"Los hombres de la guadaña" - читать интересную книгу автора (Connolly John)

19

Igual que Ángel y Louis unas horas antes, Willie dejó atrás pueblos pequeños y bosques para adentrarse en un conglomerado de moteles y casinos cerca de la frontera canadiense. Sólo había llegado tan al norte del estado una vez, y en esa ocasión fue más al oeste, a Niágara. Había ido allí de luna de miel con su ex mujer. En enero. Debía de estar loco, pero es que estaba enamorado, claro, y a ninguno de los dos le entusiasmaba el verano. Él ya había sudado y pasado calor de sobra en Vietnam, y ella sencillamente quería ver las cataratas. Le dijo que serían incluso más espectaculares en invierno, rodeadas de hielo y nieve. A él le impresionaron bastante, aunque el frío que lo caló hasta los huesos debería haberle servido como advertencia de lo que vendría después en su vida de casado. Visto lo visto, tendría que haberla metido en un barril allí mismo y tirado por el precipicio.

Vio el Mustang del Detective aparcado frente a La Guarida del Oso, una gran cafetería para camioneros a unos quince kilómetros de Massena, y experimentó una sensación de orgullo ante el vehículo. Él le había encontrado el coche al Detective y obligó al concesionario a rebajar el precio hasta que pareció que el pobre iba a echarse a llorar. Willie se llevó luego el Mustang al taller y lo desmontó por completo, examinó cada pieza móvil y sustituyó las que estaban gastadas o amenazaban con pasar a mejor vida en uno o dos años. Al verlo allí, mucho más al norte, se sintió como quizá se sintiera un director de colegio al tropezarse con un antiguo alumno al que le habían ido especialmente bien las cosas. Casi esperó que el coche emitiese un suave toque de bocina en señal de reconocimiento cuando se acercó. Después de aparcar dio dos vueltas alrededor del Mustang, sometiendo a un breve examen tanto el interior como el exterior. Al acabar, dejó escapar un suspiro de satisfacción. Había un par de marcas minúsculas en la pintura, y el neumático anterior derecho tenía la banda de rodamiento un poco gastada, pero por lo demás se veía en buen estado. Así y todo, esperaba poder echarle un buen vistazo bajo el capó pronto. No dudaba que en Maine hubiera mecánicos mínimamente aceptables, pero no podían amar a sus criaturas como él. Dio unas palmadas afectuosas al capó y entró en la cafetería pasando por delante de unos raídos osos disecados en una vitrina junto a la puerta, y a los que les faltaba el pelo en algunas zonas. Lo deprimieron y apretó el paso para perderlos de vista.

Eran poco más de las seis de la madrugada y empezaba a clarear. Hacía un rato que había parado de llover, pero el cielo seguía gris y amenazador, y Willie supo que continuaría el mal tiempo. La Guarida del Oso, un establecimiento grande, ya estaba medio lleno de gente desayunando en los reservados. También fumaban. Una vez más recordó Willie que allí no se aplicaban las normas de la ciudad de Nueva York. En la ciudad, si uno intentaba encender un cigarrillo durante el desayuno, tenía a un policía arrodillado sobre la espalda antes de llegar a la sección de humor del periódico, eso en el supuesto de que los otros clientes de la cafetería no lo hubiesen matado antes de una paliza.

El Detective ocupaba un reservado de vinilo rojo al fondo del comedor. A su lado, en el alféizar de la ventana, había una bala de heno falsa hecha de virutas de madera, coronada con un espantapájaros en miniatura y calabazas de plástico. Vestía vaqueros de color azul oscuro, una camiseta negra y una cazadora negra de estilo militar. Pese a la cálida temperatura de la cafetería, no se había quitado la cazadora. Willie adivinaba la razón. Debajo, en algún sitio, llevaba una pistola. El Detective debería haber entregado todas sus armas después de retirársele el permiso y la licencia, pero Willie dedujo que eso sólo era aplicable a las armas de las que tenía constancia la policía. Como Louis, el Detective no era de los que andaban por ahí pregonando todas sus pertenencias.

Ante él había una taza de café y los restos de unos huevos escalfados con beicon. Willie tomó asiento enfrente y apareció una camarera. Pidió café y tostadas. No tenía mucha hambre. Tampoco estaba cansado, o no tanto como se había temido. Eso lo sorprendió. Aunque en general tendía a dormir poco. Normalmente le bastaba con cuatro o cinco horas por noche.

– He visto que no has podido resistirte a echarle una ojeada al Mustang -comentó el Detective. Sonreía.

– Uno los suelta en el mundo y tiene la esperanza de que el mundo los trate como se merecen -dijo Willie-. Sucede como con los hijos.

Vio vacilar la sonrisa del Detective y se arrepintió de haber mencionado a los hijos. Si uno perdía a un hijo, sobre todo como lo había perdido aquel hombre, arrastraba siempre la herida en carne viva.

– ¿Va bien? -preguntó Willie, pasando a un terreno más seguro.

– Va perfectamente.

– Siempre ayuda que no ande recibiendo tiros.

Willie nunca había perdonado del todo al Detective por permitir que su anterior Mustang, localizado también por él, acabase destrozado a balazos en un pueblo perdido de Maine. El coche había quedado irrecuperable, aunque a ese respecto Willie había tenido que confiar en el testimonio de Ángel. Se había ofrecido a transportar el coche de regreso a Queens a su costa para ver qué podía hacerse, pero Ángel, poniéndole una mano en el hombro en un gesto de consuelo, le aseguró en voz baja que quizás eso no fuera una buena idea. Imaginó que sólo de ver lo que quedaba del coche, Willie se llevaría un disgusto de muerte. Habría sido como estar ante un ataúd cerrado en el funeral de un pariente muy querido.

– Por poco que puedo, evito los disparos, eso te lo aseguro -dijo el Detective.

¿Y lo consigues?, estuvo tentado de preguntar Willie. El Detective parecía ejercer una irresistible fuerza de atracción sobre balas, navajas, puños y prácticamente todo aquello capaz de lastimar un cuerpo. A Willie lo ponía nervioso el mero hecho de estar sentado tan cerca de él.

Llegaron el café y las tostadas, y lo distrajeron por un momento de su preocupación por la seguridad personal. El café sabía bien, y sintió que el cerebro respondía a la subida de azúcar y cafeína.

– ¿Podemos hablar aquí? -preguntó Willie.

– Yo no lo haría. Podemos hablar en el coche. Doy por supuesto que no han telefoneado, ¿no?

– No. -De pronto el móvil de Willie emitió un pitido. Lo sacó del mono con un asomo de esperanza, pero vio que era un mensaje de bienvenida a Canadá.

– No estamos en Canadá, ¿verdad que no? -preguntó.

– No a menos que nos hayan invadido discretamente.

– Putos canadienses -comentó Willie, convirtiendo su decepción en ira y apuntándola hacia el norte-. Sería muy propio de ellos.

Volvió a mordisquear su tostada. Eran muchas las preguntas que quería hacer, entre otras si estaban allí solos. El Detective era bueno en lo suyo. Ángel y Louis se lo habían dicho no pocas veces, y no existía razón alguna para dudar de su palabra, pero Willie no tenía muy claro que dos hombres solos fueran capaces de resolver la situación a la que se enfrentaban, fuera cual fuese. Por mucho que apreciase a Ángel y a Louis, Willie no sentía el menor deseo de lanzarse a su pira así porque sí. De repente tomó plena conciencia de la gravedad de la situación, dejó la tostada a medio comer y se le cortó el poco apetito que tenía. Se disculpó y fue al lavabo. Allí se remojó la cara y el cuello con agua fría y se secó con un puñado de toallas de papel. Luego volvió a salir.

La cuenta estaba pagada, y el Detective lo esperaba en la puerta. Si sabía cómo se sentía Willie, no lo demostró.

– ¿Quieres coger algo de tu coche? -preguntó el Detective.

– No. Llevo encima todo lo que necesito.

Instintivamente, Willie se dio un par de palmadas en la Browning, y al instante se sintió ridículo. Parecía un pistolero: un pistolero fanfarrón, de esos que recibían un tiro al final de la tercera bobina. El Detective lo miró con expresión burlona.

– ¿Estás bien, Willie?

– No es ésa la imagen que quería dar -respondió Willie en tono de disculpa-. Ya me entiendes, a lo Harry el Sucio o algo así. Pero es que no estoy acostumbrado a estas cosas.

– Por si te sirve de consuelo, yo hago esto a menudo, más de lo que querría, y tampoco estoy acostumbrado.

Subieron los dos al Mustang, y el Detective arrancó. Recorrieron un par de kilómetros hasta llegar a un aparcamiento vacío, donde el Detective entró y apagó el motor. Sacó unos papeles. Eran imágenes vía. satélite, impresas en alta resolución desde un ordenador. Una mostraba una residencia de gran tamaño. En la segunda se veía un pueblo. Las otras eran de carreteras, ríos, campos.

– ¿De dónde has sacado esto? ¿De la CIA? -preguntó Willie.

– De Google -contestó Parker-. Podría planear la invasión de China desde el ordenador de casa. Arthur Leehagen tiene una finca al sur de aquí; eso que ves ahí, junto al lago, es la casa principal. Parece que hay dos carreteras de entrada y salida, ambas en dirección oeste poco más o menos. Cruzan un río, lo que significa que las tierras de Leehagen están rodeadas de agua casi completamente, salvo por dos estrechas franjas al norte y el sur, donde el río se acerca al lago antes de desviarse. La carretera del sur gira hacia el noroeste, y la carretera del norte hacia el sudoeste, de manera que casi se cruzan cerca de la casa de Leehagen. Las atraviesan otras dos carreteras, que van de norte a sur, la primera cerca del río, la segunda a un par de kilómetros hacia el interior.

El Detective señalaba los detalles de una de las imágenes mientras hablaba. Willie no tenía ordenador. Creía que a sus años ya era demasiado tarde para interesarse por esas cosas, y además apenas le quedaba tiempo libre. Tenía una vaga idea de lo que podía ser Google, pero no habría sido capaz de explicárselo a nadie de manera comprensible, ni siquiera a sí mismo. Así y todo, le impresionaba lo que el Detective estaba enseñándole. Se habían librado guerras con información menos detallada que aquélla. Él mismo había combatido en una.

– ¿Te encuentras cómodo con la pistola que llevas? -preguntó el Detective.

– Me la dio Louis.

– Entonces seguro que es buena. ¿Has disparado un arma en fecha reciente?

– No desde Vietnam.

– Bueno, no han cambiado mucho. Enséñamela.

Willie entregó la Browning al Detective. Cargada, pesaba menos de un kilo, y tenía un tono azulado. Era un modelo anterior a 1995, ya que llevaba un cargador con capacidad para trece balas en lugar de diez. Según el indicador del expulsor, la recámara estaba vacía.

– Un arma bonita y ligera -dijo Parker-. No es nueva pero está limpia. ¿Tienes un cargador de reserva?

Willie negó con la cabeza.

– Con suerte, no te hará falta. Si hay que vaciar cargadores, casi con toda seguridad será porque estamos en inferioridad numérica, así que dará igual.

Willie no encontró sus palabras muy tranquilizadoras.

– ¿Puedo preguntarte una cosa? -dijo.

– Claro.

– ¿Estamos solos tú y yo? O sea, no te lo tomes a mal, pero no somos precisamente la Delta Force.

– No, no estamos solos. Hay más.

– ¿Dónde están?

– Han llegado antes que nosotros. De hecho… -Parker consultó el reloj-. Deberíamos reunimos con ellos ahora.

– Tengo otra pregunta -dijo Willie cuando el Detective puso el motor en marcha.

– Adelante.

– ¿Hay un plan?

El Detective lo miró.

– Que no nos peguen un tiro -contestó.

– Me parece un buen plan -dijo Willie con toda sinceridad.


El Detective conducía con los faros encendidos. Willie pensó que los llevaba un poco altos, pero no dijo nada. Ya se ocuparía de eso más adelante. Su mayor preocupación en ese momento era la posibilidad de que le pegaran un tiro. En Vietnam le habían disparado, pero ni una sola bala había dado cerca de él. Conservaba la esperanza de que las cosas siguieran así. No obstante, convenía saber qué cabía esperar. Había visto a hombres heridos de bala, y la diversidad de las reacciones lo había sorprendido. Unos gritaban y lloraban, otros sencillamente se quedaban callados, guardándose dentro todo el dolor, y también había quienes actuaban como si fuese algo sin la menor trascendencia, como si a causa de una esquirla de metal caliente enterrada en lo más hondo de la carne sólo se les hubiera cortado la respiración por un instante. Al final sucumbió a la tentación de plantear la pregunta.

– A ti te han herido de bala alguna vez, ¿verdad?

– Sí, alguna vez -contestó el Detective.

– ¿Y cómo fue? -No lo recomiendo.

– Ya, bueno, eso ya me lo imagino.

– No creo que el mío fuera el caso más corriente. Había caído en agua helada y en el momento de herirme es probable que ya me encontrara en estado de shock. Era una bala de punta sólida, de modo que no se expandía en el momento del impacto, sino que traspasaba. Me dio aquí. -Se señaló el costado izquierdo-. Era básicamente tejido graso. Ni siquiera recuerdo demasiado dolor al principio. Salí del agua y me eché a caminar. Entonces empezó a dolerme de verdad. Mucho, muchísimo. Una mujer… -El Detective se interrumpió. Willie se limitó a esperar en silencio a que continuase-. Una mujer que yo conocía… tenía cierta experiencia como enfermera. Me cosió la herida. Después de eso aguanté un par de horas. No sé cómo. Creo que seguía en estado de shock, todavía, y estábamos en una situación complicada, Louis, Ángel y yo. A veces pasan esas cosas. Personas heridas encuentran la manera de mantenerse en pie porque no les queda más remedio. A mí me sostenía la adrenalina, y había desaparecido una chica, la hija de Walter Cole.

Willie había oído contar a Ángel parte de esa historia.

– Un par de días después me vine abajo. Según los médicos, fue una reacción retardada a lo sucedido. Había perdido unos cuantos dientes, y creo que lo que me hizo el dentista para arreglarme la boca me dolió casi tanto como el balazo. En cualquier caso, pareció precipitar lo que vino después, como si mi cuerpo hubiese decidido que ya tenía bastante. Pretendían ingresarme, pero yo preferí descansar en casa. La herida tardó un tiempo en dejar de dolerme. Ahora, según cómo me doblo, aún siento una punzada. Como te he dicho, no lo recomiendo.

– Vale -contestó Willie-, lo tendré en cuenta.

Abandonaron la carretera principal y enfilaron hacia el sur. Al cabo de un rato, el detective aminoró la velocidad y buscó algo a su derecha. Apareció una carretera con el rótulo PROPIEDAD PRIVADA. El Detective se desvió por allí y siguió un breve trecho hasta llegar a un puente, donde detuvo el coche. Los dos permanecieron en sus asientos, sin moverse. Se veía una luz entre los árboles, y a Willie le pareció oír un pitido intermitente. Miró a la izquierda y vio que el Detective tenía una pistola en la mano derecha. Willie sacó la Browning del bolsillo de la cazadora y quitó el seguro. El Detective se volvió hacia él y asintió con la cabeza.

Salieron del coche simultáneamente y avanzaron en dirección a la luz. Al acercarse, Willie vio el vehículo con. mayor claridad. Era un Chevy Tahoe. La ventanilla lateral se había desintegrado, y el cuerpo de un hombre, con una herida irregular en el pecho, yacía desplomado en uno de los asientos. El Detective circundó el Chevy con la pistola en alto hasta llegar a un segundo cadáver entre los árboles. Willie se reunió con él y contempló los restos. El hombre, tendida boca abajo, tenía un agujero en la nuca.

– ¿Quiénes son? -preguntó.

– No lo sé. -Se arrodilló y tocó la piel del cadáver con el dorso de la mano-. Llevan ya un rato muertos. -Miró sus botas. Muy limpias, con un lustre casi militar, o esa impresión dio a Willie. Sólo un poco manchadas de barro-. No son de por aquí -observó el Detective.

– No -corroboró Willie. Apartó la mirada-. ¿Crees que estos hombres han venido con Ángel y Louis?

El Detective se detuvo a pensar.

– No habrían intentado liquidar a Leehagen ellos solos, no con tanto territorio por cubrir. Tendría sentido mantener los puentes vigilados. Así que supongo que sí, que formaban parte del plan de Louis, lo que significa que los hombres de Leehagen los han encontrado y matado.

Se acercó al puente y miró hacia el bosque oscuro al otro lado.

– ¿Y dónde está el resto de la caballería? -preguntó Willie.

El Detective suspiró y señaló más allá del puente.

– Ahí. En algún sitio.

– Deduzco que no es donde deberían estar, ¿me equivoco?

El Detective cabeceó.

– Ésos nunca están donde deberían estar.