"Los hombres de la guadaña" - читать интересную книгу автора (Connolly John)17Willie Brew y Arno habían decidido, previa consulta con Louis, que el taller mecánico volvería a abrir. Louis, temiendo por su seguridad, se había opuesto, pero Willie y Arno, temiendo por su cordura, se habían mantenido firmes en su decisión de volver a enfundarse el mono y regresar a su pequeño refugio de automóviles y piezas de motor. Tenían coches que reparar, adujeron, y promesas que cumplir. (De hecho, Arno había acompañado estas palabras de un comentario sobre la necesidad de recorrer muchos kilómetros antes de irse a dormir, cosa que, sospechaba Willie, podía ser un poema o la letra de una canción o a saber, y había lanzado a Arno una mirada ceñuda que le dejó a éste muy claro que tales aportaciones no sólo no eran bienvenidas, sino que si seguía por esa línea podía acabar tragando aceite de motor.) Alejado del ambiente de su querido taller y de las rutinas que lo habían sostenido durante tantos años, Willie, sin proponérselo, pensó más de la cuenta. Con tanta reflexión vino la pesadumbre, y con la pesadumbre vino el impulso, siempre presente en él, jamás olvidado, de beber más de lo recomendable para levantarse el ánimo. Aunque pareciese una contradicción, Willie era por naturaleza un hombre solitario que se sentía más a gusto rodeado de gente, y en el papel que mejor se ajustaba a él: vestido con su mono azul, las manos manchadas de grasa, en íntimo trato con un vehículo de motor. La parte íntima de sí mismo podía replegarse, a gusto en la idea de que llevar a cabo tal rutina no exigía plena concentración, ya que se le activaba cierto automatismo y permitía que otra parte de él desempeñase el papel del propietario cascarrabias pero en último extremo jovial. Sin este personaje en el que abstraerse temporalmente, Willie corría el peligro de perder la mejor parte de sí para siempre. Por esta razón, tanto a Arno como a él se los encontraba a menudo en el taller los domingos, trajinando con el sonido de la radio de fondo, embadurnados ambos de aceite y en paz. Siempre tenían trabajo pendiente, pues se habían ganado cierta fama y no les faltaba clientela dispuesta a contratar sus servicios. Para Willie, otro acicate a sus esfuerzos era el deseo de devolver el préstamo que había recibido de Louis hacía muchos años. Si bien le agradecía el favor, no le gustaba estar en deuda con nadie. El dinero proyectaba una sombra sobre cualquier relación, y la relación de Willie con Louis no tenía nada de corriente. Se basaba en el hecho de que Willie sabía a qué se dedicaba Louis, y sin embargo tenía que actuar como si no lo supiese; en el hecho de que era consciente de que tenía sangre en las manos y no le importaba. La agresión en su lugar de trabajo, así como la clara percepción de que había estado muy cerca de la muerte, habían añadido otra dimensión problemática a su vínculo con Louis. Pero Willie sabía que los lazos que los unían nunca se romperían, no por completo, ya que no eran sólo económicos. Aun así, rompiendo la relación monetaria, reafirmaría su propia independencia. Quizá también a un nivel más profundo, reconocido a medias, otorgaba a la devolución del préstamo una significación mayor, como si representara el distanciamiento final que deseaba para sus adentros. Pero de momento, allí en su mugriento local, rodeado de las imágenes y los olores familiares, podía olvidarse de esas cuestiones. Aquél era su sitio. Allí tenía un objetivo. Allí podía ser él mismo y algo más que él mismo. Para él era importante recuperar ese espacio después de la agresión. Había sido transgredido por la incursión de los dos hombres armados, pero Arno y él, volviendo al taller y utilizándolo para la finalidad con que había sido creado, podían limpiar esa mancha. Al final habían obligado a Louis a ceder, con la ayuda de Ángel, que estaba de su lado. Esto se debió en gran medida a que, en ciertos asuntos, Ángel se sentía obligado a llevar la contraria a su compañero a fin de mantenerlo alerta, por sensata que fuera su postura. En eso, al menos, se parecían a las parejas convencionales de todo el mundo. Pero, además, Ángel entendía mejor a Willie que Louis. Sabía lo importante que era para él el taller, y hasta qué punto la agresión lo había enfurecido y alterado. Willie, como Ángel sabía, habría preferido caer de un balazo en su taller a morir de forma plácida en su cama. En realidad, Ángel sospechaba que el deseo último de Willie era perecer aplastado bajo una pieza de la ingeniería automotriz americana convenientemente cara que estuviera reparando en ese momento -un Plymouth Fury del 62, quizás, o un sedán de dos puertas Dodge Royal del 57-, del mismo modo que Catalina la Grande de Rusia, según se decía, murió bajo el semental con el que estaba a punto de copular. A Ángel siempre le había extrañado la relación entre los mecánicos y los coches, sobre todo los coches clásicos, y le había inquietado en especial el afecto que les manifestaban Willie y Arno. A veces, cuando entraba en el garaje, medio esperaba encontrar a uno de ellos o a los dos fumando un cigarrillo poscoital en el asiento trasero de un automóvil de cuarenta años. En realidad esperaba encontrarse algo peor que eso, pero prefería no atormentarse con imágenes de Willie y Arno practicando actos sexuales de carácter automovilístico. Así que ahora Willie y Arno volvían a estar en el lugar que amaban, con la radio sintonizada, como siempre, en WCBS, 101.1. Esa noche la emisora se había entregado a un delirio de los años cincuenta: Bobby Darin, Tennessee Ernie Ford, incluso Alvin y las Ardillas, y Willie, por lo general hombre tolerante, se sintió tentado de asestar un martillazo a los altavoces, sobre todo cuando Arno, que podía ser un imitador irritantemente bueno cuando se lo proponía, empezó a cantar desde debajo del capó de un Dodge Durango del 98 con un manguito del radiador reventado y dos rayas blancas idénticas en los bajos que parecían pintadas por un bizco. Pasaban de las diez de la noche y, sin embargo, seguían trabajando indiferentes ambos a la hora. Olores familiares, sonidos familiares. Para ellos, ésa era su casa. Estaban arreglando cosas, y satisfechos de hacerlo. Bueno, razonablemente satisfechos. – ¡Por Dios bendito y todos los santos! ¡Basta ya! -exclamó Willie. – ¿Basta de qué? – De cantar. – ¿Yo cantaba? – Maldita sea, de sobra sabes que estabas cantando, si es que a eso se lo puede llamar cantar. Si no puedes remediarlo, canta las canciones de los Elegants o los Champs. Incluso Kitty Kalen te sale más o menos bien, pero no cantes las de Alvin y las malditas Ardillas. – David Seville -dijo Arno. – ¿Quién? – Era Alvin y las Ardillas. David Seville. Empezó en 1958, sólo que en realidad no se llamaba David Seville, se llamaba Ross Bagdasarian. Armenio, de Fresno. – ¿Hay un Fresno en Armenia? – ¿Qué? No, en Armenia no hay ningún Fresno. -Arno guardó silencio por un momento-. No que yo sepa. No, era descendiente de armenios. Su familia acabó en Fresno. Caray, ¿por qué resulta tan difícil hablar contigo? Es como tratar con un viejo carcamal. – Ya, tal vez sea porque no sabes nada de provecho. Y ya que estamos, ¿cómo es posible que no sepas nada de provecho? Tienes todas esas cosas metidas en la cabeza…, poesías, películas de monstruos, incluso de ardillas…, y sigues sin ser capaz de orientarte en la transmisión de un Dodge sin un mapa y una bolsa de víveres. – Si tan malo soy, ¿por qué no me has despedido aún? – Te he despedido. Tres veces. – Ya, bueno. ¿Y cómo es que me readmites? – Me sales barato. Eres un desastre en tu trabajo, pero al menos no me cuestas mucho. – Un poco de comida mala -convino Arno. – Y encima las raciones son pequeñas -añadió Willie, y los dos se echaron a reír. Las carcajadas aún resonaban en los rincones del taller cuando Willie dio tres golpes ligeros pero audibles a un lado del banco de trabajo, señal acordada para avisar de posibles problemas. Con el rabillo del ojo, Willie vio a Arno alargar el brazo hacia el bate de béisbol que desde ese mismo día mantenía siempre a mano, pero por lo demás permaneció inmóvil. Willie desplazó la mano derecha hacia el bolsillo delantero de su amplio mono, donde empuñó una compacta Browning 380 facilitada por Louis. Fue entonces cuando Arno lo oyó: dos golpes en la puerta. El taller estaba cerrado. Y ahora había alguien fuera en la oscuridad, exigiendo que le dejaran entrar. – Mierda -dijo Arno. Willie se puso en pie. Con la Browning a un lado, se dirigió hacia la puerta y se aventuró a mirar por la reja interior y el plexiglás de la ventana, procurando no ofrecer la cabeza como blanco, y a continuación encendió la luz exterior. Fuera había un hombre solo, con las manos hundidas en los bolsillos del abrigo. Willie no habría sabido decir si llevaba un arma. Si la llevaba, no la exhibía. – ¿Es usted Willie Brew? -preguntó el hombre. – Soy yo -contestó Willie. Nunca había sido muy dado a iniciar conversaciones con el saludo «Quién lo pregunta» y la consiguiente discusión. – Traigo un mensaje para Louis. – No conozco a ningún Louis. El hombre se acercó más al cristal para asegurarse de que Willie lo oía y prosiguió como si Willie no hubiese dicho nada. – Es de su ángel de la guarda. Dígale que abandone el trabajo y vuelvan a casa, los dos, él y su amigo. Dígales que renuncien. Si pregunta, debe explicarle que Hoyle y Leehagen son íntimos. ¿Ha quedado claro? Y por alguna razón Willie supo que aquel hombre intentaba, aunque a su confusa manera, echar una mano a Louis. Seguir negando que lo conocía, pues, no sólo sería inútil, sino que podía acabar perjudicando a los dos hombres con quienes, después de Arno, tenía una relación más cercana. – Si ese mensaje es tan importante, debería dárselo usted mismo -señaló Willie. – Está ilocalizable -respondió-. Ha ido a un lugar donde los móviles no tienen cobertura. Si lo telefonea él, comuníquele el mensaje. – No llamará aquí -aseguró Willie-. No es su manera de actuar. – En ese caso no regresará -dijo el hombre. Se volvió para marcharse. Tras vacilar por un instante, Willie abrió la puerta y se adentró en la noche detrás de él, guardándose la pistola en el bolsillo del mono. El visitante se acercaba a la puerta posterior del lado del acompañante de una limusina negra Lincoln aparcada en un lugar donde Willie no la había visto hasta ese momento. Cuando Willie apareció, se abrió la puerta del conductor y salió un hombre. No se parecía en nada a los chóferes que Willie conocía. Era joven y vestía un elegante traje gris, pero tenía los ojos tan muertos que su verdadero lugar habría sido un tarro de cristal. Escondía la mano derecha tras la puerta, pero Willie supo instintivamente que empuñaba un arma. Dando gracias en silencio por no haber salido del garaje con la pequeña Browning a la vista, mantuvo las manos separadas del cuerpo, como si se dispusiese a abrazar al hombre a quien seguía. – Eh -dijo Willie. El hombre se detuvo, con la mano ya en el tirador de la puerta. – ¿Quién es usted? -preguntó Willie. – Me llamo Milton. Louis sabe quién soy. – Eso a mí no me sirve. Se ha ido. Se han ido los dos. ¿No puede usted hacer algo? ¿No puede ayudarlos? – No. – Ni siquiera sé muy bien dónde está -añadió Willie, y él mismo percibió en su voz un asomo de súplica, de desesperación, y no se avergonzó. Ángel le había contado algo, pero él no le había visto el sentido. De hecho, le sorprendió que Ángel decidiera compartir esos pocos detalles con él, pero en ese momento le preocupaba más volver a su querido taller. Sólo sabía el nombre de un pueblo en el norte del estado. ¿De qué le servía eso si ellos estaban en un apuro? Él no era un ejército de un solo hombre. No era más que un gordo con mono y una pistola que no quería usar. Pero Louis y Ángel eran importantes para él. Al margen de cuáles fuesen sus temores y reservas, a su manera lo habían salvado. Willie no se hacía ilusiones: cuando Louis lo abordó por primera vez, no fue por altruismo. Le venía bien mantener a Willie en el edificio que había adquirido, por razones que el propio Willie aún no entendía del todo. Sin embargo, fuese por su propio interés o no, Louis le había permitido a Willie seguir dedicándose al trabajo que amaba. De eso hacía mucho tiempo, y ahora las cosas habían cambiado. Ellos le habían pagado la fiesta de cumpleaños. Incluso le habían hecho un regalo: un Rolex Submariner Oyster, que le entregaron discretamente aquella misma noche cuando ya se había retirado todo el mundo del bar de Nate. Era una de las cosas sin cuatro ruedas más hermosas que había visto. Jamás se había imaginado siquiera que llegaría a ser dueño de algo tan precioso. En ese momento lo llevaba puesto. Sólo por un instante había contemplado la idea de guardarlo en un cajón y reservarlo para ocasiones especiales. En su vida no había ocasiones «especiales». Si lo dejaba en un cajón, allí se quedaría hasta su muerte. Mejor ponérselo y disfrutar de la sensación de llevarlo en la muñeca. Estaba en deuda con aquellos hombres. Haría cuanto estuviera en sus manos para ayudarlos, aun cuando significara ponerse de rodillas en medio de la calle delante de un desconocido y su adlátere armado. Y el visitante cedió, aunque fuese mínimamente. – Van a la caza de un hombre llamado Arthur Leehagen. Vive en el norte del estado, en los Adirondacks, no muy lejos de Massena. Ahora que ya sabe dónde están, ¿qué va a hacer? Abrió la puerta y, tras subir al coche, la cerró sin dirigir una sola palabra más a Willie. El hombre de los ojos muertos e inmutables no bajó la guardia en ningún momento. Sólo cuando se cerró la puerta trasera y su protegido estuvo a salvo, ocupó el asiento delantero y el coche se alejó. |
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