"Sueños de perro" - читать интересную книгу автора (Orsi Guillermo)

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Rutina. La denuncia policial, los trámites en la compañía de seguros, la aparición del auto dos días después con algunas abolladuras y sin la radio, de nuevo en la calle y a currar dos horas más por día para tratar de recuperar lo perdido. Rutina también la llovizna de los días borrando las huellas que nos comprometen, que indican que venimos, a veces, de algún buen recuerdo, de una hora en algún lugar que valió la pena.

No tenía ganas, sin embargo, de buscar a la Pecosa en sus lugares de trabajo. En el fondo de mi corazón destartalado pretendía que fuera ella quien volviera a llamarme, oír su voz en el contestador convocándome a seguir el juego. Pero entraba en casa y en el contestador los mensajes de siempre: un par de amigos invitándome a ir de pesca el fin de semana, mi hermana preguntando si estás de novio que no aparecés ni hablás por teléfono tus sobrinos quieren verte, y el llamado estimulante de mis hijos, uno, para anunciarme que abandona el bachillerato, y el otro, que quiere hablar conmigo de hombre a hombre.

– Tenés que saberlo, viejo, y tengo que ser yo quien te lo diga, no es fácil para mí, son cosas que pasan.

Lo escucho como si se tratase de una conversación ocasional en el asiento de al lado del metro, se me debe notar escandalosamente la cara de póquer que pongo cuando la realidad me supera porque Gustavo se queda esperando a que reaccione como si me hubiera desmayado. Como si le resultara imposible deducir que mi mirada vidriosa es de puro estupor.

– Las cosas que pasan me están pasando todas a mí últimamente. Primero, matan a un amigo en desgracia, lo matan como a un perro, y en vez de salir a vengarlo o a buscar justicia me enamoro de la hembra con la que mi amigo había compartido un amor chacabuco pero cierto. Pero la hembra no quiere verme a deshoras, por si fuera poco es puta y canta tangos en un tugurio de la avenida Brasil.

– Deberías vender el taxi -es el consejo del hijo que vino a hablar conmigo de hombre a hombre-, o tomar a otro peón que cubra tu turno. Es un trabajo peligroso. Tenés la jubilación del banco, el alquiler de la casa de Flores, con eso podés vivir tranquilo y pagarle los alimentos atrasados a mamá.

– ¿Alimentos para quién, para el vago de Huguito que no quiere agarrar más un libro? ¿Te envió tu madre, entonces, o es una misión tuya de buena voluntad?

Se va, ofendido. No hay portazo porque estamos en un bar: se levanta de la mesa y me deja plantado con su revelación, como quien paga su parte y además deja propina.

Lo vi salir, cruzar la calle mojada por la cansina lluvia de enero, perderse en el gentío. Tuve ganas de pararme sobre la mesa, patear los pocillos vacíos y gritar que todos los que estaban en ese bar eran unos cornudos, cornudos reconcentrados frente a sus cafecitos, cornudos melancólicos, fumando solos o en cornudas parejas aburridas, de gritar les pago una vuelta de cicuta, el barco ya se hundió, manga de cornudos, qué esperan.

Pero puse un billete de cinco pesos sobre la mesa y salí yo también como si me cerrara el banco, quién no tiene en Buenos Aires un vencimiento, una reunión de negocios o una citación en tribunales: me subí a la corriente y me dejé llevar por las ciegas multitudes. No podía pensar, no toleraba la sospecha de que cada idea estuviera en su sitio como pieza de ajedrez y que quien decidiría los próximos movimientos no fuera yo. ¿Eso mismo le habría pasado al Chivo? ¿Esa sospecha lo habría desgarrado hasta dejarlo en carne viva?

Charo había vuelto a irse a Chascomús y yo tenía los mil quinientos pesos de la herencia. Decidí, mientras caminaba sin rumbo por la ciudad, que no iría de pesca ese fin de semana, ni me sentaría a esperar a que Gloria la Pecosa me llamara, ni saldría a dar vueltas con el taxi hasta que algún drogón me rompiera la cabeza. Un rayo de sol se filtró en mi cerebro como un soplido entre la bruma, el llamado de Dios indicándome que sus caminos son siempre misteriosos.

Esa noche me emborraché sin culpas frente al televisor, mirando Pulp fiction por un canal de cable: gente que dispara a quemarropa como un dibujante que tira líneas entre un punto y otro sobre un plano, drogones con conciencias de cucaracha, la ciudad entera como un nido bullente y repulsivo, sociedades de hombres y mujeres ciegos cumpliendo sus mandatos sin reflexionar sobre ellos.

Gustavo, mi hijo mayor, veintitrés años, arquitecto, se había enamorado de Matías, treinta y ocho, empresario del calzado. Para colmo el zapatero era casado y padre de mellizos de tres años, no quería por el momento abandonar a su mujer, «los hijos son muy chicos y una separación es más traumática para críos de esa edad», me explicó Gustavo antes de ofenderse conmigo porque supuse que había venido a verme enviado por su madre.

Me pregunté, mientras veía la película de Tarantino, si mi deber como padre no sería hablar con Matías el Zapatero, llamarlo a la reflexión, explicarle que, en el mundo de las ideas, una se conecta con otra y ésta con la siguiente, y entre todas arman un universo simbólico, una complicada red de significados y representaciones que no siempre ocultan lo real, a veces sencillamente lo iluminan, mal que les pese a gurús de barro como Rabindranath Gore Fernández. Deseché la iniciativa, que le hubiera puesto los pelos de punta a mi hijo arquitecto, y ese fin de semana me fui a Chascomús a ver a Charo, la ex mujer y flamante viuda del Chivo.

Para saber por qué un tipo se desintegra, hay que ir armando las piezas que su desaparición dejó desparramadas por ahí. A lo mejor después, con el dibujo reconstruido de su vida, es más fácil entrever la identidad y los móviles de sus últimos asesinos.