"Sueños de perro" - читать интересную книгу автора (Orsi Guillermo)9Desde la estación de Chascomús caminé seis cuadras por una calle arbolada que parecía la garganta del Paraíso. Pocos autos que pasan despacio, nadie va muy lejos en un pueblo; pájaros removiendo las copas de los árboles, un picado en una esquina y un pibe que grita a mis espaldas «¡la pelota, señor!», dándome la oportunidad de parar el rebote con que la pelota se me acerca como un perro amistoso y reventarla de un zurdazo, un gol imposible y fuera de reglamento que el piberío celebra como si lo hubiera hecho Maradona. Charo me espera frente a un portón bajito que interrumpe una cerca de ladrillos rodeando la casa, un chalet para familia tipo que debió financiar algún plan Eva Perón del Banco Hipotecario. Llega una brisa salada y fresca desde la laguna. Charo parece joven, fuera del tiempo. – No tenías necesidad de venir, yo subo a Buenos Aires una vez por mes. Además, por esa plata. – Es todo lo que el Chivo tenía. Con la mueca que apenas vela su sonrisa me indica que el tema le molesta, que quizás no quiera hablar una sola palabra del pasado. Los hijos adolescentes andan por el fondo, donde hay una pequeña huerta, y bajo una glorieta sombreada por una parra de uva chinche, su madre vieja mira sin ver desde una silla de ruedas. – El mayor ya tiene diecinueve, y el más chico, quince. Hacía diez años que no veían al padre -me informa en voz baja, mientras los pibes patean una pelota de goma que vuela rasante entre los canteros de acelga y zanahoria. – Yo nunca dejé de ver a los míos y sin embargo también el mundo se me abre ahora bajo los pies -digo después de contarle brevemente mis fracasos familiares. – Todo pudo haber sido tan diferente. Busca mis ojos como si hasta ahora hubiera estado hablando con alguien oculto en la niebla y recién me encontrase, o el aire de pronto se hubiera limpiado, un espejo que se desempaña con la mano para descubrir el rostro de quien habla a nuestras espaldas. Eludo su mirada y digo que barajamos mal, pero ella no debe entenderme o no acepta mis excusas: no tuviste huevos, dice, aunque de inmediato se arrepiente de sus palabras, se muerde los labios, pide que la perdone. Vuelve a hablar del Chivo después de tomarse un tiempo en la cocina para preparar una picadita de salami, queso y aceitunas, y cuando ya estamos los dos bajo la parra, junto a la abuela desenchufada de la realidad. – Se la creyó, Mareco, eso le pasó. Habla del que no quiere hablar y tiene su sólida versión, la que seguramente le permitió sobrevivir con dignidad y aguantarse los chubascos de la menopausia. Dice que el Chivo ganó mucha plata y la plata atrae adulones como la humedad y el calor a los mosquitos: negocios, juergas, vida fácil. Ella y los chicos pasaron a segundo plano, puro lastre. Fue más sencillo borrarlos que aceptar la carga. – Se creyó más poderoso de lo que era, abrió el gallinero y se le llenó de zorros -dice, observando con los párpados entornados el gallinero de verdad al fondo de la huerta, donde un gallo maltrecho se pasea con patética majestad entre las ponedoras. – Acá se vive tranquilo -atino a comentar, respirando a fondo el olor ácido de la uva que cuelga de la parra y por la que merodean abejas y tábanos. – Pero no hay cerros. Charo es tucumana y añora su Tafí del Valle natal como un compadrito de Borges su farol en la esquina con buzón y calle empedrada. – Salís a la pampa y se te desbanda el alma, no sé explicártelo, es como si… Gesticula, demarca en el aire una llanura de incertidumbre y nostalgia. Sabe explicarlo, aunque prefiera no admitirlo. – Qué grandes están los pibes -digo como buscando el ritmo de otra respiración, algo que me salve de esa asfixia que de pronto me acosa a cielo abierto-. Cuesta entender que no quisiera volver a verlos. Pero no mereció morir de esa manera. – A mí no me importa, Mareco. No pasa de ser una noticia policial, y yo no leo la crónica roja de los diarios. Apuro el martini con limón, porque a las tres y cuarto pasa un tren a Buenos Aires. Suspiro en silencio y le doy el sobre con los mil quinientos mangos mientras me levanto y repito, pero con la garganta seca como si no hubiera tomado nada, que de todos modos es un buen lugar, éste, para vivir sin hacerse tanta mala sangre. Charo recoge el sobre, lo abre y cuenta los billetes mojándose los dedos, los quince de cien que abultan como el sueldo de un obrero antes de que se inventara la flexibilización laboral. – La única que a veces preguntaba por el Chivo es ella -dice, indicando con un cabeceo la silla de ruedas-. Pero ahora ya no habla. Y si lo recuerda, ni me entero. El tren pasó a horario y a las seis de la tarde estuve de vuelta en casa. Mensaje en el contestador: «Veintidós pejerreyes y quince tarariras, mirá la que te perdiste, Mareco. Traé vino blanco, te esperamos esta noche». Tenían razón, mis amigos pescadores: me lo había perdido. Un productivo día de pesca, por una excursión al campo de la que había vuelto con las manos vacías. Esa noche la pasamos bien. Les conté a mis amigos que me había acostado con una piba de veintidós y no lo podían creer, «¡qué pique!», se asombró Floreal, el más veterano de los tres, «¿con qué encarnaste?». Tomamos vino y comimos pejerrey hasta hartarnos. El resto, festival para los gatos que esperaban su turno sobre la medianera, con las servilletas puestas. |
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