"Los hombres de la guadaña" - читать интересную книгу автора (Connolly John)

3

En el bar de Nate, la luz era tenue. Siempre lo era. Incluso en verano los ásperos rayos del sol parecían fundirse en los cristales de las ventanas y rezumar luego al otro lado como miel, disipada su energía como si los haces, al igual que los parroquianos, hubiesen absorbido más alcohol de la cuenta en la transición del exterior al interior, demasiado alcohol para ser realmente útiles el resto del día. Aparte de una franja de dos palmos cuadrados junto a la puerta de entrada, ningún rincón del bar había conocido la luz natural sin filtro alguno durante más de medio siglo.

Aun sí, el bar de Nate no era un local lúgubre. La barra estaba adornada todo el año con bombillas blancas, y cada mesa tenía una vela dentro de un farolillo colocado sobre un cuenco de hierro. Los cuencos estaban sujetos a la superficie de madera de las mesas con tornillos de más de dos centímetros (Nate no era tonto), pero las velas permanecían bajo una meticulosa supervisión y, tan pronto como la llama empezaba a vacilar, eran sustituidas por las camareras o, en las noches tranquilas, por el propio Nate, un hombre de más de sesenta años, baja estatura y orejas grandes. Según contaban, cuando estaba en la marina le arrancó la nariz de un mordisco a un hombre durante una reyerta en un bar de Baja. Nadie le había preguntado si era verdad, porque él hablaba gustosamente con cualquiera sobre las clasificaciones deportivas, los idiotas que gobernaban tanto la ciudad de Nueva York como el país al que pertenecía la ciudad, y el bienestar general de amigos y familiares, pero en cuanto alguien pretendía tomarse confianzas, Nate se marchaba a lavar vasos, comprobar los surtidores de cerveza o reemplazar las velas, y el insensato cliente que, sin querer, lo había ofendido se quedaba esperando a que le rellenara la copa, arrepentido de su desfachatez. El bar de Nate no era esa clase de local, como Nate se complacía en señalar, aunque nadie había conseguido sonsacarle qué clase de local era exactamente el suyo. A Nate le gustaba tal como era, y también a quienes lo frecuentaban.

El bar, como el propio Nate, era una reliquia de otros tiempos, cuando en esa parte de Queens predominaban los irlandeses, antes de llegar los indios y los afganos y los mexicanos y los colombianos para repartírsela y establecer sus propios enclaves. Nate no era irlandés, y tampoco lo era el bar: no estaba dispuesto a cambiar sus bombillas blancas por otras verdes ni a dibujar tréboles en la espuma de la cerveza de sus clientes ni siquiera el día de San Patricio. No, el ambiente tenía más que ver con cierto estado de ánimo, con una actitud determinada. Rodeado de olores foráneos y acentos extranjeros, en una ciudad en continuo cambio, el bar de Nate representaba solidez. Era un bar del viejo mundo. Uno iba allí a beber, y a degustar platos buenos y sencillos que no estaban sujetos a los caprichos dietéticos ni a la preocupación por el colesterol. Allí uno se comportaba. Si usaba un vocabulario obsceno bajaba la voz, sobre todo si había mujeres delante. Pagaba la cuenta al final de la noche, y daba la propina adecuada. Las sillas eran cómodas; los servicios, aparte de alguna que otra pintada, estaban limpios, y Nate nunca cargaba demasiado las copas ni se quedaba corto. Preparaba buenos cócteles, pero no los servía en chupitos. «Si quieres un chupito, vete a otro sitio», como dijo una vez a ciertos universitarios que habían cometido el error de pedir toda una bandeja de chupitos de amaretto con cerveza. De hecho, como explicó Nate después de echarlos, su primer error había sido, ya de entrada, ir a aquel bar. A Nate no le gustaban los universitarios, lo que no quería decir que no se sintiese orgulloso de los chicos del barrio que se habían abierto paso en la vida gracias a una formación superior. Conocía a sus padres, y a sus abuelos. No eran «universitarios». Eran sus chicos, y siempre serían bien recibidos en el bar, aunque por nada del mundo les serviría un chupito, ni aun cuando con eso les curara el cáncer. Un hombre debía tener sus principios.

El bar no disponía de ningún salón privado, pero al fondo había cuatro mesas aisladas por una mampara de madera decorada con tres placas de cristal esmerilado. Y era allí donde se celebraba la fiesta por el sexagésimo aniversario de Willie Brew. De hecho, la concurrencia se había desperdigado un poco conforme avanzaba la noche. Quedaba un ruidoso núcleo de seis o siete hombres sentados en torno a Arno, y había una segunda mesa con otros cuatro o cinco, más silenciosos, apaciguados a fuerza de Jameson y por el buen carácter general de los allí reunidos. Una tercera mesa la ocupaban diversas esposas y novias, cuya presencia Willie inicialmente no había visto con muy buenos ojos. Willie preveía una velada sólo para hombres, pero supuso que, dadas las circunstancias, bien podía ser tolerante, siempre y cuando las del sexo contrario se mantuvieran al margen, dentro de lo razonable. En realidad, muy en el fondo, le halagaba que ellas hubiesen ido. Willie era huraño, y no podía decirse que fuese un guaperas ni mucho menos. Desde que su esposa lo dejó, las únicas hembras con las que había disfrutado de un verdadero contacto físico eran metálicas y tenían faros donde debían haber estado las tetas, y ya casi se había olvidado de lo agradable que era que una mujer te abrazara y te llenara de perfume y besos. Se había ruborizado hasta los tobillos cuando unas cuantas féminas, lo que podría calificarse de «mujeres de cierta edad», le habían recordado, individualmente o de dos en dos, los encantos del bello sexo arrimando con firmeza dichos encantos a su cuerpo. Había ido al servicio de caballeros, entre otras razones, para limpiarse de las mejillas y la boca las manchas de carmín a fin de no parecer, como Arno había dicho, un Cupido obeso en un anuncio del día de San Valentín para pobres.

Ahora, de pie junto a la puerta del lavabo, observó los diversos rostros como si no los hubiera visto antes. Lo primero que le llamó la atención fue que conocía a mucha gente con antecedentes penales. Allí estaba Groucho, experto en arrancar motores haciendo el puente, que habría sido un buen mecánico si se hubiese podido confiar en que no robaría y vendería los vehículos que teóricamente debía reparar. A su lado estaba Tommy Q, el hombre más indiscreto que Willie había conocido, un individuo nacido aparentemente sin filtro entre la boca y el cerebro. Tommy Q, proveedor de películas, música y software ilegales, era un pirata de tal envergadura que debería haber lucido un parche en el ojo y un loro en el hombro. Una vez, en un arrebato de locura, Willie compró a Tommy una copia de una película, cuya banda sonora consistía casi por completo en los sonidos de alguien que masticaba palomitas y de una pareja haciendo el amor, o lo más parecido a eso que podía hacerse en un cine abarrotado. De hecho, pensó Willie, no se diferenciaba mucho de la experiencia real de ver una película en Nueva York un viernes por la noche, que era una de las razones por las que no iba al cine. El obsequio que le hacía por su cumpleaños Tommy Q a Willie se hallaba torpemente envuelto en lo alto de la pila de regalos, colocada en un rincón. Ofrecía todo el aspecto, sospechó Willie, de una colección de DVDs pirateados.

Por otra parte estaban quienes deberían haber asistido a la fiesta pero, por muy diversos motivos, no habían ido. Ed el Ataúd cumplía de dos a cinco años de condena en Snake River, Oregon, por profanar un cadáver. Willie no conocía exactamente los términos de la acusación y, para ser sinceros, prefería ignorarlos. No era propio de Willie juzgar las proclividades sexuales del prójimo, ni le inquietaba en lo más mínimo el hecho de encontrar a dos personas desnudas en una situación de intimidad. Pero cuando una de esas dos personas desnudas no gozaba precisamente de plena salud, la cosa se complicaba un poco. Willie siempre había pensado que Ed el Ataúd tenía algo de repulsivo. Uno no acababa de sentirse cómodo en presencia de un hombre que había intentado ganarse la vida robando cadáveres y pidiendo rescate por ellos. Pero Willie había dado por sentado que Ed el Ataúd, hasta que le pagaban el rescate, guardaba los cadáveres en algún congelador, no en su cama.

Otro ausente, Jay, el mejor experto en sistemas de transmisión que Willie había conocido, y que antes trabajaba a tiempo parcial para él, había muerto hacía cinco años. Se lo había llevado un infarto mientras dormía, lo que en opinión de Willie no era mala manera de dejar este mundo. Aun así, echaba de menos a Jay. El viejo era un dechado de honradez y sentido común, cualidades de las que lamentablemente carecían algunos de los individuos reunidos en el bar de Nate esa noche. ¿El viejo? Willie cabeceó con tristeza. Era curioso: Jay siempre le había parecido viejo, y sin embargo a él ahora le faltaban sólo cinco años para tener la edad de Jay en el momento de su muerte.

Siguió recorriendo a los presentes con la mirada: la posó por un momento en las mujeres (algunas de las cuales, tuvo que admitir, le parecieron bastante atractivas después de que, gracias a la cerveza, les viera los contornos un tanto suavizados); saltó luego a Nate, en la barra, que preparaba de mala gana un complicado cóctel para un par de tipos con traje; observó de pasada los rostros de los desconocidos, hombres y mujeres envueltos en la reconfortante penumbra, sus rasgos resplandecientes a la luz de las velas. Allí de pie, medio oculto entre las sombras, Willie se sintió brevemente aislado de todo lo que ocurría, un fantasma en su propio banquete, y descubrió que le gustaba la sensación.

Habían dispuesto un pequeño aparador para el bufé, pero ya sólo quedaban los restos dispersos del pollo frito y el buey estofado con chili, junto con un pastel de cumpleaños medio demolido. En un rincón a la derecha del aparador, sentados aparte, había tres hombres. Uno de ellos era Louis, más canoso por entonces que el día que se conocieron, y un poco menos intimidatorio, pero eso era sólo consecuencia del tiempo transcurrido desde que Willie lo conocía. De hecho, en otras circunstancias, Louis aún podía intimidar mucho.

Sentado a la derecha de Louis estaba Ángel, casi treinta centímetros más bajo que su compañero. Se había engalanado para esa noche, lo cual implicaba sólo que se lo veía un poco menos desastrado de lo habitual. Hasta se había afeitado. Eso le daba un aspecto más juvenil. Willie Brew conocía alguna que otra cosa del pasado de Ángel, y sospechaba muchas más. Sabía juzgar a la gente mejor de lo que muchos creían. Willie se había encontrado una vez con un antiguo conocido del padre de Ángel y, por lo que le contó dicho individuo, aquel hombre, el padre, era el mayor hijo de puta que había pisado la faz de la tierra. Había aludido misteriosamente a abusos sexuales, al alquiler del niño por dinero, por alcohol y a veces sólo por diversión. Willie se lo había callado, pero eso explicaba en parte el sólido lazo entre Ángel y Louis. Aunque no sabía nada de la infancia de Louis, intuía que los dos habían sufrido mucho de niños, y cada uno había encontrado un eco de sí mismo en el otro.

Pero era el tercer hombre quien de verdad inquietaba a Willie. Ángel y Louis, socios capitalistas suyos en el negocio del taller mecánico, eran, en cierto modo, menos enigmáticos que su compañero. A Willie no le daban la sensación de que, en su presencia, el mundo corriera el riesgo de desbaratarse, de que existiera algo incognoscible, incluso ajeno a todo. En cambio, ése era el efecto que la otra persona causaba en él. El tercer hombre le inspiraba respeto, incluso simpatía, pero había algo en él…, ¿cómo había dicho Arno?…, algo «etéreo». Willie se había visto obligado a consultar la palabra en el diccionario. No era del todo eso, pero se aproximaba. «Ultraterreno», quizá. Siempre que Willie pasaba un rato con él acudían a su memoria iglesias e incienso, homilías erizadas de amenazas de fuego eterno y condenación, recuerdos de su infancia de monaguillo. Parecía absurdo, pero así era. En ese hombre se advertía una insinuación de la noche. A Willie le recordaba en ciertos aspectos a algunos de los hombres que conoció en Vietnam, aquellos que habían sobrevivido a la experiencia alterados en lo más hondo de su ser por lo que habían visto y hecho, de modo que incluso en la conversación más trivial transmitían la sensación de que una parte de ellos estaba lejos de lo que sucedía alrededor, residía en otro lugar donde siempre reinaba la oscuridad y borrosas siluetas cuchicheaban en las sombras.

También era peligroso ese hombre, tan letal como sus dos acompañantes, aunque la letalidad de éstos formaba parte de su naturaleza, y ambos se habían adaptado a ella, en tanto que el tercero luchaba contra la suya. Había sido policía, pero su mujer y su hija murieron asesinadas, asesinadas de la peor manera posible. Luego él encontró al culpable, lo encontró y acabó con él. Después acabó también con otros, hombres y mujeres abyectos y perversos, a juzgar por lo que Willie sabía, y Ángel y Louis lo ayudaron. Con ello, todos sufrieron. Hubo dolor, heridas, tormento. Louis tenía una lesión en la mano izquierda, los huesos aplastados por un balazo. Ángel pasó meses en el hospital soportando injertos en la espalda, y se le fue parte de la vida en aquella experiencia. Moriría antes de tiempo a causa de ello, a Willie no le cabía la menor duda. El tercero había perdido la licencia de detective privado hacía no mucho y aún no había arreglado las cosas con su novia, ni las arreglaría nunca probablemente, por lo que no veía a su hija con la frecuencia que habría deseado. Por lo último que Willie había sabido, trabajaba de camarero en un bar de Portland. No seguiría así mucho tiempo, no un hombre como él. Tenía un imán para los problemas, y quienes acudían a él en busca de ayuda llegaban seguidos de dragones.

En su compañía, Willie lo llamaba Charlie, y Arno lo llamaba señor Parker. En otro tiempo la gente lo llamaba Bird, pero ése fue un apodo de su época en el cuerpo de policía, y Ángel le había dicho a Willie que no le gustaba. Sin embargo, cuando él no estaba presente, Willie y Arno siempre se referían a él como «el Detective». Nunca lo habían planteado de modo explícito, nunca se habían puesto de acuerdo en que debían llamarlo así. Simplemente, con el tiempo, surgió de manera natural. Así era como Willie pensaba siempre en él como el Detective, con «d» mayúscula. El término tenía el tono justo de respeto. De respeto, y quizás un poco de temor.

El Detective no ofrecía un aspecto muy amenazador, no a primera vista. En eso se diferenciaba de Louis, que incluso rodeado de hadas danzarinas y pajaritos le habría parecido amenazador a cualquiera. El Detective era sólo un poco más alto que la media, en torno al metro setenta y cinco, quizá. Tenía el pelo oscuro, casi negro, asomando ya el gris en las sienes. Presentaba cicatrices en el mentón y junto al ojo derecho. Aparentaba una complexión media, pero debajo escondía una buena musculatura. En sus ojos azules, con las pupilas siempre pequeñas y oscuras, se advertía un matiz verde según como les diera la luz. Incluso cuando se lo veía relajado, como ahora en la fiesta de Willie, parte de él permanecía reservada y oculta, tan reconcentrada que ni siquiera sus ojos permitían el paso de la luz. Eran unos ojos, pensó Willie, que inducían a los demás a desviar la mirada. Al mirar a ciertas personas a los ojos, uno sonreía instintivamente, porque lo que había en su corazón -si de verdad, como decían, los ojos eran el espejo del alma- era en esencia bueno, y eso se transmitía de algún modo a quienes conocían a aquellas personas. El Detective no era así. No es que no fuese un buen hombre: Willie había oído lo suficiente sobre él para saber que era de los que no daban la espalda al dolor ajeno, de los que no podían taparse los oídos con una almohada para ahogar los gritos de los desconocidos. Las cicatrices de su cara eran insignias de valor, y Willie sabía que tenía otras escondidas bajo la ropa, y aun en lugares debajo de la piel y en lo más hondo del alma. No, era más bien que en él la bondad coexistía con la rabia y el dolor y la pérdida. El Detective luchaba contra la corrupción de esa bondad a manos de elementos más oscuros, pero no siempre vencía, y a sus ojos asomaba el testimonio de esa lucha.

– Eh. -Era Arno-. ¿Y a ti qué demonios te pasa esta noche? Se diría que acabas de recibir una llamada de Hacienda.

Willie se encogió de hombros.

– Supongo que es por llegar a una edad con un cero al final. Es un toque de atención.

– ¿De atención? ¿A partir de ahora serás más atento? ¿Me prepararás café por las mañanas y me preguntarás cómo he dormido?

Willie le dio un puñetazo en el brazo.

– No, pedazo de adoquín. Cuando digo «toque de atención», me refiero a la necesidad de empezar a pensar en ciertas cosas, a recordar.

– Pues déjalo ya. Hasta la fecha no te ha servido de nada, y ya eres demasiado viejo para que ahora de pronto se te dé bien.

– Sí, supongo que tienes razón.

Le plantaron una cerveza en la mano, una rubia Brooklyn. Había empezado a beber esa marca recientemente. Le gustaba la idea de que hubiese otra vez una pequeña cervecera independiente en Williamsburg, y se sentía obligado a darle apoyo. Contribuía, además, el hecho de que sabía bien, y por tanto Willie no tenía que hacer grandes concesiones.

Echó una última mirada a los tres hombres del rincón. Ángel se la devolvió y levantó el vaso en un gesto de saludo. A su lado, Louis lo imitó, y Willie alzó la botella en reconocimiento. Lo invadió una sensación de calidez y gratitud tan intensa que se le encendieron las mejillas y se le empañaron los ojos. Sabía lo que habían hecho esos hombres en el pasado, y lo que aún eran capaces de hacer. Sin embargo, algo había cambiado en la vida de esos dos. Quizá fuera por influencia del tercero, pero ahora eran, a su modo, los «buenos». Intentó recordar algo que le habían dicho sobre ellos en una ocasión, algo sobre los ángeles.

Ah, sí. Que estaban del lado de los ángeles, aun cuando los ángeles no tuvieran muy claro si eso era para bien o para mal.

Y entonces recordó quién lo había dicho: fue el tercer hombre, Parker. El Detective. Como en respuesta a una señal, el Detective volvió la cabeza, y Willie se sintió atrapado en su mirada. El Detective sonrió, y Willie le devolvió la sonrisa. Ni siquiera al sonreír pudo sacudirse del todo la sensación de que el Detective le había leído el pensamiento.

Willie se estremeció. Había mentido a Arno al decirle que su comportamiento anómalo se debía al cumpleaños. Eso sólo era una parte, no todo. No, durante los últimos dos días Willie tenía la impresión de que algo andaba mal, algo que era incapaz de precisar. El día anterior había visto un Chevrolet Malibú aparcado en la calle frente al taller, con dos hombres en los asientos delanteros, y le pareció que lo vigilaban, porque en cuanto empezó a fijarse en ellos se marcharon. Más tarde le restó importancia, diciéndose que eran paranoias suyas, pero tenía la certeza de haber visto de nuevo el coche ese mismo día, aparcado en esta ocasión calle abajo, con los dos mismos hombres en los asientos delanteros. Pensó en comentárselo a Louis, pero desechó la idea. No era el momento ni el lugar. Quizá simplemente se sentía raro porque acababa de entrar en la séptima década de la vida. Así y todo, no podía dejar de pensar que algo se había torcido ligeramente. Era como cuando su mujer presentó la demanda de divorcio, e iban a quitarle el taller, ese presentimiento de que una grieta había aparecido en su existencia, de que su mundo estaba a punto de verse transformado por algo exterior, algo hostil y peligroso.

Y Willie no podía hacer nada para impedirlo.