"Los hombres de la guadaña" - читать интересную книгу автора (Connolly John)

5

A Willie Brew le dolía la cabeza.

En un primer momento las cosas no habían ido tan mal. Al despertar, se sentía deshidratado y tenía plena conciencia de que, pese a no haberse movido ni un milímetro en toda la noche, no había descansado debidamente. Quizá me libre, pensó. Quizá los dioses me sonrían sólo por esta vez. Pero cuando llegó al taller, empezó a palpitarle la cabeza. A mediodía estaba sudoroso y tenía náuseas, y sabía que a partir de ese punto las cosas irían de mal en peor. Sólo deseaba que el día concluyera para poder marcharse a casa, volver a la cama y despertar a la mañana siguiente con la cabeza despejada y una profunda y perdurable sensación de pesar.

Eso le pasaba desde que dejó las bebidas de alta graduación. En sus buenos tiempos, o malos tiempos, podía meterse entre pecho y espalda una botella incluso del peor matarratas y, aun así, a la mañana siguiente estaba en perfectas condiciones. Ahora rara vez bebía algo excepto cerveza, y ésta generalmente con moderación, porque la cerveza lo tumbaba como nunca lo habían tumbado las demás bebidas alcohólicas. Pero un hombre no cumplía seis décadas todos los días, y no sólo correspondía celebrarlo de alguna manera, sino que además eso era lo que esperaban los amigos. Ahora estaba pagando el precio de haber bebido durante siete horas sin parar.

Ni siquiera el almuerzo le había ayudado. El taller se encontraba en un callejón adyacente a la Setenta y Cinco, entre la Treinta y Siete y Roosevelt, cerca del bufete de un abogado indio especializado en inmigración y visados, una astuta elección de razón social por su parte, ya que en la zona vivían más indios que en ciertas partes de la India. La avenida Treinta y Siete tenía restaurantes italianos, afganos y argentinos, entre otros, pero una vez que llegabas a la calle Setenta y Cuatro no había más que indios. Incluso le habían cambiado el nombre, y ahora se llamaba Kalpana Chawla Way, por el astronauta indio que murió en el desastre del transbordador espacial Columbia en 2003, y hombres con turbantes sij repartían la carta de la mañana a la noche a cuantos pasaban por la acera.

Ése era el territorio de Willie. Allí se había criado y esperaba morir allí. De niño iba en bicicleta hasta La Guardia y el estadio Shea y les tiraba piedras a las ratas por el camino. Por entonces vivían en el barrio sobre todo irlandeses y judíos. La calle Noventa y Cuatro era conocida como la línea Mason-Dixon, porque al otro lado todos eran negros. Si no recordaba mal, Willie no había visto una cara negra por debajo de la Noventa y Cuatro hasta finales de los sesenta, si bien en los ochenta había unos cuantos niños blancos en el colegio predominantemente negro de la Noventa y Ocho. Lo curioso era que, al parecer, los blancos se llevaban bastante bien con los negros. Se criaban cerca de ellos, jugaban al baloncesto con ellos y permanecían a su lado cuando algún intruso entraba en su territorio. En esa época, los ochenta, las cosas empezaron a cambiar, y la mayoría de los irlandeses se marcharon a Rockaway. Llegaron las bandas y se propagaron desde Roosevelt. Willie se había quedado y se había enfrentado a ellas, aunque había tenido que poner rejas en las ventanas del pequeño apartamento donde vivía, no muy lejos de donde ahora estaba el taller. Arno, por su parte, siempre había residido en Forley Street, que ahora era Little Mexico, y aún no había aprendido una sola palabra de español. Por debajo de la Ochenta y Tres, el barrio era más colombiano que mexicano y parecía otra ciudad: los hombres voceaban su mercancía en las aceras, gritando y regateando en español, y las tiendas vendían música y películas que ningún blanco compraría jamás. Incluso las películas exhibidas en el Jackson 123 tenían subtítulos en español. Willie sobrevivió a todo aquello. No se largó cuando las cosas se pusieron feas, y cuando Louis se vio obligado a vender el edificio de Kissena, Willie aprovechó la oportunidad para mudarse a un local más cerca de su casa; y ahora él y su negocio formaban parte de la historia del barrio tanto como el bar de Nate. Pero eso no le aliviaba la resaca.

Habían comido en un bufé libre, evitando, como siempre, la cabra al curry, que al parecer era un plato esencial en la gastronomía de esa parte de la ciudad. «¿Has visto alguna vez una cabra?», había preguntado Arno a Willie en una ocasión, y él tuvo que admitir que no, o desde luego no en Queens. Suponía que cualquier cabra que acabase paseándose por la calle Setenta y Cuatro no duraría mucho tiempo dada la evidente demanda de platos en los que era el principal ingrediente. Se mantuvieron, por tanto, fieles al pollo, atracándose de arroz y naan. Fue Arno quien convirtió a Willie a los placeres de la comida india, cabra aparte, y Willie descubrió que, si uno eludía el picante y se concentraba en el pan y el arroz, proporcionaba una esponja bastante aceptable después de una noche de juerga.

Ya de vuelta en el taller, Willie contaba los minutos que faltaban para cerrar y marcharse a casa. En voz baja maldijo a la cervecera Brooklyn y toda su producción.

– El mal trabajador echa la culpa a las herramientas -sentenció Arno.

– ¿Qué?

Willie no había estado de humor para aguantar a Arno en todo el día. Aquel pequeño danés o sueco o lo que fuera no tenía derecho a estar más fresco que una lechuga. Al fin y al cabo, habían cerrado la noche bebiendo juntos, hablando de los viejos tiempos y de los amigos desaparecidos. Entre esos amigos incluso algunos eran humanos, pero la mayoría tenían cuatro ruedas y motores V8. Arno no hacía ascos al alcohol. La única condición era que debía ser claro como el agua, de modo que siempre tomaba ginebra o vodka, y Arno había bebido un vodka doble con tónica por cada cerveza de Willie. Sin embargo allí estaba, animado y alegre al final de un día lúgubre para Willie, escuchando sus conversaciones privadas con los dioses de la cerveza. Daba la impresión de que Arno nunca tenía resaca. Debía de ser por el metabolismo. Sencillamente quemaba el alcohol.

Ese día Willie odió a Arno.

– La cervecera no tiene ninguna culpa -continuó Arno-. Nadie te obligó a beber semejante cantidad de cerveza.

– Tú me obligaste a beber semejante cantidad de cerveza -señaló Willie-. Yo quería irme a casa.

– No, sólo creías que querías irte a casa. En realidad, querías seguir celebrándolo. Conmigo -añadió, y sonrió como un idiota.

– A ti te veo todos los días -dijo Willie-. Incluso te veo los domingos en la iglesia. Me persigues. Tú eres como el fantasma y yo soy la señora Muir, sólo que a ella el fantasma acabó gustándole.

Willie reflexionó acerca de la analogía y decidió que tenía algo de sospechoso, pero no se retractó por puro cansancio.

– Además, ¿por qué demonios iba a querer celebrarlo contigo?

– Porque soy tu mejor amigo.

– No digas eso. Me entrará la desesperación.

– ¿Tienes un amigo mejor que yo?

– No. No lo sé. Oye, en teoría tú sólo trabajas para mí, e incluso eso es dudoso.

– Sé que no lo dices en serio.

– Pues sí.

– No te escucho.

– Maldita sea, te lo digo en serio.

– Tra-la-rá. Arno entró en el pequeño almacén a la izquierda del área de trabajo principal tarareando a pleno pulmón con un dedo firmemente encajado en cada oído. Willie se planteó lanzarle la tuerca de una rueda y al final lo descartó. Le exigiría demasiado esfuerzo y además en ese momento no confiaba en su puntería. Podía errar el tiro y darle a algo de valor.

Se sentó en una caja de embalaje, apoyó los codos en los muslos y descansó la cabeza en las manos con los ojos cerrados. Eran casi las ocho y fuera ya había oscurecido. Los jueves siempre trabajaban hasta las ocho, así que sólo faltaban unos minutos para cerrar y dar la jornada por concluida. Le diría a Arno que entrara los carteles que anunciaban que allí ajustaban los frenos por 49,99 dólares y cambiaban el aceite por 14,99. Luego vería la televisión en casa un rato antes de arrastrarse hasta la cama.

Después se preguntó si se había quedado dormido por un momento allí mismo, ya que cuando abrió los ojos, tenía a dos hombres delante. Supo de inmediato que no eran de la ciudad. Casi se olía la bosta de vaca. Los dos eran de mediana estatura, y el de más edad contaría poco más de cuarenta años. El cabello, oscuro, le caía desordenadamente alrededor del cuello y las afiladas patillas confluían en el mentón, como si todo su pelo, el de la cabeza y el facial, formara parte de un único peluquín que podía quitarse por la noche y colocar en un cráneo de maniquí. Vestía un polo de golf de colores marrón, amarillo y verde bajo una cazadora de pana marrón, vaqueros marrones y unos Timberland baratos de imitación.

Willie detestaba los polos de golf casi tanto como a los jugadores de golf. Cada vez que entraba alguien en el taller vestido para el campo de golf, o con palos en el coche, Willie mentía y decía que estaba demasiado ocupado para atenderlo. Quizás existían golfistas que no eran gilipollas, pero Willie no había conocido a tantos como para poder conceder a esa patética especie el beneficio de la duda. Además, sabía por experiencia que cuanto más caro era el coche del golfista, más gilipollas era el individuo. Su intensa aversión por los golfistas abarcaba toda su indumentaria, y se redoblaba en el caso de los polos de color flema y de cualquier persona tan patética como para llevar uno en privado o en público, y muy en particular en el lugar de trabajo de Willie Brew cuando éste andaba resacoso.

El segundo hombre era de constitución más ancha que el primero y, pese al aire relativamente frío, vestía sólo una cazadora vaquera descolorida encima de una camiseta y vaqueros gastados. Mascaba chicle y lucía una sonrisa de cretino que inducía a uno a pensar que delante tenía, en carne y hueso, no sólo a un capullo, sino la clase de capullo que consideraba un mal día aquel que no incluía infligir un poco de dolor y sufrimiento a otro ser humano.

Y la cuestión era que los dos miraban a Willie como si ya estuviera muerto.

Willie sabía quiénes eran. Sabía que no muy lejos de la entrada de su querido taller habría aparcado un Chevrolet Malibú azul, listo para llevarse a aquellos dos hombres de regreso al sitio de donde venían tan pronto como concluyeran su trabajo. Debería haber avisado la primera vez que vio el coche. Ahora ya era demasiado tarde.

Willie se puso en pie. Aún tenía una llave de tubo en la mano derecha.

– Ya hemos cerrado, chicos -dijo.

Pero aquellos dos hombres no estaban allí por un coche, y todo lo que Willie dijese en ese sentido no servía más que para retrasar lo inevitable, una farsa para la que no tendrían paciencia. Estaban allí por trabajo, y Willie se preguntó si había molestado a alguien tanto como para echarle a esos dos individuos encima. Llegó a la conclusión de que no. Nadie lo odiaba hasta ese punto. Aquello no tenía que ver con él. Alguien pretendía transmitir un mensaje, y lo hacía a través de Willie, rompiéndole los huesos y acabando con su vida.

De pronto el del chicle sacó una pistola de debajo de la cazadora. Sin apuntar siquiera a Willie, la dejó suspendida a un costado como si entrar en un local y prepararse para matar al dueño fuera lo más natural del mundo. Mantuvo el pulgar y el índice en posición a la vez que extendía los otros dedos, como un atleta relajando los músculos una última vez antes de colocarse en los tacos de salida.

– Tira la llave -ordenó su compañero, el de la perilla.

Willie obedeció. La herramienta produjo un sonoro ruido al caer en el suelo de cemento.

– No tienes buen aspecto -dijo el de la perilla.

Willie intentó en vano localizar el acento. Percibió, quizá, cierto dejo canadiense. Pero no importaba, no en ese momento.

– He tenido una mala noche.

– Pues lamento decir que tu día no va a ser mucho mejor.

El de la perilla dio un puñetazo a Willie. Willie ni siquiera pudo prepararse para el golpe. Lo alcanzó de pleno y le rompió la nariz. Cayó de rodillas, llevándose las manos a la cara para contener la primera emanación de sangre. Oyó al segundo hombre reírse y alejarse. La puerta del almacén se abrió. Willie miró a través de los dedos y vio entrar allí al del chicle, ahora con la pistola en alto. Por una vez en la vida, Willie rezó: «No permitas que Arno haga ninguna tontería».

Ahora el de la perilla empuñaba su propia pistola.

– ¿Sabes qué te digo? -prosiguió-. Deberías elegir mejor a las personas con quienes te asocias. Me explico: sé de hombres que frecuentan la compañía de maricones. Yo no siento respeto por ellos, y no puedo decir que me guste mucho lo que hacen juntos, pero son cosas que pasan. Por otra parte, como bien sabe Dios, he conocido a hombres que frecuentan la compañía de asesinos. Podríamos decir que yo soy uno de esos hombres, y mi amigo, ese que está ahí detrás, también. Los dos somos así, en cierto modo: matamos a gente y nos hacemos mutua compañía cuando estamos en ello. Pero tú…, tú rizas el rizo: andas con asesinos maricones, ahí es nada. Supongo que no te sorprenderá lo que viene a continuación.

Apuntó la pistola a la cabeza de Willie, y Willie cerró los ojos. Oyó un disparo e hizo una mueca, pero el sonido no llegó de cerca. De hecho, resonó en el almacén. El ruido distrajo por un instante al de la perilla, que volvió la cabeza. En ese momento, Willie se abalanzó sobre él recogiendo del suelo la llave. La levantó casi hasta el hombro y descargó un golpe seco justo por encima de la mano que empuñaba el arma. Le pareció oír el crujido de un hueso al partirse, y de pronto el arma estaba en el suelo. Willie empujó con todo su peso al hombre contra el maletero del Oldsmobile rojo en el que había estado trabajando Arno. Pese a la mano fracturada, el de la perilla actuó con rapidez. Con el puño izquierdo alcanzó a Willie en la nariz ya rota, y éste sintió nuevas punzadas de dolor en la cara y quedó cegado por un instante; entonces lanzó una patada a bulto con el pie derecho e impactó con la puntera de acero de la bota de trabajo en un muslo, que se adormeció hasta el punto de que su adversario se tambaleó cuando alargaba ya el brazo hacia el arma. Con el golpe, el propio Willie perdió el equilibrio y se cayó. Aun así, consiguió alejar la pistola con un lado del pie y hacerla desaparecer entre las sombras del garaje, y justo entonces oyó un segundo disparo y ruido de cristales rotos. Intentó encogerse, ponerse a cubierto, y cuando alzó la vista, la luna trasera del Oldsmobile había saltado hecha añicos y el de la perilla se marchaba rápidamente, cojeando aún por la pierna adormecida. Se oyó un tercer disparo, y el hombro derecho del individuo dio una sacudida hacia delante justo cuando se escabullía por la puerta del garaje. Apremiado por un último disparo que alcanzó los ladrillos cercanos, desapareció en la noche.

Arno, en la entrada del almacén, empuñaba un arma. No la sostenía con mucha firmeza, y parecía demasiado grande para él. A Arno no le gustaban las armas y, que Willie supiera, nunca antes había disparado. Era asombroso que hubiese hecho blanco. Arno avanzó con cautela hacia la puerta del garaje. Se oyó arrancar un coche y el motor que se alejaba.

Willie se puso en pie con dificultad.

– ¿Qué le ha pasado al otro? -preguntó.

– Le he dado con un martillo -contestó Arno. Estaba lívido-. Se le ha disparado la pistola al caer. ¿Estás bien?

Willie asintió con la cabeza. Le dolía mucho la nariz, pero estaba vivo. Le temblaban las manos y tenía ganas de vomitar. Alargó el brazo y retiró con delicadeza la pistola de la mano de Arno, a la vez que ponía el seguro.

– ¿A qué ha venido esto? -preguntó Arno.

– Tengo que hacer una llamada -dijo Willie-. Busca un trozo de cable y ata al tipo del almacén.

Arno no se movió.

– No creo que haga falta, jefe -dijo.

Willie lo miró.

– Por Dios, ¿tan fuerte le has pegado?

– Era un martillo. ¿Qué esperabas?

Willie cabeceó, aunque no sabía si en un gesto de desesperación o de admiración.

– Ahora resulta que trabajo con el puto Rambo -dijo-. Ni siquiera me explico cómo le has dado al otro.

– Apuntaba a los pies -contestó Arno.

– ¿Qué pretendías? ¿Hacerlo bailar? Mira que apuntar a los pies. Dios mío. Cierra la puerta.

Arno obedeció. Willie entró en su despacho y alcanzó el teléfono. Se sabía de memoria el número que marcó.

La llamada se desvió a un contestador. A continuación probó con el servicio, y la tal Amy anotó su número y dijo que transmitiría el mensaje. Por último recurrió al móvil, utilizando el número de esa semana, reservado para los casos de emergencia más graves, pero una voz le dijo que el teléfono estaba desconectado.

Pues Louis y Ángel tenían sus propios problemas.


La señora Bondarchuk estaba en el pasillo cuando oyó el timbre del portero automático. Miró a través de uno de los cristales esmerilados de la puerta interior y vio a un hombre en el portal al otro lado de la puerta de la calle. Vestía un uniforme azul y sostenía un paquete en una mano y una tablilla sujetapapeles en la otra. La señora Bondarchuk pulsó el botón del intercomunicador justo cuando el timbre sonaba otra vez. Los pomeranos empezaron a ladrar.

– ¿En qué puedo ayudarlo? -preguntó con un tono que sugería que cualquier clase de ayuda tardaría en llegar. La señora Bondarchuk recelaba de todos los desconocidos, y en especial de los hombres. Sabía cómo eran los hombres. Ninguno era digno de confianza, a excepción hecha de los dos caballeros que vivían arriba.

– Traigo un paquete -contestó la voz.

– ¿Un paquete para quién?

Se produjo un silencio.

– La señora Evelyn Bondarchuk.

– Déjelo dentro -indicó la señora Bondarchuk, y pulsó el interruptor que abría sólo la puerta exterior.

– ¿Es usted la señora Bondarchuk? -preguntó el mensajero al entrar en el vestíbulo.

– ¿Quién voy a ser?

– Tiene que firmar.

La puerta interior tenía una rendija de un par de centímetros de anchura para tales eventualidades.

– Échelo por la ranura -indicó la señora Bondarchuk.

– Señora, eso no puedo hacerlo. Es importante. No puedo desprenderme de esto.

– ¿Qué voy a hacer con un sujetapapeles? -preguntó la señora Bondarchuk-. ¿Venderlo y marcharme a Rusia? Pase el sujetapapeles por la ranura.

La puerta de la calle se cerró a espaldas del hombre. Ahora ella lo veía bien. Tenía el pelo oscuro y la piel estropeada.

– Vamos, señora. Sea razonable. Abra y firme.

A la señora Bondarchuk no le gustó la insinuación de que era poco razonable.

– Eso no puedo hacerlo. Tendrá que marcharse, y puede llevarse el paquete. Deje el número y ya pasaré yo misma a recogerlo.

– Eso es una tontería, señora Bondarchuk. Si usted no lo acepta, tendré que cargar con él otra vez hasta el centro. Y ya sabe cómo son estas cosas, igual se pierde -dijo el hombre en una clara indirecta-. Quizá sea un bien perecedero. ¿Y entonces qué?

– Entonces empezará a oler -afirmó la señora Bondarchuk-, y tendrá que tirarlo. Y ahora haga el favor de marcharse.

Pero el hombre, en lugar de irse, sacó una pistola de debajo del uniforme y la apuntó hacia el cristal. Tenía un cilindro acoplado a la boca del cañón. La señora Bondarchuk había visto suficientes películas de policías para reconocer un silenciador cuando lo veía.

– Vieja zorra -dijo el hombre mientras la señora Bondarchuk retiraba el dedo del intercomunicador poniendo fin a la conversación, a la vez que con la mano izquierda activaba la alarma silenciosa. El individuo echó una ojeada por encima del hombro a la calle vacía a sus espaldas, apuntó la pistola hacia el cristal y disparó dos veces. El ruido fue como el reventón de dos bolsas de papel y casi simultáneamente aparecieron las marcas de los dos impactos ante la cara de la señora Bondarchuk, pero el cristal no se rompió. Como casi todo en el edificio, incluida la señora Bondarchuk, el vidrio era más imponente de lo que parecía a simple vista.

El hombre pareció comprender que sus esfuerzos eran en vano. Dio un golpe al cristal con la mano enguantada, como si esperase desalojarlo del marco; luego abrió la puerta de la calle y salió corriendo. Por un momento, reinó el silencio. Poco después la señora Bondarchuk oyó ruidos procedentes del sótano en la parte de atrás de la casa. Consultó el reloj. Habían pasado cinco minutos desde que accionó la alarma silenciosa. Si transcurridos diez minutos no llegaba nadie, tenía instrucciones de avisar a la policía. Sus dos caballeros habían sido muy claros a ese respecto cuando instalaron el nuevo sistema de seguridad, y se lo había repetido el propio señor Leroy Frank en una carta oficial. En ella le informaba de que una empresa de seguridad privada, una muy exclusiva, había sido contratada para vigilar las propiedades del señor Frank a fin de aliviar la presión de las fuerzas del orden de la ciudad. En caso de surgir algún problema, alguien acudiría en menos de diez minutos. Sólo si pasado ese tiempo no había llegado ayuda, debía avisar a la policía.

Continuaron los ruidos en la parte trasera de la casa. Hizo callar a los pomeranos y, sigilosamente, descendió por la escalera hacia la puerta de atrás, que daba a un pequeño espacio pavimentado donde estaban los cubos de basura. Era una puerta blindada, con una mirilla en el centro. Miró por ella y vio a dos hombres, ambos con uniformes de mensajero, que acoplaban algo al exterior de la puerta. Uno de ellos, el hombre que había disparado contra la puerta delantera, alzó la vista y adivinó que ella estaba allí por el cambio en la luz. Blandió un bloque de material blanco, como un trozo de masilla. Sobresalía algo semejante a un trozo de lápiz, con un cable conectado.

– Debería apartarse de la puerta -dijo, y su voz, aunque audible, llegó amortiguada por el blindaje-. O mejor aún, apóyese en ella y verá lo que pasa.

La señora Bondarchuk se apartó tapándose la boca con las manos.

– No -dijo-. Oh, no.

Tenía que llamar a la policía. Retrocedió aún más. Debía volver al apartamento, debía pedir ayuda. El servicio de seguridad del señor Leroy Frank no había llegado. La habían dejado en la estacada, justo cuando más los necesitaba. Empezó a correr y cayó en la cuenta de que lloraba. Los gañidos de los pomeranos la ensordecían.

Sonaron dos disparos al otro lado de la puerta. Las detonaciones fueron más estridentes que las anteriores, y acto seguido se oyó el choque de algo pesado contra el exterior metálico. La señora Bondarchuk se quedó petrificada y luego se volvió hacia la puerta. Se llevó las yemas de los dedos a la boca, que a causa del temblor le golpetearon los labios carnosos.

– ¿Señora Bondarchuk? -llamó alguien, y ella reconoció la voz del señor Ángel-. ¿Está usted bien?

– Sí -contestó-. Sí. ¿Quiénes eran esos hombres?

– No lo sabemos, señora Bondarchuk.

«Sabemos», en plural.

– ¿Se han ido?

Siguió un silencio.

– Esto…, en cierto modo, sí -repuso el señor Ángel.

La señora Bondarchuk regresó a su apartamento y, tras cerrar la puerta y echar la llave, se sentó con un par de pomeranos en la falda hasta que el señor Ángel fue a verla un rato después con un pastel de chocolate de Zabar's. Juntos, comieron un trozo cada uno, acompañado de un vaso de leche, y el bueno del señor Ángel hizo lo que pudo para tranquilizar a la señora Bondarchuk.