"Los hombres de la guadaña" - читать интересную книгу автора (Connolly John)

18

Una vez más, habían cerrado el taller. Habían apagado la radio y las luces en torno a los dos vehículos en los que trabajaban, quedando éstos en la penumbra sobre los elevadores hidráulicos como pacientes olvidados en un par de mesas de quirófano, abandonados por el cirujano para ocuparse de casos más dignos de su atención.

Willie y Arno estaban en el pequeño despacho de la parte de atrás, rodeados de facturas y anotaciones escritas a mano y de cajas manchadas de aceite. Sólo había una silla, ocupada por Willie. Arno permanecía en cuclillas en el suelo, menudo y delgado, con la cabeza un poco demasiado grande para el cuerpo, como una gárgola desalojada de su pedestal. Los dos sostenían sendas tazas en las manos, y entre ellos, en el escritorio, se alzaba una botella de Marker's Mark. Si alguna ocasión había para alcoholes de alta graduación, era aquélla, supuso Willie.

– Quizá no sea tan grave como parece -dijo Arno-. Ya han estado en apuros antes, y han salido airosos.

No parecía creerse del todo sus propias palabras, pese a que lo deseaba intensamente.

Willie bebió un trago de bourbon. Sabía fatal. Ni siquiera entendía por qué lo guardaba en su archivador. Se lo había regalado un cliente agradecido, aunque no tan agradecido como para obsequiarle una botella mejor. Willie tenía intención de dársela a alguien desde hacía ya…, en fin, al menos dos años…, pero la conservaba por si algún día llegaba a ser útil. Esa noche lo fue.

– Al fin y al cabo, tampoco podemos llamar a la policía -comentó Arno.

– No.

– O sea, ¿qué les diríamos? -prosiguió Arno. Arrugó la frente por un momento en un gesto de concentración, como si intentase ya construir en su cabeza una explicación verosímil y a la vez del todo ficticia para un agente de la ley imaginario-. Tampoco podemos presentarnos allí para ayudarlos. Tú sabes manejar un arma, pero yo no había tenido una en las manos hasta la semana pasada, y no se me dio muy bien. Por poco te mato.

Willie asintió sombríamente.

– No me malinterpretes -aclaró Arno-. Haré lo que sea para ayudarlos, hasta cierto punto, pero yo me gano la vida arreglando coches, y eso, en este caso, no sirve de mucho.

Willie apartó la taza.

– Esto da asco -dijo con tono de hastío, y Arno no supo si se refería a la bebida o a otra cosa. Willie se acodó en el escritorio, ahuecó las manos ante él y hundió la cara en ellas, con los ojos cerrados y las yemas de los dedos casi tocándose por encima del puente de la nariz.

Arno observó a su jefe con expresión de ternura. Habría podido decirse sin faltar a la verdad que Arno quería a Willie Brew. Lo quería total y absolutamente, aunque de haberlo expresado en voz alta, Willie lo habría ingresado en un manicomio. Willie le había procurado un lugar de trabajo que él consideraba un refugio en la misma medida que su apartamento desordenado y lleno de papeles. Aunque su destreza le inspiraba un gran respeto a Willie, éste se guardaba muy mucho de exteriorizarlo de palabra u obra. Willie era el mejor amigo de Arno, aquel a quien Arno acudió al morir su querida madre, el hombre que lo había ayudado a cargar con el féretro, que había caminado junto a él con dos empleados anónimos de la funeraria. Era el mejor mecánico que Arno había conocido, y también la mejor persona. Arno habría hecho cualquier cosa por Willie Brew. Incluso habría muerto por él.

Pero no moriría por Louis y Ángel. Ángel le caía bien. Al menos a veces era amable de una manera vagamente humana, no inquietante. Por Louis, en cambio, no sentía la menor simpatía. De hecho, Louis lo aterrorizaba. Sabía que era un hombre a quien debía respetar, un hombre poderoso y letal, pero Arno respetaba más a Willie. Willie se había ganado su respeto mediante sus acciones, mediante su humanidad. Louis exigía respeto tal como lo exigía una pantera, porque sólo un idiota no respetaría algo que podía ser tan peligroso, pero no por eso uno deseaba pasar más tiempo del estrictamente necesario en la jaula de la pantera.

Se acordaba de cómo le había hablado Willie al día siguiente de conocer a Louis. Willie había comprado café y donuts, y su olor emanaba del despacho cuando llegó Arno para lo que, según preveía, sería su último día en el taller. Willie le había hablado de Louis y su ofrecimiento, y había añadido que, por lo que veía, no le quedaba más remedio que acceder. Lo expresó así, recordaba Arno: aceptaría el préstamo, pero de mala gana. Willie sabía demasiado bien cómo funcionaba el mundo para creer que semejantes regalos se hacían sin condiciones, tanto expresas como tácitas. En su momento, Arno simplemente había dado gracias por poder seguir trabajando, y poco le importaba si el hombre que ofreció el préstamo tenía pezuñas y cuernos en la frente. Eso cambió en cuanto conoció a Louis, y vio la forma física que estaba a punto de proyectar una sombra sobre lo que previamente había sido un negocio normal y corriente. Ángel había iluminado un poco esa sombra, pero durante muchos años Arno y su querido jefe se habían visto obligados a trabajar bajo ella, y Arno era lo bastante humano para sentirse molesto por ese hecho.

Ahora Ángel y Louis tenían problemas, y si bien Arno sabía que habían actuado en respuesta a lo ocurrido con anterioridad, que no les había quedado otra elección y que su propia supervivencia, y quizás incluso también la supervivencia de Arno y Willie, dependía de sus actos, no era tan ingenuo como para creer que, en circunstancias normales, unos hombres armados caían del cielo con la intención de matar a alguien así porque sí. Eso era una venganza por algo que Louis había hecho. Arno no quería que Ángel y Louis murieran, pero podía entender que otro sí tuviera razones para quererlo.

Willie se puso en pie y empezó a revolver los papeles del escritorio. Al final, después de caer al suelo una caja de tuercas y varias facturas pendientes, encontró lo que buscaba: su manoseada agenda negra. Pasó las hojas hasta llegar a las letras «N-P».

– ¿A quién vas a llamar? -preguntó Arno, y luego, en un inoportuno intento de bromear, añadió-: ¿A los Cazafantasmas?

En los labios de Willie Brew se dibujó una extraña sonrisa, que puso a Arno aún más nervioso de lo que ya estaba.

– Algo parecido -contestó Willie.

Arno lo vio tomar un bolígrafo y anotar un número: primero un 1, seguido de 2-0-7, y entonces Arno supo a quién iba a pedir ayuda. Se sirvió otro Maker's Mark y añadió un poco más a la taza de Willie.

– Ésta para dar suerte -dijo.

Al fin y al cabo, pensó, si intervenía el Detective, alguien iba a necesitarla. Y esperaba que no fueran Willie y él.

Willie recorrió la manzana hasta el bar de Nate para hacer la llamada. Le preocupaba que los federales tuviesen pinchada la línea del taller. Al principio incluso temió que hubiesen puesto un micrófono en el despacho, pero Willie, a pesar de la mugre y el caos general de su lugar de trabajo, conocía hasta el último centímetro, y habría advertido de inmediato el menor cambio en su entorno. El teléfono ya era otra cosa. Sabía, por los programas de la cadena HBO, que ya no necesitaban colocar diminutos dispositivos en el auricular. La Guerra Fría había quedado atrás. Seguro que les bastaba con apuntarle a uno a la tripa con un aparatejo para averiguar lo que había comido. Willie era especialmente cauto con los teléfonos móviles desde que Louis le informó de lo fácil que era localizarlos e interceptar su comunicación. Le explicó que un móvil actúa como un pequeño faro electrónico, incluso apagado, de modo que era posible detectar la posición del dueño en cualquier momento. La única manera de hacerse invisible era quitándole la batería. Eso era lo que más inquietaba a Willie, la idea de que unos vigilantes escondidos en un búnker podían rastrear todos sus pasos. Willie no estaba dispuesto a irse hasta Montana y vivir en un complejo con hombres que se excitaban viendo El triunfo de la voluntad, pero tampoco le veía sentido a ponerle las cosas más fáciles a las autoridades de lo que ya las tenían. No es que Willie fuera un espía; sólo que no le entusiasmaba la idea de que otros escucharan a escondidas todo lo que decía, por intrascendente que fuese, o que controlaran sus movimientos, y su relación con Louis lo había llevado a tomar conciencia de que podía convertirse, aunque fuera de manera tangencial, en blanco de cualquier investigación centrada en su socio, así que convenía andarse con cuidado.

Cuando entró en el bar, Nate lo saludó con la mano, pero Willie se limitó a responderle con una mueca.

– ¿Qué te pongo? -preguntó Nate.

– Necesito usar tu teléfono -contestó Willie.

Al fondo del bar, donde estaba el teléfono público, cerca de los lavabos de hombres, había un grupo de mujeres jóvenes y vocingleras, y Nate supo, por la voz y la expresión de Willie, que aquélla no era una llamada que pudiesen oír otros.

– Ve a la parte de atrás -dijo Nate-. Llama desde mi despacho. Cierra la puerta.

Willie le dio las gracias y pasó por debajo de la barra. Se sentó tras el escritorio de Nate, un escritorio que, por su pulcritud y sentido del orden, no se parecía en nada al suyo. El teléfono de Nate era un modelo antiguo con disco giratorio, y aunque estaba adaptado a los tiempos modernos, requería una cuidadosa aplicación del dedo índice para marcar. Por una vez que Willie andaba con prisas, resultó que Nate tenía un teléfono que podía haber construido Edison.

En primer lugar, Willie llamó al servicio contestador y dejó un mensaje para Ángel y Louis, repitiendo textualmente lo que el tal Milton le había pedido que dijera, con la vaga esperanza de que uno de los dos recogiera el mensaje antes de que todo aquello llegara más lejos. Después llamó a Maine. Como el Detective no estaba en casa, Willie decidió probar en el bar de Portland donde ahora trabajaba. Tardó un rato en recordar el nombre. Algo Perdido. El Algo Perdido. El Gran Oso Perdido, sí, eso era. Le facilitaron el número en el 411, y una mujer atendió el teléfono. Oyó música de fondo pero no la identificó. Al cabo de un par de minutos, el Detective se puso al aparato.

– Soy Willie Brew -dijo Willie.

– ¿Qué tal, Willie?

– Así así. ¿No has leído los periódicos?

– No, he estado fuera unos días, en Aroostook. He vuelto esta mañana. ¿Por qué?

Willie le resumió lo ocurrido. El Detective no hizo ninguna pregunta hasta que Willie terminó. Se limitó a escuchar. Ése era un rasgo de él que a Willie le gustaba. Quizás aquel hombre le pusiera nervioso por diversas razones, unas reconocibles y otras no, pero a veces poseía una calma que le recordaba a Louis.

– ¿Sabes adónde han ido?

– Al norte del estado. Cerca de Massena. El hombre que nos avisó mencionó a un tal Arthur Leehagen.

– ¿Tenéis algún procedimiento previsto por si pasa algo?

– Hay un servicio contestador. Yo dejo un mensaje, y ellos lo recogen. En principio, cuando están de viaje, lo comprueban cada doce horas. Y eso he hecho, pero no sé cuándo han oído sus mensajes por última vez y, en fin, ya me entiendes, no me ha parecido un asunto como para quedarme de brazos cruzados esperando a que todo se arregle.

El Detective ni siquiera se molestó en preguntarle por los teléfonos móviles.

– ¿Cuál era el nombre que has mencionado antes?

– Leehagen. Arthur Leehagen.

– De acuerdo. ¿Estás en el taller?

– No, estoy en el bar de Nate. Me preocupa que me hayan pinchado el teléfono.

– ¿Por qué iban a pincharte el teléfono?

Willie le explicó la visita de los federales.

– Vaya. Dame el número del bar.

Willie se lo dio y colgó el auricular. Llamaron suavemente a la puerta.

– ¿Sí?

Apareció Nate con una generosa copa de coñac.

– He pensado que tal vez necesitarías esto -dijo-. Invita la casa.

Willie le dio las gracias, pero rechazó la copa con un gesto.

– Gracias pero no -dijo-. Me temo que me espera una larga noche.

– ¿Ha muerto alguien? -preguntó Nate.

– Todavía no -contestó Willie-. Y procuraré que las cosas sigan así.


Cuando volvió al taller casi al cabo de una hora, Arno continuaba sentado en el despacho, pero había guardado la botella de Maker's Mark y en su lugar se percibía el olor a café recién hecho de la máquina Mr Coffee.

– ¿Quieres uno? -preguntó Arno.

– Cómo no.

Willie se acercó a un estante y sacó un atlas de carreteras de la AAA. Lo abrió por la página del estado de Nueva York y empezó a recorrer la ruta con el dedo. Arno llenó un tazón de café, añadió un poco de leche y lo dejó al lado de la mano derecha de su jefe.

– ¿Y bien? -preguntó Arno.

– Un viaje por carretera.

– ¿Vas a ir hasta allí?

– Exacto.

– ¿Te parece buena idea?

Willie se detuvo a pensar por un segundo.

– No -contestó-. Probablemente no lo es.

– ¿El Detective también va?

– sí.

– ¿En coche?

– Sí.

– ¿No podría coger un avión? ¿No sería más rápido?

– ¿Con armas? No es el dueño de Air America.

Willie se planteó quitarse el mono, pero cambió de idea. Se sentía más a gusto con él puesto, y no podía desechar así como así cualquier cosa que le aligerase el ánimo en ese momento. Se puso, pues, una vieja cazadora encima.

– Tú quédate aquí -indicó a Amo-. Por si llaman.

– En cualquier caso no tenía intención de ir -respondió Arno-. No es lo mío, ya te lo he dicho.

– Es que pensaba que te ofrecerías, como en las películas del Oeste.

– ¿Estás de broma? ¿Has visto alguna vez una película del Oeste escandinava?

Willie intentó recordar si Charles Bronson era escandinavo. De hecho, creía que Bronson podía ser lituano. Lituano o algo parecido, eso sí lo sabía.

– Supongo que no -contestó finalmente.

Arno lo siguió hasta la parte de atrás del taller, al patio, donde Willie tenía el viejo Shelby. Daba la impresión de que el coche era incapaz de recorrer cinco kilómetros sin perder piezas y aceite, pero Arno sabía que no había automóvil mejor mantenido a este lado de Nueva Jersey.

– Bien.

Willie miró a Arno y asintió con la cabeza. Arno le devolvió el gesto. De pronto se sintió como la mujercita de la relación. Estuvo tentado de abrazar a Willie o de arreglarle el cuello de la camisa. Al final se conformó con estrecharle la mano a su jefe y aconsejarle cautela.

– Cuida de mi taller -dijo Willie-. Y escúchame bien, si se va todo al garete, cierra y márchate. Ponte en contacto con mi abogado. El viejo Friedman sabe lo que hay que hacer. Te he puesto en mi testamento. Si muero, no tienes por qué preocuparte.

Arno sonrió.

– De haberlo sabido, te habría matado yo mismo hace tiempo.

– Ya, por eso no te lo había dicho. Eso, o habrías estado dándome la lata a todas horas para reclamarme tu parte.

– Conduce con prudencia, jefe.

– No te preocupes. No pagues ninguna factura en mi ausencia.

Willie se subió al coche y echó marcha atrás para salir del patio. Se despidió con la mano y se fue. Arno volvió a entrar, y vio que Willie ni siquiera había tocado el café. Eso lo entristeció.


El viaje al norte era largo, tan largo que Willie jamás había afrontado uno igual sin el debido descanso. Un par de veces se planteó detenerse para tomar un café o un refresco, algo con cafeína y azúcar que lo mantuviese alerta, pero tenía una vejiga diez años mayor que él y no quería malgastar aún más tiempo teniendo que parar en la carretera para orinar veinte minutos después de haber bebido. Escuchó la WCBS hasta que la emisora empezó a perderse; luego sacó una cinta de Tony Bennett de la guantera y la puso. Notaba un nudo en el estómago. Al principio se preguntó si era miedo, pero enseguida se dio cuenta de que era expectación. Hacía tiempo que llevaba una vida muy tranquila, viviendo día a día, dedicándose a lo que le gustaba pero sin matarse, sin ponerse nunca a prueba. Willie pensó que esos tiempos habían quedado atrás, que formaban parte de su juventud, pero se había equivocado. Se palpó la Browning en el bolsillo de la cazadora. Se le antojó demasiado pequeña y ligera para ser útil, pero a la vez parecía que irradiase calor, y creyó notarlo en la pierna. Intentó imaginarse usándola y descubrió que le era imposible. Aquélla era un arma para matar de cerca, y Willie nunca había tenido que mirar a un hombre a la cara mientras le disparaba. En cuanto a su propia muerte, no creía temerla: la manera de morir, quizá, pero no el hecho en sí. Al fin y al cabo, había llegado a una edad en la que morir empezaba a convertirse en una realidad objetiva en lugar de un concepto abstracto.

No, lo que más le preocupaba era la posibilidad de fallar a Ángel y Louis, o al Detective. No quería que eso ocurriese. Quería hacer las cosas bien. Rogó valor para estar a la altura de las circunstancias si llegaba el momento.

Willie calculó que tardaría entre seis y seis floras y media en llegar desde Queens hasta donde había quedado con el Detective. Al menos había autopista la mayor parte del camino, lo que le permitió mantener una velocidad uniforme de ciento veinte kilómetros por hora casi todo el trayecto, y sólo cuando se desvió por la 87, el paisaje y la carretera empezaron a cambiar de verdad y se vio obligado a reducir la marcha. En realidad no veía nada alrededor, pero no hacía falta ser adivino para percibir el cambio en el entorno al pasar de la interestatal a las carreteras secundarias. La autopista mantenía a raya la naturaleza: eran seis carriles de tráfico a gran velocidad, y Willie no sentía más que cierto grado de compasión por los animales atropellados con los que se cruzó a lo largo del camino. Pero cuando abandonó la interestatal para continuar por carreteras menores, se alteraron su ánimo y su perspectiva. Allí la naturaleza estaba mucho más cerca. Los árboles se cernían sobre él, y la única luz que lo guiaba era la de sus propios faros y los reflectores de advertencia insertados de vez en cuando en el asfalto. Llovió durante un rato, y las gotas parecían estrellas nacientes en los haces de las luces largas del coche. Algo pasó volando por su visual, tan grande y tan cerca que por un instante tuvo la certeza de que iba a chocar contra el parabrisas. Al principio pensó que era un murciélago, hasta que cayó en la cuenta de que los murciélagos no alcanzaban ese tamaño, no, fuera de las películas de serie B, y que era de hecho un búho tras una presa. Verlo le produjo una extraña euforia: sólo había visto búhos en televisión o en el zoo. Ni siquiera entonces había imaginado lo grandes y pesados que semejaban en pleno vuelo. Se alegró de no haber topado con él a esa velocidad: el ave le habría arrancado la cabeza.

Willie era un hombre de ciudad, y de Nueva York en particular. No es que para él los campos verdes fuesen simplemente zonas residenciales en espera de ser ocupadas. No carecía por completo de sensibilidad. No, lo que pasaba era que Nueva York no se parecía a los demás estados: su ciudad más extensa lo definía de tal manera que aquello no ocurría en ninguna otra parte del país. Al mencionar Nueva York a la mayoría de la gente, ya fueran norteamericanos o extranjeros, no pensaban en los Adirondacks ni en el río Saint Lawrence, ni en bosques y árboles y cascadas. Pensaban en una ciudad, en rascacielos y taxis amarillos y hormigón y cristal. Eso era Nueva York también para Willie. No lo identificaba con su otra cara rural.

De pronto cayó en la cuenta de que Ángel y Louis debían de haber recorrido ese mismo camino. Les seguía los pasos, iba tras su pista. Esta idea pareció renovar su sentido de misión. Echó un vistazo al cuentakilómetros y calculó que en una hora poco más o menos llegaría al sitio donde debía reunirse con el Detective. Volvió a notar un nudo en el estómago. Sintió el peso del arma en el bolsillo.

Siguió conduciendo.