"Los hombres de la guadaña" - читать интересную книгу автора (Connolly John)

14

Partieron hacia el norte después de desayunar. Nadie los siguió. Al abandonar la ciudad, Louis empleó todas las tácticas de evasión que había aprendido -paradas repentinas, cambios de sentido, el uso de calles sin salida y carreteras tortuosas en zonas residenciales-, pero ni Ángel ni él detectaron una sola pauta en los vehículos detrás de ellos. Al final, los dos se convencieron de que habían salido de la ciudad sin ser objeto de atención no deseada.

Ninguno mencionó la conversación de la noche anterior. No tenía sentido desenterrarla en ese momento. Prefirieron comportarse como siempre, intercalando periodos de silencio con comentarios sobre la música, el trabajo o cualquier cosa que les viniera a la cabeza.

– Filadelfia -dijo Ángel-. La ciudad del amor fraterno… Ya, y un huevo. ¿Te acuerdas de Jack Wade?

– Jack el Cactus.

– Eh, eso es una falta de consideración. Tenía un problema en la piel. No podía hacer nada para evitarlo. El caso es que una vez intentó ayudar a una anciana a cruzar la calle en Filadelfia y ella le dio un rodillazo en las bolas. Y encima, según contó, le quitó la cartera.

– Es una ciudad poco hospitalaria, desde luego -convino Louis.

Ángel observó el paisaje.

– ¿Qué hay allí? -preguntó.

– ¿Dónde?

– Al este. ¿Eso es Massachusetts?

– Vermont.

– Al menos no es New Hampshire. Cuando pasamos en coche por New Hampshire, siempre temo que haya un francotirador disparando a bulto entre los árboles, y que acabemos recibiendo un balazo.

– Allí son duros de nacimiento.

– Duros, y un poco tontos. ¿Sabes que se negaron a aprobar una ley que obligaba a ponerse el cinturón de seguridad?

– Lo leí en algún sitio.

– En New Hampshire alquilas un coche, lo pones en marcha y no suena ese pitido que se oye cuando te olvidas de abrocharte el cinturón.

– No jodas.

– Sí, en lugar de eso, si intentas ponértelo, una voz te llama mariquita y te dice que a ver si le echas un par de huevos.

– Vive en libertad o muere, tío.

– Creo que eso se refería a las fuerzas de la tiranía y la opresión, no a alguien que calcula mal el tiempo de frenado en su Toyota Prius.

– Pero la gasolina es barata.

– La gasolina es barata. El alcohol es barato. El acceso a las armas es fácil.

– Sí -coincidió Louis-. Cuesta entender cómo podría salir mal una combinación así.


Dejaron la interestatal cerca de Champlain. En Mooers, torcieron a la derecha, atravesaron la zona de Forks, y luego cruzaron el río Great Chazy, que en ese punto era poco más que un arroyo. Los pueblos, de tan parecidos, se fundían en uno solo: había cuarteles de bomberos voluntarios, cementerios, gasolineras abandonadas en cruces -sustituidas en el presente por rutilantes estaciones de servicio en las afueras de los términos municipales-, sus antiguos surtidores todavía en pie como viejos soldados montando guardia ante monumentos conmemorativos olvidados desde hacía tiempo. Algunos sitios se veían más prósperos que otros, pero hablar allí de prosperidad era algo muy relativo; en todas partes había cosas a la venta: coches, casas, locales comerciales, tiendas con los cristales de los escaparates cubiertos de papel, sin mostrar ya el menor indicio de su anterior cometido. Demasiadas casas tenían la pintura desconchada, demasiados jardines estaban salpicados de restos de muebles rotos y entrañas de vehículos canibalizados en busca de piezas. Pasaron por pueblos que apenas si existían: algunos parecían ser sólo fruto de la imaginación de un urbanista, como una broma en el mapa, el desenlace de un chiste jamás contado. Lámparas de Halloween hechas con calabazas huecas brillaban en los porches y los jardines. Unos fantasmas bailaban en torno a un viejo olmo, y el viento agitaba las sábanas que envolvían sus siluetas.

Se detuvieron a tomar un café en la Tienda General y Oasis Musical de Dick, en Churubusco, básicamente porque les gustó el cartel: 500 GUITARRAS, 1000 ARMAS. Ángel pensó que alguien estaba de guasa, pero lo del cartel iba en serio: a la derecha de la puerta había un pequeño supermercado con una nevera llena de gusanos para cebo, y a la izquierda dos entradas independientes. La primera daba a una tienda de guitarras y otros instrumentos musicales, que parecía atendida por los habituales fanáticos de la guitarra y entusiastas de los amplificadores. Sentado en el suelo, un joven de pelo largo y oscuro probaba una Gibson negra, arrancándole una laxa melodía en la menguante luz de la tarde. La segunda puerta conducía a un par de habitaciones intercomunicadas llenas de escopetas, pistolas, navajas y munición, y los dependientes eran un par de hombres de apariencia seria, uno joven, el otro viejo. Un letrero advertía que tan sólo para empuñar una pistola se necesitaba ya el permiso de armas del estado de Nueva York. A su lado, una mujer robusta rellenaba los papeles para adquirir una pistola de cuatrocientos dólares.

– La compro para regalarla -explicó.

– Eso es aceptable -contestó el hombre de más edad, aunque no quedó claro si se refería a la legalidad de la transacción o a la naturaleza del regalo. Ángel y Louis observaron perplejos. Luego volvieron al coche para beberse el café y continuaron rumbo al norte. Un parque eólico se extendía por las colinas situadas al oeste, en ese momento las aspas de las turbinas permanecían inmóviles, como juguetes abandonados por descendientes de gigantes.

– Ésta es una parte extraña del país -comentó Ángel.

– Y que lo digas.

– Aquí hay mucha gente que no votó a Hillary.

– También en este coche hay mucha gente que no votó a Hillary.

– Sí, el cincuenta por ciento. Me da igual. A mí siempre me ha caído bien.

Cuando llegaron a Burke, vieron el primer vehículo marrón de la Patrulla Fronteriza de Estados Unidos, y si bien iban sólo a diez kilómetros por encima del límite de velocidad, Louis aminoró la marcha. En la creciente oscuridad, casi se pasaron de largo la salida de la carretera 122, y únicamente un camping cerrado, con las tomas de corriente tapadas con cubos de basura de plástico vueltos del revés, los alertó de la inminencia del desvío de la 37. A la izquierda, el tubo de hormigón de una chimenea para una casa que nunca llegó a construirse sucumbía despacio al envite de la vegetación, y luego, a unos veinte kilómetros de Massena, encontraron moteles, y un casino mohawk, y tabaquerías indias. Un cartel anunció que se hallaban a menos de dos kilómetros de la frontera canadiense. Otro, colgado a lo ancho de un almacén, advertía que ESTO ES TERRITORIO MOHAWK, NO DEL ESTADO DE NUEVA YORK.

Ya estaban cerca.

Se detuvieron en Massena. Allí entraron por separado en un motel anónimo y tomaron habitaciones distintas. Louis durmió. Ángel vio la televisión, con el volumen al mínimo audible, atento al sonido de los coches que entraban en el aparcamiento, de las voces, de la presencia de figuras anónimas en la oscuridad cada vez más cerrada. A esa hora tan temprana le costaba conciliar el sueño. Era ave nocturna por naturaleza. A él lo que se le hacía cuesta arriba eran las mañanas. Al final se obligó a apagar el televisor y se tendió en la cama. Quizá se adormiló un rato, pero cuando el reloj junto a la cama indicó que pasaban de las cuatro de la madrugada, estaba despierto y desconectó el despertador sin darle ocasión de sonar.

Louis aguardaba ya en el coche cuando Ángel salió de la habitación. No cruzaron saludo ni palabra alguna. Abandonaron Massena en silencio, con la atención fija en la carretera, en la oscuridad y en el trabajo que tenían por delante.