, pero a los famosos se les perdona todo y el Chivo se apoyaba todavía en sus viejas hazañas para zurrar a la mujer. Un miserable. No me gustó el cierre, aunque tuviera razón, si lo que habían contado los canas de la seccional era cierto. Claro que calificarlo de miserable no explicaba el tiro entre los ojos, cuando ya había atravesado las estaciones oscuras de su decadencia. Por unos días creí que podría ir olvidando el asunto o, por lo menos, dejándolo de lado. Tachero al fin, había pasado por la vida de un viejo amigo como quien cruza manejando el taxi por algún barrio de mala fama, rogando que el pasajero que va sentado atrás no sea un sicópata y que, después de bajarse en alguna esquina, no aparezca otro haciendo señas hasta abandonar la zona caliente. Manejo de día. O llevo el auto al taller, cuando le toca mantenimiento. De noche, se lo entrego al peón en avenida de Mayo y Piedras, y voy corriendo a encerrarme en el departamento a mirar televisión. Ésa es mi rutina desde hace años. Antes fue distinto, mejor. Pero mi pasado permanece en una nebulosa tan inescrutable como la del Chivo Robirosa. A veces, alguna mina de ocasión quiere que le cuente. Las mujeres son pretenciosas. Primero, se conforman con un beso y una caricia, pero al rato, después de la cama, ya exigen de uno la biografía completa a cambio de nada. En el mostrador de un sexo desvaído y previsible, tu vida por la mía. Como si ellas tuvieran algo para contar. Tipos que las abandonan, abortos que la obra social no cubre, jefes de oficina chantajistas que les prometen un ascenso y después del primer polvo las ponen de patitas en la calle con una carta de recomendación para algún otro jefecito acosador. Manoseos, golpes, mentiras, susurros de un paraíso de palmeras y mar azul que jamás se concreta. Nadie que venga de triunfar en Hollywood o de ganar el premio Médicis de literatura se acuesta con un tachero de cincuenta y siete. A qué tanta pregunta, entonces, si la respuesta está cantada. Por eso, en general, prefiero la tele. Pasividad absoluta, ningún cuestionamiento. Y de la tele, los debates políticos y sociales. Esos desfiles en colores de encantadores de serpientes me permiten adormecerme de a poco, entrar en una anestesia sin riesgo quirúrgico que me limpia el cerebro de pensamientos y la noche de malos recuerdos. Pasaron varios días sin siquiera un llamado equivocado. A lo mejor me habían borrado de la plantilla, estaba muerto y yo sin enterarme. Cuando casi se había cumplido el mes de nuestro único encuentro, sonó el teléfono. Once y media de la noche, la voz que menos esperaba y la que más deseaba. – Tengo que verte, Mareco. Venite ahora mismo, dale. Ya sé que estás en calzoncillos, medio en pedo y solo. Ponete un jean y una remera, duchate antes, si es necesario, pero vení. Llegué al Tango Pub de la avenida Brasil casi a las tres de la mañana. El taxista que me llevó hasta allá no me rebajó ni diez centavos, a pesar de que reivindiqué varias veces mi condición de colega. Los que andan de noche consideran a los diurnos de otra raza, unos burócratas del volante que según ellos no arriesgan nada, algún atraco sin importancia, que te bajen del auto y se lo lleven, a lo sumo. Los pasajeros pesados de verdad suben de noche, dicen, los carniceros y los violadores toman turno después de las doce, las tradiciones se respetan. Entré en el boliche, luz de ambiente mortecina, mucho humo, perfumes y lavandas mezcladas con olor a transpiración en aquella retorta con número vivo. La Pecosa terminaba de cantar Chorra y Los mareados. Transpirada y feliz, o por lo menos contenta de verme, me llevó a una mesa apartada mientras todavía sonaban los buenos aplausos de costumbre y los de alguna visita, médicos de guardia del hospital de pediatría, solitarios, dos parejas de turistas canadienses que creían que eso era San Telmo. – Me quedé con algo, la otra noche -arrancó diciendo mientras tomaba mis manos como a las de un novio con el que buscara reconciliarse-. No es guita, no pienses mal de mí. Jamás me guardo los vueltos. Sacó de su bolso una agenda con tapas de cartón, descalabrada, llena de papeles, recortes y hojas que habían sido arrancadas y vueltas a poner en su sitio. Reconocí sin leerla la letra del Chivo, su caligrafía prolija como pisaditas de gorrión que picotea los canteros. Mientras tomábamos whisky cruelmente rebajado con agua de la canilla, la Pecosa me contó que se había quedado con la agenda nada más que por tener algo personal del Chivo. Pero en un día de descanso, aburrida -llovía en Buenos Aires y el chulo le había prohibido trabajar porque él estaba con cuarenta de fiebre y no podía controlar la caja-, se puso a intentar leerla. – Yo no pasé de segundo grado, así que imaginate el laburo que me dio. Pero tenía tiempo y, con paciencia, fui descubriendo a un Chivo desconocido para mí. Fotografías, recortes amarillentos con anotaciones en los márgenes, y una letra apretada rellenando espacios en las páginas de la agenda. Con aquella magra iluminación me fue imposible leer, la Pecosa sugirió que mejor me la llevaba, la leía entera en mi casa y después le contaba. – El Chivo parecía bruto pero escribía difícil -dijo-, usaba palabras de diccionario, Mareco. A lo mejor vos, que lo conociste bien y tenés más estudio que yo, podés entenderlo. Nos fuimos a su departamento. El camionero andaba por la Patagonia y retozamos a gusto hasta el amanecer. Después me quedé dormido y me desperté al mediodía. La Peco sa me cebó mate en la cama y llamé por teléfono al peón. – Le dejé el taxi donde siempre, creí que llegaría en seguida, ¿qué le pasó, maestro, lo asaltaron? Ni me molesté en pasar por avenida de Mayo y Piedras. Fui directo al corralón municipal y recuperé el taxi, después de pagar la multa y el acarreo de la grúa. No me importó, estaba feliz. O por lo menos, como la Pecosa esa noche, contento. Había sido capaz de apagar la tele y salir a encontrarme con una mina que no me cobró un peso. Como antes, como alguna vez. Me eché una ojeada en el espejo retrovisor. Contento de volver a verme. |
||
|