"Sherlock Holmes y la boca del infierno" - читать интересную книгу автора (Martínez Rodolfo)Capítulo III. El hermano más listoWiggins paseaba por las colinas y Holmes se ocupaba de sus colmenas cuando Mycroft vino a verlo. El paupérrimo verano inglés se deslizaba con parsimonia hacia el final y el día era agradable sin llegar a ser caluroso. Wiggins llevaba dos meses en Sussex y lenta pero firmemente parecía ir avanzando hacia una recuperación total. De hecho, se encontraba lo bastante bien para poder echarle un vistazo a los primeros borradores del Como he dicho, aquella mañana se estaba ocupando de las colmenas. Oyó llegar el automóvil y, mientras terminaba la limpieza de un panal, reconoció los pasos característicos de su hermano. – Sherlock -saludó éste, sin decidirse a entrar del todo en la zona de las colmenas. – Buenos días, Mycroft -le devolvió Holmes el saludo sin abandonar su tarea. Terminó lo que estaba haciendo, devolvió el panal a su lugar correcto y sólo entonces se volvió y miró a su hermano. Habían pasado sólo unos meses desde la última vez que lo había visto, y le sorprendió encontrarlo tan envejecido. Volvió a lamentar, y no sería la última vez, que se hubiese negado a incorporar la jalea real a su dieta. Sus argumentos para tal negativa siempre le habían parecido pueriles a Holmes, pero sabía bien que, una vez tomada una decisión, era casi imposible que Mycroft cambiara de parecer. En silencio, abandonaron los jardines y se dirigieron la casa. Parecía un buen momento para un desayuno tardío, así que Holmes preparó un poco de té y, mientras el agua se calentaba, animó a Mycroft a que le dijese qué quería. – Me temo que llego en un momento inoportuno -dijo éste, mirando a su alrededor con el ceño fruncido-. De haber sabido que tu joven pupilo estaba aquí, quizá me lo habría pensado mejor. Era un juego de niños (al menos lo era para mi viejo amigo) seguir su mirada y dar con los indicios que le habían revelado la presencia de Wiggins, así que Holmes no se molestó en comentar lo que para él resultaba evidente y en lugar de eso dijo: – Bueno, Mycroft, pretender controlarlo todo es imposible. Deberías saberlo bien. Quizá no sean las circunstancias más apropiadas, pero tendremos que lidiar con ellas como podamos. Su hermano se encogió de hombros. Parecía molesto. – Siempre puedo encargarle el trabajo a otro agente -dijo, tras unos instantes de vacilación. Holmes reprimió una sonrisa. Mycroft, el hombre que jamás cambiaba sus costumbres por nada que no fuera una emergencia nacional, y que sin embargo se había tomado la molestia de venir hasta Sussex en lugar de mandar a buscar a su hermano, decía ahora que quizá podría asignarle la misión a otro. Su trampa era tan infantil que no parecía digna de él. – Vamos, Mycroft -dijo el detective, mientras retiraba el agua caliente del fuego y tomaba asiento frente a él-. No intentes pincharme como si fuera uno de tus peones. Dime qué es lo que quieres y luego ya veremos qué podemos hacer. Pero su hermano no respondió. Esperó a que Holmes sirviera el té y luego lo tomó en silencio, dibujando un mohín de fastidio con sus labios gordezuelos. En los últimos años, Mycroft había engordado cada vez más, hasta el extremo de que resultaba ya casi imposible adivinar al hombre delgado que había bajo él. Ni Holmes ni yo somos muy dados a las veleidades del psicoanálisis, si bien yo considero que el método del doctor Freud no carece del todo de utilidad, y quizá algunas de sus técnicas podrían explicar por qué el hermano de Sherlock Holmes había decidido enterrar al hombre delgado y nervioso que había sido bajo todas aquellas capas de grasa. Así que se tomó su té en silencio, sin abandonar del todo su aire de fastidio durante lo que duró el proceso. Sólo entonces, tras el último sorbo y después de haberse limpiado pulcramente con una servilleta, decidió hablar: – En realidad, eres la única persona que puedo enviar a hacer esto -reconoció, no demasiado contento-. Al fin y al cabo, has estado involucrado en el asunto casi desde el principio y no es necesario ponerte en antecedentes. Por otro lado -añadió, frunciendo los labios-, no hace falta que añada que cualquiera de mis agentes pensaría que estoy loco si intentara contarle el asunto. – Bien, Mycroft, es la reacción normal, al fin y al cabo. Descubrir de pronto que el jefe de inteligencia dedica buena parte del presupuesto asignado al contraespionaje a perseguir fantasmas, libros de ocultismo y… monstruos es algo difícil de digerir para cualquiera. – Quizá te sorprendería -respondió-. Y te aseguro que no somos los únicos. Si te contara lo que hacen los alemanes… o nuestros primos americanos, ya que estamos en ello. Pero da igual. Al menos tú sabes de qué trata todo el asunto, ya lo has investigado antes y no necesito convencerte de que el peligro es real. – ¿Real? Sin duda, querido hermano. Mientras todos los participantes en esta extraña conjura penséis que es real, desde luego que lo es y, por tanto, puede tener consecuencias físicas y palpables en nuestro mundo. Si me preguntas, sin embargo, si creo que las fantasías de un árabe loco sobre monstruos divinos, entes primordiales y dimensiones infernales son ciertas… – No te he preguntado nada, Sherlock. Y sabes bien que yo mismo no estoy seguro de creer en todo eso. Sin embargo, como bien has dicho, mientras el número suficiente de personas lo tengan por real y estén dispuestos a hacer cualquier cosa por aquello en lo que creen, el peligro que esas «fantasías de un árabe loco» representan para el mundo es lo bastante auténtico para mí. Holmes. asintió. – Así es como yo lo veo, en efecto. – Aunque… -añadió Mycroft con un brillo malicioso en sus ojos entrecerrados-. Tú mismo te has visto involucrado en unas cuantas cosas que no pueden ser explicadas de un modo… natural. – Tonterías -dijo Holmes-. Todo tiene una explicación natural. Que no conozcamos lo bastante los mecanismos del mundo no significa que éstos no existan. Otra vez su hermano se encogió de hombros. – Como quieras. En cualquier caso, mi tiempo es limitado. Y cuanto antes vuelva a Londres y esté a salvo en mi club, mucho mejor. – Pues adelante, hermano, deja de dar vueltas alrededor del asunto y cuéntame qué es lo que quieres que haga. En aquel punto de su historia, Holmes me trajo de nuevo a la memoria el asunto en el que ambos nos vimos involucrados a principios de 1895: "La aventura de la sabiduría de los muertos", como yo había acabado bautizándolo. Supe entonces que Mycroft se había pasado buena parte de los últimos treinta y cinco años investigando el asunto. Aquello no pudo menos que sorprenderme. Incluso podríamos decir que clamaba contra mi espíritu de ciudadano responsable. ¿Dilapidar el dinero de nuestros impuestos en perseguir quimeras, en obtener grimorios, en vigilar sectas ocultistas? Me parecía un derroche tan poco inglés que no sabía muy bien qué pensar. Pero como Mycroft había dicho, no es necesario que algo sea real para que resulte peligroso; basta que las personas suficientes lo tomen como real y actúen en consecuencia. Desde nuestra aventura con el ¿Qué cosas?, me preguntaba yo. Y la respuesta de Holmes no pudo ser más críptica ni menos tranquilizadora: todas las cosas. Cualquier cosa. Era como si durante los últimos treinta y cinco años hubiéramos estado viviendo una guerra secreta, una especie de carrera por ser los primeros en poner las manos sobre el libro de Al Hazrid y usarlo cada uno para sus propios fines. Hasta ahora nadie había tenido éxito y, si de Holmes dependía, nadie lo tendría nunca, pero entre tanto se las habían apañado para darle un buen cabeceo al barco en el que todos navegábamos. – ¿Recuerda la guerra en Cuba contra los españoles? -me dijo Holmes, interrumpiendo su historia-. Si yo le dijera que ésta no fue más que un montaje creado para ocultar algo más siniestro, ¿me creería? Claro que lo haría, usted nunca dudaría de mi palabra, lo sé bien y lo veo en sus ojos. Y sin embargo, al mismo tiempo se resiste a creerlo. Holmes me conocía bien y, al menos de momento, aceptó mi confianza en sus palabras y me agradeció haber dado el salto de fe que me exigían. Quizá algún día pudiera explicármelo todo y terminar de convencerme, me dijo. Entre tanto, tendría que conformarme con saber que los servicios de inteligencia británicos (aunque en muchos casos, ellos mismos no lo supieran) mantenían bajo vigilancia a algunos de los más notorios representantes del mundo ocultista. Lo cual nos llevaba a su misión a Portugal. Y al señor Crowley. Pocas veces nos habíamos encontrado con algo que pusiera más a prueba nuestras concepciones acerca de cómo funcionaba el mundo que durante la investigación del robo del No sé si aquel Winfield Scott Lovecraft que contactó con Amanecer Dorado y consiguió robar ante sus narices el grimorio de la secta era el padre del horripilante escritor de la revista, pero no he olvidado lo que hizo hace treinta y cinco años. Igual que no he olvidado el modo en que nos tuvo en jaque una y otra vez o la manera en que consiguió darnos esquinazo una primera vez usándome de rehén. Cierto que conseguimos dar con él, pero no lo es menos que justo cuando parecía estar en nuestro poder se desvaneció frente a nosotros con su premio en la mano. Había conseguido el más famoso de los libros de ocultismo. Un libro que, según decían todos, ya no era peligroso utilizar. Tenía, pues, todo el poder en su manos. – ¿Quiere saber lo que hizo con él? -me preguntó Holmes. Aparentemente, nada. Murió tres años más tarde, me contó mi amigo, víctima de las secuelas de la sífilis y balbuceando incoherencias. En cuanto al libro, nadie supo qué había sido de él. Desde entonces, habían sido muchos los que habían intentado dar con él. Y el señor Aleister Crowley era quizá el más notorio de todos ellos. Nuestro encuentro con él hacía treinta y cinco años había sido breve y, en apariencia, poco importante, pero no se me había ido de la memoria. Por aquel entonces él era poco más que un muchacho, un completo desconocido que, sin embargo, ya estaba maquinando en las sombras y complotando por el poder. Había manipulado a Mathers, uno de los fundadores de Amanecer Dorado, para que se hiciera con el control de la orden, seguramente esperando regir los destinos de la secta a través de su hombre de paja. Pero en eso se equivocó. Su paso por Amanecer Dorado fue breve. Él afirmaría después que abandonó la orden, pero lo cierto es que fue expulsado. Y desde entonces su fama había ido en aumento. Se jactaba de haberlo probado todo, de que no había depravación alguna por la que no hubiera pasado. En realidad, había construido a su alrededor un personaje y había conseguido que el resto del mundo lo tomase como real. Vivía perpetuamente disfrazado y todo cuanto hacía, me aseguró Holmes, no era más que una cortina de humo para que el mundo no viera sus verdaderas intenciones. ¿Y cuáles eran ésas? Mycroft tenía sus propias ideas al respecto. El hermano de Holmes creía que Crowley pretendía no sólo hacerse con el Por supuesto, me resultaba difícil aceptar aquello, y Holmes lo sabía bien. Pero, como él mismo me dijo, poco importaba que realmente el libro del árabe loco revelara los secretos del universo o fuera un puñado de tonterías sin valor. Lo que importaba era lo que creían los demás, y lo que estaban dispuestos a hacer para poner sus manos sobre él. Eso era lo que convertía al libro en peligroso, al menos tal y como Holmes y su hermano veían esas cosas, más allá de que fuera una fuente de poder real o no. Y lo que Mycroft temía era que el próximo viaje a Portugal de Crowley fuese justamente con ese propósito, y que no se detuviera ante nada (incluido el desestabilizar políticamente la zona) con tal de obtener lo que deseaba. Me pareció que Mycroft estaba sobrestimando a aquel personajillo teatral y despreciable, pero Holmes no lo creía así: – Tiene contactos, Watson -me dijo-, relaciones en los lugares adecuados; y una palabra suya puede hacer que los que están en el poder (o, peor aún, los que controlan a los que están en el poder) cambien de parecer y emprendan unas acciones u otras. Sabe verter las palabras apropiadas en los oídos adecuados. Él era el peligro real, y no el libro que ansiaba. La conclusión, por tanto, era elemental. – Matadlo -le dijo Holmes a Mycroft cuando éste terminó de exponerle lo que sucedía-. Acabad con él. Si él es el problema, eliminadlo. Sin duda lo que Holmes estaba diciendo era abominable, pero no más que muchas cosas que nuestros servicios de espionaje han hecho por el bien del país. Lo que en un hombre es horrible y merecedor de un castigo, cuando lo hace una nación puede ser simplemente necesario. Así pues, lo que le estaba señalando a su hermano era, ni más ni menos, la secuencia lógica de acontecimientos. – No podemos -le respondió éste-. No abiertamente. Incluso si lo hiciéramos de forma encubierta, sería peligroso. – Comprendo -dijo Holmes-. Os tiene pillados. Mycroft no se molestó en negar su acusación. – Piensa lo que prefieras -dijo-. El caso es que eliminarlo de la escena traería más problemas que los beneficios que nos pudiera aportar. – Así pues, lo que deseas, entonces, es que lo vigile. Y que te informe de sus acciones. No me necesitas para eso, estoy seguro de que tienes agentes con las adecuadas capacitaciones para algo así. – No del todo. Es cierto que tengo a mi servicio personas hábiles, buenos agentes sobre el terreno. De hecho, no te negaré que tenemos a alguien en el grupo de Crowley. No ha sido un trabajo fácil, te lo aseguro. Nos ha costado años introducir a alguien lo bastante cerca de él. Pero para esto te necesito a ti. Mi agente es demasiado útil junto a Crowley en estos momentos para volar por los aires su tapadera. No, esa persona no puede actuar ahora. Tal vez sea capaz de echarte una mano, de ponerte en la pista correcta, pero no me arriesgaré a que haga nada más. Guardó silencio unos instantes. – Además, necesito también que, llegado el caso, la persona que envíe tras Crowley sea capaz de tomar decisiones sin consultarme, aun cuando esas decisiones pudieran implicar un riesgo para todos. Eres el único en el que confío lo bastante para encargarle algo así. De este modo llegaron al meollo de la cuestión. Mycroft no quería tan sólo que su hermano vigilara a Crowley, sino que, si lo consideraba necesario, fuera capaz de quitarlo de en medio. Quienquiera que enviase tras él tenía que tener el criterio suficiente para saber cuándo limitarse a mirar y cuándo actuar. Y evidentemente Holmes era la elección lógica. Podríamos decir que la única. El detective reflexionó unos instantes sobre lo que le estaba pidiendo su hermano y, finalmente, asintió. – De acuerdo -dijo-. Lo haré. – ¿Y qué pasa con tu pupilo? Holmes no había dejado de pensar en él durante toda la conversación. Y en realidad Wiggins le venía que ni pintado. Su antiguo tenientillo podía ser el ayudante perfecto en una situación así y además sabía bien que podía confiar en él sin necesidad de ponerlo en antecedentes. Bastaría con decirle que Crowley era un posible peligro para Inglaterra. Wiggins no necesitaba saber más. Y, por otro lado, aquello sería beneficioso para él. Tener algo en que ocupar la mente, lanzarse a una misión, era justo lo que necesitaba para acabar de recuperarse del todo. Y tendría a su lado a su viejo mentor en todo momento para asegurarse de que no se involucraba en exceso en su tarea. Todo eso había pasado por la cabeza de Holmes mientras Mycroft le explicaba lo que quería de él, así que cuando llegó la pregunta sobre su pupilo, mi amigo no dudó en responderle: – Vendrá conmigo. Su hermano frunció el ceño unos instantes, sólo para acabar diciendo: – Si es como quieres hacerlo, adelante. Al fin y al cabo, si te pido esto es porque confío en ti. Así que tendré que confiar también que en lo referente a tu joven amigo sabes lo que estás haciendo. Holmes le aseguró que así era y, tras darle a su hermano los últimos detalles de la misión, Mycroft abandonó la casa. Pronto el ruido del motor de su coche se perdía a lo lejos. En aquel momento de su narración, Holmes me confesó un secreto. No hay mayor necio que el hombre inteligente demasiado seguro de su inteligencia, me dijo. Tarde o temprano cometerá un error. Y no será pequeño, añadió. |
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