"Sherlock Holmes y la boca del infierno" - читать интересную книгу автора (Martínez Rodolfo)

Capítulo IV. Niebla en la bahía

Así fue cómo Holmes y Wiggins acabaron en el mismo barco que Aleister Crowley. Una pareja tan típicamente inglesa que nadie reparó en ellos más allá del tiempo suficiente para notar su presencia y pasar a otra cosa. Un tío irritable y excéntrico y su sumiso sobrino. Un disfraz simple y eficaz.

Al menos eso esperaba Sherlock Holmes.

La primera parte del viaje no tuvo nada digno de mención. Holmes (Sherrinford Scott, en su nuevo papel) se pasó todo el tiempo dando tumbos por la cubierta y quejándose de todo lo imaginable, mientras su obediente sobrino Frederick tomaba nota de todo y, estirado y altivo, iba luego a ponerlo en conocimiento del capitán. El pobre hombre seguramente llegó a considerar la posibilidad de arrojarlos por la borda a ambos.

Pero cuando el barco atracó en la costa española, las cosas cambiaron. No debería haber sido más que una escala técnica en el puerto de Vigo, un mero trámite antes de seguir con el viaje.

La naturaleza, sin embargo, tenía otros planes. Una niebla espesa cayó aquel atardecer sobre la bahía de Vigo y, a medida que iba pasando el tiempo, iba volviéndose más densa e impenetrable. Con aquellas condiciones meteorológicas, pensar en continuar el viaje era absurdo.

Así que permanecieron atracados toda la noche y buena parte del día siguiente, mientras la niebla seguía espesándose a su alrededor casi como si fuera un ser vivo.

Crowley paseaba por cubierta, impaciente y contrariado por el retraso, rodeado a todas horas de su corte de admiradores, de entre la que destacaba una mujer pelirroja, de gesto hosco y mirada altiva.

Holmes y Wiggins se cruzaron varias veces con ellos. En su papel de millonario excéntrico, Holmes ni siquiera les prestó atención. Wiggins, por el contrario, los saludó con una educación que fue ostensiblemente ignorada, excepto por el gesto con que la mujer pelirroja respondió al saludo del joven: un breve asentimiento de cabeza mientras entrecerraba los ojos y una sonrisa estaba a punto de asomar a sus frías facciones.

Se llamaba Anni Jaeger y, según la información con la que contaba Holmes, no sólo era la amante de Crowley, sino una de sus más cercanas colaboradoras.

Así, no es de extrañar que, unas horas más tarde, aprovechando que ella paseaba sola por cubierta, Wiggins se acercase a donde estaba y, de acuerdo con el personaje entre petulante y tímido que estaba interpretando, tratase de aproximarse a ella de un modo un tanto torpe.

Sus intentos de conversación sin duda la divirtieron y lo dejó balbucear un buen rato sobre el tiempo, las condiciones de navegación y otras tonterías semejantes. Al cabo de un rato, se habían enzarzado en una conversación trivial en la que ella intervenía poco, salvo para animar a su interlocutor a que siguiera hablando o mostrar de vez en cuando su asentimiento ante lo que Wiggins le decía.

– No parece que le guste mucho viajar -dijo de pronto, interrumpiendo un comentario del joven sobre las tormentas del Atlántico. Hablaba con un ligerísimo acento alemán y tenía una voz algo ronca.

– Me guste o no, me temo que no me queda más remedio, en tanto mi tío siga empeñado en recorrer el mundo. -¿Por qué? Es él quien quiere verlo, no usted.

– Bueno, señorita, mis obligaciones…

– Tenemos las obligaciones que deseamos tener. Si usted acompaña a su tío será porque de algún modo le compensa.

Wiggins se encogió de hombros, fingiendo incomodidad.

– No es tan fácil escapar a nuestras responsabilidades. Soy su único pariente…

– Y seguramente su heredero.

– Por supuesto, pero no es ésa la cuestión.

– Sin embargo, yo creo que ésa es precisamente la cuestión. -Wiggins iba a decir algo, pero ella lo interrumpió con un gesto de su mano enguantada-. Por favor, ahórreme sus protestas de devoción familiar y deber personal. Usted hace lo que hace porque espera obtener un beneficio de ello. Como hacemos todos.

– Es usted tan bella como cínica, señorita Jaeger.

Ella acogió el comentario con mohín de fastidio.

– No diga tonterías, señor Scott. No soy bella, por más que muchos hombres piensen lo contrario. No soy una muñeca sumisa e independiente y eso fascina a los hombres, aunque también me teman por ello. En cuanto a cínica… bien, si decir las cosas tal como son es una muestra de cinismo, entonces lo soy.

– Confieso que no sé qué decir.

– Oh, sí que lo sabe. Pero no se atreve porque no lo considera apropiado. Al fin y al cabo, se supone que hay ciertas cosas que un caballero educado nunca debería decirle a una dama. Pero no se preocupe. No soy una dama. En cuanto a su disfraz de caballero… es bueno, sin duda, pero puede abandonarlo si lo desea. No seré yo quien se lo impida.

– Me temo que no sé a qué se refiere.

– Me temo que sí lo sabe, señor.

De pronto, la temperatura entre ellos parecía haber descendido varios grados. Wiggins optó por permanecer inmóvil, con la vista clavada en la niebla que los rodeaba. Ella dejó asomar una media sonrisa a su rostro desafiante y, al cabo de un rato, dijo:

– Creo que será mejor que me retire. Buenas noches, señor Scott.

– Buenas noches, señorita Jaeger.

La mujer dio media vuelta y pronto fue tragada por la niebla. Wiggins esperó unos momentos. Luego se apoyó en la borda, encendió un cigarrillo y lo fumó con parsimonia.

Volvió poco después al camarote que compartía con Holmes.

– ¿Y bien? -le preguntó éste al verlo entrar-. No parece que las cosas hayan ido como esperabas, muchacho. Wiggins se quitó el abrigo, lo colgó de la percha y se sentó en su litera. Luego procedió a contarle a su mentor la conversación que acababa de mantener.

– Ya veo -dijo Holmes-. Es una mujer inteligente, sin duda. No esperaba que nuestra pequeña superchería los engañase durante mucho tiempo. Al fin y al cabo, y dado lo notorio de sus actividades, por fuerza Crowley tiene que saber que es vigilado constantemente. Y ha sido sencillo suponer que éramos nosotros los encargados de tal tarea.

– ¿Cree que saben quiénes somos? O quién es usted, en todo caso. Yo debería ser un completo desconocido para ellos.

El detective sopesó la pregunta unos instantes.

– Hmmm, interesante cuestión, Wiggins. No importa lo eficaz que sea un disfraz: una vez que se sabe que se está mirando una impostura, una persona observadora siempre puede ver a través de él y deducir el verdadero rostro que hay debajo. Así que sí, es posible que sepan que es Sherlock Holmes quien está tras ellos.

No parecía muy contrariado por ello.

– No lo estoy, es verdad -dijo cuando Wiggins se lo hizo notar-. En cierto modo, contaba con algo parecido. No lo olvides, muchacho, no es la primera vez que Crowley y yo cruzamos nuestros pasos. No es demasiado inteligente, quizá, pero no carece de una cierta astucia reptilesca y, desde luego, tiene habilidad para saber rodearse de personas de valía. La señorita Jaeger lo es, sin la menor duda. Era cuestión de tiempo que penetrasen bajo nuestro disfraz, aunque sin duda hubiera preferido que pasara más tarde.

Miró a su pupilo como si esperase que éste aventurara alguna teoría distinta. Al ver que no lo hacía, encendió su pipa y se recostó contra la pared.

– Contrariarse por lo inevitable es estúpido, Wiggins. Peor aún, es malgastar las fuerzas. Y ya sabes lo mucho que odio malgastar mis fuerzas. Así que seguiremos el viaje y esperaremos. Y aprovecharemos nuestra oportunidad si surge. Y si no lo hace… -se encogió de hombros- esperaremos a la siguiente.