"Sherlock Holmes y la boca del infierno" - читать интересную книгу автора (Martínez Rodolfo)

Capítulo II. El detective de las estrellas

Fue así como supe que, unos meses atrás, un barco se había detenido en la costa española. Agosto estaba a punto de terminar y se arrastraba hacia un septiembre que prometía ser oscuro y húmedo.

Holmes y Wiggins viajaban a bordo bajo identidad falsa. No les había costado mucho aparentar ser un anciano excéntrico y sin duda adinerado, acompañado de su sobrino ansioso por heredar la fortuna del viejo avaro mientras le hacía las funciones de secretario.

Lo cierto es que les divertía representar sus papeles. Disfrazarse, fingir lo que no era siempre había sido como una segunda naturaleza para Holmes. Y Wiggins no estaba exento de habilidades en ese terreno. Claro que en los últimos años, convertido en una suerte de detective mascota de las estrellas de Hollywood, no había tenido ocasión de practicarlas a menudo. O, según como lo miremos, había estado practicándolas continuamente, interpretando sin parar un personaje. Al fin y al cabo, todo es ilusión en ese mundo; y para sobrevivir en él, Wiggins tuvo que transformarse, en cierto modo, en uno de ellos.

Qué hacía allí Sherlock Holmes y por qué estaba acompañado de su antiguo «sucio tenientillo» de los Irregulares de Baker Street sin duda merece una explicación.

Mi amigo siempre se había preocupado por el bienestar de sus Irregulares. A medida que crecían les fue siguiendo la pista y, allí donde podía, los ayudó a establecerse en la vida.

Ninguno de ellos lo defraudó. Y algunos superaron con creces las expectativas que tenía puestas en ellos.

Wiggins y Charlie Chaplin fueron los casos más notorios y desde el punto de vista estricto del éxito material, sin duda los que mejor librados salieron. El pequeño Charlie se convirtió en una estrella internacional por derecho propio y su personaje del entrañable vagabundo ha acabado transformándose en un icono inolvidable para el público. Mi trato con Charlie siempre fue superficial, y su paso por los Irregulares, bastante fugaz. Siempre tuve la sensación, por otro lado, de que el joven me miraba con desconfianza, quizá incluso con desagrado.

Es posible que me lo haya merecido. Confieso que al principio yo miraba con cierta hostilidad a aquellos muchachos, aquellas «fuerzas irregulares de Baker Street», tal como los había bautizado Holmes. Pero con el tiempo me di cuenta, no sólo de lo eficaces que eran para ciertos trabajos, sino del modo incondicional en que adoraban a mi amigo y la disciplina casi militar que Wiggins había impuesto sobre ellos. En cierto modo, eran un ejército, y funcionaban como tal.

Un ejército que se encontró con su momento más oscuro una noche de 1895 en un fumadero de opio de Limehouse.

Pero me estoy adelantando a los acontecimientos.

El caso de Wiggins era totalmente distinto al de Charlie; lo conocía desde hacía más tiempo, cuando no era más que un pilluelo desafiante y desvergonzado que hacía trabajos y encargos para Holmes y que había vuelto loca a la señora Hudson con sus continuas entradas y salidas, colándose por la puerta y, seguramente, robando alguna que otra cosa de la cocina. Con el tiempo, se había ido convirtiendo en un mucho espléndido y a su alrededor se había ido aglutinando una banda bien organizada de chicuelos que trabajaban a las órdenes del detective.

No me sorprendió cuando Wiggins decidió seguir los pasos de su mentor y me alegró ver que no lo hacía con mala fortuna. Primero dentro de la policía oficial y luego como investigador por cuenta propia, se labró una más que merecida reputación.

Fue precisamente a petición de Charlie que decidió ir a Los Angeles e involucrarse en la comunidad cinematográfica. Su fama no tardó en aumentar y pronto Frederick Wingspan, el nombre por el que el resto del mundo lo conocía, se convirtió en el detective oficioso de las estrellas de la pantalla. Al contrario que Holmes, quien siempre había preferido las sombras y la permanencia en un discreto segundo plano, Wiggins no hizo ningún secreto de su profesión. Su rostro aparecía con frecuencia en las portadas de las revistas de cotilleos de Hollywood, o en los noticiarios del mundo del cine: tal vez uno más en una de las muchas fiestas llenas de glamour y ficción que parecían estar celebrándose a todas horas.

Su rostro, marcado en la mejilla izquierda por el rastro de dos cicatrices gemelas, tenía cierto siniestro atractivo que sin duda lo hacía más que interesante para el otro sexo: el toque justo de misterio y oscuridad que las mujeres encuentran interesante.

Aunque sé bien que el joven habría preferido ser menos interesante y haberse librado de aquella marca en su rostro. Al fin y al cabo, estaba allí cuando Holmes lo trajo en un estado lamentable y fui yo quien curó sus heridas.

Al menos, las de su rostro.

Tengo anotados los detalles del caso, si bien no los he hecho públicos nunca. En mi narración de "La aventura de la sabiduría de los muertos" lo menciono de pasada, pues no tiene demasiada importancia para lo que allí ocurre. Digo, entre otras cosas, que Holmes se había visto involucrado en una sórdida trama que lo había acabado llevando, a él y a buena parte de sus Irregulares, a la zona de Limehouse. Y fue en un fumadero de opio donde el muchacho que era Wiggins entonces quedó marcado para siempre.

Alguien estaba empezando a reorganizar los bajos fondos de Londres, alguien que se estaba aprovechando de la muerte del profesor Moriarty para hacerse con el control del elemento criminal y establecer los cimientos de lo que podría llegar a convertirse en un nuevo imperio del submundo.

Pocos se atrevían a pronunciar su verdadero nombre, y aun éstos lo hacían entre susurros atemorizados, como si aquellas tres sílabas que lo identificaban tuvieran alguna clase de poder temible y decirlas en voz alta trajera la desgracia. Era un individuo enigmático de origen chino, nacido quizá en alguna parte de Manchuria, y a menudo se lo llamaba simplemente «el mandarín de ojos de jade».

Holmes y él se enfrentaron. Mi amigo logró hacerlo huir, al menos de momento.

Pero no antes de que aquella criatura diabólica marcara el rostro de Wiggins.

En la oscuridad, lo había detenido. Sus ojos, dos ascuas frías y esmeraldas, habían inmovilizado al joven y, con la mano extendida, había murmurado: «Dos».

Luego, su mano se convirtió en una garra de dos dedos y se acercó al rostro del muchacho.

Ésa fue la marca que aquel siniestro personaje dejó en el joven Wiggins: dos cicatrices paralelas en un lado de su rostro.

Fue entonces cuando Holmes hizo su aparición y se enfrentó a aquel maligno individuo. Estoy seguro de que salvó a Wiggins de un destino peor que la muerte. Y sé que mi amigo sufría al ver el dolor de su sucio tenientillo.

Lo llevó a mí y lo curé como pude. Con el tiempo, su rostro fue sanando. Las cicatrices permanecieron allí, pálidas y casi delicadas, un sutil recordatorio de que el mundo no era el lugar brillante que a veces parecía.

Recuerdo que, mientras curaba las heridas del joven Wiggins, había pensado en el paralelismo que había entre los irregulares del detective y los ladronzuelos de Fagin y en que, de haber querido Holmes construir un imperio criminal, en aquellos muchachos tenía una baza insuperable. Por suerte, las intenciones de mi amigo iban por otros derroteros.

Curé como pude el rostro de Wiggins, pero sé que algo atormentaba su alma. No era nada que pudiera decir en voz alta, pero no tardé en observar un cambio en la actitud del joven. Se volvió más implacable y creo que no volví a oírle reír. Sonreía a menudo, y cuando lo hacía su rostro se iluminaba, pero no rió nunca más.

Ingresó en la policía y, como he dicho, trabajó durante un tiempo como un detective oficial. Pero no tardó en encontrar encorsetantes tantas reglas y regulaciones. Además, había crecido junto al mejor detective del mundo. ¿Qué podían enseñarle aquéllos a los que precisamente Holmes había acusado más de una vez de torpes?

Así que no tardó en abandonar la fuerzas del orden y establecerse por su cuenta. Sé que Holmes lo ayudó discretamente en los primeros tiempos.

Se encontró con Charlie Chaplin algunos años después, en una de las visitas de éste a Inglaterra, y lo convenció para que cruzara el charco. El resto es fácil de seguir, a través de las revistas llenas de glamour y mentiras de la meca del cine.

Las capacidades razonadoras y deductivas de Wiggins tenían poco que envidiar a las de Holmes. Y no fueron pocas las madejas enmarañadas que consiguió desentrañar a lo largo de su carrera como detective. Por desgracia, Wiggins era incapaz de no involucrarse emocionalmente en los casos que investigaba; no supo tomar la distancia adecuada que, tal como lo veía Holmes, el buen razonador debe mantener siempre. Para el investigador, decía mi amigo, el misterio que trata de poner en claro debe ser un rompecabezas, un puzzle en el que hay que encontrar las piezas que faltan, o un laberinto para el que debe encontrar el proverbial hilo de Ariadna. Nada más y nada menos.

Yo mismo, como médico, no desconozco las consecuencias de dejarse llevar emocionalmente; una cierta dosis de deshumanización es imprescindible para hacer bien ciertos trabajos. De no ser así, la carga emocional que conllevan nos terminaría ahogando y el peso sobre nuestros hombros se convertiría en algo insoportable.

En ese aspecto, supongo que un detective no es muy distinto de un médico. Tiene que interesarse por la enfermedad, encontrar qué causa los síntomas y, si es posible, corregir la situación que los ha provocado. Pero el enfermo no debe pasar de ser nada más que un factor de la ecuación.

Por supuesto, debe haber espacio para la compasión en todo el proceso. Sin embargo, no demasiado, o el exceso de empatía terminaría convirtiéndose en una fuerza destructiva. Es un equilibrio difícil. Y me temo que ése era un equilibrio que Wiggins no había podido mantener.

El «sucio tenientillo» que correteaba por las faldas de la señora Hudson acabó convertido en un hombre de extremos. Una elaborada máquina de razonar que, al mismo tiempo, se dejaba llevar por intensos raptos de emoción.

La consecuencia fue que su cuerpo terminó pagándolo. A mediados de 1930 sufrió un colapso nervioso y tuvo que ser internado en una clínica: uno de esos lugares exclusivos donde los actores se recuperan discretamente de sus adicciones y problemas. Charlie lo ayudó a ingresar en ella, y luego llamó a Holmes, seguramente intuyendo que su presencia podía ser lo que Wiggins necesitaba para recuperarse.

Cuando mi amigo lo encontró, estaba en un estado lamentable. Se había pasado los últimos meses investigando una serie de crímenes que parecían estar relacionados. Todos ellos tenían ciertos elementos comunes que así lo indicaban, y Wiggins se había lanzado tras la pista lleno de determinación, sí, pero también con demasiada pasión.

En cierto momento, su cuerpo se rindió y su mente ya no pudo más. Apenas comía, estaba en un estado febril y no hacía más que balbucear incoherencias acerca del número dos.

Así los había llamado la prensa sensacionalista: «los Crímenes del Dos». Parecían obra de un loco, sin duda, quizá de alguien cuya locura rozase lo genial, pero claramente desequilibrado. Secuestros de gemelos en los que se devolvía uno a los padres y se mataba al otro. Robos en los que sólo se llevaban pares de objetos y se dejaban a un lado las piezas aisladas, aunque su valor fuera muy superior a lo robado. Chantajes en los que se pedían dos millones de dólares, las cartas llegaban duplicadas y siempre el día dos de cada mes… No parecía haber relación alguna entre los distintos delitos, más allá de aquella obsesión por el número dos y que parecían cubrir todo el abanico de la delincuencia.

Entregado a su investigación, Wiggins se fue obsesionando cada vez más con el asunto. Incapaz de resolver el caso, finalmente sufrió el colapso nervioso que lo llevó a la clínica donde lo Holmes lo había encontrado.

Éste prometió a Charlie que se ocuparía de él, y durante los siguientes días, trabajó duro para volver a ponerlo en pie y hacer que su espléndida cabeza funcionara de nuevo. Podríamos decir que lo consiguió, pero no sin consecuencias.

Wiggins, sereno pero agotado, no estaba capacitado para retomar su… papel, por qué no llamarlo así, de detective de las estrellas. Necesitaba reposo, alejarse de todo aquello que había causado su obsesión. Aunque juntos él y Holmes habían emprendido los primeros pasos hacia su curación, ésta distaba de ser completa, y aún les quedaba trabajo por hacer.

Así que se lo llevó con él de vuelta a casa. Como mi amigo me dijo aquella mañana en mi sala de estar: qué otra cosa podría haber hecho.

Antes he dicho que una mínima distancia emocional en ciertos trabajos es no sólo aconsejable, sino imprescindible. Pero también que un toque de compasión, de empatía, es necesario. Y de hecho, por más que mi amigo proclamase lo contrario, sabía bien que él también lo veía así. A lo largo de todos aquellos años en que lo vi trabajar, no se me pasó inadvertido el modo en que, más de una vez, era la compasión por las víctimas, más que el gusto por desentrañar un misterio interesante, lo que lo movía a actuar.

– Ah, Watson -me dijo Holmes en aquel momento, interrumpiendo su historia-. Es usted el más tozudo de los hombres. Insiste una y otra vez en convertirme en una criatura emocional. Y nada de lo que yo diga o haga parece convencerlo de lo contrario.

– Quizá, Holmes -respondí-. Lo conozco bien, amigo mío, mejor de lo que usted mismo cree.

Holmes sonrió.

– Iba a decir «mejor que usted mismo», ¿verdad?

– Es posible.

– Se ha vuelto arrogante con los años.

– Sin duda. Pero eso no significa que no tenga razón.

Mi amigo amagó una nueva sonrisa. Luego se encogió de hombros y siguió con su historia.