"Los hombres de la guadaña" - читать интересную книгу автора (Connolly John)6Para sorpresa de Willie, y alivio de Arno, el hombre del almacén no estaba muerto. Tenía una fractura de cráneo y sangraba por las orejas, cosa que Willie no consideró buena señal, pero desde luego aún respiraba. Eso ahorró a Willie la decisión acerca del siguiente paso. Como no estaba dispuesto a dejar morir a un extraño en el suelo de su taller, llamó al 911, y Arno y él, mientras esperaban la llegada de la ambulancia y de la inevitable policía, se pusieron de acuerdo sobre su versión de los hechos. Fue un atraco fallido, así de simple. Los hombres buscaban dinero y un coche. Iban armados y Willie y Arno, temiendo por sus vidas, se enfrentaron a ellos, dejando a uno inconsciente en el suelo y poniendo en fuga al otro, que estaba herido. Willie tomó una precaución más. Con la ayuda de Arno, y empleando una vela que calentó y aplastó en el radiador, tomó las huellas dactilares del hombre sin conocimiento apretando los dedos contra la cera caliente. A continuación dejó la vela detrás de una pila de documentos viejos en el armario del despacho y cerró la puerta con llave. El hombre no llevaba billetero ni ninguna otra forma de identificación, lo que a Willie se le antojó extraño. Sabía que la policía probablemente le tomaría las huellas, pero suponía asimismo que Louis querría hacer averiguaciones por su cuenta. También para ayudar a Louis en dicha empresa, Willie pidió a Arno que hiciera unas fotografías de aquel tipo con su móvil. El móvil de Willie no tenía cámara. Era tan sencillo que a su lado una lata atada al extremo de un cordel semejaba una alternativa viable, pero a Willie ya le parecía bien así. Al llegar la policía, tanto Willie como Arno representaron sus papeles a la perfección: eran hombres honrados ante una amenaza contra su integridad física y posiblemente contra su vida. Se habían defendido de sus agresores y ahora estaban conmocionados, pero a todas luces vivos, en medio del pequeño taller que habían protegido con tal determinación. Tampoco andaban muy lejos de la verdad. Los policías los escucharon con actitud comprensiva y después les recomendaron que a la mañana siguiente acudieran a la comisaría a fin de prestar declaración formal. Arno preguntó si necesitaría un abogado, pero el inspector respondió que no lo creía. De forma extraoficial comentó que no era probable que se presentasen cargos aun si el maleante moría. A los fiscales no les gustaba interponer acciones judiciales impopulares, y Arno estaba en posición de ampararse en un alegato de defensa propia sin fisuras. El siguiente paso, dijo, era identificar al caballero en cuestión, ya que en los bolsillos sólo llevaba chicle, un rollo de billetes de diez, veinte y cincuenta, y un cargador de reserva para la pistola. Willie y Arno se esmeraron en adoptar una expresión de sorpresa al oír la noticia. Willie creía que ya prácticamente habían terminado cuando un par de recién llegados, un hombre y una mujer, entraron en el garaje. Los dos vestían traje oscuro, y después de identificarse ante el agente del coche patrulla en la puerta del garaje, éste, tan pronto como entraron, miró por encima del hombro a sus compañeros en el interior y articuló con los labios la palabra «federales», como si ellos no hubieran adivinado ya quiénes eran los visitantes. Uno de los auxiliares médicos le había vendado la cara a Willie. Le había reducido la fractura de la nariz en su despacho, evitándole así el traslado al hospital, y ahora le palpitaba atrozmente. Si a eso añadía las náuseas debidas a la resaca y la bajada de adrenalina posterior a la pelea, Willie no recordaba la última vez que se había sentido tan mal. Ahora, sentado en un taburete al lado del Oldsmobile tiroteado, con Arno cerca, observó acercarse a los dos agentes y, con una mirada fugaz, indicó a Arno que se avecinaban problemas. Willie no era un experto en fuerzas del orden público, ni en las sutilezas de la jurisdicción, pero había vivido en Queens tiempo suficiente para saber que el FBI no aparecía cada vez que alguien blandía un arma en un taller mecánico, o de lo contrario no tendrían tiempo para nada más. El hombre era negro, y se presentó como agente especial Wesley Bruce. Su compañera, la agente especial Sidra Lewis, era una rubia teñida con penetrantes ojos azules y el ceño siempre fruncido como si creyera que todos aquellos con quienes se cruzaba durante el trabajo eran culpables de algo, aunque sólo fuera de considerarse mejores que ella. Separaron a Arno y a Willie, la mujer se llevó a Arno al despacho mientras que Bruce se apoyaba en el capó del Oldsmobile, cruzaba los brazos y dirigía a Willie una amplia sonrisa de pocos amigos que a él le recordó la manera de sonreír del masticador de chicle antes de que Arno le arrancara la sonrisa de la cara con un pedazo de metal y madera. – Y bien, ¿cómo se encuentra? -preguntó Bruce. – He tenido momentos mejores -contestó Willie. Y ésas fueron las primeras palabras del todo sinceras que pronunciaba desde la llegada de la policía. Tuvo la sensación de que el bueno del agente especial Wesley Bruce allí presente ya se había dado cuenta de ese detalle. – Por lo visto, nuestros dos amigos se han metido con quienes no debían. – Eso parece. – ¿Dice que buscaban un coche? – Un coche, y dinero. – ¿Guarda usted mucho dinero aquí? – No mucho. La mayoría de la gente paga con cheque o tarjeta de crédito. Aunque todavía hay algunos que prefieren el efectivo. Por aquí las viejas costumbres tardan en perderse. – Seguro que sí -dijo Bruce, como si Willie no estuviera hablando de pagos en efectivo sino de otra cosa muy distinta. Willie se preguntó qué podía ser, pero eran tantas las posibilidades, legales e ilegales, que no supo con qué quedarse. Finalmente estableció la conexión: como todo lo demás esa noche, tenía que ver con Louis y Ángel. Caer en la cuenta no alteró su comportamiento, pero sí acentuó la antipatía que ya le inspiraba el agente especial Bruce. Bruce miraba a Willie con severidad. – Seguro que sí -repitió, y esperó. Willie oía la voz de Arno procedente del despacho. Hablaba mucho más que Willie. De hecho, la agente especial Lewis parecía tener problemas para mediar palabra. Bienvenida a mi mundo, pensó Willie. Bruce, comprendiendo por fin que Willie no iba a venirse abajo y confesar todos los crímenes pendientes de resolución en los libros, reanudó el interrogatorio. – Así que no se habrían embolsado gran cosa por sus esfuerzos, aun cuando se hubiesen salido con la suya. – Un par de cientos, quizás, incluida la calderilla. – Muchas molestias por un par de cientos. Seguro que tenían maneras más fáciles de obtener ganancias. – No tenemos cámaras. – ¿Cómo dice? – Cámaras de seguridad. No las usamos. Las hay en la mayoría de los sitios, pero aquí no. Tal vez han deducido que no teníamos y han pensado, qué demonios, intentémoslo. – En tiempos desesperados, medidas desesperadas. – Algo así. – ¿Le han parecido hombres desesperados? Willie se detuvo a pensar. – Bueno, amables no eran. Desesperados, no sé. – Dicho de otro modo: ¿le han parecido la clase de hombres que necesitan dinero? – Todo el mundo necesita dinero -se limitó a contestar Willie. – Sólo que nuestro amigo, el de la cabeza rota, llevaba cuatrocientos o quinientos dólares encima, por no hablar de una pistola muy bonita. Yo no diría que vivía tan apurado como para atracar un taller mecánico por un par de cientos de pavos. – Desconozco la psicología criminal. Ése es su terreno. – Conque desconoce la psicología criminal, ¿eh? -Bruce pareció encontrar gracioso el comentario. Incluso se rió, aunque sin la menor naturalidad. Fue como si alguien hubiese escrito las palabras «ja, ja, ja» delante de él y luego, poniéndole una pistola en la cabeza, le hubiese obligado a leerlas en voz alta. – ¿Y el coche? -preguntó Bruce cuando acabó de reírse. – ¿Qué pasa con el coche? – Según lo que usted le ha contado a la policía, vinieron aquí en coche, y el otro…, esto…, el otro «presunto» ladrón se marchó en el mismo vehículo. ¿Por qué iban a necesitar un coche si ya tenían uno? – Puede que estuvieran planeando un atraco y quisieran un vehículo que no hubiera forma de relacionar con ellos. – En ese caso les habrían matado a usted y a su compañero para que no pudieran identificarlos ni a ellos ni al coche. – Bueno, por eso uno acabó con un martillo en la cabeza en lugar de un sombrero. Oiga, señor Bruce… – Prefiero «agente especial Bruce». Willie miró a Bruce sin inmutarse. Se produjo un silencio tenso, hasta que Willie soltó un suspiro teatral y continuó. – … Agente especial Bruce, no entiendo cuál es su problema. No hemos tenido ocasión de prepararles una taza de café a esos individuos para invitarlos a sentarse a que nos explicaran sus motivaciones. Se han presentado aquí, me han roto la nariz, me han dicho lo que querían, y el resto ya lo sabe. – Sí, lo sé. Son ustedes unos héroes. Ya hay un reportero del – Seguro -dijo Willie con una pizca de inquietud. – No parece que le haga mucha gracia -señaló Bruce. – ¿Quién necesita esa clase de publicidad? Bruce desplegó una amplia sonrisa. – ¡Precisamente! -exclamó-. A eso iba yo. ¿Quién la necesita? Usted no, y tal que vez tampoco su socio en el negocio. – No sé de qué está hablando. – ¿Ah, no? ¿Quién lo sacó de apuros en su día? Su ex mujer quería obligarlo a vender el taller como parte del acuerdo de divorcio, ¿no es así? Las cosas no pintaban bien para usted y de pronto, ¡zas!, recibió el dinero para pagarle sin necesidad de vender. ¿De dónde salió? Daba la impresión de que el agente especial Bruce estaba muy al corriente de sus asuntos. Willie no sabía hasta qué punto le parecía bien que sus dólares como contribuyente se gastaran así. – De un buen samaritano -contestó. – ¿Cómo se llamaba? – Fue a través de una agencia. No recuerdo ningún nombre. – Ya, Inversiones Ultima Esperanza, cuya existencia duró poco más o menos como la vida de una efímera. – Lo suficiente para ayudarme a salir del paso. A mí eso es lo único que me importa. – ¿Devolvió el préstamo? – Lo intenté, pero como usted dice, Ultima Esperanza ya no existe. – No me extraña, si iban por ahí haciendo préstamos y luego no intentaban recuperar el dinero. Un nombre curioso, además, ¿no cree? – No es problema mío. Declaré el préstamo. Estoy limpio. – ¿Quién es el propietario de este edificio? – Una empresa. – Leroy Frank Properties, Incorporated. – Exacto. – ¿Le paga un alquiler a Leroy Frank? – Mil quinientos al mes. – No es mucho por un local tan grande como éste. – Es suficiente. – ¿Conoce a Leroy Frank? – ¿Cree que si trabajase en un edificio de Trump conocería a Donald? – Quizá sí, si fuese amigo suyo. – Dudo que Donald Trump sea amigo de muchos de sus inquilinos. Es Donald, no… – … no Leroy Frank -concluyó Bruce por él. Willie negó con la cabeza, un hombre sencillo enfrentado a alguien resuelto a malinterpretar intencionadamente todas sus palabras. – Ya se lo he dicho: no conozco a Leroy Frank. Estoy al día con el alquiler, llevo un negocio, pago mis impuestos y nunca en la vida me han puesto siquiera una multa de aparcamiento, así que estoy en paz con la ley. – Ya -dijo Bruce-, debe de ser usted el hombre más honrado de aquí a Jersey. – Quizás incluso hasta más lejos -añadió Willie-. He conocido a gente de Jersey. Bruce frunció el entrecejo. – Yo soy de Jersey -dijo. – Quizás usted sea la excepción -respondió Willie. Confuso por un momento, Bruce decidió dejar de lado ese tema en particular. – Es difícil de localizar, ese Leroy Frank -prosiguió-. Hay un rastro de papel impresionante en torno a sus empresas. Sí, está todo limpio y claro, no me malinterprete, pero él es todo un misterio. Hoy día resulta difícil ser tan enigmático. Willie se quedó callado. – Verá, lo que pasa es que con la amenaza del terrorismo y demás, hemos destinado mucho más tiempo a investigar las finanzas que no cuadran como debieran -explicó Bruce-. Ahora es más fácil. Tenemos más atribuciones que antes. Por supuesto, si usted es inocente, no tiene nada que temer… – Tengo entendido que eso mismo decía Joe McCarthy -comentó Willie-, pero creo que mentía. Bruce comprendió que por el momento no iba a llegar a ninguna parte. Retiró su considerable peso del Oldsmobile, que pareció lanzar un gemido de alivio. Se le borró la sonrisa y volvió a tener el ceño fruncido. Willie pensó que ese ceño debía de disfrutar sólo de brevísimos periodos de vacaciones en el mejor de los casos. – Bueno, me marcho, pero volveremos a vernos -anunció Bruce-. Si por una de esas casualidades viera al misterioso Leroy Frank, dele saludos de mi parte. Es una pena que todo esto haya ocurrido en una de sus propiedades. Sería una lástima si alguien dijera a la prensa que tal vez conviniese investigar quién es el propietario de este local. Podría ser una amenaza para su anonimato, podría obligarlo a salir a la luz. – Yo me limito a hacer un ingreso en el banco -dijo Willie-. Lo único que pregunto es: «¿Me da un recibo?». La agente especial Lewis salió del despacho. Si acaso, tenía una expresión más contraída que antes y casi temblaba de frustración. Willie reprimió una sonrisa. Arno ejercía ese efecto en las personas. Intentar sonsacarle respuestas cuando no quería darlas era como pretender enderezar a una serpiente. Bruce enseguida percibió el descontento de su compañera, pero no hizo ningún comentario. – Como le he dicho, volveremos -recordó a Willie. – Aquí nos encontrarán -contestó Willie. Cuando los dos agentes se marcharon, Arno apareció junto a él. – Caray, qué tensa estaba esa mujer -comentó-. Pero me ha caído bien. Hemos tenido una charla agradable. – ¿Sobre qué? – La ética. – ¿La ética? – Sí, ya sabes. La ética. El bien y el mal de las cosas. Willie cabeceó. – Vete a casa -dijo-. Me das más dolor de cabeza aún. Llamó a Arno justo cuando el hombrecillo se disponía a desaparecer en la noche. – Ten cuidado con lo que dices por teléfono -advirtió. Arno lo miró perplejo. – Lo único que digo siempre por teléfono es «Aún no lo tenemos listo» -respondió-. Eso y «Va a costarle un poco más». ¿Crees que algo así puede interesar al FBI? Willie frunció el entrecejo. Allí todo el mundo tenía vis cómica. – Vete a saber qué les interesa -contestó-. Tú ten cuidado con lo que dices, y ya está. Por cierto, no hables con los periodistas que esperan ahí fuera. Y muéstrame un poco de respeto, maldita sea. Soy yo quien te paga el sueldo. – Ya, ya -dijo Arno mientras la puerta se cerraba lentamente a sus espaldas-. Y yo voy a comprarme un yate con el dinero de esta semana. Louis telefoneó en cuanto se deshicieron de los cadáveres. Era una cuestión de prioridades. Dejó su nombre en el servicio contestador pensando que la voz en el otro extremo de la línea era muy parecida a la de la mujer que atendía las llamadas para Leroy Frank. A lo mejor las incubaban en algún sitio, como a los pollos. Le devolvieron la llamada al cabo de diez minutos. – El señor De Angelis dice que estará disponible en el doce veintiséis mañana, a eso de las siete -le indicó la mujer con voz neutra. Louis le dio las gracias y dijo que había quedado claro. Cuando colgó, lo asaltaron los recuerdos de encuentros anteriores, y casi sonrió. De Angelis: de los ángeles. Ése sí era un nombre poco apropiado. Poco después de las siete de la tarde del día siguiente, Louis se hallaba en la esquina de Lexington con la Ochenta y Cuatro. Ya había anochecido. En ese peculiar rincón entre algunas de las principales arterias de la ciudad, las aceras estaban relativamente tranquilas, porque la mayoría de los establecimientos, salvo algún que otro bar o restaurante, ya había cerrado. Una neblina húmeda se extendía sobre Manhattan presagiando lluvia y confiriendo un aire de irrealidad al entorno, como si hubieran colocado una imagen fotográfica sobre el perfil urbano. A la izquierda, seguía encendido el letrero de la farmacia Lascoff, un letrero antiguo, y si uno entornaba los ojos, era posible imaginar ese tramo de Lexington tal como debió de ser hacía más de medio siglo. La heladería y cafetería Lexington era un remanente de esa era. De hecho, tenía raíces aún más lejanas: la fundó el viejo Sotenos en 1925 como chocolatería y bar de refrescos; con el tiempo se la dejó a su hijo, Peter Philis, quien, a su vez, se la dejó al suyo, el actual propietario, John Philis, que aún se sentaba tras la caja y saludaba a los clientes por su nombre. El escaparate exhibía botellas de Coca-Cola de ediciones especiales junto con un tren de plástico, unas cuantas fotos de celebridades y un bate firmado por Rusty Staub, el gran bateador de los Mets. Generaciones de niños lo habían conocido como «Refrescos y helados», porque eso era lo que se leía en el rótulo encima de la puerta, y la fachada había permanecido inalterada desde tiempos inmemoriales. Louis vio a dos de los camareros vestidos de blanco moverse por el interior pese a que ya habían cerrado, dado que la heladería y cafetería Lexington sólo abría de siete a siete, de lunes a sábado. No obstante, el felpudo verde de plástico continuaba ante la puerta esperando a que lo retirasen por esa noche. En él se leía la dirección numérica de «Refrescos y helados»: 1226. Louis cruzó la calle y llamó al cristal con los nudillos. Uno de los hombres que limpiaba dirigió una rápida mirada a su izquierda y salió enseguida de detrás de la barra. Dejó entrar a Louis y, tras saludarlo con un simple gesto, cerró y echó la llave. A continuación, él y su compañero abandonaron sus tareas y desaparecieron por otra puerta, al fondo, donde se leía: PROHIBIDO EL PASO. SÓLO EMPLEADOS. El local seguía tal como Louis lo recordaba a pesar de los años transcurridos desde su última visita. Conservaba la barra verde, con la marca de los platos y las tazas calientes servidos durante décadas, así como los taburetes de vinilo verde que giraban completamente sobre su base, una fuente de diversión interminable para los niños. Detrás de la barra se alzaban dos grandes cafeteras de gas idénticas, una batidora de leche malteada Hamilton Beach de 1942 y una expendedora de malta en polvo Borden a juego, junto con un exprimidor automático de la misma época. «Helados y refrescos» era un establecimiento famoso por su limonada recién hecha. Exprimían los limones ante los ojos del cliente, luego añadían al zumo sirope de azúcar y lo servían en un vaso con hielo picado. Ahora había dos vasos de esa misma limonada ante el hombre que ocupaba el reservado del rincón. Los camareros habían atenuado la intensidad de los fluorescentes antes de marcharse, y Louis tuvo la impresión de que el anciano que lo esperaba había absorbido de algún modo la luz del local, como un agujero negro de forma humana, una fisura en el tiempo y el espacio que succionase cuanto lo rodeaba, lo bueno y lo malo, la luz y la no luz, alimentando su propia existencia a costa de todo aquel que entrara en su área de influencia. Hacía muchos años que Louis y aquel hombre, llamado Gabriel, no se veían, pero cuando dos vidas han estado en otro tiempo tan estrechamente unidas, sus lazos nunca pueden romperse del todo. En cierto sentido, era Gabriel quien había otorgado la existencia a Louis, quien había encontrado a un chico de innegable talento y forjado en él a un hombre al que podía blandir como un arma. Gabriel era a quien acudían en el pasado aquellos que necesitaban los servicios de Louis. Él era el contacto, el filtro. Resultaba difícil precisar qué papel representaba exactamente. Era un amañador, un intermediario. No tenía sangre en las manos, o al menos no se veía. Louis confiaba en él, en cierta medida, y desconfiaba en una medida mucho mayor. Había en torno a Gabriel muchas cosas desconocidas e incognoscibles. Así y todo, Louis sentía algo parecido al afecto por su viejo maestro, de eso era consciente. Encogido por el paso del tiempo se lo veía más pequeño de lo que Louis lo recordaba. Tenía el pelo y la barba muy blancos y parecía perderse dentro de su enorme abrigo negro. Al coger el vaso y llevárselo a los labios le tembló un poco la mano derecha y parte de la limonada se derramó en la mesa. – ¿No hace un poco de frío para una limonada? -preguntó Louis. – El frío no me molesta -contestó Gabriel-. Y un café puedes tomarlo en cualquier sitio, aunque el de aquí sea especialmente bueno. Sospecho que tiene que ver con las cafeteras de gas. Pero una limonada excelente…, en fin, eso es aún más difícil de encontrar y hay que aprovechar la oportunidad de saborearla cuando se presenta. – Si tú lo dices -repuso Louis mientras se deslizaba en el asiento de enfrente, tomando la precaución de mantener a la vista la salida del personal y la puerta de entrada, y dejaba en el centro de la mesa el periódico que llevaba. No tocó el vaso. – ¿Sabes que aquí se rodaron escenas de – Eso ya me lo dijiste -contestó Louis-. Hace mucho tiempo. – ¿Ah, sí? -preguntó Gabriel, en apariencia pesaroso-. Me ha parecido oportuno mencionarlo dadas las circunstancias. -Tosió-. Ha pasado mucho tiempo, una década o más, desde que descubriste tu conciencia. – Siempre estuvo ahí. Sólo que antes no le prestaba mucha atención. – Me di cuenta de que te perdía mucho antes de que nuestros caminos se separasen. – ¿Y eso? – Empezaste a preguntar «¿Por qué?». – Comencé a verle la importancia. – La importancia es relativa. En nuestro oficio, algunos consideran ese «¿Por qué?» un preludio a preguntas tipo «¿A qué profundidad quieres ser enterrado?» y «¿Rosas o azucenas?». – Pero ¿tú no eras uno de ésos? Gabriel se encogió de hombros. – Yo no diría tanto. Sencillamente no estaba dispuesto a echarte los perros. Pero intenté aplacar tus inquietudes antes de darte la libertad. – ¿Dármela? – Concédele un capricho a un viejo. Al fin y al cabo, no todo el mundo pudo dejarlo. – Tampoco es que quedaran muchos cuando yo me fui. – Y desde luego ninguno como tú. Louis no agradeció el cumplido. – Y si me permites el comentario, mi brújula moral era más fiable de lo que tú creías -dijo Gabriel. – A ese respecto tengo mis dudas, sin ánimo de ofender. – No me ofendes. Pero es verdad. Siempre elegí con cuidado los trabajos que te asignaba. En algunos momentos estuve en la cuerda floja, pero, que yo recuerde, nunca me extralimité intencionadamente, al menos no contigo. – Te lo agradezco. Sólo que, a mi manera de ver, esa cuerda, con el tiempo, se volvió cada vez más floja. – Quizás -admitió Gabriel-, quizás. Y bien, ¿qué pasó anoche? Tuviste visita, según he sabido. A Louis no le sorprendió que Gabriel se hubiese enterado de lo ocurrido en el edificio de apartamentos. Como mínimo habría hecho indagaciones después de recibir la llamada de Louis, si bien éste sospechaba que Gabriel ya sabía entonces lo ocurrido. Alguien se lo habría dicho. Así funcionaba el sistema antiguamente y por eso le había inquietado tanto el silencio en torno a la muerte de Billy Boy. – Fue un trabajo de aficionados -aclaró Louis. – Sí. En cambio, lo del taller mecánico fue una sorpresa. Parecía innecesario, y burdo, a no ser que alguien pretendiera transmitir un mensaje. Y en tal caso, ¿por qué actuar contra tu lugar de residencia al mismo tiempo? – No lo sé -contestó Louis-. Y ha salido en los periódicos. A Willie no le gustará la publicidad. Tampoco a mí me gusta. Atraerá la atención. Gabriel restó importancia con un gesto a las preocupaciones de Louis. – A los diarios no les interesan los dueños de los locales, sino sólo quién muere en ellos y quién tiene relaciones sexuales en ellos, y no necesariamente por ese orden. – Yo no hablaba de la prensa. Gabriel echó una mirada por la ventana como si esperase que de pronto unos agentes de la policía del estado surgiesen de la oscuridad. Pareció decepcionado al ver que no era así. Louis se preguntó si Gabriel se habría alejado mucho de su anterior vida. Ya no tenía a sus asesinos, a sus Hombres de la Guadaña, pero no debía de haberse resignado a una plácida jubilación. Sabía demasiado, pero siempre deseaba saber más. Quizás ya no enviaba a asesinos a hacer el trabajo sucio para otros, pero continuaba formando parte de ese mundo. Discretamente, Louis tamborileó sobre el periódico. Dentro estaba la vela aplastada con las huellas del herido y copias de las fotografías tomadas con el móvil de Arno, junto con instantáneas adicionales de los dos hombres que habían muerto en el edificio de apartamentos. – Te he traído ciertos objetos que han llamado mi atención. Me gustaría que les echases una ojeada. – Sin duda la policía también estará examinándolos. – A lo mejor tú puedes hacerlo más deprisa. Si le pides un favor a tus amigos. – No son de los que conceden favores sin algo a cambio. – Pues en ese caso estarás en deuda con ellos por partida doble, porque quiero pedirte otra cosa. – Adelante. – Dos agentes federales fueron a husmear al taller de Willie. Preguntaron, por Leroy Frank. – No sé nada de una investigación. Podría ser que hayan encontrado un hilo en otra parte y tirado de la madeja. Aunque claro, en estos últimos años se han vuelto mucho más obstinados. Antes el terrorismo era bueno para el negocio. Ahora se ha complicado todo mucho: a la menor sospecha de un pago irregular empiezan a surgir toda clase de preguntas, incluso acerca de alguien tan intachable en tales cuestiones como Leroy Frank. – Pues para mucha gente sería molesto si siguieran tirando del hilo. – Seguro que puede hacerse algo -dijo Gabriel-. Entretanto, tenemos asuntos más apremiantes: quién está detrás de esto y cómo podemos aseguramos de que no vuelva a ocurrir. – ¿Podemos? – Aún a estas alturas me siento de alguna manera responsable de tu bienestar. En cierto sentido, tus problemas son a la vez mis problemas, sobre todo si guardan relación con algo que ha sucedido en mi turno de guardia, por así decirlo. También podría ocurrir, claro está, que estuviera relacionado con tus otras actividades. Tu amigo Parker tiene el don de crearse enemigos interesantes. – Willie dijo que el hombre no mencionó a Parker. Tenía que ver conmigo. – Bien. – ¿Bien? – Eso reduce las posibilidades. No me consta que hayan puesto precio a tu cabeza y, como tú has dicho, fue un trabajo de aficionados. Cualquiera que contratase a alguien para eliminarte buscaría a gente más profesional. Yo que tú me ofendería si alguien creyera que podía acabar contigo de una manera tan burda. – Sí, estoy que trino. Y por cierto, espero que hayas mandado flores a Billy Boy. Gabriel movió la cabeza en un gesto de compasión. – No fue algo del todo inesperado. Su enfermedad estaba en una fase muy avanzada. Se requería cirugía radical. Por lo visto, alguien se ofreció a practicarla. – Seguro que él habría preferido pedir una segunda opinión. – Recibió el mejor tratamiento disponible. El final, cuando llegó, fue rápido. – Un final «venturoso», incluso. Un espasmo de malestar sacudió el rostro de Gabriel. – Alguien debería habérmelo dicho -reprochó Louis. – ¿Qué sabes? – Rumores, nada más. – Hacía mucho tiempo que nadie se encontraba con él. Incluso se insinuó que había muerto. – La gente se hace muchas ilusiones. – ¿Estás asustado? -preguntó Gabriel ladinamente, recuperando su anterior expresión de serenidad. – ¿Hay alguna razón para que deba asustarme? – Ninguna que yo sepa. Pero si se trata del caballero al que te referías, yo no tengo acceso a esa clase de información. Lleva mucho tiempo fuera del alcance del radar, pero vosotros dos tenéis un pasado común. Si ha vuelto, es posible que le apetezca renovar antiguos contactos. – Eso no es muy tranquilizador para mí. Quizá tampoco lo sea para ti. – Yo soy un viejo. – Ya ha matado a viejos antes. – Yo soy distinto. Louis admitió que así era. – En cualquier caso, tu compañero y tú habéis manejado el asunto de hoy bastante bien. Imagino que para él tú representarías todo un reto, incluso después de tantos años. ¿Qué habéis hecho con la basura? – He pedido que se la llevaran. Al vertedero. – ¿Y la anciana? – La hemos invitado a pastel de chocolate. – Ojalá todo el mundo se apaciguara tan fácilmente. ¿Cómo están tus amigos del taller? – Alterados. Les he dicho que cierren un par de días. Se encuentran en un hotel. Gabriel apuró la limonada y, al ponerse en pie, alcanzó el periódico y se lo metió en el bolsillo del abrigo. – Tendré algo para ti dentro de uno o dos días -dijo. – Te lo agradecería. – En fin, no es bueno que pasen estas cosas. Hacen quedar mal a todo el mundo. – Y eso no conviene. – Claro que no. Ve con cuidado. Dicho esto, Gabriel se fue. |
||
|