"Los hombres de la guadaña" - читать интересную книгу автора (Connolly John)
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Era la una de la madrugada pasada. La mayoría de los invitados se habían ido, y del grupo principal sólo quedaban Arno, Willie y un hombre a quien apodaban «el Feliz Saúl». De niño, el Feliz Saúl sufrió una lesión en un nervio de la cara y debido a ello se le quedó la boca contraída en una mueca permanente. En los funerales nadie se sentaba al lado del Feliz Saúl. Causaba mala impresión. Contra lo habitual -ya que a menudo individuos con apodos como «Feliz» o «Sonrisas» tendían a ser seriamente depresivos e iracundos, de esos que siempre que veían un campanario se imaginaban a sí mismos en lo alto eliminando a transeúntes con un rifle-, el Feliz Saúl era un hombre ufano y una grata compañía. En ese preciso momento contaba a Willie y Arno un chiste tan inconcebiblemente verde que Willie supo a ciencia cierta que iría de cabeza al infierno sólo por oírlo.
En el rincón estaban Ángel y Louis solos. El Detective se había marchado. Ya apenas bebía, y a la mañana siguiente tenía que volver temprano a Maine. Pero antes de que se fuera, Willie abrió su regalo: era un albarán por la entrega de unas viejas cajas de embalaje, firmado por el mismísimo Henry Ford, enmarcado junto con una fotografía del gran hombre encima.
– He pensado que podías colgarlo en el taller -dijo el Detective mientras Willie contemplaba la foto y reseguía la firma con el dedo.
– Eso haré -contestó Willie-. Le concederé un lugar preferente en el despacho. Sin nada alrededor. Nada. -Se sintió conmovido y un poco culpable. Sus anteriores reflexiones sobre el Detective se le antojaron de pronto poco generosas. Aun si eran ciertas, en él había algo más que sus demonios. Le estrechó la mano-. Gracias. Por esto, y por venir esta noche.
– No me lo habría perdido por nada. Hasta la vista, Willie.
– Sí, hasta la próxima.
Willie había regresado junto a Arno y el Feliz Saúl.
– Un buen regalo -comentó Arno, sosteniendo el marco entre las manos.
– Sí -convino Willie. Observó al Detective mientras se despedía de Nate y se adentraba en la noche. Aunque Willie llevaba encima media copa de más como mínimo, tenía una expresión en la cara que Arno nunca había visto, y le preocupó-. Sí, lo es…
Los dos hombres estaban sentados muy juntos, pero no demasiado. Louis tenía el brazo apoyado de forma despreocupada en el respaldo de la silla por detrás de su compañero. A Nate le traía sin cuidado su relación, como también a Arno, y a Willie, e incluso al Feliz Saúl, aunque si el Feliz Saúl veía algún inconveniente, no habría habido forma de saberlo sin preguntárselo. Pero no todo el mundo en el bar de Nate era de mentalidad tan liberal, y si bien Ángel y Louis habrían plantado cara con mucho gusto, y luego vapuleado discretamente, a todo aquel que osase cuestionar su sexualidad o cualquier demostración de afecto mutuo que les viniese en gana, preferían no llamar la atención y evitar tales enfrentamientos, en parte por no ocasionar problemas a Nate, y en parte porque otros aspectos de sus vidas les exigían pasar inadvertidos en la medida en que eso era posible para un negro alto, de indumentaria impecable, capaz de hacer sudar a un iceberg en un día frío, y un hombrecillo tan desharrapado que uno, al verlo pasearse por la calle, pensaba que los barrenderos se habían dejado parte de la basura.
Ya estaban en el coñac, y Nate había sacado sus mejores copas para la ocasión. Eran de tal tamaño que podrían haber alojado peces de colores. Sonaba música de fondo: Sinatra-Basie, año 62, y Frank cantaba sobre el amor, que es una trampa tierna. Nate, contento, tarareaba mientras sacaba brillo a la barra. Cualquier otro día, a esa hora ya habría empezado a cerrar, pero en ese momento no daba la impresión de tener prisa por echar a la gente. Era una de esas noches en que parecía que los relojes se habían detenido y allí dentro todos se hallaban aislados de los problemas y exigencias del mundo. Para Nate, era un placer dejarlos quedarse así un rato más. Era el obsequio que les hacía.
– Parece que Willie se lo ha pasado bien -comentó Louis.
Willie se balanceaba ligeramente en su silla y tenía en los ojos la expresión de aturdimiento de quien acaba de recibir un sartenazo en la cabeza.
– Sí -coincidió Ángel-. Creo que alguna de esas mujeres quería darle su propio regalo especial. Tiene suerte de seguir vestido.
– Eso es una suerte para todos.
– No diré que no. Esta noche se le ve…, no sé…, un poco raro, ¿no crees?
– Es por la ocasión. Uno se pone filosófico. Tiende a reflexionar sobre su mortalidad.
– Vaya un pensamiento alegre. A lo mejor deberíamos abrir un negocio de tarjetas de felicitación, y poner esa frase: feliz día de la mortalidad.
– Tú también has estado bastante callado esta noche.
– Te quejas cuando hablo demasiado.
– Sólo cuando no tienes nada que decir.
– Yo siempre tengo algo que decir.
– He ahí el problema. Existe un término medio. Quizá Willie debería instalarte un filtro. -Acarició la nuca de su compañero con delicadeza-. ¿Vas a decirme qué te pasa?
Aunque nadie los oía, Ángel echó una ojeada alrededor con naturalidad antes de hablar. Nunca estaba de más ser precavido.
– Me he enterado de algo. ¿Te acuerdas de William Wilson, más conocido como Billy Boy?
Louis asintió con la cabeza.
– Sí, sé quién es.
– Era.
Louis guardó silencio por un momento.
– ¿Qué le ha pasado?
– Murió en un lavabo de hombres en Sweetwater, Texas.
– ¿De muerte natural?
– Fallo cardiaco. Provocado por una navaja que tenía clavada en el corazón,
– Me extraña. Era bueno en lo suyo. Era una mala bestia, y un bicho raro, pero hacía bien su trabajo. No cualquiera podía acercarse a él tanto como para cargárselo con una navaja.
– Corren rumores de que se había extralimitado, de que había añadido florituras a encargos sencillos.
– Eso también lo he oído yo. -Billy Boy siempre había tenido algo de retorcido. Louis se dio cuenta desde el primer momento, razón por la que decidió no trabajar con él en cuanto estuvo en posición de elegir-. Le gustaba infligir dolor.
– Según parece, alguien decidió que ya había infligido más dolor de la cuenta.
– A lo mejor fue una de esas situaciones: un bar, alcohol, alguien saca una navaja, lo ayudan sus amigos -comentó Louis, pero no parecía muy convencido. Sólo pensaba en voz alta, descartando posibilidades a medida que las lanzaba al aire, como canarios en la mina de carbón de su cabeza.
– Es posible, pero el local estaba casi vacío cuando ocurrió, y hablamos de Billy Boy. Recuerdo lo que me contaste de él, de los viejos tiempos. Quienquiera que se lo haya cargado debe de ser mucho más que bueno en lo suyo.
– Billy empezaba a hacerse viejo.
– Era más joven que tú.
– No mucho, y yo soy consciente de que me hago viejo.
– Yo también lo soy.
– ¿De que te haces viejo?
– No, de que tú te haces viejo.
Louis entornó los ojos por un instante.
– ¿Te he dicho alguna vez lo gracioso que eres?
– Pues ahora que lo dices, no.
– Eso es porque no lo eres. Al menos ahora ya sabes por qué no te lo he dicho. ¿La hoja penetró por el pecho o por la espalda?
– Por el pecho.
– ¿No habrá sido un encargo?
– En ese caso, alguien se habría enterado.
– Puede que alguien lo supiera. ¿Tú de dónde has sacado la noticia?
– Lo he visto por Internet. He hecho un par de llamadas.
Louis le dio la vuelta a la copa entre las manos, calentando el coñac y aspirando los aromas que emanaba. Estaba molesto. Tenían que haberle informado acerca de lo de Billy Boy, aunque sólo fuese por cortesía. Así era como se hacían las cosas. Había demasiadas víctimas en su pasado como para permitirse el lujo de no estar al corriente de un hecho como ése.
– ¿Sigues el rastro a toda la gente con la que trabajé? -preguntó.
– No a jornada completa. Ya no quedan muchos:
– Ahora, muerto Billy Boy, ya no queda ninguno.
– Eso no es verdad.
Louis reflexionó por un momento.
– No, supongo que no.
– Lo que me lleva a lo siguiente -anunció Ángel.
– Adelante.
– La policía interrogó a todos los que estaban en el bar cuando lo encontraron. Sólo se había marchado una persona: un gordito con un traje barato, que se sentó a la barra y bebió whisky de garrafa, con pinta de no tener dinero ni para cambiarse de calzoncillos más de una vez cada dos días.
Louis tomó un sorbo de coñac y, antes de tragarlo, lo dejó reposar en la boca para que le calentara la garganta.
– ¿Algo más?
– El camarero creyó que aquel gordo tenía una cicatriz justo por encima del cuello de la camisa, como si se hubiera quemado. También le pareció ver otra en la muñeca derecha.
– Hay muchas personas con quemaduras. -Louis empleó un tono extraño. Casi habría podido calificarse de desapasionado, a no ser porque daba la impresión de que detrás se ocultaba un sentimiento muy profundo.
– Pero no todas van y se cargan a alguien como Billy Boy con una navaja. ¿Crees que es él?
– Un cuchillo… -dijo Louis pensativamente-. ¿Lo encontraron clavado en el cadáver?
– No. Se lo llevó al irse.
– Él no se desprendería así como así de una buena navaja. Era un francotirador, pero siempre prefirió rematar de cerca.
– Suponiendo que sea él.
– Suponiendo que sea él -repitió Louis.
– Ha pasado mucho tiempo, suponiendo que lo sea.
Louis zapateaba con el pie derecho a un ritmo uniforme.
– Sufrió. Debió de tardar un tiempo en recuperarse, en curarse. Debió de cambiar de aspecto otra vez, como ya había hecho antes. Y desde luego no ha salido del escondrijo por un trabajo corriente. Alguien tenía que estar muy cabreado con Billy Boy.
– Pero no es sólo por el dinero, ¿verdad?
– No. Si es él, no.
– Si ha vuelto, es posible que Billy Boy sea sólo el principio. Queda pendiente el pequeño detalle de que intentaste quemarlo vivo.
– Queda eso, sí. Todavía le dolerá, incluso ahora, y él ya no será lo que era.
– Aun así, sigue siendo lo bastante bueno en lo suyo para cargarse a Billy Boy.
– Suponiendo que sea él. -Parecía un mantra. Quizá lo era. Louis siempre había sabido que algún día Ventura regresaría. Si había vuelto, sería casi un alivio. Terminaría la espera-. Eso es porque era muy bueno desde el principio. Incluso con las facultades un poco mermadas, sería mejor que la mayoría. Sin duda, mejor que Billy Boy.
– Billy Boy no ha representado ninguna pérdida.
– No, desde luego.
– Pero el regreso de Ventura tampoco es buena noticia.
– No.
– Yo tenía la esperanza de que hubiera muerto.
Casi todo esto había ocurrido antes de la época de Ángel, antes de que él y Louis se conocieran, aunque se encontraron con Billy Boy una vez en California. Fue en una estación de servicio, por casualidad, y Louis y Billie Boy se movieron en círculo con cautela, uno en torno al otro, como lobos antes de una pelea. En esa ocasión, Ángel no se formó una opinión muy favorable de Billy Boy como ser humano, aunque reconocía que su impresión sobre él podía estar influida por lo que Louis le había contado previamente. En cuanto a Ventura, sólo sabía lo que le hizo a Louis, y que Louis, a su vez, se la devolvió. Louis se lo contó porque era consciente de que el conflicto aún no había terminado.
– No morirá hasta que alguien lo mate, y en eso no hay dinero de por medio -dijo Louis-. No hay dinero, ni comisión.
– A menos que sepas que tiene tu nombre en su lista.
– No creo que lo comunique por correo.
– No, supongo que no.
Ángel bebió medio coñac de un trago y rompió a toser.
– Se toma a sorbos, tío -advirtió Louis-. No es un Alka-Seltzer.
– Una cerveza habría estado mejor.
– No tienes clase.
– La que tengo es sólo por asociación.
Louis meditó por un momento.
– Bueno, sí -dijo-, eso sí…
El apartamento donde vivían los dos no era como habrían imaginado quienes conocían a la pareja superficialmente, dada la disparidad de sus códigos indumentarios, actitudes vitales y comportamiento en general. Ocupaba las dos plantas superiores de un edificio de tres pisos con sótano en la periferia del Upper West Side, donde la distancia entre ricos y pobres empezaba a reducirse de manera significativa. Lo mantenían ordenado de forma escrupulosa. Si bien compartían dormitorio, cada uno tenía su propia habitación a la que retirarse y en la que cultivar sus intereses particulares, y aunque la habitación de Ángel exhibía las señales inconfundibles de alguien cuyo talento residía en abrir cerraduras y socavar sistemas de seguridad -estantes llenos de manuales, herramientas diversas, un banco de trabajo cubierto de componentes eléctricos y mecánicos-, presentaba un orden obvio para cualquiera del oficio. La habitación de Louis era más austera. Contenía un ordenador portátil, un escritorio y una silla. En los estantes había filas de discos y libros; la música tendía, quizá sorprendentemente, hacia el country, con toda una sección dedicada a artistas negros: Dwight Quick, Vicki Vann, Carl Ray y Cowboy Troy Coleman entre los modernos, DeFord Bailey y Stoney Edwards del periodo anterior, junto con un poco de Charlie Pride, Modern Sounds in Country and Western de Ray Charles, alguna que otra cosa de Bobby Womack, y From Where I Stand, una colección que recogía con detalle la experiencia negra en música country. A Louis le costaba entender por qué a tantos otros de su misma raza les era imposible conectar con esa música: remitía a la pobreza rural, el amor, la desesperación, la fidelidad y la infidelidad, y ésas eran experiencias afines a todos los hombres, tanto negros como blancos. Del mismo modo que los negros pobres tenían más en común con los blancos pobres que con los negros ricos, esa música ofrecía un medio de expresión a aquellos que habían sobrellevado todo el trauma y la tristeza que se abordaba en las letras, independientemente del color. Así y todo, por lo que se refería a este punto de vista, Louis se había resignado a pertenecer a una minoría, y si bien casi había conseguido convencer a su compañero de los méritos de algunas cosas que tal vez él antes se tomaba a risa, entre ellas los cortes de pelo asiduos y las tiendas de ropa no especializadas en saldos, el country negro -de hecho, cualquier country- seguía siendo uno de los muchos puntos ciegos que perduraban en Ángel.
En la planta de abajo del apartamento estaban la cocina, moderna, usada muy rara vez y que comunicaba con un amplio salón comedor, y el taller de Ángel. El piso de arriba incluía un lujoso cuarto de baño del que se había apropiado Louis, dejando a su compañero el aseo con ducha contiguo al dormitorio; el despacho de Louis; una habitación de menor tamaño para invitados y otro pequeño aseo con ducha, ninguno de los cuales se había usado jamás, y el dormitorio principal, revestido de armarios, que, salvo por algún que otro libro, se mantenía, por mutuo acuerdo y esfuerzo de ambos, en un estado de pulcritud propio de un catálogo de diseño de interiores. En el aseo de la habitación de invitados, detrás del espejo, había oculta una caja fuerte con armas. Siempre que estaban en el apartamento, la caja fuerte permanecía abierta. De noche ambos tenían a mano sendas pistolas en el dormitorio principal. Cuando el apartamento se quedaba vacío, cerraban la caja fuerte y colocaban cuidadosamente en su posición original el espejo, provisto de una bisagra y un mecanismo de cierre accionado mediante un pequeño resorte escondido detrás del cristal a un dedo del borde. Ellos mismos se ocupaban de la limpieza y el mantenimiento del piso. No se permitía la entrada a extraños, ni a amigos ni conocidos, de los que, en cualquier caso, tenían pocos.
Aunque a la vista de todos, estos dos hombres vivían ocultos. Empleaban móviles de prepago, que cambiaban con regularidad, pero nunca adquirían ellos personalmente los aparatos: pagaban a indigentes, hombres y mujeres, por efectuar la compra en tiendas dispersas por cuatro estados, y un intermediario recogía y entregaba los teléfonos. Aun así, usaban los móviles sólo cuando era absolutamente necesario. La mayor parte de las llamadas las hacían desde teléfonos públicos.
En el apartamento no disponían de conexión a Internet. Tenían un ordenador en un despacho alquilado a nombre de una de las numerosas empresas fantasma de Louis, que a veces utilizaban para las búsquedas delicadas, pero en general les bastaba con un cibercafé para cubrir sus necesidades. Eludían el correo electrónico, aunque cuando era inevitable, recurrían a Hushmail para enviar mensajes en clave, o códigos insertos en comunicaciones aparentemente inocuas.
Siempre que era posible pagaban en efectivo, sin tarjeta de crédito. No formaban parte de ningún programa de fidelización, y compraban las tarjetas de metro según las necesitaban, las tiraban cuando se agotaban y las sustituían por otras nuevas en lugar de recargar las originales. Pagaban los suministros por mediación de un bufete de abogados. Habían buscado las mejores rutas para eludir las cámaras de seguridad tanto a pie como en coche, y todas las luces que iluminaban las matrículas de sus vehículos contenían bombillas infrarrojas destinadas a cegar las videocámaras con una frecuencia casi infrarroja.
También disponían de otros sistemas de protección menos comunes. El sótano y la planta baja del edificio donde vivían estaban alquilados a una anciana, la señora Evelyn Bondarchuk, que tenía perros pomeranos y parecía haber acaparado el mercado de cretona y porcelana. En su día hubo un señor Bondarchuk, pero le fue arrebatado a su joven esposa a una edad trágicamente temprana, como consecuencia de un malentendido entre el señor Bondarchuk y un tren que pasaba, cuando el señor Bondarchuk, ebrio en aquel momento, confundió la vía con un urinario público. La señora Bondarchuk no había vuelto a casarse, en parte porque nadie habría podido sustituir jamás a su amado pero disoluto marido, y también porque cualquier posible candidato habría sido, por definición, igual de disoluto que su predecesor, o más si cabe, y la señora Bondarchuk no necesitaba tamaño fastidio en su vida. Así pues, un rincón de la sala de estar seguía siendo un santuario, algo polvoriento, en memoria de su difunto marido, y la señora Bondarchuk prodigaba su afecto a sucesivas generaciones de pomeranos, animales que, en general, no se consideran disolutos.
El apartamento de la señora Bondarchuk era de renta limitada. Pagaba una mensualidad irrisoria a una empresa llamada Leroy Frank Properties, Inc. que parecía poco más que un apartado de correos en el Lower Manhattan. Leroy Frank Properties, Inc. había comprado el edificio a principios de los años ochenta, y la señora Bondarchuk temió por un tiempo que su inquilinato se viera afectado por la venta. Sin embargo, le aseguraron por correo que todo seguiría tal como estaba y que podía vivir hasta el final de sus días, rodeada de pomeranos, en el apartamento donde había morado durante casi treinta años. De hecho, incluso se le permitió ampliar su feudo al sótano, que estaba desocupado desde la muerte del inquilino anterior unos años atrás. Tales cosas eran inauditas en la ciudad, como la señora Bondarchuk sabía, e hizo todo lo posible para asegurarse de que, por lo que a ella se refería, continuaran siéndolo. No habló con nadie de su buena suerte, a excepción hecha de su íntima amiga la señora Naughtie, y eso sólo después de obligarla a jurar silencio. La señora Bondarchuk era una mujer inteligente. Se dio cuenta de que algo fuera de lo común sucedía en su edificio, pero como no parecía complicarle la existencia, sino que, antes bien, la mejoraba significativamente, se comportó con sensatez y dejó que las cosas siguieran su curso.
El único cambio notable se produjo cuando, pasado un tiempo, la pareja de arriba, ambos contables, se jubiló y se trasladó a una casa en Vermont, y ocuparon su lugar un negro callado y exquisitamente vestido y un individuo más bajo y a todas luces peor vestido, que tenía aspecto de querer robarle las joyas, cosa que, si el destino no lo hubiese unido a su actual compañero, bien podría haber sucedido. Así y todo, eran caballeros muy correctos. La señora Bondarchuk sospechaba que eran homosexuales. Lo cual le producía cierto escalofrío, ya que ella, para lo que era la vida en la ciudad, había vivido muy aislada.
Si surgía algún problema en su apartamento, la señora Bondarchuk dejaba un mensaje a una joven encantadora llamada Amy, la telefonista de Leroy Frank Properties, Inc. La realidad era que Amy era telefonista de muchas empresas, ninguna de las cuales requería ni deseaba una presencia física real en la ciudad. Leroy Frank Properties, Inc. poseía varias fincas en Nueva York, siendo la del Upper West Side la única residencial. Amy había recibido órdenes expresas de resolver los problemas de la señora Bondarchuk sin pérdida de tiempo, como máximo antes de la hora de cierre del día en que se recibiese la llamada. Se pagaba un extra al correspondiente fontanero, electricista, carpintero o cualquier otro profesional para asegurarse de que así era. Amy tenía un fichero en su escritorio con una lista de los individuos aprobados, todos ellos conocedores de las necesidades específicas de Leroy Frank Properties, Inc. en relación con aquel edificio.
La señora Bondarchuk conocía los nombres de pila de sus vecinos de arriba, y aludía a ellos, respectivamente, como «señor Louis» y «señor Ángel», pero nunca había relacionado al negro, Louis, con Leroy Frank Properties, Inc., pese a que «Leroy Frank» no andaba muy lejos de «Le Roi Français», y si bien había habido muchos reyes franceses, el nombre más habitual entre ellos era, claro está, Luis. No, la señora Bondarchuk no los relacionó, ya que no era asunto suyo pensar en esas cosas, y como su vida era bastante idílica, no sentía el menor deseo de andar metiendo las narices en rincones oscuros. Tenía dinero de sobra para vivir con relativa comodidad; tenía unos vecinos tranquilos; y la banda sonora de su vida era los gañidos de sus felices pomeranos y los balsámicos acordes de la orquesta Mantovani, que, había descubierto, podía proporcionar un álbum para cada ocasión. Y como la señora Bondarchuk valoraba tanto su situación, protegía celosamente cada una de sus facetas. Cuando los operarios iban a arreglarle un escape o cambiarle una bombilla, llevaban a cabo su tarea bajo la imperturbable mirada de la señora Bondarchuk y varios perros pequeños. El cartero nunca pasaba de la puerta. Al igual que los repartidores, vendedores, niños pequeños en Halloween, niños grandes en cualquier momento, y cualquier adulto que no fuese su vieja amiga, y también viuda, la señora Naughtie, con quien todos los jueves por la noche jugaba unas partidas de backgammon, a menudo ambas de muy mal humor y animadas por un jerez barato.
Leroy Frank Properties, Inc. había instalado un sistema de alarma caro y complicado al adquirir el edificio, y la señora Bondarchuk conocía a fondo el funcionamiento de dicho sistema. Aunque la señora Bondarchuk no lo sabía, ella misma era, a su modo, tan esencial para la seguridad y la paz de espíritu de los dos vecinos de arriba como las armas que a veces llevaban durante su trabajo. Ella era el cancerbero a las puertas de su Hades.
Ahora, tumbada en la cama escuchando la Rapsodiasueca en el pequeño reproductor de cedés que le habían regalado ese año por Navidad los señores Ángel y Louis (la señora Bondarchuk prefería acostarse tarde y levantarse tarde: nunca había sido muy madrugadora), los oyó entrar: oyó el leve gemido de la alarma antes de que la desactivaran introduciendo el código y luego un último y único pitido cuando la puerta se cerró y reactivaron el sistema.
– Buenas noches, señora Bondarchuk -saludó el señor Ángel desde el pasillo.
Sin contestar, ella se limitó a sonreír a la vez que apagaba el aparato de música y la luz. Ya habían llegado a casa, y siempre dormía mejor cuando ellos estaban allí.
Por alguna razón que no acababa de explicarse, le daban una sensación de seguridad.
Esa noche Louis se quedó en vela mientras Ángel dormía. Pensó en su pasado, y en el lado oculto del mundo. Pensó en las vidas arrebatadas y las vidas perdidas, en su madre y las mujeres que lo habían criado. Pensó en Ventura. Siguió los hilos en la trama de su vida, deteniéndose allí donde se superponían, allí donde uno entraba en conexión con otro.
Y por fin cerró los ojos y esperó la llegada del Hombre Quemado.
Era un pueblo pequeño, un pueblo con toque de queda para los negros. Eso tenía un claro significado para el chico y aquellos como él. Cierto era que ya no lo anunciaba un letrero a la entrada del pueblo, lo que a su manera podía considerarse un avance, aunque lo mismo habría dado que lo hubiera, porque casi todos los mayores de siete años recordaban dónde había estado, justo al pie de la verja de la granja de Virgil Jellicote. El viejo Virgil se aseguraba de que el letrero no quedara ilegible por la suciedad o, como había ocurrido una vez durante el periodo de agitación posterior al asesinato de Errol Rich, por la acertada aplicación de pintura negra, de modo que donde antes se leía NEGRO, NO DEJES QUE EL SOL SE PONGA SOBRE TI EN ESTE PUEBLO, pasó a decir BLANCO, NO DEJES QUE EL SOL SE PONGA SOBRE TI EN ESTE PUEBLO. El viejo Virgil se llevó un gran disgusto por semejante acto de vandalismo; él y también otras personas, y no todas blancas. Lo que le hicieron a Errol Rich estaba mal, pero irritar a la policía y al ayuntamiento tonteando con su querido letrero era simple y llanamente una estupidez. Aun así, cuando la policía fue a preguntar quién podía ser el responsable de los daños, sólo encontró silencio. Ser mudo no era un delito, todavía no, y la ley tenía muchas otras formas de castigar a la gente de color sin necesidad de añadir una más a la lista.
El pueblo ni siquiera era excepcional en su declarada exclusión de la población negra. Era uno entre miles en todo Estados Unidos, e incluso condados enteros imponían el toque de queda cuando lo hacía la capital del condado. La mitad de los pueblos de Oregón, Ohio, Indiana, los montes Cumberland y los Ozark tuvieron en algún momento toque de queda. Que Dios amparase al negro que estuviera, por ejemplo, en Jonesboro, Illinois, después de ponerse el sol, o cerca de Anna (que tanto blancos como negros llamaban «Aquí Nada de Negros al Anochecer», y que conservaría los letreros a tal efecto en la carretera 127 hasta los años setenta), o en Appleton, Wisconsin, o en barrios residenciales como Levittown, en Long Island, Livonia, en Michigan, o Cedar Key, en Florida. Ah, y eso también va por vosotros: judíos, chinos, mexicanos, indios americanos. Lárgate, hijo. El tiempo apremia…
El pueblo del chico era bonito, eso sí podía decirse. Estaba limpio y no se oían muchas palabras soeces, no en público. La calle mayor parecía de postal, y las flores que crecían en sus macetas siempre eran las propias de la estación. Pero se trataba de un pueblo pequeño, tan pequeño, de hecho, que se mirara por donde se mirara apenas podía considerárselo pueblo, aunque por aquellos pagos nadie llamaba aldea a ninguna localidad. El lugar en el que uno vivía era un pueblo o no era nada. Un pueblo tenía cierta consistencia. Un pueblo implicaba vecinos, y leyes, y orden en las calles. Un pueblo implicaba aceras, y barberías, y una iglesia para los domingos. Llamar pueblo a una localidad era reconocer cierto nivel de vida, ciertas pautas de comportamiento. Sin duda la gente se apartaba del buen camino de vez en cuando, pero lo importante era que todos conocían ese camino. Cualquier salida del camino era puramente temporal. El carro seguía adelante, y la buena gente procuraba permanecer en él durante todo el viaje, aceptando la posibilidad de alguna parada imprevista en el trayecto.
Pero para el chico nunca había sido en realidad un pueblo, no para él. Poseía todas las características de un pueblo, ciertamente, por escaso que fuera el espacio que ocupaba. Había tiendas, y un cine, y un par de iglesias, aunque ninguna para los católicos, que tenían que desplazarse trece kilómetros al este, hasta Maylersville, o diecinueve al sur, hasta Ludlow, si querían rendir culto a su errónea versión del Señor. También había casas, con un césped bien cuidado delante y cercas de estacas blancas y aspersores que emitían un susurro nada amenazador los tórridos días estivales. Había abogados, y médicos, y floristas, y enterradores. Si mirabas el pueblo con buenos ojos, tenía todo lo necesario para garantizar un nivel de servicio más que suficiente a aquellos que decidían considerarlo su hogar.
El problema, tal como lo veía el chico, residía en que toda esa gente era blanca. El pueblo se había construido para blancos y estaba bajo el control de los blancos. En las tiendas, la gente detrás de los mostradores era blanca, y la gente al otro lado de esos mostradores también era blanca en su mayoría. Los abogados eran blancos y los policías eran blancos y los floristas eran blancos. Se veían negros por el pueblo, pero siempre estaban en movimiento: acarreando, repartiendo, levantando, arrastrando. Únicamente los blancos tenían derecho a quedarse quietos. Los negros hacían lo que tenían que hacer y luego se iban. De noche sólo quedaban blancos en las calles.
No es que por norma la gente tratara con crueldad a las personas de color, o de manera brutal, o con excesiva severidad. Simplemente ambas partes daban por sentado que el mundo era así. Los negros tenían sus propias tiendas, sus garitos, sus lugares de culto, sus propias formas de hacer las cosas. Tenían su propio pueblo, en cierto sentido, aunque era un pueblo que no preocupaba a los urbanistas ni constaba en ningún censo. En general, los blancos no se entrometían en sus vidas, siempre y cuando nadie causara problemas. Los negros vivían en los bosques y los pantanos, y algunos, bien mirado, tenían casas muy bonitas. Nadie les echaba en cara lo que habían construido con sus propias manos. Ni siquiera era raro que algún que otro blanco se contara entre la clientela de uno de esos negocios de negros, sobre todo cuando esos negocios proveían de carne exótica para caballeros exigentes cuyos gustos apuntaban en esa dirección, así que no podía decirse que las dos razas nunca se mezclaran, o que nunca coincidieran. Coincidían más a menudo de lo que la gente quería creer, y esos encuentros generaban un buen dinero.
Pero en ninguno de los dos bandos olvidaba nadie que la ley era blanca. La justicia podía ser ciega, pero la ley no. La justicia era una aspiración, pero la ley era un hecho. La ley era real, tenía uniformes y armas. Olía a sudor y a tabaco. Conducía un coche grande con una estrella en la puerta. Los blancos tenían justicia. Los negros tenían la ley.
El chico entendía todo eso instintivamente. Nadie se había visto obligado a explicárselo. Su madre, antes de morir, nunca lo sentó en su regazo para aclararle las sutilezas de la ley en contraste con la justicia tal como se aplicaba a la comunidad negra. Nadie se planteaba siquiera que existiese una comunidad negra. Sólo había negros. Una comunidad implicaba organización, y mucha gente asociaba organización con amenaza. Los sindicatos se organizaban. Los comunistas se organizaban. Los negros no se organizaban, allí no. Quizás en otras partes, y había quienes sostenían que los tiempos estaban cambiando, pero no en el pueblo. Allí todo iba bien tal como estaba.
Y por eso el chico inquietó tanto al policía que lo observaba a través del espejo unidireccional de la pared. El espejo era una de las pocas concesiones a la modernidad en el pequeño departamento de policía del pueblo. No disponían de aire acondicionado, pese a que se habían instalado los aparatos. El problema era que, al conectarse, saltaban los fusibles del edificio porque el cableado no servía, o eso había explicado el electricista. Para que funcionara el aire acondicionado había que picar las paredes de todo el edificio y tender cables nuevos, y eso sería un trabajo muy caro para una construcción así de vieja. Las autoridades municipales se resistían a aprobar semejante gasto, o al menos si la única finalidad era que el jefe Wooster no sudara durante los calurosos meses del verano. Aunque bien era verdad que, en opinión de algunos, al jefe de policía no le haría ningún daño sudar un poco de vez en cuando, siendo el jefe, por el consenso general, un saco de grasa con el corazón sometido a un continuo sobreesfuerzo, y no precisamente por exceso de amor a la humanidad.
Así pues, en la pequeña sala desde la que el jefe observaba al chico no había más refrigeración que la de un ventilador de mesa, y en aquel espacio cerrado el ventilador de mesa movía el aire menos que un pedo de mosquito. El jefe tenía el uniforme pegado al cuerpo de tal modo que incluso el perfil de su ombligo se veía claramente a través de la tela de algodón tostado, y el sudor le corría a goterones por la cara, casi cegándolo si calculaba mal el momento de enjugarse la frente con el pañuelo.
Y sin embargo no se movió de allí. Se quedó observando con curiosidad al chico, deseando que se viniera abajo. Puede que el jefe Wooster fuera un saco de grasa, y que su opinión sobre sus congéneres estuviese teñida de un cinismo rayano en la misantropía, pero no era tonto. El chico despertó su interés. Había conseguido matar al amante de su madre, un hombre llamado Deber, sin ponerle un dedo encima, de eso el jefe estaba convencido, y Deber no era lo que se consideraría una víctima fácil. El propio Deber había cumplido condena por un asesinato cometido cuando aún no tenía trece años, y después había habido otros, aunque nadie hubiera podido atribuírselos. Uno de los homicidios que se le imputaron a Deber era el de una bonita joven negra en la ciudad. El hijo de esa bonita joven negra se hallaba sentado al otro lado del espejo y en ese momento lo interrogaban dos inspectores de la policía del estado. No conseguían sacarle al chico nada más de lo que ya le habían sacado los hombres del jefe, y éstos se habían andado con muchas menos contemplaciones que los inspectores. Testimonio de eso eran las magulladuras que tenía en la cara y la hinchazón bajo el ojo derecho. Clark, uno de los hombres en cuestión, dijo al jefe que el chico había meado sangre cuando lo llevaron al cuarto de baño para limpiarse. Después de eso, el jefe les ordenó que se lo tomaran con más calma. Quería una confesión, no un cadáver.
Los policías del estado habían tardado un día en organizarse para viajar al norte. Durante esas veinticuatro horas, los hombres del jefe se habían cebado en el chico. Primero con palizas, luego con amenazas contra su familia, que le había proporcionado una coartada. Los policías le habían dado un refresco con un laxante y lo habían dejado allí, atado a una silla. El jefe había observado al chico mientras contenía el impulso de evacuar, temblándole la boca por el esfuerzo, dilatando las aletas de la nariz, cerrando los puños. Cuando vio claro que el chico no podía soportar más el dolor, envió a Clark a hacerle un ofrecimiento: si admitía que había asesinado a Deber, lo llevarían de inmediato al cuarto de baño. De lo contrario, dejarían que la naturaleza siguiera su curso y que él se quedara allí encima del resultado. El chico se limitó a negar con la cabeza. El jefe casi admiró su resistencia, salvo por el hecho de que lo hacía quedar mal a él. Ordenó a Clark que lo acompañara al baño antes de que reventase, porque no quería que apestara la única sala de interrogatorios del edificio. Clark obedeció, aunque de mala gana. Después llevó al chico al patio y le dio un manguerazo en el suelo, con Tos pantalones alrededor de los tobillos y los otros policías mofándose mientras el chorro de agua le golpeaba dolorosamente las partes íntimas.
Las amenazas contra su familia tampoco habían surtido efecto. Procedía de una casa llena de mujeres. Wooster las conocía. Eran buena gente. Wooster no era racista. Había negros buenos y negros malos, tal como había blancos buenos y blancos malos. Sería faltar a la verdad decir que el jefe los trataba a todos por igual. De haberlo intentado, si hubiera sido ésa su inclinación, no habría durado ni una semana en el cargo, y ya no digamos diez años. En realidad, trataba a los negros y a los blancos pobres de un modo bastante parecido. Los blancos ricos requerían más cuidado. En cuanto a los negros ricos, no había razón para preocuparse, porque no conocía a ninguno.
Wooster creía en la acción policial preventiva. La gente iba a parar a sus celdas sólo cuando había hecho algo muy grave, o cuando había fallado cualquier otro intento de convencerlos para que siguieran el camino de la rectitud y la honradez. Conocía a la gente que tenía a su cargo, y se aseguraba de que sus hombres la conocieran también. El chico y su familia no habían reclamado su atención ni una sola vez durante sus primeros nueve años en el cargo, no hasta que apareció Deber y se ganó el afecto de la madre del chico, si es que era eso lo que de verdad había ocurrido. Nada en Deber inducía a pensar que fuera capaz de despertar el afecto de nadie, y el jefe sospechaba que la relación se había basado más en las amenazas y el miedo que en cualquier sentimiento profundo por cualquiera de las dos partes.
Un día la madre fue asesinada, su cuerpo maltrecho apareció en un callejón detrás de una licorería. Según testimonios, Deber fue visto en esa licorería menos de una hora antes de hallarse el cuerpo, y alguien declaró haber oído una voz de hombre y una voz de mujer discutiendo más o menos a esa hora. Sin embargo, Deber era como el chico sentado ahora en la sala de interrogatorios: no se había venido abajo, y el asesinato de la madre del chico quedó sin resolver. Deber había vuelto a la casa llena de mujeres y se había liado con la tía del chico, o eso se rumoreó en el pueblo. Las mujeres le tenían miedo, y con razón, pero él debería haberlas temido también a ellas. Eran fuertes y listas, y a todos les pareció poco probable que fueran a tolerar la presencia de Deber en su casa durante mucho más tiempo.
Y entonces, no mucho después del inicio de esa relación en particular, alguien había tomado el silbato metálico que utilizaba Deber para llamar a sus cuadrillas de trabajadores, separó sus dos mitades y sustituyó la bola por un explosivo casero. Cuando Deber sopló el silbato, la carga le arrancó casi toda la cara. Vivió aún un par de días, ciego y padeciendo un sufrimiento terrible, pese a los esfuerzos de los médicos por mantenerlo sedado, y al final murió. El jefe estaba convencido de que, dondequiera que Deber estuviese ahora, sus sufrimientos no habían cesado y sin duda continuarían eternamente. Deber no fue una gran pérdida para el mundo, pero eso no cambiaba el hecho de que un hombre había sido asesinado, y debía hallarse al responsable. No convenía dejar suelto a alguien que andaba creando bombas trampa con objetos domésticos, ya fueran dirigidas contra negros o blancos. Una cosa eran las pistolas y las navajas. Estas eran armas corrientes, al igual que las personas que las usaban. No había nada especialmente inquietante, más allá de la propia brutalidad del acto, en el hecho de que un hombre abriera en canal a otro porque lo contrariaba en un mal día, o de que descerrajara un tiro en la cabeza al hombre que tenía al lado en una discusión por una mujer, por una deuda, o por un par de zapatos. Como jefe de policía, Wooster sabía a qué atenerse con hombres, y mujeres, de esa calaña. No eran extraños ni sorprendentes. En cambio, alguien capaz de matar a un hombre con un silbato representaba una manera de pensar muy distinta en lo que se refería a poner fin a una vida, una manera que el jefe Wooster no tenía la menor intención de alentar o aprobar.
Wooster había conseguido una orden de detención contra el chico el día en que Deber murió. Los inspectores de la policía del estado se echaron a reír cuando les informó por teléfono de lo que había hecho. Deber, le dijeron, tenía tantos enemigos que la lista de sospechosos parecía un listín telefónico. Lo habían matado con un artefacto explosivo en miniatura, construido hábilmente y concebido para asegurarse de que sólo el objetivo previsto se viera afectado y de que dicho objetivo no sobreviviera. Eso implicaba un nivel de planificación que no solía asociarse a negros de quince años que vivían en una chabola junto a un pantano. Wooster había señalado que el negro en cuestión estudiaba en un instituto, y que éste, gracias a una donación de un fondo benéfico del sur, disponía de un laboratorio de ciencias bastante bien equipado donde podían obtenerse sin mayor dificultad los elementos constituyentes del explosivo empleado para matar a Deber -cristales de yodo y amoniaco- descubiertos tras un examen de los restos del silbato. De hecho, prosiguió Wooster, eran justo los elementos que un chico inteligente, y no un asesino experto, emplearía para confeccionar un explosivo, aunque, según el informe sobre el silbato, era un milagro que no hubiera estallado mucho antes de llegar a la boca de Deber, ya que el triyoduro de nitrógeno era un compuesto sabidamente inestable, muy sensible a la fricción. El técnico que había examinado el silbato dio a entender que casi con toda seguridad el asesino había mantenido el compuesto, o incluso el propio objeto reconstruido, en agua el mayor tiempo posible, de modo que apenas se había secado cuando la víctima se lo llevó a la boca por última vez. Fue esta información sobre el carácter del explosivo utilizado y la ausencia de cualquier otra pista lo que indujo a la policía del estado a mandar, aunque de mala gana, a dos inspectores para interrogar al chico.
Ahora uno de esos inspectores se puso en pie y salió de la sala de interrogatorios. Al cabo de un momento, la puerta de la pequeña sala de observación del jefe se abrió y entró ese mismo inspector con un refresco en la mano.
– No vamos a ninguna parte con este chico -dijo.
– Tienen que seguir intentándolo -repuso Wooster.
– Por lo visto, usted ya lo ha intentado por su cuenta.
– Se cayó de camino al lavabo.
– ¿Ah, sí? ¿Cuántas veces?
– Rebotó, y no llevé la cuenta.
– ¿Seguro que le leyó sus derechos?
– Alguien se los leyó. Yo no.
– ¿Pidió un abogado?
– Si lo pidió, yo no lo oí.
El inspector bebió un largo trago del refresco. Unas gotas le resbalaron por el mentón, como un escupitajo de tabaco.
– No lo hizo él. Para algo así se requiere una gran sutileza.
Wooster se enjugó la frente con el pañuelo empapado.
– ¿Sutileza? -preguntó-. Yo conocía a Deber. Conozco a la gente con la que andaba. No son sutiles ni por asomo. Si alguien de su propio círculo o alguien que se la tenía jurada quería verlo muerto, le habría pegado un tiro o dado una puñalada, o tal vez le habría cortado primero los huevos sólo para dejar las cosas claras. No habría perdido el tiempo separando y luego soldando un silbato para meterle la cantidad exacta de explosivo capaz de destrozarle la cara y de reducirle el cerebro a pulpa. No son tan listos. Ese chico, en cambio… -Se levantó y señaló el cristal-. Ese chico es listo: tan listo como para colarse en el instituto sin que nadie lo viera y preparar un poco de pólvora casera. Además tenía un móvil: Deber mató a su madre y se follaba a su tía, y no es que Deber se anduviera con muchas delicadezas.
– No hay ninguna prueba de que Deber matara a su madre.
– Pruebas. -Wooster casi escupió la palabra-. No necesito pruebas. Hay cosas que sencillamente las sé.
– Ya, bueno, los tribunales lo ven de otra manera. Soy amigo de los hombres que interrogaron a Deber. Hicieron de todo menos conectarlo a una batería y freírlo para obligarlo a hablar. No se vino abajo. No hay pruebas. No hay testigos. No hay confesión. No hay caso.
En la sala de interrogatorios el chico movió un poco la cabeza, como si pese al grosor de las paredes le hubiesen llegado las voces de los dos hombres. Wooster creyó ver un amago de sonrisa.
– ¿Sabe qué más pienso? -preguntó Wooster, ahora en voz más baja.
– Adelante, Sherlock. Escucho.
«Sherlock», pensó Wooster. «Vaya un mierda condescendiente estás tú hecho. Conocí a tu padre, y no era mucho mejor que tú. Era un don nadie, incapaz de encontrar los zapatos por la mañana si no se los daba alguien, y tú eres peor policía aún que él.»
– Creo que si ese chico no hubiese matado a Deber -dijo Wooster-, Deber lo habría matado a él. Y también que ninguno de los dos tenía otra opción. Si ahora no estuviese el chico ahí sentado, estaría Deber.
El inspector apuró el refresco. Algo en la ecuanimidad del tono de Wooster le dio a entender que se había pasado de la raya unos segundos antes. Intentó rectificar.
– Oiga, jefe, puede que tenga razón. El chico tiene algo, eso lo reconozco, pero no nos queda mucho más tiempo para decidir si presentamos cargos o lo dejamos correr.
– Sólo unas horas más. ¿Le ha mencionado a las mujeres? ¿Ha utilizado tal vez alguna amenaza contra ellas para soltarle la lengua?
– Todavía no. ¿Y usted?
– Lo intenté. Fue la única vez que habló.
– ¿Qué dijo?
– Me contestó que yo no era la clase de hombre capaz de hacer daño a una mujer.
– ¿Sí?
– Sí.
– ¿Tenía razón?
El jefe dejó escapar un suspiro.
– Supongo.
– Mierda. Pero hay otras maneras. Maneras informales.
Los dos hombres cruzaron una mirada. Al final, el jefe negó con la cabeza.
– Creo que tampoco usted es esa clase de hombre.
– No, me temo que no.
El inspector aplastó la lata del refresco y la lanzó, con poca destreza, a una papelera. Rebotó en el borde y fue a parar a un rincón de la sala.
– Espero que con la pistola tenga mejor puntería -comentó Wooster.
– ¿Por qué? ¿Cree que voy a tener que disparar contra alguien?
– Ojalá las cosas fueran así de fáciles.
El inspector dio una palmada a Wooster en el hombro y se arrepintió de inmediato al notar la mano húmeda de sudor. Se la secó subrepticiamente en la pernera del pantalón.
– Volveremos a intentarlo -dijo.
– Adelante -instó Wooster-. Lo matóél. Sé que lo matóél.
Cuando el inspector salió de la sala, Wooster no lo miró, sino que mantuvo la vista fija en el joven negro al otro lado del espejo, y el joven negro le devolvió la mirada.
Dos horas más tarde Wooster, en su despacho, bebía agua y espantaba las moscas. Los dos inspectores se habían tomado un respiro, cansados del interrogatorio y el calor sofocante de la sala. En mangas de camisa, sentados a las puertas de la comisaría, fumaban en la escalinata con los restos de unas hamburguesas y patatas fritas ante sí. Wooster sabía que el interrogatorio casi había terminado. No tenían nada. Después de casi dos días, el chico sólo había dicho dos frases. La segunda fue su dictamen sobre Wooster. La primera fue para dar su nombre: «Me llamo Louis».
Louis, igual que lo habría pronunciado el cuñado de Wooster, que vivía en Louisiana. A la francesa. No Lewis, sino Lu-i.
Observó a los dos inspectores hablar en voz baja. Uno de ellos volvió a entrar.
– Vamos a por una cerveza -dijo.
Wooster asintió. Habían acabado. Si volvían, sólo sería para recoger el coche, suponiendo que se acordaran de dónde lo habían dejado.
Fuera, en la sala de espera, delante de la mesa de recepción, había una negra sentada, aferrada a su bolso. Era la abuela del chico, pero tenía un rostro tan juvenil que habría podido pasar por su madre. Desde la detención, una u otra de las mujeres de la familia había velado en silencio en esa misma silla dura y fría. Con su aspecto digno, todas daban la sensación de que, allí sentadas, casi hacían un servicio a la sala. Pero ésta, la mayor de todas, causó cierta inquietud a Wooster. Se contaban historias sobre esa mujer. La gente acudía a ella para pedirle que les dijera la buenaventura, averiguar el sexo de su hijo aún por nacer, o para quedarse tranquilos en cuanto a parientes desaparecidos o el alma de niños muertos. Wooster no se creía nada de eso; aun así, trataba a la mujer con respeto. Ella no lo exigía. No le hacía falta. Había que ser necio para no darse cuenta de que lo merecía.
Viéndola allí ahora, esperando pacientemente, convencida de que pronto el chico le sería entregado, Wooster percibió el parecido entre la mujer y el nieto. No era sólo físico, aunque ambos tenían también el mismo porte grácil y esbelto. No, la abuela había legado parte de su desconcertante serenidad al chico. Por alguna razón, Wooster pensó en aguas quietas y oscuras, en hundirse en sus profundidades, cada vez más y más hondo, abajo, abajo, hasta que de pronto unas fauces rosadas se abrían en medio de la luminiscencia pálida, y por fin se revelaba, fatalmente, la naturaleza de la cosa misma, la criatura oculta en esos confines desconocidos.
Wooster pensó que el día ya no podía ir a peor, aunque por lo que a él se refería, el asunto no quedaría así, eso ni hablar. El chico podía volver a su casa con sus tías y su abuela y quienquiera que compartiese su pequeño aquelarre en el bosque, pero Wooster estaría vigilándolo. Adondequiera que fuese, Wooster estaría pisándole la sombra. Al final sometería a ese chico.
Y aún le quedaba por jugar la carta de la homosexualidad. Wooster tenía sus sospechas sobre él. Había oído rumores. Las únicas mujeres que frecuentaba Louis eran las de su familia, y en el instituto para negros había tenido que defenderse un par de veces. Wooster sabía que los chicos a menudo se equivocaban sobre esas cosas: al menor indicio de sensibilidad, de debilidad, de feminidad en un hombre, se le echaban encima como moscas sobre una herida. La mayoría de las veces se equivocaban, pero en algunos casos daban en el clavo. En ese estado había leyes contra la sodomía, y Wooster no tenía ningún inconveniente en imponerlas. Si conseguía cargarle una acusación de sodomía, podría usarla para presionarlo respecto al asesinato de Deber. Ir al trullo con una condena por maricón era prácticamente una garantía de dolor y sufrimiento. Era mejor entrar con la fama de haberle quitado la vida a otro hombre. Al menos eso aseguraba cierto respeto. A Wooster ni siquiera le interesaba ver al chico en la silla eléctrica. Para él, bastaba con demostrar a los otros su error: la policía del estado, su propia gente, que se había reído, a sus espaldas porque creía que un chico negro era capaz de un crimen tan sofisticado. Wooster se preguntó si podría tenderle una trampa. Había un par de hombres en el pueblo que no harían ascos a un poco de carne morena. Bastaría con acordar un lugar, una hora, y la llegada casual de Wooster al sitio. Permitiría marcharse al hombre, pero no al chico. Esa era una posibilidad.
Pero, tal y como se sucederían las cosas, el día de Wooster estaba a punto de empeorar considerablemente, por más que él creyera lo contrario, y sus planes para una posible trampa pronto quedarían en nada.
– ¿Jefe?
Era Seth Kavanagh, el más joven de sus hombres. Católico. Irlandés de pura cepa. Habían surgido problemas con algunos vecinos del pueblo cuando Wooster lo contrató, e incluso había recibido la visita amistosa de Little Tom Rudgey un par de sus compinches encapuchados, para sugerirle que tal vez le convenía reconsiderar la contratación de Kavanagh habida cuenta de que aquél era un pueblo baptista. Wooster escuchó el rollo y luego los echó a patadas. Little Tom y los de su calaña le daban grima, y lo que era aún peor, sentía una incipiente culpabilidad cada vez que se cruzaba con ellos. Sabía lo que habían hecho. Sabía que habían dado palizas a negros por seguir dentro de los límites municipales después de ponerse el sol, aun cuando esos límites parecían cambiar según cuánto hubieran bebido en esa ocasión los patanes del pueblo. Sabía lo de los incendios inexplicables en cabañas de negros, y que se cometían violaciones, a las que se quitaba importancia por considerarlas una pequeña diversión en la que a alguien se le había ido la mano.
Y sabía lo de Errol Rich, y lo que le habían hecho delante de muchas de las personas que los domingos alababan a Dios junto con Wooster en la iglesia. Sí, lo sabía muy bien, y tenía conciencia suficiente para reconocer su complicidad en el hecho, aun cuando no hubiera estado cerca ni mucho menos del viejo árbol en el que habían ahorcado y quemado a Errol. Wooster no había consolidado su autoridad en el pueblo, no en aquel entonces, y para cuando se enteró de lo ocurrido ya era tarde para impedirlo, o eso se dijo. Así y todo, después dejó bien claro que semejante acción no debía repetirse, no en aquel pueblo, no si él tenía algo que decir al respecto. Era un asesinato y Wooster no lo aprobaba. Además, inflamó los ánimos de los negros innecesariamente. Rebasó el límite en que la ira amenazaba con vencer al miedo. Por otra parte -y era esto, más que nada, lo que dio que pensar a mierdas como Little Tom-, un hecho así podía atraer a los federales, poco comprensivos con la manera de hacer las cosas en esa clase de pueblos. No lo entendían, ni les gustaba. Su intención era imponer un castigo ejemplar a personas que no se daban cuenta de que los tiempos estaban cambiando, como decía aquel cantante de folk.
Y ésa era otra razón para asegurarse de que el chico recibía su merecido por lo que le había hecho a Deber. Si quedaba impune de un asesinato esta vez, ¿qué vendría a continuación? Quizá se le metiera en la cabeza ir por los hombres que habían asesinado a Errol Rich, los que habían puesto en marcha el coche bajo los pies de Errol para dejarlo pataleando en el aire quieto del verano, los que lo habían rociado de gasolina, los que habían encendido la antorcha y la habían acercado a su ropa, haciendo que se convirtiera en una almenara en plena noche. Porque también corrieron rumores sobre Errol Rich y la madre del chico, y con toda seguridad el chico los había oído. Si un hombre moría de esa manera, bien podía ocurrir que su hijo decidiera vengarse. Wooster sabía que, en tales circunstancias, eso haría él.
Y ahora Kavanagh estaba allí, otro de los pequeños experimentos en cambio social de Wooster, molestándolo con alguna gilipollez, que era lo último que necesitaba en ese momento. Wooster se enjugó la cara con el pañuelo y lo escurrió en la papelera.
– ¿Qué pasa?
No alzó la vista. Mantenía la mirada fija en la pared ante él, como si la traspasara para llegar primero a la sala de observación y luego, más allá, hasta el chico que lo había desafiado durante tanto tiempo.
– Tenemos compañía.
Wooster se volvió en la silla. Por la ventana, a sus espaldas, vio salir a los hombres de sus coches. Uno era un Ford normal y corriente. Wooster adivinó la presencia federal, que confirmó cuando Roy Vallance bajó el cristal de la ventanilla del acompañante y tiró una colilla al patio de la comisaría. Vallance era agente especial, subjefe de la delegación local del FBI. Era un tipo aceptable, para lo que corría entre los federales. No pretendía imponer un ritmo demasiado rápido en todo aquello de los derechos civiles, pero tampoco aceptaba dilaciones. Aun así, Wooster tendría unas palabras con él en cuanto a esa colilla. Demostraba una falta de respeto.
El segundo coche era demasiado bueno para proceder del parque móvil oficial. Era de color tostado, con tapicería de piel a juego, y el hombre que se apeó por el lado del conductor tenía más aspecto de chófer que de agente, aunque Wooster pensó que parecía también un hijo de puta de cuidado, y dedujo que el bulto bajo su brazo izquierdo no era un tumor. Abrió la puerta trasera del lado del acompañante, y se unió a ellos un tercer hombre. Aparentaba cierta edad, pero Wooster supuso que no era mucho mayor que él mismo. Sencillamente era de esas personas que siempre parecían viejas. Le recordó a aquel actor inglés, Wilfrid no sé qué, que salía en My Fair Lady, estrenada hacía ya unos años. Wooster la había visto con su mujer. Era mejor de lo que esperaba, creía recordar. El caso es que ese tipo, el tal Wilfrid, también había parecido siempre viejo, incluso de joven. Ahora allí tenía a un pariente cercano, de carne y hueso.
Vallance pareció suspirar en su asiento; luego se apeó del coche y, seguido por dos de sus agentes, se encaminó hacia la puerta del despacho del jefe, pasando por delante del policía sentado a la mesa de recepción para entrar en la zona principal.
– Jefe Wooster -dijo saludando con un gesto de fingida amabilidad.
– Agente especial Vallance -contestó Wooster.
No se puso en pie. Vallance siempre se había dirigido a él por su nombre de pila, y Wooster le había devuelto la familiaridad, incluso cuando tenían trabajo entre manos. Con su saludo, Vallance le daba a entender que la cosa iba en serio, que tanto Wooster como él estaban bajo vigilancia. Así y todo, Wooster no tenía intención de someterse en su propio territorio sin presentar batalla, y quedaba pendiente la cuestión de la colilla.
Wooster miró a los cuatro hombres detrás de Vallance, con el individuo que parecía viejo, de menor estatura que los otros, situado en medio del grupo.
– ¿Qué ha traído? ¿Un séquito nupcial? -preguntó Wooster.
– ¿Podemos hablar dentro?
– Claro. -Wooster se levantó y extendió las manos en un gesto efusivo-. Aquí todo el mundo es bienvenido.
Sólo entraron Vallance y el hombre de más edad, y éste cerró la puerta. Wooster sintió cómo lo miraban sus hombres y su secretaria mientras él observaba a través del cristal. El hecho de saber que estaba a la vista de su gente lo llevó a guardar las apariencias. Enderezó los hombros y se irguió, de espaldas a la ventana, sin molestarse en ajustar la persiana, de modo que el sol daba a los otros en los ojos.
– ¿Cuál es el problema, agente Vallance?
– El problema es el chico al que están haciendo sudar la gota gorda ahí detrás.
– Aquí todo el mundo suda.
– No tanto como él.
– El chico es sospechoso de asesinato.
– Eso tengo entendido. ¿Qué pruebas tienen contra él?
– Una causa probable. Es posible que el hombre a quien mató asesinara a su madre.
– ¿Es posible?
– Ya no está por aquí para preguntárselo.
– Según tengo entendido, se lo preguntaron antes de abandonareste mundo. No confesó nada.
– Pero fue él. Quien piense lo contrario también debe de creer en Papá Noel.
– Una causa probable, pues. ¿Eso es lo único que tienen?
– Por ahora.
– ¿El chico da señales de rendirse?
– El chico no es de los que se rinden. Pero se vendrá abajo, tarde o temprano.
– Se le ve muy seguro de eso.
– Es un chico, no un hombre, y he doblegado a hombres mejores de lo que él será nunca. ¿Va a decirme a qué viene esto? No creo que tenga jurisdicción aquí, Ray. -Wooster había renunciado a las cortesías-. Esto no es un caso federal.
– Nosotros creemos que sí.
– ¿Y eso de dónde lo sacan?
– El muerto era capataz de una cuadrilla en la carretera nueva junto al pantano de Orismachee. Eso es una reserva federal.
– No es una reserva federal, lo será -corrigió Wooster-. Ahora mismo todavía es sólo un pantano.
– No, ese pantano y la carretera que se está construyendo acaban de quedar bajo jurisdicción federal. La declaración se hizo ayer. Apresuradamente. Tengo aquí los papeles.
Se llevó la mano al bolsillo de la chaqueta, sacó un legajo de documentos mecanografiados y se los entregó a Wooster. El jefe buscó las gafas, se las colgó de la nariz y leyó la letra pequeña.
– Bueno -dijo en cuanto acabó-, eso no cambia nada. El crimen se cometió antes de entrar esto en vigor. Sigue siendo mi jurisdicción.
– Sobre eso, jefe, le doy la razón en que no estamos de acuerdo, pero da igual. Lea con más atención. Es una declaración retroactiva, válida desde primeros de mes, justo antes de iniciarse la construcción de la carretera. Por una cuestión de contabilidad, según me dicen. Ya sabe cómo van los asuntos oficiales.
Wooster volvió a examinar el papel. Encontró las fechas en cuestión. Frunció el entrecejo, y la sangre le subió a las mejillas y la frente conforme aumentó su ira.
– Esto es una gilipollez. Además, ¿a qué vienen tantas molestias? Es un asunto entre negros. Aquí no están en juego los derechos civiles. No esperen sacar la menor gloria de esto.
– Ahora se trata de un caso federal, jefe. No presentamos cargos. Tiene que soltar al chico.
Wooster supo que el caso se le escapaba de las manos y con él parte de su autoridad y su prestigio ante su propio personal. Nunca lo recuperaría. Vallance lo había rebajado, y el chico de esa celda iba a marcharse tan campante, y de paso a reírse de Wooster.
Y Wilfrid allí presente, con su pelo prematuramente cano y su ropa limpia aunque un tanto raída, tenía algo que ver, de eso a Wooster no le cabía la menor duda.
– ¿Y usted qué pinta en todo esto? -preguntó dirigiendo ahora toda su ira contra el segundo visitante.
– Discúlpeme -dijo el hombrecillo. Dio un paso al frente y le tendió una mano de uñas muy cuidadas-. Me llamo Gabriel.
Wooster no hizo ademán de estrecharle la mano que le ofrecía. Se limitó a dejarla allí, suspendida en el aire, hasta que Gabriel la dejó caer. Jódete, pensó. Jódete, y que se jodan también Vallance y los buenos modales. Jodeos todos.
– No ha contestado a mi pregunta -insistió Wooster.
– Estoy aquí como invitado del agente especial Vallance.
– Trabaja para el Gobierno.
– Proporciono servicios al Gobierno, sí.
Eso no era lo mismo, y Wooster lo sabía. Era lo bastante listo para captar el significado subyacente de lo que acababa de oír. De pronto tuvo la sensación de estar muy fuera de su elemento y de que, por grande que fuera su indignación, sería una insensatez hacer más preguntas a Gabriel. Acababan de maniatarlo como a un cerdo listo para el espetón. Lo único que faltaba era que alguien le metiera el pincho por el culo y empujara hasta sacárselo por la boca, y Wooster se proponía evitar ese destino a toda costa, aun si eso implicaba entregar al chico.
Se sentó en la silla de su despacho y abrió una carpeta. No reparó en lo que era, y no leyó lo que había escrito en sus hojas.
– Llévenselo -dijo-. Es todo suyo.
– Gracias, jefe -respondió Gabriel-. Me disculpo una vez más por las molestias causadas.
Wooster no levantó la vista. Los oyó salir del despacho, y la puerta se cerró suavemente.
Jefe Wooster. El pez gordo. En fin, acababan de dejarle clara la realidad de su situación. Era un pez pequeño en un estanque pequeño que de algún modo se había adentrado en aguas profundas y un tiburón acababa de enseñarle los dientes.
Miró la puerta cerrada del despacho imaginando otra vez la pared al otro lado, la sala de observación detrás de ella, y al chico en su celda, excepto que ahora era Gabriel quien lo observaba, no Wooster. Tiburones. Aguas profundas. Cosas desconocidas que se enroscaban y desenroscaban en sus profundidades. Gabriel observando al chico, el chico observando a Gabriel, hasta que los dos se fundieron convirtiéndose en un solo organismo que se perdió en un mar oscuro como la sangre.