"Los hombres de la guadaña" - читать интересную книгу автора (Connolly John)

15

A unos ocho kilómetros al oeste de Massena, Louis dobló hacia el sur. Recorridos otros diez kilómetros, pasaron ante una serie de embalses en forma de U llenos de agua estancada y viejas explotaciones mineras en estado de decrepitud, los únicos vestigios de las minas de talco de Leehagen. En segundo plano, ahora invadidas poco a poco por la naturaleza, se encontraban las ruinas de Winslow. No se veían en la oscuridad, pero Louis sabía que estaban allí. Las había visto en las fotografías, y memorizado su posición hasta el último metro. Conocía asimismo la situación exacta de las dos carreteras no señalizadas, que, trazando una curva en dirección sudoeste, atravesaban el río Roubaud y se adentraban en las tierras de Leehagen.

Llegaron al primer desvío cuando el indicador del salpicadero marcaba veinticinco kilómetros: un rótulo advertía propiedad privada. Esa carretera conducía al primer puente del Roubaud. Louis aminoró la marcha. A su derecha, una linterna destelló una vez entre los árboles: Lynott y Marsh, dando a conocer su presencia. Louis y Ángel siguieron por la carretera otros cinco kilómetros hasta llegar al segundo puente. Otra vez vieron una señal desde algún lugar en la espesura: Blake y Weis.

Mientras tanto, los Endall habían entrado en la propiedad de Leehagen al amparo de la oscuridad poco después de las doce de la noche e ido a pie hasta las ruinas de las antiguas vaquerizas, desde donde debían vigilar la casa de Leehagen y aguardar la llegada de Ángel y Louis. Al igual que con las tres parejas principales, era imposible comunicarse con ellos una vez iniciada la operación. No importaba. Todos sabían lo que tenían que hacer. Los teléfonos habrían sido útiles, pero no eran una opción, allí no.

Los únicos que aún no habían ocupado su puesto eran Hara y Harada. Seguían en Massena, y sólo se pondrían en marcha a la hora acordada previamente, tan pronto como Ángel y Louis hubiesen penetrado en la propiedad de Leehagen, a fin de evitar que el pequeño convoy de coches llamara la atención y alertara sobre lo que estaba a punto de ocurrir.

Una vez confirmada la presencia de los equipos en los puentes, Louis accedió a las tierras de Leehagen por el del sur. No vieron luces, no se cruzaron con ningún otro coche ni detectaron señal alguna de vida en la carretera. Alrededor, el paisaje era predominantemente boscoso, con árboles a ambos lados, pero en un par de ocasiones vieron claros abiertos por el hombre de cien metros de ancho como mínimo: eran los pastos de Leehagen. Al cabo de tres kilómetros se desviaron otra vez en dirección norte por un camino de tierra donde el bosque se hacía menos espeso hasta llegar a un viejo granero, marcado en uno de los mapas junto a una granja abandonada, y allí dejaron el coche. Estaban a menos de un kilómetro de la casa de Leehagen, y si seguían adelante en coche, se arriesgaban a poner sobre aviso a sus ocupantes, ya que reinaba un silencio absoluto.

Se armaron de Glocks y un par de metralletas Steyr TMP de 9 milímetros provistas de silenciadores y correas para llevar al hombro, y dejaron el resto de su arsenal móvil en el maletero. Aquello iba a ser una incursión asesina, rápida y brutal, y no preveían la necesidad de armas de más largo alcance. Las Steyr eran sencillas y eficaces: fáciles de manejar pese a su alcance real de no más de veinticinco metros; ligeras, con un peso sin carga de menos de un kilo doscientos; un retroceso limitado, y un índice cíclico de novecientas balas por minuto. Los dos se habían pertrechado de sendos cargadores de recambio de treinta balas para las Steyr, y también para las Glock.

Frente a ellos se hallaban las vaquerizas, unas estructuras de madera de una sola planta idénticas, pintadas de blanco. Cerca de allí, un moderno montacargas azul se elevaba por encima de los edificios más bajos. Ángel percibió en el aire el olor residual de los excrementos y la orina de las vacas, y cuando miró dentro de la primera vaqueriza, advirtió que no se había limpiado desde el sacrificio de los animales. Louis comprobó la vaqueriza de la derecha, y en cuanto se cercioraron de que las dos estaban vacías, siguieron adelante, utilizando los edificios para ocultarse hasta llegar al pie de una pequeña colina frente a la casa de Leehagen, a unos cuatrocientos metros al oeste.

Louis no se había planteado siquiera liquidar a Leehagen con un rifle de largo alcance, y tampoco lo habría hecho aun en el caso de que el viejo hubiese tenido más movilidad. No era una de sus especialidades, y menos aun desde la lesión que sufrió en la mano izquierda cuando estaban en Louisiana con Parker unos años atrás. Pero, incluso de tener la opción, le habría sido imposible saber si Leehagen estaría en condiciones de salir a tomar el aire esa mañana en particular, y además se habría visto obligado a prever las condiciones meteorológicas. Al fin y al cabo, a un hombre enfermo difícilmente iban a pasearlo en silla de ruedas por sus tierras si hacía frío, y el pronóstico del tiempo anunciaba lluvias torrenciales. Pero además debía ocuparse del hijo. Louis quería acabar también con él. Si mataba al padre y dejaba vivo al hijo, la vendetta continuaría. Había que eliminar a los dos al mismo tiempo. Eso implicaba matarlos en la casa, que entrasen Louis y Ángel mientras los Endall los cubrían. Lo harían con el mayor sigilo posible, usando silenciadores para reducir el riesgo de que los disparos atrajeran una atención no deseada, pero Louis sabía que quizá pecaba de optimista al concebir tales esperanzas. Dudaba mucho de que pudieran llegar y marcharse pasando totalmente inadvertidos y no descartaba ni mucho menos la posibilidad de salir a tiros de las tierras de Leehagen. Al menos no tendrían que hacerlo solos, y los hombres de Leehagen no estarían a la altura de sus diez armas.

– ¿Dónde se han metido? -susurró Ángel.

Louis volvió a mirar hacia las vaquerizas vacías. Era allí donde debían reunirse, pero aún no había señales de los Endall.

– Mierda -dijo Louis entre dientes. Consideró las opciones-. Vamos a echar un vistazo a la casa, para ver si hay movimiento.

– ¿Cómo? -preguntó Ángel-. ¿No irás a seguir adelante sin ellos?

– No voy a hacer nada todavía. Sólo quiero ver la casa.

Esta vez fue Ángel quien maldijo, pero subió a lo alto de la colina tras los pasos de Louis. Ante ellos apareció la casa, rodeada de una cerca de estacas blancas. Una lámpara iluminaba tenuemente una de las ventanas del piso superior, pero por lo demás todo estaba en calma. Detrás de la casa, el lago era una mancha más oscura que se extendía hacia montes invisibles. Louis se llevó unos prismáticos a los ojos y recorrió la propiedad con la vista. Ángel, a su lado, hizo lo mismo, si bien dedicó más atención a los edificios vacíos detrás de él que a la casa, de manera que incluso mientras miraba hacia el norte, permanecía alerta a los sonidos procedentes del sur.

Observaron durante cinco minutos, y los Endall seguían sin aparecer. Ángel empezaba a ponerse nervioso.

– Tenemos que… -empezó a decir Ángel, pero Louis lo obligó a callar levantando una mano.

– Esa ventana iluminada -dijo.

Ángel se acercó de nuevo los prismáticos a los ojos y apenas alcanzó a ver lo que había despertado el interés de Louis antes de que volvieran a correrse las cortinas blancas: una mujer junto a la ventana, y a continuación un hombre que la apartaba. Era rubia, y Ángel le había visto el rostro con toda claridad, aunque no más de un segundo.

Era Loretta Hoyle, la difunta hija de Nicholas Hoyle, al parecer regresada de entre los muertos.

– La última vez que la vimos estaban comiéndosela los cerdos, ¿no? -dijo Ángel.

– Exacto.

– Parece que le ha sentado bien.

Pero Louis ya se había puesto en pie.

– Nos han tendido una trampa -dijo-. Salgamos de aquí ahora mismo.


Lynott y Marsh estaban sentados en su Tahoe. Resultó que compartían ciertos gustos musicales, entre otras cosas. Marsh había llevado su iPod, y el equipo de música tenía una salida de MP3, así que ahora oían Voices de Stan Getz. Era un poco demasiado estándar para Lynott y no representaba, en su opinión, lo mejor de Getz, pero era una música relajada y se acomodaba a su estado de ánimo. Desde su posición, junto a un camino maderero, se veía cualquier coche que pasara ante ellos y parte del puente al otro lado de la carretera, pero permanecían invisibles entre los árboles. Sólo alguien que viniera a pie desde el oeste tendría ocasión de verlos, y sólo si se acercaba mucho. En caso de que eso ocurriese, la persona en cuestión tendría motivos para lamentar su proximidad.

En el asiento trasero del Tahoe había once botellines de agua, un gran termo de café, cuatro bocadillos envasados y unas cuantas magdalenas y chocolatinas. También esto fue obra de Marsh. Lynott tenía que reconocer su capacidad de previsión, aun cuando empezaba a arrepentirse de haber bebido parte del café y uno de los botellines de agua del paquete de doce.

– Tengo que echar una meada -anunció-. ¿Quieres que lo haga en la botella vacía?

Marsh miró a Lynott como si acabara de preguntarle si podía mearse encima de él.

– ¿Por qué iba yo a querer que hicieras una cosa así? ¿Crees que me caliento viendo a hombres mear en una botella? Ni siquiera me caliento viendo a mujeres.

– Sólo me ha parecido conveniente preguntarlo -explicó Lynott-. Algunos son muy puntillosos con eso de quedarse en el vehículo.

– Pues no es mi caso, al menos tratándose de un asunto de cintura para abajo. Anda y ve a buscar un poco de intimidad.

Lynott así lo hizo. Le sentó bien estirar las piernas, y el aire era fresco y olía a hojas verdes y agua cristalina. Se adentró lentamente en el bosque, avanzando en perpendicular a la pendiente, cuidándose de no resbalar en el suelo mojado y las hojas caídas. Encontró un árbol apropiado; luego echó un vistazo por encima del hombro para asegurarse de que aún veía el Tahoe antes de volverse de espalda y abrirse la bragueta. Lo único que se oía en el bosque era el chorro no muy delicado contra la madera y el simultáneo suspiro de alivio y satisfacción de Lynott.

De pronto, un tercer sonido se sumó a la mezcla: cristales rotos, y un ruido a medio camino entre suspiro y tos. Lynott lo identificó de inmediato y al instante tenía el arma en la mano derecha mientras se guardaba el miembro en el pantalón con la izquierda, indiferente al desagradable goteo que acompañó el movimiento. No había dado ni dos pasos cuando algo impactó contra su nuca, y estaba muerto aun antes de darse cuenta de que moría.


Ángel resistió la tentación de decirle a Louis que ya se lo había advertido.

Rodearon las vaquerizas por lados opuestos, moviendo sin cesar sus armas, apuntando los cañones hacia las puertas vacías, las ventanas oscuras, atentos a la menor señal de movimiento.

Llegaron al granero sin percances. Parecía estar tal como lo habían dejado, con las puertas cerradas para mantener el coche oculto. Se detuvieron y aguzaron el oído, pero no oyeron nada. Louis hizo una seña a Ángel para que abriera la puerta de la izquierda después de contar hasta tres. Ángel tenía la boca seca y le dolía el vientre. Se lamió el sudor del labio superior mientras Louis contaba en silencio con los dedos y, cuando dobló el último dedo, abrió la puerta de un tirón.

– Vía libre -anunció Louis, y añadió-: pero la cosa pinta mal.

A un lado, el coche tenía los bajos demasiado cerca del suelo, como una sonrisa torcida. Les habían rajado los dos neumáticos de la derecha. Habían roto la ventanilla del conductor y abierto el capó, y luego lo habían dejado caer sin cerrarlo. Louis permaneció en la puerta, vigilando, mientras Ángel entraba. No detectó el menor movimiento. Un campo vacío se extendía desde la parte de atrás del granero hacia el bosque, pero apenas distinguía nada a lo lejos excepto la forma de los árboles.

Ángel se agachó delante del coche y levantó el capó con cuidado unos milímetros. Sacó una pequeña linterna del bolsillo, la encendió y, sujetándola entre los dientes, cogió un palo del suelo y lo pasó lentamente por la ranura entre el chasis y el capó. No encontró ningún cable. Levantó el capó un poco más con la mano izquierda y, sosteniendo la linterna en la derecha, examinó el motor. No vio resortes, ni almohadillas, ni dispositivos que pudieran activarse al abrir el capó. Aun así, respiró hondo antes de levantarlo del todo. Tardó sólo unos segundos en deducir qué habían hecho. Lo olió antes de verlo.

– Han volado el cuadro de fusibles -anunció-. Con esto no iremos a ninguna parte.

– Habrá que ir a pie, me temo.

– ¿Gamberros?

– ¿Acaso has visto tú a algún chico de la banda del pueblo cuando veníamos hacia aquí?

– No, pero es que esto es…, digamos…, rural. A lo mejor estaban escondidos.

– Sí, ya, por el miedo que les daban los chicos de la gran ciudad.

Louis echó un último vistazo alrededor y luego entró en el granero y fue derecho al maletero del coche. Apoyó el dedo en el botón de apertura y se detuvo antes de apretarlo para mirar a su compañero.

– Delante no había nada -informó Ángel.

– Entonces me quedo más tranquilo. Quizá convendría que te apartases unos pasos, por si las moscas.

– Oye, si tú te vas, yo me voy contigo.

– Puede que no te quiera conmigo.

– ¿Es que necesitas que alguien te llore después?

– No, sólo que no te quiero conmigo toda la eternidad. Y ahora aléjate de una puta vez.

Ángel se apartó. Louis pulsó el botón estremeciéndose sólo un poco. El maletero se abrió, y Louis dejó escapar una maldición. Ángel se acercó.

Juntos, miraron fijamente el maletero.


Weis y Blake no tenían música en el coche, y hacía tiempo que habían agotado las existencias de conocidos mutuos. A ninguno de los dos le preocupaba. Ambos valoraban el silencio. Si bien ninguno lo había expresado en voz alta, los dos admiraban la inmovilidad esencial del otro. Una de las razones por las que Weis detestaba a Lynott era su incapacidad para permanecer callado y quieto mucho tiempo. Sus caminos se habían cruzado por última vez en Chad, donde teóricamente luchaban en el mismo bando, pero Weis consideraba a Lynott un mal profesional, un ladrón y un hombre de moral laxa. Aunque bien es cierto, todo hay que decirlo, que Weis tenía una facilidad especial para detestar a la gente, y ya había empezado a fijarse en la respiración de Blake, que le resultaba incómodamente ruidosa, con o sin inmovilidad. Contra eso nada podía hacerse, suponía, salvo asfixiarlo, lo que incluso a Weis se le antojó una reacción exagerada.

Curiosamente, Blake tenía el mismo problema con Weis, sólo que, a diferencia de él, no era hombre dado a tragarse las cosas en silencio. Se volvió hacia Weis.

– Oye -dijo, y en ese momento la ventanilla del lado del acompañante estalló junto a la cabeza de Weis, y el oído izquierdo de Blake casi ensordeció a causa del rugido de la escopeta. De pronto, Weis ya no tenía cabeza. Una tibia rojez salpicó a Blake al mismo tiempo que el torso de Weis se desplomaba hacia él, pero para entonces Blake estaba ya por debajo del nivel de la ventanilla. Accionó el tirador de la puerta y se lanzó al suelo con la pistola en la mano, disparando a ciegas, enturbiada su visión por la sangre de Weis, consciente de que el ruido y el miedo a que una bala perdida alcanzase su blanco podían bastar para brindarle unos segundos vitales. Debía de haberle sonreído la suerte, advirtió, porque al parpadear para limpiarse la sangre de los ojos, vio caer a tierra a un hombre con un poncho de camuflaje verde y marrón, pero Blake no se detuvo a asimilar lo que había hecho. Lo importante era mantenerse en movimiento. Si se detenía, moriría. Sintió dolor en la cabeza y el hombro, y supo que debía de haberle alcanzado alguno de los balines, pero con la ayuda de Weis y su buena suerte por estar sentado un poco más adelante que su difunto compañero se había salvado de lo peor de la descarga.

Las balas impactaban en torno a él mientras corría, y una le pasó tan cerca de la mejilla izquierda que sintió su calor y casi le pareció ver volar el proyectil, una masa gris en rotación rasgando el aire. Los árboles empezaron a espesarse alrededor, y otro disparo de escopeta hizo jirones una rama no muy lejos de su cabeza, pero él siguió adelante, girando a izquierda y derecha, usando los árboles para cubrirse, sin ofrecer en ningún momento un blanco claro. Oyó a sus perseguidores, pero no miró atrás. Para eso tenía que haberse parado y si se paraba, lo alcanzarían.

Se llenó los pulmones de aire preparándose para un sprint que podía proporcionarle un poco más de tiempo vital, y de pronto su cara chocó contra un objeto duro y se le rompieron la nariz y los dientes. Por un momento quedó de nuevo cegado, y esta vez no por sangre sino por una luz blanca. Cayó de espaldas, pero aun mientras caía conservó alerta el instinto de supervivencia, ya que mantuvo empuñada el arma al tocar el suelo y disparó en dirección al encontronazo. Oyó un gruñido, y un cuerpo se desplomó sobre él y lo inmovilizó. La luz blanca se desvanecía, y un nuevo dolor la sustituyó. Un hombre se sacudía en espasmos sobre él, echando sangre por la boca. Blake lo apartó de un empujón y, contorsionando la mitad inferior del cuerpo, empleó tanto su propio peso como el del moribundo para liberarse de la carga. Todavía aturdido por la fuerza del golpe se levantó tambaleándose, y la primera bala lo alcanzó en la parte alta de la espalda y lo obligó a girar y a abatirse de nuevo. De rodillas, intentó levantar el arma, pero el brazo no aguantaba el peso, y sólo pudo alzarla unos centímetros. De algún modo reunió fuerzas para disparar, pero al sentir el retroceso lanzó un grito de dolor y, sin querer, soltó la pistola. Intentó agacharse y alcanzarla con la mano izquierda, pero recibió otro balazo, que le perforó el brazo izquierdo y le penetró en el pecho. Cayó de espaldas sobre las hojas y fijó la mirada en los árboles y el cielo oscuro.

La cabeza de un hombre apareció ante él, su rostro oculto tras un pasamontañas negro. Dos ojos azules lo observaron con un parpadeo de curiosidad. Luego apareció un tercer ojo, negro y exento de emoción, y éste no parpadeó, ni siquiera cuando su pupila se convirtió en una bala y puso fin al dolor de Blake.


Habían metido dos cadáveres en el maletero del coche de Louis. Las últimas moscas de la temporada ya los habían encontrado. Abigail Endall había recibido una descarga de escopeta en el pecho. Los daños habían sido considerables; el salpicón de puntos negros en los contornos de la herida y la camisa hecha jirones indicaban que le habían disparado a cierta distancia, la suficiente para permitir que los balines se dispersasen pero no tanta como para disipar la fuerza de la descarga. Al marido lo habían matado a quemarropa de un solo disparo de pistola en la cabeza, acercando tanto el arma a su frente que se veían ampollas y quemaduras de pólvora alrededor de la herida. Abigail tenía los ojos medio cerrados, como si estuviese atrapada entre la vigilia y el sueño.

– Ayúdame a sacarlos -dijo Louis.

Se inclinó hacia el interior del maletero, pero Ángel alzó la palma de la mano para detenerlo.

– Mierda -maldijo Louis.

Ángel volvió a coger la linterna y el palo para examinar lo mejor que pudo el espacio debajo de los cuerpos. Cuando consideró que los cadáveres no estaban conectados a una bomba en modo alguno, sacaron primero a Abigail, que yacía sobre su marido, y luego a Philip. Las alfombrillas bajo los cuerpos habían sido retiradas y habían activado una serie de resortes ocultos en el fondo del maletero para desprender los paneles en la base y los laterales. Habían desaparecido las armas allí almacenadas, junto con toda la munición. Para mayor precaución, también habían rajado la rueda de repuesto.

Ángel miró a Louis, y dijo:

– ¿Y ahora qué?


Hara y Harada no llegaron mucho más allá de Massena, y en eso residió su desgracia y su suerte: desgracia porque ya no pudieron participar en la operación de Louis y, mayor desgracia aún, porque en un registro de rutina del vehículo se descubrió su alijo de armas. Los agentes de policía se negaron a concederles el beneficio de la duda, y los asiáticos acabaron en una celda en la comisaría de la calle mayor de Massena mientras el jefe de la policía decidía qué hacer con ellos, y les salvaba así la vida.

Lentamente, Ángel y Louis se acercaron a las puertas del granero. -Treinta metros -dijo Louis. -¿Qué?

– La distancia entre aquí y el bosque situado al este. -Si están esperándonos, nos liquidarán en cuanto salgamos. -¿Prefieres que nos liquiden aquí? Ángel movió la cabeza en un gesto de negación. -Tú ve por la izquierda; yo iré por la derecha -indicó Louis-. Corre y no pares por nada. ¿Queda claro? -Sí, clarísimo. Louis asintió.

– Nos veremos al otro lado -dijo. Y echaron a correr.