"Los hombres de la guadaña" - читать интересную книгу автора (Connolly John)

16

Gabriel abrió los ojos. Por unos instantes no supo dónde estaba. Le llegaban sonidos extraños, y un exceso de blancura lo rodeaba. Aquello no era su casa: en su casa todo eran rojos, morados y negros, como el interior de un cuerpo, un capullo de sangre y músculos y tendones. Ahora se había visto despojado de esa protección, y su conciencia había quedado vulnerable y aislada en ese entorno estéril desconocido.

Sus reacciones eran tan lentas que tardó en darse cuenta de que sentía dolor. Era un dolor sordo, y no parecía situado en ningún punto concreto, pero allí estaba. Tenía la boca muy seca. Intentó mover la lengua, pero se le había pegado al paladar. Poco a poco, formó saliva para despegarla y a continuación se humedeció los labios. Al principio no podía mover la cabeza más de un par de centímetros a la derecha o a la izquierda, y además al hacerlo le dolía. Entonces probó con los brazos, las manos y los dedos de manos y pies. Entretanto, intentó rememorar cómo había llegado hasta allí. Apenas conservaba recuerdo alguno de lo sucedido después de despedirse de Louis en el bar.

Pero sí recordaba algo: un tambaleo, el miedo a caer de un viejo, luego una sensación de quemazón, como si hubiesen insertado brasas en el centro de su ser. Y sonidos, tenues pero audibles, como los reventones de globos lejanos: las detonaciones de un arma.

Tenía una sensación de escozor en el dorso de la mano izquierda y la sangría del brazo derecho. Vio la aguja del gotero inserta en la piel suave, y luego reparó en el catéter verde de plástico en el extremo de la segunda aguja clavada en una vena en el dorso de su mano. Creía recordar vagamente haberse despertado ya antes y visto intensas luces, enfermeras y médicos trajinar alrededor. En el ínterin había soñado, o quizá todo había sido un sueño.

Como tanta gente, Gabriel había oído el mito de que la vida entera desfilaba ante los ojos en los instantes anteriores a la muerte. En realidad, cuando sintió el roce gélido de la guadaña de la muerte al cortar el aire cerca de su cara, su frialdad en marcado contraste con la quemazón posterior al impacto de las balas, no había experimentado esa clase de visiones. Ahora, mientras unía las piezas de lo ocurrido, recordó sólo una imprecisa sensación de sorpresa, como si se hubiese tropezado con alguien en una calle y, al mirarlo a la cara para disculparse, hubiese identificado a un viejo conocido cuya llegada esperaba desde hacía tiempo.

No, los acontecimientos de su vida habían acudido a su memoria más tarde, cuando yacía en un estupor inducido por los fármacos en el lecho del hospital, confundiéndose y entretejiéndose lo real y lo imaginado a causa de los estupefacientes, y vio entonces a su difunta esposa rodeada de los niños que nunca habían tenido, una existencia imaginaria cuya ausencia no le producía el menor pesar. Vio a hombres y mujeres jóvenes enviados a poner fin a las vidas de otros, pero en sus sueños sólo regresaban los muertos, y no lo responsabilizaban de nada, ya que él no sentía la menor culpabilidad por lo que había hecho. A la mayoría los había rescatado de vidas que acaso de otro modo habrían terminado en cárceles o en bares de pobres. Algunos habían padecido finales violentos por la intervención de Gabriel, pero ese destino ya estaba escrito para ellos mucho antes de conocerlo a él. Gabriel simplemente había alterado el lugar de su fin, así como la duración y el desarrollo de la vida que lo había precedido. Eran sus Hombres de la Guadaña, sus jornaleros en el campo, y los había equipado de la mejor manera posible conforme a sus aptitudes para llevar a cabo las tareas que tenían ante sí.

Sólo uno apareció en los sueños de Gabriel tal como era en la vida: Louis. Gabriel nunca había comprendido del todo la profundidad de su afecto por ese hombre atribulado. Su sueño le proporcionó algo cercano a una respuesta.

Se debía, pensó, a que Louis en otro tiempo se parecía mucho a él.

Gabriel oyó moverse una silla en un rincón de la habitación. Abrió un poco más los ojos. Con cuidado, movió la cabeza en dirección al sonido y le complació descubrir que tenía más movilidad que antes, pese a que la molestia era todavía intensa. Una silueta se recortaba contra la ventana, una alteración en la simetría de las lamas horizontales de la persiana medio cerrada. La silueta aumentó de tamaño cuando el hombre se levantó de la silla y se acercó a la cama, y entonces Gabriel lo reconoció.

– A ti es difícil matarte -comentó Milton.

Gabriel intentó hablar, pero aún tenía la boca y la garganta demasiado secas. Señaló la jarra de agua junto a la cama, e hizo una mueca por el dolor que acompañó el movimiento. Se lo produjo la maldita aguja en el dorso de la mano. La sentía en la vena. Gabriel había estado ingresado dos veces en los últimos diez años: una para la extirpación de un tumor benigno, la segunda para una fisura en el fémur derecho, y en ambas ocasiones le había molestado extrañamente el catéter en la mano. Es curioso, pensó, las heridas que me han traído aquí son mucho más graves y dolorosas que una pequeña varilla de metal insertada en un vaso sanguíneo, y sin embargo decido concentrar la atención en la aguja. Será porque es pequeña, una molestia más que un traumatismo. Se trata de un objeto comprensible. Su finalidad me es conocida. Y ahora, en este momento, representa el primer paso para conciliarme con lo ocurrido.

Milton le sirvió un vaso de agua y lo sostuvo ante su boca para que pudiera tomar un sorbo, a la vez que iba aguantándole la cabeza delicadamente con la mano derecha. Era un gesto de una peculiar ternura e intimidad, y sin embargo molestó a Gabriel. Hasta ese momento habían sido iguales, pero ya nunca volverían a serlo, no después de verlo Milton reducido a ese estado, no después de tocarle la cabeza de esa manera. Por mucha amabilidad que entrañara ese acto, Milton no podía ser consciente de lo que representaba para Gabriel y su dignidad, para su sentido de cuál era su lugar en el complejo universo en el que habitaba. Un hilo de agua le resbaló por la barbilla, y Milton se lo enjugó con un pañuelo de papel, aumentando así la ira y el bochorno de Gabriel, pero éste no exteriorizó sus verdaderos sentimientos, ya que eso habría sido rendirse por completo a ellos y humillarse todavía más. Dio, pues, las gracias con voz ronca y dejó caer la cabeza de nuevo sobre las almohadas.

– ¿Qué me ha pasado? -preguntó con apenas un susurro.

– Te dispararon. Tres balas. Una te pasó a dos centímetros del corazón, otra te tocó de refilón el pulmón derecho. La tercera te hizo añicos la clavícula. Creo que lo que corresponde decir en estas situaciones es que tienes suerte de estar vivo. No por primera vez, podría añadir.

Agachó ligeramente la cabeza, como para ocultar la expresión en su rostro, pero Gabriel había cerrado los ojos por un instante y no advirtió el gesto.

– ¿Cuánto hace? -preguntó Gabriel.

– Dos días, o poco más. Por lo visto piensan que eres una especie de milagro médico; eso, o Dios velaba por ti.

Un asomo de sonrisa se formó en los labios de Gabriel.

– Sólo que Dios no cree en los hombres como nosotros -dijo, y se alegró de ver una expresión ceñuda en el rostro de Milton-. ¿Por qué -hizo un alto para tomar aire- estás aquí?

– ¿No puede uno visitar a un viejo amigo?

– No somos amigos.

– Somos lo más parecido a un amigo que cualquiera de los dos pueda tener -contestó Milton, y Gabriel inclinó un poco la cabeza en un remiso gesto de asentimiento-. Te he tenido bajo vigilancia -prosiguió Milton. Señaló la cámara del rincón.

– Llegas un poco tarde.

– Nos preocupaba que alguien intentara rematar la faena.

– No te creo.

– Da igual lo que creas.

– ¿Y sólo me has visitado tú?

– No. Vino otra persona.

– ¿Quién?

– Tu preferido.

Gabriel volvió a sonreír.

– Cree que esto guarda relación con las agresiones anteriores -explicó Milton-. Irá por Leehagen.

La sonrisa se desvaneció en el rostro de Gabriel mientras observaba a Milton con atención.

– ¿Qué interés tienes tú en Leehagen?

– Yo no he dicho que lo tenga -respondió Milton, y esperó más preguntas. Le pareció ver asomar algo fugazmente en las facciones de Gabriel, una vaga toma de conciencia de cierta información oculta. Milton se inclinó hacia él-. Pero tengo algo que contarte. Me pediste que averiguase lo que pudiera sobre Leehagen y sobre Nicholas Hoyle; sospecho que ya conoces la mayor parte. Pero hay una «anomalía», digamos, a falta de una palabra mejor.

Gabriel aguardó.

– El hombre que se hacía llamar Kandic no fue contratado para matar a Leehagen.

Gabriel reflexionó acerca de lo que acababa de oír. Sus facultades mentales seguían afectadas por los fármacos y tenía la mente turbia. Intentó aclararse las ideas desesperadamente, pero la nebulosa narcótica era demasiado densa. En otras circunstancias habría extraído él solo las conclusiones necesarias, pero en ese momento Milton tuvo que guiarlo. Tragó saliva y habló:

– ¿A quién tenía que matar?

– Según mi fuente, a Nicholas Hoyle.

– ¿Por orden de Leehagen?

Milton negó con la cabeza.

– Por alguien de tierras más lejanas. Hoyle tiene intereses en una explotación petrolífera en el mar Caspio. Al parecer, hay quienes preferirían que dejara de tener intereses allí. Según mi fuente, lo sucedido entre Hoyle y Leehagen en el pasado, sea lo que sea, ya se ha olvidado, si es que la enemistad existió de verdad tal como se la ha presentado. Por lo visto, emplearon el rumor acerca de su antagonismo mutuo para beneficio de los dos. «El enemigo de mi enemigo es mi amigo»: unas veces, los rivales de Hoyle han abordado a Leehagen y otras los enemigos de Leehagen han abordado a Hoyle. Cada uno ha aprovechado esas situaciones para averiguar lo que podía en beneficio del otro. Es un juego muy antiguo, y los dos lo han jugado bien. También comparten un interés en mujeres jóvenes, muy jóvenes, o así fue hasta que la enfermedad de Leehagen empezó a pasarle factura. Leehagen aún satisface las necesidades de Hoyle. Las chicas tienen que estar intactas. Vírgenes. Hoyle tiene una fobia con las enfermedades.

– Pero su hija… -dijo Gabriel-. Su hija fue asesinada.

– Si eso es verdad, no fue a instancias de Leehagen. No tuvo nada que ver con él, ni con ninguna enemistad, real o imaginada, con Hoyle.

– Real o imaginada -repitió Gabriel en voz baja. Sentía náuseas, y el dolor parecía haber aumentado. Era una trampa, una treta. Cerró los ojos. ¿Cómo era el dicho? No hay peor tonto que un tonto viejo.

– Ayúdalos -dijo Gabriel. Agarró a Milton de la manga de la chaqueta, indiferente al escozor en el dorso de la mano.

– ¿A quién debo ayudar?

– A Louis. Y al otro. Ángel.

Milton se recostó en la silla y desprendió con delicadeza la tela de la chaqueta de entre los dedos de Gabriel. Era un gesto de separación, de distanciamiento.

– Eso no me es posible -respondió-. Ni siquiera después de lo que te han hecho. No puedo intervenir. No lo haré.

La tensión que Gabriel sintió en su cuerpo era insoportable. Estaba cada vez más débil. Se hundió en las almohadas, ahora con la respiración entrecortada, como la de un corredor al final de una larga carrera. Sabía que se acercaba el fin.

Milton se levantó.

– Lo siento -se disculpó.

– Díselo a Willie -dijo Gabriel. Empezaba a sumirse en la negrura-. Díselo a Willie Brew. Sólo eso. Sólo pido eso.

Y en el momento en que perdió la conciencia, le pareció ver asentir a Milton.


La casa, de tres plantas y trescientos cincuenta metros cuadrados, se alzaba en un terreno de media hectárea. Protegida por tapias altas, tenía en el jardín reflectores activados por el movimiento y una alarma conectada a una empresa de seguridad privada que empleaba a hombres sin el menor reparo a la hora de desenfundar y utilizar sus armas.

En la casa vivían un tal Emmanuel Lowein, su mujer, Celice, y sus dos hijos, David y Julie, de once y doce años, respectivamente. Desde hacía dos días los acompañaban dos hombres que hablaban poco y dormían menos. Obligaban a los Lowein y a sus hijos a permanecer apartados de las ventanas, se aseguraban de que las cortinas estuviesen corridas y vigilaban la finca mediante un sistema de cámaras activadas por control remoto.

Louis nunca había estado en la casa franca, y sólo conocía a Ventura de oídas. Lowein disponía de información acerca de varios políticos centroamericanos que ciertos amigos de Gabriel deseaban adquirir. Lowein, a su vez, quería seguridad para su familia y una nueva vida lejos de selvas y juntas militares. Gabriel actuaba de intermediario, y Louis y Ventura habían sido asignados como medida de seguridad suplementaria mientras se desarrollaban las negociaciones. Lowein estaba en el punto de mira de cierta gente, y había quienes deseaban acallarlo antes de que tuviese ocasión de compartir lo que sabía. Gabriel mantenía desde hacía tiempo la opinión de que, en caso de que uno o más individuos se vieran bajo la amenaza de profesionales, era aconsejable escoger hombres de una mentalidad parecida como parte del destacamento de vigilancia.

Ventura tenía unos diez años más que Louis. A diferencia de Louis, contaba en su haber asesinatos de alto nivel, pero corrían rumores de que ahora quería pasar a segundo plano durante un tiempo. Los hombres que se dedicaban a esa actividad al final acababan acumulando una larga lista de enemigos, sobre todo entre aquellos que se resistían a distinguir entre el asesino y quienes habían ordenado el asesinato. Para los profesionales, los Hombres de la Guadaña, eso era absurdo: uno también podía echar la culpa al propio rifle, o a la bala, o a la bomba. Al igual que éstos, los Hombres de la Guadaña eran meras herramientas aplicadas a la obtención de un fin. No había nada personal en ello. Sin embargo, tal razonamiento no siempre se entendía entre quienes habían padecido una pérdida, ya fuera personal, profesional, política o económica.

Pero Gabriel no quería que Ventura lo dejara, y no acababa de confiar en él ahora que parecía decidido a poner fin a su relación y negarse a seguir obedeciéndole durante mucho más tiempo. Por eso se había asignado a Ventura, junto con Louis, la custodia temporal de la familia Lowein. De momento no habría asesinatos para él, y quizá no los hubiera nunca más.

Era un trabajo aburrido, y habían matado el tiempo como buenamente habían podido. Mientras los Lowein dormían, Ventura se explayaba de manera muy general sobre su vida como Hombre de la Guadaña, dando a Louis algún que otro consejo. Disertó sobre las armas de largo alcance, ya que una de las especialidades de Ventura era el uso del rifle. Le habló a Louis del origen del término inglés sniper, utilizado en la caza de aves en la India en el siglo XIX; de Hiram Berdan, el general de la guerra de secesión que fue uno de los principales exponentes de este arte y contribuyó a perfeccionar técnicas utilizadas aún hoy por los francotiradores; del comandante inglés Hesketh-Pritchard, que organizó la primera Academia Militar de Francotiradores, Vigilancia y Exploración durante la primera guerra mundial, en respuesta a los ataques de los francotiradores alemanes a los soldados británicos; de los equipos rusos en la segunda guerra mundial, y el uso menos eficaz de los francotiradores por parte de los norteamericanos, que aún no habían descubierto que armar al tirador de una unidad con un M1, un M1C o un M1903 no era lo mismo que crear un francotirador.

Louis escuchaba. Le pareció que las aptitudes valoradas en un francotirador no carecían de importancia en su propia situación: inteligencia, fiabilidad, iniciativa, lealtad, estabilidad y disciplina. Tenía sentido entrenarse con frecuencia, mantener a punto las habilidades; conservarse en un excelente estado físico, porque en eso se basaba la seguridad en uno mismo, el aguante y el control; no fumar, porque si a uno se le escapaba una tos, podía delatar su posición, y el deseo de un cigarrillo acarrearía nerviosismo e irritación, y una considerable disminución de la eficiencia; y poseer un buen equilibrio emocional, sin ansiedad ni remordimientos a la hora de matar.

Por último, Ventura le explicó a Louis la importancia de la renuncia. Los francotiradores, y los Hombres de la Guadaña, eran instrumentos de la oportunidad. Era importante prepararse, de modo que uno pudiera estar listo cuando surgiera la oportunidad. Una buena preparación podía crear oportunidades, pero a veces la oportunidad no se presentaba, y no convenía forzar las circunstancias. Ya surgiría otra ocasión, con el tiempo, si uno tenía paciencia y estaba preparado.

Pero había ocasiones en que no todo era propicio, en que uno instintivamente sabía que debía marcharse, dejarlo todo y renunciar. Ventura habló de una misión en Chile. Había estado siguiendo al blanco con la mira, y le faltaba muy poco para apretar el gatillo cuando uno de los guardaespaldas alzó la vista hacia la ventana donde acechaba Ventura. Sabía que el guardaespaldas no podía verlo. Era casi de noche, y él iba vestido de negro con tela antirreflectante detrás de una ventana a oscuras en un edificio de apartamentos anónimo. Incluso había ennegrecido la boca del rifle. Era imposible que la mirada del guardaespaldas se hubiera posado en él, pero así fue.

Ventura ni siquiera se planteó disparar, pese a que ya tenía el dedo tenso sobre el gatillo. En lugar de eso renunció. Era una trampa. Alguien había informado. Había escapado del edificio por los pelos, dejando allí el rifle. Gabriel lo había entendido, y se había detectado y reparado la filtración.

– Recuerda -había dicho Ventura-. Sólo tienes una vida. Tu obligación es hacerla durar. El truco está en saber cuándo debes quedarte y cuándo renunciar.

Eran más de las dos de la madrugada. Los Lowein dormían arriba, los adultos juntos en una habitación del primer piso, los niños en la de al lado. El segundo piso estaba vacío. Dos veces cada hora, Louis y Ventura hacían una ronda de comprobación. Abajo, se oía a Connie Francis por la radio: una grabación de un programa antiguo. Lo había elegido Ventura, no Louis. Este lo toleró por deferencia al hombre de más edad.

Ventura lo había dejado sentado en un sillón mientras iba arriba a cerciorarse de que los Lowein estaban bien. Después de cinco minutos, al ver que Ventura aún no había vuelto, Louis abandonó su asiento y salió al pasillo.

– ¿Ventura? -llamó-. ¿Estás bien?

No recibió respuesta. Probó con el walkie-talkie, pero sólo le llegaron interferencias.

Desenfundó la pistola y empezó a subir por la escalera. Vio la puerta de la habitación de los niños abierta, y a los dos hermanos acurrucados en sus camas. La lamparilla nocturna de la pared estaba apagada. En la última ronda que había hecho Louis, la luz seguía encendida. Se arrodilló y pulsó el interruptor.

Había sangre en las sábanas y una almohada caída en el suelo, con dos orificios de bala por los que salían las plumas. Se acercó a la primera cama y retiró la sábana de David Lowein. El niño estaba muerto, la sangre empapaba la almohada bajo su cabeza. Comprobó la otra cama. La hermana de David había recibido un solo disparo en la espalda.

Louis estuvo a punto de pedir ayuda, pero se contuvo. Percibió movimiento en la habitación de los padres. Oyó pisadas. Apagó la lamparilla y se dirigió hacia la puerta que comunicaba ambos dormitorios. Estaba entornada. Lentamente, la abrió y esperó.

Nada.

Entró en la habitación, y una figura pálida avanzó, tambaleante, hacia él. Celice Lowein tenía una herida en el pecho y el camisón de color crema manchado de sangre. Louis creyó que la mujer tendía los brazos hacia él, con la mano izquierda abierta, roja de su propia sangre y la sangre de su marido, que yacía muerto en la cama a sus espaldas, pero enseguida cayó en la cuenta de que ella tenía la mirada fija detrás de él, y usaba sus últimas fuerzas para ir en busca de sus hijos.

Louis alargó la mano para detenerla, y ella, al entrar en contacto con su palma, se meció sobre las puntas de los pies. Lo miró y abrió la boca. En sus ojos se advertía desolación, y de pronto toda expresión desapareció de ellos al abandonarla la vida, y su cuerpo se desplomó en el suelo.

Ya demasiado tarde, Louis oyó pasos a sus espaldas. Cuando se disponía a volverse, la pistola le tocó la nuca y se quedó inmóvil.

– No lo hagas -dijo Ventura.

– ¿Por qué? -preguntó Louis.

– Por dinero. ¿Por qué si no?

– Te encontrarán.

– No, no me encontrarán. Arrodíllate.

Louis supo que iba a morir, pero no estaba dispuesto a morir de rodillas. Se revolvió, su propia arma era como una borrosa mancha oscura en la mano, y en ese instante la pistola de Ventura habló y se impuso la negrura.