"Los hombres de la guadaña" - читать интересную книгу автора (Connolly John)2Willie Brew estaba en el lavabo de caballeros del bar de Nate, el Tap Joint, mirándose en el maltrecho espejo que había encima del lavamanos igual de maltrecho. Decidió que no aparentaba sesenta años. Bajo una luz adecuada, podía pasar por cincuenta y cinco. Bueno, cincuenta y seis. Por desgracia, aún no había encontrado esa luz en particular. Desde luego, no era la del lavabo de caballeros del bar de Nate, tan intensa que a uno, al mear, le daba la sensación de estar bajo interrogatorio. Willie era calvo. A los treinta años ya había perdido casi todo el pelo. Después había experimentado con varias maneras de camuflar la calvicie: mechones cruzados sobre la calva, sombreros, e incluso una peluca. Se decidió por una peluca cara, una de esas hechas con fibras de aspecto natural. Pensó que había elegido mal el color o algo así, porque hasta los niños se reían de él, y los amigos que se dejaban caer por el taller mecánico cuando no tenían nada mejor que hacer, que era casi siempre, habían elaborado un muestrario con los diversos tonos de rojo que adquiría su cabeza bajo las distintas luces y sombras del garaje. Willie ya tenía bastantes problemas sin necesidad de convertirse en el hazmerreír de un puñado de inútiles, casi siempre en el paro, como por ejemplo cierto bicho raro de Coney Island: «Venid a ver al Tío de la Peluca: Una Maravilla de los Tiempos Modernos. Con todos los Colores del Arco Iris…». A los seis meses tiró la peluca a la basura. Ahora se conformaba con que la cabeza no le brillase demasiado en público. Se pellizcó la piel debajo de los pómulos. Tenía profundas grietas en las comisuras de los labios y los párpados, que podrían haber pasado por arrugas de la risa si Willie Brew fuera un hombre que riese mucho, pero no lo era. Willie contó por encima dichas marcas y se maravilló de lo gracioso que debía de encontrar la gente el mundo para acabar con tal cantidad de arrugas. Había que estar loco para que el mundo te hiciera tanta gracia. Tenía capilares rotos en la nariz, vestigio de su atribulada edad mediana, y unos cuantos dientes sueltos. En algún punto a lo largo de la vida había echado también un poco de papada. Quizá, después de todo, sí que aparentaba sesenta años. Conservaba la vista, aunque eso sólo le servía para notar con mayor claridad los efectos del proceso de envejecimiento en él. Se preguntó si quienes estaban mal de los ojos se veían alguna vez tal como eran de verdad. Una vista deficiente equivalía a esos suaves filtros usados para fotografiar a las estrellas de cine. Uno podía tener un tercer ojo en medio de la frente y, siempre y cuando este ojo no viera mejor que los otros dos, engañarse con la idea de que se parecía a Cary Grant. Dio un paso atrás y se examinó la tripa, sujetándosela con las manos como una madre encinta que exhibe su barriga, imagen que lo indujo a apartar las manos rápido y limpiárselas de manera instintiva en los pantalones, como si lo hubieran sorprendido en medio de un acto obsceno. Siempre había tenido tripa. Era de ésos, y no había vuelta de hoja. Daba la impresión de que su dieta empezó a componerse exclusivamente de pizza y cerveza nada más salir del útero. Y no era así. Willie en realidad comía bastante bien para ser soltero. El problema era que llevaba, como decía Arno, su ayudante, la «típica forma de vida indolente», lo que Willie interpretaba en el sentido de que él no salía a correr por ahí vestido de Spandex como un imbécil. Willie intentó representarse vestido de Spandex y decidió que había bebido más de la cuenta si andaba imaginando esa clase de cosas, a solas, en el lavabo de hombres, la noche de su cumpleaños. Se había quitado el mono para la ocasión, una circunstancia que ya era traumática en sí misma. Willie era un hombre nacido para llevar mono. Se trataba de una prenda holgada, lo cual tenía su importancia para alguien de su edad y su cintura. Le proporcionaba unos bolsillos útiles donde guardar cosas y donde meter las manos sin dar una imagen de desidia cuando no las utilizaba. A excepción hecha del mono, toda la ropa se le antojaba ajustada, y como siempre llevaba encima demasiados cachivaches, en las demás prendas encontraba pocos sitios donde ponerlos. Esa noche le asomaban bultos en lugares donde un hombre no debía tenerlos. Willie vestía un pantalón negro Sta-Prest, una camisa blanca que amarilleaba por el paso del tiempo, y una chaqueta gris que él quería ver como un clásico de la sastrería pero que en realidad sólo era vieja. Lucía asimismo la corbata nueva que le había regalado Arno esa mañana, acompañándola de las palabras: «Feliz cumpleaños, jefe. ¿Va a jubilarse ya y dejarme el taller?». Se trataba de una corbata cara: de seda negra, bordada con finas hebras doradas. No era como las que uno compraba en Chinatown o Little Italy a esos que vendían pañuelos y relojes de imitación en las aceras, todos envueltos en plástico y con nombres como «Guci» o «Armoni» para paletos que no sabían ver la diferencia, o que creían que nadie la vería. No, la corbata era de relativo buen gusto para ser Arno quien la había comprado. Willie sospechó que la había elegido con ayuda de alguien, pues, por lo que Willie recordaba de un funeral al que habían asistido los dos ese mismo año, Arno sólo tenía una corbata en el armario, y era granate, de poliéster, con manchas de grasa de eje. El caso era que Willie no se sentía como un hombre de sesenta años. Había vivido mucho -Vietnam, un divorcio doloroso, ciertos problemas cardiacos hacía un par de años-, y eso desde luego lo había avejentado físicamente (esas arrugas y el poco cabello gris que le quedaba se los había ganado a pulso), pero por dentro se sentía como siempre, o al menos como antes de cumplir los treinta. Ése fue su momento de máxima plenitud. Había sobrevivido a dos años en la infantería de marina, tras los que regresó junto a una mujer que lo quería lo suficiente para casarse con él. Sí, puede que ella no fuera precisamente una Vietnam: de su época en Vietnam, Willie no regresó con cicatrices, ni físicas ni psicológicas, al menos no hasta el punto de darse cuenta. Había desembarcado en marzo de 1965, miembro de la Tercera División de infantería de marina, con la misión de establecer enclaves en torno a aeródromos de vital importancia. Willie acabó en Chu Lai, a noventa kilómetros al sur de Da Nang, donde los SeaBees construyeron una pista de aluminio de mil quinientos metros en veintitrés días entre cactus y arenas movedizas. Seguía siendo una de las mayores proezas de la ingeniería bajo presión que Willie había presenciado. Se alistó a los diecinueve años recién cumplidos. Ni siquiera esperó a que lo llamaran a filas. Su padre, que había llegado al país en los años veinte y servido en el ejército durante la segunda guerra mundial, le dijo que estaba en deuda con su patria, y Willie no lo puso en duda. Cuando volvió a casa, los amigos de su padre rompían cabezas en Wall Street y Washington Square Park para dar una lección de patriotismo a los melenudos. Willie ni lo aprobó ni planteó objeción alguna. Él había cumplido, pero entendía que otros chicos no quisieran seguir sus pasos. Allá ellos con su conciencia; él, por su parte, la tenía muy tranquila. Algunos amigos suyos también habían servido en Vietnam, y todos habían vuelto a casa más o menos intactos. Uno había perdido un brazo por efecto de una granada escondida en una hogaza de pan, pero podría haber perdido mucho más. Otro regresó sin el pie izquierdo. Había pisado un cepo para osos, y el tobillo se le quedó atrapado entre las mordazas. Lo gracioso de esos cepos -gracioso si no tenías el pie en uno de ellos- era que para abrirlos se necesitaba una llave, y entre el material que uno llevaba en la mochila no se encontraban llaves de cepos para osos. El cepo estaba encadenado a una losa de hormigón enterrada, y por lo tanto la única manera de trasladar al soldado herido a lugar seguro era excavar todo el dispositivo, a menudo bajo fuego enemigo, y transportarlo así al campamento, donde esperaba un médico, junto con un par de hombres provistos de sierras de arco y soldadores. Los dos habían abandonado ya este mundo. Habían muerto jóvenes. Willie asistió a sus funerales. Ellos habían abandonado este mundo, pero él seguía aquí. Sesenta años, treinta y cuatro de ellos en el mismo oficio, la mayor parte en el mismo local. Después del servicio militar, la seguridad de su existencia se había visto amenazada sólo una vez. Fue durante el divorcio, cuando su mujer le reclamó la mitad de todos sus bienes y él tuvo que hacer frente a la posibilidad de que lo obligaran a vender su querido taller mecánico a fin de satisfacer sus exigencias. Si bien el flujo de reparaciones era constante, había poco dinero en el banco y Queens en general no era como es ahora. Por aquel entonces el barrio no se había aburguesado, no se veían coches caros, de solteros incapaces de ocuparse ellos mismos de su mantenimiento. La gente aún apuraba sus coches hasta que se les caían las ruedas, y entonces recurrían a Willie para buscar la manera de sacarle otros tres, seis o nueve meses, sólo hasta que las cosas mejorasen, hasta disponer de un poco de efectivo. En las calles caían policías abatidos a tiros, había guerras territoriales y se exigía dinero a cambio de protección, aunque hubiese que pagarlo en especie con reparaciones gratuitas o sin hacer preguntas cuando alguien necesitaba que le diera una rápida mano de pintura a un coche robado para revenderlo de inmediato. Elmhurst y Jackson Heights se convirtieron en Little Colombia, y Queens era el principal canal de entrada de cocaína en Estados Unidos, y el dinero generado se blanqueaba por mediación de agencias de viajes y cobro de cheques. En el barrio de Willie morían colombianos a diario. Él mismo había conocido a un par, incluido Pedro Méndez, que acabó con tres balazos en la cabeza, el pecho y la espalda por hacer campaña a favor de César Trujillo, el presidente contrario al tráfico de droga. Willie había reparado el coche de Pedro la semana anterior a su muerte. Por aquellas fechas era una ciudad distinta, casi irreconocible comparada con la actual. Pero Queens siempre había sido distinto. No se parecía en nada a Brooklyn o el Bronx. Era único. Crecía sin orden ni concierto. La gente no escribía con afecto libros sobre Queens. No había allí un Pete Hamill que lo mitificara. «En algún sitio de Queens»: Willie sería rico si le hubieran dado un dólar por cada vez que había oído esa expresión. Para quienes vivían fuera del distrito, todo lo que había allí era simplemente «algún sitio de Queens». Para ellos, Queens se parecía al mar: grande e ignoto, y si se te caía algo dentro, se perdía y allí se quedaba. Con todo, Willie había disfrutado de su vida en Queens. Hasta que un día su mujer, de pronto, intentó arrebatarle esa vida, y ni siquiera sumando los ahorros de Arno al monto total había dinero suficiente para pagarle. Encima, el dueño del local había puesto en venta el edificio, y aun si Willie conseguía satisfacer las exigencias de su media naranja, no sabía qué sería del negocio una vez vendido el local. Justo cuando le habían dado cuarenta y ocho horas para tomar una decisión, cuarenta y ocho horas para deshacerse de casi veinte años de esfuerzo y compromiso (pensaba en el taller, no en el matrimonio), un negro alto, con un traje caro y un abrigo negro largo, se presentó ante la puerta del pequeño despacho donde Willie intentaba, a menudo en vano, poner en orden sus papeles, y le ofreció una salida. El hombre llamó con delicadeza al cristal. Willie alzó la vista y le preguntó en qué podía servirle. El hombre cerró la puerta al entrar y algo se tensó en el estómago de Willie. Si bien en el ejército había sido mecánico, conocía el manejo de las armas y había tenido que usarlas en más de una ocasión; sin embargo, que él supiera, no había llegado a matar a nadie, más que nada porque no se lo habían propuesto. Básicamente se había limitado a conservar el pellejo. Él quería arreglar cosas, no romperlas, ya fueran jeeps, helicópteros o seres humanos. Allí había otros muchos como él y, a la vez, algunos que no lo eran, la clase de hombres dispuestos a matar, llegado el caso, y capaces de hacerlo. Estaban quienes lo hacían de mala gana, o de manera pragmática, y un par eran sencillamente psicóticos, individuos a quienes les gustaba lo que hacían y se corrían de gusto con las carnicerías que causaban. Y por último había unos cuantos -podían contarse con los pulgares de las manos- que tenían un don natural, que mataban a sangre fría y sin el menor remordimiento, que obtenían satisfacción al ejercitar una destreza innata. En ellos se adivinaba algo callado y quieto, algo inaprensible, pero a menudo Willie sospechaba que eso que tenían dentro estaba hueco y contenía una vorágine de rabia que bien habían aprendido a acomodar en su interior, o bien se negaban a reconocer, como la gran carcasa protectora que alberga un reactor nuclear. Willie había intentado mantenerse a distancia de esa clase de hombres, pero en ese momento, ante aquel negro trajeado, tuvo la sensación de que, una vez más, se hallaba en presencia de uno de ellos. Era ya de noche, y Arno acababa de irse a casa. Él habría preferido permanecer al lado de Willie, a sabiendas de que si las cosas no se resolvían, el taller cerraría al día siguiente, y no quería perderse un solo minuto de esos últimos momentos allí, pero Willie lo había despachado para poder estar a solas. Entendía la necesidad de. quedarse de Arno, porque él mismo la sentía, pero aquello seguía siendo su negocio, su lugar. Esa noche dormiría allí, rodeado de las imágenes y los olores que más le importaban en el mundo. No se imaginaba la vida sin ellos. Quizá, pensó, podía encontrar un empleo en algún taller, aunque no le sería fácil trabajar para otro después de tantos años de total autonomía. A su debido tiempo, si ahorraba, tal vez consiguiera instalarse por su cuenta en otro local. El banco se había mostrado comprensivo con su complicada situación, pero al final le fue de poca ayuda. Era un hombre en medio de un divorcio conflictivo y potencialmente ruinoso, con un negocio (pronto sólo medio negocio, y eso no era un negocio en absoluto) rentable pero no lo suficiente, y un hombre así no era digno del tiempo ni del dinero de un banco. Ahora ese visitante venía a perturbar su soledad, y a los agobios de Willie se sumaba una considerable dosis de desasosiego. Willie habría jurado que había echado la llave al marcharse Arno. O bien había cerrado mal, o ése era un individuo a quien un detalle insignificante como una puerta cerrada no iba a impedirle llevar a cabo el asunto que se traía entre manos, fuera cual fuese. – Perdone, pero ya hemos cerrado -dijo Willie. – Ya lo veo -contestó el hombre-. Me llamo Louis. Tendió la mano. Willie, que nunca era más descortés de lo necesario, se la estrechó. – Oiga, encantado de conocerlo, pero eso no cambia nada -insistió Willie-. Hemos cerrado. Le diría que volviese otro día, pero con lo que tengo en el taller ya no doy abasto, y ni siquiera estoy muy seguro de seguir aquí mañana cuando se haya puesto el sol. – Me hago cargo -dijo Louis-. Ya he oído que tenía usted problemas. Yo puedo ayudarle a resolverlos. Willie se enfureció. Creyó saber qué vendría a continuación. A lo largo de su vida había visto a usureros presuntuosos más que suficientes para cometer el error de ponerse en sus garras. Su mujer estaba a punto de quitarle la mitad de lo que tenía. Aquel fulano pretendía despojarlo de lo que le quedara. – No sé qué habrá oído -repuso Willie-, y me importa un carajo. Yo mismo puedo ocuparme de mis problemas. Y ahora, si es tan amable, tengo cosas que hacer. Deseó darle la espalda a aquel hombre en señal de despedida, pero tuvo la sensación, a pesar de su bravata, de que si algo había peor que plantarle cara, era darle la espalda. Uno no le daba la espalda a un hombre como aquél, y no sólo porque podía acabar con un cuchillo clavado. Ese individuo destilaba cierta dignidad, cierta quietud. Si era un usurero, no era un usurero corriente. Quizá Willie había discrepado en ocasiones con algunos de sus clientes (e incluso con Arno) sobre el grado de descortesía que convenía desplegar en el transcurso de la actividad diaria, pero no estaba dispuesto a contrariar a aquel hombre, por poco que pudiera evitarlo. Sortearía la situación con buenos modales. No era fácil, pero Willie saldría del paso. – Va usted a perder este taller -dijo Louis-. No quiero que eso ocurra. Willie dejó escapar un suspiro. Por lo visto, la conversación no había terminado. – ¿Y eso a usted qué más le da? -preguntó Willie. – Considéreme un buen samaritano. Me preocupa este barrio. – Pues preséntese a la alcaldía. Le votaré. El hombre sonrió. – Prefiero pasar inadvertido. Willie le sostuvo la mirada. – De eso no me cabe duda. – Invertiré en su negocio. Le daré exactamente el cincuenta por ciento de lo que vale. A cambio, usted me pagará un dólar al año en concepto de intereses hasta saldar el préstamo. Willie se quedó boquiabierto. O bien aquel tipo era el peor usurero del sector, o el trato escondía una trampa con unas mordazas capaces de partir a Willie por la mitad. – Un dólar al año -repitió en cuanto pudo cerrar la boca. – Estoy ofreciéndole un acuerdo draconiano, lo sé. Le propongo lo siguiente: dejaré que lo consulte con la almohada. Me consta que su mujer le ha dado cuarenta y ocho horas para tomar una decisión, y ya ha pasado la mitad de ese tiempo. Seguro que yo no soy tan razonable como ella. – Hasta la fecha nadie había llamado «razonable» a mi media naranja -comentó Willie. – Parece que esa mujer es una persona muy especial -dijo Louis. Mantenía una expresión deliberadamente neutra. – Lo era -respondió Willie-. Ahora ya no lo es tanto. Louis le dio una tarjeta a Willie. Contenía un número de teléfono y la imagen de una serpiente aplastada por el pie de un ángel alado, pero nada más. – No hay ningún nombre en la tarjeta -observó Willie. – No, no lo hay. – No veo de qué sirve tener una tarjeta de visita sin el nombre del negocio. Así debe de resultar difícil ganarse la vida. – Da esa impresión, ¿verdad? – ¿A qué se dedica? ¿A matar serpientes? Y Willie, consciente de que la lengua le había ganado la carrera, se arrepintió en el acto de lo que había dicho y masculló para sí un mudo «Maldita sea». – Algo parecido. Lo mío es el control de plagas. – Ya, el control de plagas… El hombre le tendió otra vez la mano, ahora para despedirse. Medio aturdido, Willie se la estrechó. – ¿Louis? -dijo Willie-. Así, sin más, ¿sólo Louis? – Sólo Louis -repitió el hombre-. Ah, por cierto, a partir de hoy soy su nuevo casero. Y así empezó. Willie se mojó la cara. Oyó risas fuera y una voz, casi con toda seguridad la de Arno, que expresaba su opinión sobre los Mets, una valoración en extremo negativa que parecía componerse sólo de la palabra «Mets» acompañada de una serie aparentemente infinita de variaciones del término que Arno, hombre que se enorgullecía de su sofisticación cuando no iba por el cuarto vodka doble, se complacía en llamar «el copulativo». Arno tenía gracia para esas cosas. Pese a su aspecto de rata envejecida, sabía más palabras que el diccionario Webster. Willie sólo había estado en el apartamento de Arno una vez, y casi se le fracturó el cráneo al caerle en la cabeza una pila de novelas. Daba la impresión de que periódicos, libros y alguna que otra pieza de automóvil ocupaban todo el espacio disponible. En las raras ocasiones en que Arno llegaba tarde al trabajo, Willie se atormentaba imaginándolo inconsciente bajo un montón de enciclopedias de los años cincuenta, o ahumándose como un pescado bajo capas y capas de papel de prensa en llamas. Bueno, quizás «atormentarse» era mucho decir. «Inquietarse un poco» habría sido una descripción más precisa. En el ángulo inferior derecho del espejo alguien había escrito con carmín: «Jake es un puto». Willie esperaba que la responsable fuese una mujer, aunque la homosexualidad no le molestaba ya tanto. Ama y deja amar, ése era su lema. En todo caso, aquel caballero negro que había salvado su negocio (y aceptémoslo, su vida, ya que el alcohol siempre había sido su punto débil y en la época en que el divorcio llegaba a su inmundo cenit, se metía entre pecho y espalda una botella de Four Roses al día, y el Four Roses, se mire por donde se mire, no es lo que se dice suave) tenía un compañero llamado Ángel, y si bien no se oían aún campanas nupciales ni había aparecido un anuncio en la edición dominical del La puerta del lavabo de hombres se abrió. Arno se asomó por el resquicio. – ¿Qué coño haces? -preguntó. – Me lavo las manos. – Pues date prisa. Aquí fuera te espera una fiesta. -Arno se calló al ver las palabras escritas en el espejo-. ¿Quién es Jake? -preguntó-. Eh, ¿has escrito tú eso? Se agachó justo a tiempo de esquivar el impacto de una toallita de papel arrugada, y a continuación Willie Brew, sesentón y socio de dos de los hombres más letales de la ciudad, fue a reunirse con los asistentes a su fiesta de cumpleaños. |
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