"Los hombres de la guadaña" - читать интересную книгу автора (Connolly John)
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La reunión se celebró en uno de los comedores privados de un club entre las avenidas Park y Madison, a un paso del Guggenheim y su última exposición. En la entrada, ningún cartel indicaba el carácter del establecimiento, quizá porque no hacía falta. Quienes necesitaban conocer su ubicación ya sabían dónde encontrarlo, e incluso un observador circunstancial se habría dado cuenta de que aquél era un lugar caracterizado por su exclusividad: si uno debía preguntar qué era, significaba que no tenía nada que hacer allí, ya que la respuesta, si la recibía, sería del todo ajena a sus circunstancias.
El carácter preciso de la exclusividad del club era difícil de definir. Se había inaugurado hacía menos que otras instituciones similares de los alrededores, aunque no por eso carecía de historia ni mucho menos. Debido a su relativa juventud, nunca había rechazado a un posible miembro por su raza, sexo o credo. Tampoco una gran riqueza era prerrequisito para ser aceptado, y de hecho algunos de sus miembros habrían pasado apuros para pagar una ronda en una institución menos tolerante con los ocasionales problemas de insolvencia de sus socios. El club aplicaba más bien una política que podría describirse sin faltar a la verdad como un proteccionismo razonablemente benévolo, basado en la idea de que era un club que existía para aquellos a quienes no les gustaban los clubes, ya fuera por una inclinación inherentemente antisocial, o bien porque preferían que los demás supiesen lo menos posible sobre sus actividades. En las zonas comunes estaban prohibidos los teléfonos de cualquier clase. La conversación se toleraba si se mantenía en un nivel de susurro audible sólo para murciélagos y perros. El comedor principal era uno de los lugares de la ciudad donde reinaba mayor silencio a las horas de las comidas, en parte porque estaba casi prohibida toda forma de comunicación verbal, pero más que nada porque los miembros, en su mayoría, preferían comer en los salones privados, donde tenían la certeza de que ningún asunto tratado allí saldría de aquellas cuatro paredes, ya que el club se enorgullecía de su discreción, incluso hasta la muerte. Los camareros eran casi sordos, mudos y ciegos. No había cámaras de seguridad; y no se llamaba a nadie por su nombre, a menos que alguien indicase su preferencia por tal familiaridad. En el carnet de miembro sólo constaba un número. Las dos plantas superiores contenían doce habitaciones decoradas con buen gusto, aunque sin lujos, para quienes decidían pasar la noche en la ciudad y no deseaban complicarse la vida con hoteles. Las únicas preguntas que se hacía a los huéspedes eran variaciones sobre determinados temas, como, por ejemplo, si les apetecía más vino o no, o si necesitaban ayuda para subir por la escalera hasta la cama.
Aquella noche en particular había ocho hombres, contando a Ángel y Louis, reunidos en lo que se conocía oficiosamente como «Salón presidencial», alusión a una famosa velada en que el ocupante del más alto cargo del país utilizó el salón para satisfacer diversas necesidades, entre las que comer era sólo una más.
Los ocho hombres cenaron en torno a una mesa circular, un menú a base de carne -venado y solomillo- acompañada de shiraz Dark Horse de Sudáfrica. Una vez recogida la mesa y servidos los cafés y los licores a quienes los pidieron, Louis echó el cerrojo y extendió los mapas y diagramas ante ellos. Explicó el plan una vez sin interrupciones. Mientras los seis invitados escuchaban con atención, Ángel escrutó sus rostros en busca de algún parpadeo o cualquier reacción que pudiese indicar que los demás compartían sus mismas dudas. No vio nada. Incluso cuando empezaron a hacer preguntas, eran meramente sobre cuestiones de detalle. Las razones de lo que iba a suceder no les importaban. Tampoco los riesgos, no más de lo necesario. Les pagaban bien por su tiempo y experiencia, y confiaban en Louis. Eran hombres acostumbrados a la lucha y entendían que su remuneración era generosa justo debido al peligro.
Al menos tres de ellos -el inglés, Blake; Marsh, de Alabama; y el mestizo Lynott, un hombre que reunía más acentos que un continente- eran veteranos de un sinfín de conflictos extranjeros, en los que sus lealtades estaban determinadas por el humor del momento, el dinero y la moralidad, normalmente en ese orden. Los dos Harrys -Hara y Harada- eran japoneses, o eso decían, pese a que tenían pasaporte de cuatro o cinco países asiáticos. Ofrecían el mismo aspecto que esos turistas que uno ve pulular por el Gran Cañón, haciendo alegres muecas para la cámara y el signo de la paz para sus amigos y familiares. Los dos eran bajos y de piel oscura, y Harada llevaba gafas de montura negra que siempre se ajustaba en el puente de la nariz con el dedo medio antes de hablar, un tic que había inducido a Ángel a preguntarse si no era simplemente una manera sutil de hacerle un corte de mangas al mundo cada vez que abría la boca. Hara y él parecían tan inofensivos que a Ángel le inquietaban muchísimo. Había oído hablar de algunas de sus hazañas. No supo muy bien si creerse o no esas historias hasta que los dos Harrys le obsequiaron con una película que, según ellos, les había hecho reír más que cualquier otra, tanto es así que se les soltaron las lágrimas nada más cruzar unos comentarios en su lengua materna sobre sus escenas preferidas. Ángel había borrado de su memoria el título de la película en beneficio de su propia cordura, aunque recordaba unas agujas de acupuntura que le introducían a alguien entre el párpado y el globo ocular y cómo empujaban después suavemente con la yema del dedo. Lo más perturbador fue que esa película resultó ser su regalo de Navidad. Ángel no era de los que iban por ahí tachando de anormales a otras personas sin una buena razón, pero opinaba que alguien debería haber estrangulado a los Harrys al nacer. Eran una pequeña broma de sus madres a costa del mundo.
El sexto miembro del equipo era Weis, un suizo alto que en otro tiempo había formado parte de la guardia del Vaticano. Lynott y él parecían tener alguna rencilla pendiente, a juzgar por la mirada que se cruzaron al enterarse de que iban a cenar juntos. Un motivo de inquietud más para Ángel. Esa clase de tensiones, especialmente en un equipo poco numeroso, tendían a propagarse y causar nerviosismo entre los demás. Aun así, todos se conocían, aunque sólo fuera de oídas, y Weis y Blake pronto se enfrascaron en una conversación sobre allegados comunes, tanto vivos como muertos, mientras que Lynott parecía haber encontrado un interés afín con los Harrys, lo que confirmó las sospechas de Ángel sobre los tres.
Al final de la velada se habían formado los equipos: Weis y Blake cubrirían el puente del norte, Lynott y Marsh el del sur. Los Harrys se ocuparían de la carretera entre ambos puentes, recorriéndola a intervalos regulares. En caso de necesidad podían desplazarse para reforzar a cualquiera de los dos equipos en los puentes, o apostarse en un puente si uno de esos equipos se veía obligado a cruzar el río para dar apoyo a Ángel y Louis en su huida.
Se decidió que partirían al día siguiente, escalonando las salidas y alojándose en moteles preasignados a corta distancia del objetivo. Poco antes del alba, cuando los equipos estuviesen en sus posiciones, Ángel y Louis cruzarían el Roubaud para matar a Arthur Leehagen, su hijo Michael y cualquiera que se interpusiese en su camino.
Cuando se marcharon sus seis invitados y la cuenta quedó pagada, Ángel y Louis se separaron. Ángel regresó al apartamento, mientras Louis iba a un loft de Tribeca. Allí compartió una última copa de vino con una pareja, los Endall, Abigail y Philip. Si bien parecían un matrimonio acomodado normal y corriente, cercano a los cuarenta años, el adjetivo «normal» no era aplicable al oficio que ejercían. Sentados los tres a la mesa del comedor, Louis expuso una variación respecto al plan original. Los Endall eran el comodín en la baraja de Louis. No tenía intención de enfrentarse a Leehagen él solo con Ángel. Antes de que los otros equipos estuvieran siquiera apostados, los Endall ya se hallarían en las tierras de Leehagen esperando.
Esa noche Ángel permaneció despierto en la oscuridad. Louis percibió su insomnio.
– ¿Qué pasa? -preguntó Louis.
– No les has dicho nada acerca del quinto equipo.
– No tienen por qué saberlo. Excepto nosotros, nadie necesita conocer todos los detalles.
Ángel no contestó. Louis se movió a su lado y encendió la lámpara de la mesilla de noche.
– ¿Se puede saber qué te pasa? -insistió Louis-. Desde hace dos días pareces un perro extraviado.
Ángel se volvió a mirarlo.
– Esto no me parece bien -dijo-. Te seguiré, pero no me parece bien.
– ¿Eliminar a Leehagen?
– No, la manera en que lo estás llevando. Las cosas no encajan como deberían.
– ¿Te refieres a Weis y Lynott? No darán problemas. Los mantendremos separados, así de simple.
– No es sólo por ellos. Es porque el equipo es demasiado pequeño, y por las lagunas en la historia de Hoyle.
– ¿Qué lagunas?
– No acabo de identificarlas. Sencillamente me suena a falso, al menos en parte.
– Gabriel confirmó lo que nos contó Hoyle.
– ¿Qué? ¿Que había una rencilla personal entre Leehagen y él? Vaya cosa. ¿Crees que eso es razón suficiente para matar a la hija de alguien y echársela a los cerdos? ¿Para pagar casi un millón de dólares de recompensa por las cabezas de dos hombres? No, esto no me gusta. Tengo la impresión de que incluso Gabriel se callaba algo. Tú mismo lo dijiste después de hablar con él. Y además está Ventura…
– No sabemos si en verdad ronda por ahí.
– Lo de Billy Boy me huele claramente a Ventura.
– Cada vez te pareces más a una vieja. El día menos pensado dirás que quieres un gato y empezarás a reunir los cupones del supermercado.
– Algo no me cuadra, lo digo en serio.
– Si tan preocupado estás, quédate.
– Ya sabes que no puedo hacer eso.
– Entonces duerme. No te necesito más tenso aún de lo que ya estás.
Louis apagó la luz y dejó a Ángel a oscuras. Éste no se durmió, pero Louis sí. Era un don que tenía: nada perturbaba su descanso. Esa noche no soñó, o no recordó haber soñado, pero despertó poco antes del amanecer. Junto a él, Ángel por fin había conciliado el sueño, y a su olfato llegaba un claro olor a quemado.
Se llamaban Alderman Rector y Atlas Griggs. Alderman era de Oneida, Tennessee, un pueblo donde, de niño, había sido testigo de cómo la policía y un grupo de ciudadanos daban caza a un vagabundo negro que se había apeado de un tren de carga en la estación que no debía. Persiguieron a aquel hombre cuando huyó por el bosque para salvar la vida. Transcurrida una hora, volvieron con el cuerpo acribillado a balazos a rastras y lo colocaron ante la comisaría para que todos lo vieran. Su madre le había puesto el nombre de Alderman, o «concejal», por despecho a los blancos convencidos de que en realidad ese cargo nunca estaría a su alcance, e inculcó en el niño la importancia de ir siempre pulcramente vestido y no darle nunca a nadie, fuera blanco o negro, una excusa para faltarle al respeto. Por eso, cuando Griggs lo localizó en el reñidero, Alderman vestía un traje amarillo canario, una camisa beige y una corbata de color naranja sanguina, con zapatos beige y marrón y, encasquetado en la cabeza hasta el punto de que le dejaba un ruedo permanente en el pelo, un sombrero amarillo con una pluma roja en la cinta. Sólo de cerca se le veían las manchas en el traje, el cuello raído de la camisa, las arrugas en la corbata allí donde la goma elástica había empezado a ceder dentro de la tela, y las burbujas del pegamento endurecido que mantenía unido el cuero de su zapato. Alderman sólo tenía dos trajes, uno amarillo y otro marrón, ambos parte del vestuario de hombres muertos, comprados a las viudas antes de que la tapa del ataúd de sus propietarios anteriores hubiese sido atornillada. Aun así, como a menudo comentaba a Griggs, eso ascendía a dos trajes más de los que tenían muchos hombres, al margen del color de su piel.
Alderman -nadie lo llamaba Rector, como si su nombre de pila se hubiera convertido en el cargo que siempre se le negaría- medía un metro sesenta y cinco y era tan flaco que casi parecía momificado: la piel amarillenta se le pegaba a los huesos porque había tan poca carne que habría cabido pensar que no era más que un cadáver animado. Tenía los ojos muy hundidos en las cuencas, y los pómulos tan marcados que, cuando comía, amenazaban con desgarrar la piel. El pelo le crecía en rizos blandos y oscuros que empezaban a encanecer, y había perdido casi todos los dientes de la mandíbula inferior izquierda a manos de una pandilla de paletos blancos en Boone County, Arkansas, de manera que la mandíbula no le encajaba bien, lo que le confería la expresión pensativa de alguien que carga con el peso de una noticia inquietante recién recibida. Hablaba siempre en voz baja, obligando a los demás a inclinarse hacia él para oírlo, a veces a costa de ellos. Puede que Alderman no fuese fuerte, pero era rápido, inteligente, y no vacilaba cuando se trataba de lastimar a otros. Se dejaba las uñas intencionadamente largas y afiladas a fin de causar el mayor daño posible en los ojos, y así había cegado a dos hombres sólo con sus manos. Llevaba una navaja automática bajo la correa del reloj, y la correa lo bastante ceñida para mantener en su sitio la navaja, pero lo bastante suelta para permitirle a Alderman empuñarla con un simple movimiento de muñeca. Prefería las pistolas pequeñas, sobre todo las de calibre 22, porque eran más fáciles de esconder y letalmente eficaces a quemarropa, y a Alderman le gustaba sentir el aliento del moribundo cuando mataba.
Alderman era respetuoso con las mujeres. Había estado casado una vez, pero ella había muerto y él no había vuelto a tomar esposa. No hacía uso de las prostitutas ni coqueteaba con mujeres de baja estofa, y no veía con buenos ojos a quienes lo hacían. Por eso, Deber, que era un sádico sexual y un explotador de mujeres en serie, nunca había sido santo de su devoción. Pero Deber tenía la virtud de acceder a situaciones que propiciaban el enriquecimiento, como una serpiente o una rata introduciéndose por los resquicios y los agujeros a fin de llegar a la presa más jugosa. El dinero que Alderman se embolsaba por ese canal le permitía abandonarse a su único y auténtico vicio, que era el juego. El juego escapaba por completo a su control. Lo consumía, y eso explicaba por qué un hombre listo que de vez en cuando daba golpes de nivel entre bajo y medio había acabado teniendo sólo dos trajes manchados que antes fueron propiedad de otros hombres.
Griggs, en cambio, no era inteligente, o al menos no destacaba por ello, pero sí leal y fiable, y poseía un grado poco común de fuerza y valor personal. Si bien no era mucho más alto que Alderman, pesaba veinticinco kilos más. Tenía la cabeza casi perfectamente redonda, las orejas pequeñas y pegadas al cráneo, y la piel negra con un asomo de rojo según la luz. Deber era primo segundo suyo, y los dos hombres acostumbraban andar en busca de mujeres en los pueblos y ciudades por los que pasaban. Deber tenía encanto, aunque era un encanto tan poco profundo que en él no se ahogaría siquiera un insecto, y Griggs era apuesto a su manera robusta, de modo que formaban buen equipo. La adoración de Griggs por su primo le impedía ver los aspectos más ingratos del comportamiento de éste con las mujeres: la sangre, las magulladuras y, la noche que mató a la mujer con quien vivía, la visión de un cuerpo maltrecho tendido en el callejón detrás de una licorería, con la falda levantada en torno a la cintura, la mitad inferior del cuerpo desnuda, violada por Deber mientras moría.
Griggs llegó al viejo almacén de patatas que albergaba el reñidero cuando estaba a punto de empezar la última pelea de gallos. Era agosto, casi el final de la temporada, y las aves que habían sobrevivido presentaban las señales de sus peleas anteriores. No se veía una sola cara blanca. Dentro del almacén hacía tal calor que la mayoría de los hombres habían prescindido de la camisa y, en un esfuerzo por refrescarse, bebían cerveza barata, sacando las botellas de cubos llenos de hielo a rebosar. Aquello olía a sudor y a orina, a excrementos y a la sangre de los gallos, que había salpicado las paredes del reñidero y se filtraba en el suelo de tierra. Sólo Alderman permanecía indiferente al calor. Sentado en un barril, sostenía un delgado fajo de billetes enrollados en la mano izquierda y mantenía la atención fija en el reñidero que tenía delante.
Dos hombres acabaron de afilar las cuchillas que llevaban sus aves en las patas y entraron en el reñidero. Al instante se alteraron el tono y el volumen de las voces de los espectadores mientras hacían las últimas apuestas antes de iniciarse la pelea, cruzando señas con las manos y gritos, buscando confirmación de que quedaba constancia de la cantidad apostada. Alderman no se sumó a ellos. Ya había hecho su apuesta. Alderman nunca dejaba nada para el último momento.
Los criadores se acuclillaron a ambos lados del reñidero junto a sus gallos, que picoteaban el aire presintiendo la inminencia del combate. Presentaron a las aves, cuyos collares se erizaron en una reacción instintiva de odio, y luego las soltaron. Mientras los gallos luchaban, Griggs se abrió paso entre el gentío atisbando algún que otro destello del metal de las púas, los salpicones de sangre en brazos, pechos y caras. Vio a un hombre que instintivamente se lamía la sangre de los labios con la punta de la lengua, sin apartar la mirada del combate. Una de las aves, un gallo de collar amarillo, recibió una cuchillada en el cuello y comenzó a desfallecer. El criador lo retiró de forma provisional y empezó a soplarle en la cabeza para reanimarlo; luego le succionó la sangre del pico antes de devolverlo a la pelea, pero era obvio que el gallo ya había recibido bastante. Se quedó inmóvil, sin responder a los ataques de su adversario. Se inició la cuenta y la pelea se dio por concluida. El perdedor agarró el ave maltrecha entre sus brazos, la miró con tristeza y luego le retorció el pescuezo.
Alderman no se había movido del barril, y Griggs adivinó que la noche no le había sido propicia.
– Vaya mierda, tío -se quejó Alderman con la misma voz que un deudo pronunciando oraciones por un muerto en susurros, o como un suave cepillo barriendo las cenizas de un suelo de piedra-. Ha sido todo una verdadera mierda.
Griggs se recostó contra la pared y encendió un cigarrillo, en parte para aislarse del hedor del reñidero. Griggs nunca había sido muy aficionado a las peleas de gallos. No le gustaba el juego y se había criado en la ciudad. Aquél no era sitio para él.
– Traigo noticias para ti -anunció-, algo que debería animarte.
– Ya -repuso Alderman. No miró a Griggs, sino que empezó a contar una y otra vez su dinero, como si por el hecho de pasar los billetes con los dedos pudiese multiplicarlos o hacer aparecer uno de veinte no visto hasta ese momento entre los de cinco y los de uno.
– El chico que se cargó a Deber. Puede que sepa dónde está.
Alderman acabó de contar e introdujo los billetes en una cartera marrón de cuero gastado; luego guardó la cartera con cuidado en el bolsillo interior de la chaqueta y se abrochó el botón. Llevaban ya diez semanas buscando al muchacho. Presentándose en su enorme Ford, viejo y destartalado, habían tratado de intimidar a las mujeres de la cabaña con un despliegue de falsas sonrisas y amenazas implícitas, pero la abuela del muchacho se había enfrentado a ellos allí mismo, en el porche, y luego habían salido tres hombres de entre los árboles, lugareños que cuidaban de los suyos, y Griggs y él se habían marchado. Alderman comprendió que esas mujeres, en el supuesto de que supieran dónde estaba el muchacho, no hablarían, ni siquiera sacando una navaja a una de ellas. Lo vio en los ojos de la matriarca, plantada en jarras delante de la puerta abierta, maldiciéndoles entre dientes por lo que se proponían. Al igual que el jefe Wooster, algo había oído Alderman acerca de la fama de esa mujer. Las palabras que les dirigía no eran maldiciones corrientes. A Alderman, que no creía en Dios ni en el diablo, le trajeron sin cuidado, pero admiró la actitud de la mujer y sintió respeto por ella incluso mientras intentaba transmitirle el nivel de daño que Atlas y él estaban dispuestos a infligir para encontrar al muchacho.
– ¿Y dónde está? -preguntó a Griggs.
– En San Diego.
– Muy lejos de casa. ¿Cómo te has enterado?
– Un amigo se lo dijo a un amigo. Conoció a un hombre en un bar, se pusieron a charlar… En fin, ya sabes. El hombre oyó que buscábamos a un chico negro, oyó que podía haber dinero de por medio. Dijo que un chico como el nuestro apareció por San Diego buscando trabajo hace un par de meses. Consiguió un empleo de pinche en una casa de comidas.
– ¿Ese tipo tiene nombre?
– Era blanco, no dijo cómo se llamaba. Le habló de él un paleto que tiene un bar en el pueblo del chico. Pero hice unas cuantas llamadas y pedí a alguien que fuera a echarle un vistazo. Según parece, es él.
– Es un viaje muy largo para ir hasta allí y descubrir que nos hemos equivocado.
– Mandé a Del Mar. No queda lejos de Tijuana. En todo caso, es él. Lo sé.
Alderman se levantó del barril y se desperezó. No había gran cosa que lo retuviera allí, y tenía que ajustarle las cuentas a ese muchacho: Deber estaba preparando un golpe y con su muerte se había ido todo a la mierda. Sin Deber, Atlas y él se las habían ido arreglando a duras penas. Necesitaban otro contacto, alguien con garra, pero corría el rumor de lo que el muchacho podría haberle hecho a Deber y ahora a Atlas y a él no se les guardaba el merecido respeto. Necesitaban zanjar el asunto con el chico para empezar a ganar dinero otra vez.
Esa noche atracaron un negocio familiar y se embolsaron setenta y cinco dólares de la caja registradora y la caja fuerte, y cuando Griggs acercó una navaja al cuello de la mujer, el marido sacó otros ciento veinte de una caja en el almacén. Los dejaron atados en la trastienda, apagaron las luces y, antes de marcharse, arrancaron el cable del teléfono de la pared. Alderman vestía un viejo abrigo gris encima del traje y tanto Griggs como él llevaban bolsas de tela en la cabeza para ocultar sus rostros. Antes de entrar habían buscado un sitio donde aparcar que no se viera desde la tienda, para que nadie pudiera identificar el coche. Había sido un golpe fácil, no como algunos de los que habían dado con Deber en su día. Deber habría violado a la mujer en la tienda por despecho, delante del marido.
Se detuvieron cerca de Abilene en un bar propiedad de un antiguo conocido de Griggs, y allí un tal Poorbridge Danticat, que había oído hablar de Alderman, Griggs y Deber, hizo un comentario jocoso sobre Deber, en alusión al hecho de que perdió la cabeza. Alderman y Griggs lo esperaron después en el aparcamiento, y Griggs dio tal paliza a Poorbridge que casi le arrancó la mandíbula del cráneo y le dejó una oreja colgando de un trozo de piel. Serviría como mensaje. La gente tenía que aprender a mostrar un poca de respeto.
Todo por culpa de Deber, pensó Alderman mientras se dirigían en coche hacia el oeste. Ni siquiera me caía bien, y ahora tenemos que hacer un viaje de varios días para matar a un chico sólo porque Deber fue incapaz de controlarse con su mujer. En fin, se lo harían pagar al muchacho, le darían un castigo ejemplar para que la gente supiese que Atlas y él se tomaban en serio esas cosas. No quedaba más remedio. Al fin y al cabo, el negocio era el negocio.
La casa de comidas estaba en National Boulevard, no lejos del cine por-no Pussycat. El Pussycat había nacido con el nombre de teatro Bush en 1928, luego, en sucesivas etapas de su historia, había sido el National, el Aboline y el Paris, antes de incorporarse por fin a la corriente porno en la década de 1960. Cuando Louis llegaba a trabajar cada mañana poco después de las cinco, el Pussycat estaba dormido y en silencio, como una puta vieja después de una dura noche de faena, pero cuando se iba, doce horas más tarde, una continua cola de hombres ya había empezado a hacer uso de las instalaciones del Pussycat, aunque, como comentaba a menudo el señor Vasich, el propietario de la casa de comidas: «Ninguno se queda más tiempo de lo que duran unos dibujos animados».
El trabajo en la Casa de Comidas Número Uno de Vasich, cuyo nombre se anunciaba en un cartel de neón amarillo y rosa, consistía en hacer todo lo necesario para que el establecimiento permaneciera en marcha, salvo preparar la comida o cobrar a los clientes. Fregaba, pelaba patatas, desgranaba maíz y sacaba brillo. Ayudaba con las entregas de los repartidores y a sacar la basura. Se aseguraba de que los lavabos estuvieran limpios y de que hubiera papel higiénico en los retretes. Por eso le pagaban el salario mínimo, 1,40 dólares la hora, de los que el señor Vasich deducía veinte centavos por hora en concepto de alojamiento y comida. Trabajaba sesenta horas semanales, y libraba los domingos, aunque si quería, podía ir y poner al día la contabilidad durante un par de horas la mañana del domingo, por lo que el señor Vasich le pagaba cinco dólares limpios, sin hacer preguntas. Louis hacía las horas extra. Gastaba sólo una pequeña parte del dinero que ganaba, salvo por alguna que otra película que se concedía un domingo por la tarde, ya que el señor Vasich le daba bien de comer y le proporcionaba una habitación en el piso de arriba con un cuarto de baño al otro lado del pasillo. Desde donde Louis se alojaba, no había acceso a la propia casa de comidas, y el resto de las habitaciones se empleaban como almacén y depósito de una colección de muebles rotos y desparejados, casi ninguno relacionado con el negocio.
Transcurridas dos semanas fue en autobús a Tijuana y, después de recorrer las calles durante dos horas, al final se compró un revólver Smith amp; Wesson modelo Airweight, de aleación de aluminio y calibre 38, junto con dos cajas de munición, en una tienda cerca de Sánchez Taboda. Combinando una simple demostración manual con un inglés macarrónico, el vendedor le enseñó cómo se desprendía el tambor y se accionaba la varilla eyectora para acceder a la placa eyectora central. El revólver olía a limpio, y el hombre dio a Louis un cepillo y un poco de aceite para mantener el arma en ese mismo estado. Después, Louis intentó comprarse un bocadillo, pero todas las panaderías estaban cerradas, aparentemente porque se había almacenado un pesticida junto con los ingredientes para hacer el pan en un depósito estatal de Mexicali, lo cual había causado la muerte de cierta cantidad de niños. Se conformó, pues, con medio pollo sobre una base de lechuga mustia antes de regresar a Estados Unidos.
Encontró una bicicleta vieja en uno de los trasteros del señor Vasich e hizo reparar las ruedas y cambiar la cadena pagándolo de su bolsillo. El domingo siguiente metió en una bolsa una botella de agua, un bocadillo de la casa de comidas, un donut, unas cuantas botellas vacías y el revólver, y se dirigió con la bicicleta hacia el oeste hasta dejar la ciudad atrás. Escondió la bicicleta entre unos arbustos y se alejó de la carretera hasta llegar a una hondonada de pedruscos y rocalla. Allí se pasó una hora disparando a las botellas, que sustituyó por piedras cuando sólo quedaban esquirlas de cristal. Era la primera vez que sostenía en las manos y disparaba un revólver, pero pronto se habituó al peso y al sonido que producía. En general, disparó desde una distancia no superior a los cinco metros, suponiendo que, a la hora de la verdad, probablemente utilizaría el arma desde cerca. En cuanto se quedó satisfecho del resultado y de su conocimiento del arma, enterró los cristales rotos, recogió con cuidado los casquillos y volvió a la ciudad en la bicicleta.
La espera llegó a su fin una noche cálida y tranquila de agosto. Lo despertaron los crujidos del suelo de madera ante su habitación. Fuera todavía era de noche, y no tenía la sensación de llevar mucho tiempo dormido. No sabía cómo habían conseguido acercarse tanto sin que los oyera. A las habitaciones de esa planta se llegaba por una precaria escalera de madera situada a la derecha del edificio, y Louis siempre dejaba la puerta de la calle cerrada con llave por insistencia del señor Vasich. Sin embargo, no le sorprendió que por fin lo hubieran encontrado. Gabriel le había anunciado que ocurriría, y él mismo era consciente de que así sería. Salió de entre las sábanas, en calzoncillos, y alargó el brazo hacia el revólver al mismo tiempo que echaban abajo la puerta de la habitación de una patada y un gordo de cabeza redonda aparecía en el umbral. Detrás, Louis vio asomar a otro hombre de menor estatura.
El individuo corpulento empuñaba una pistola de cañón largo, pero no apuntaba hacia el chico, todavía no. Louis levantó su propia arma. Le tembló la mano, no por miedo, sino por la repentina subida de adrenalina en su organismo. No obstante, el hombre plantado en la puerta lo interpretó mal.
– Ya lo ves, chico -dijo Griggs-. Tienes un arma, pero es difícil matar a un hombre a bocajarro. Es muy…
El arma de Louis habló, y de un orificio en el pecho de Griggs empezó a manar sangre oscura. Louis dio un paso al frente a la vez que apretaba otra vez el gatillo, y el segundo disparo alcanzó a Griggs en un lado del cuello mientras caía de espaldas, casi llevándose a Alderman Rector consigo. Alderman descerrajó un tiro con la pequeña calibre 22, pero la bala se desvió y rompió el cristal de la ventana a la derecha de Louis. El arma ya no temblaba en su mano, y los siguientes tres disparos impactaron en un estrecho círculo no mayor que el puño cerrado de un hombre en el centro del torso de Alderman. Este dejó caer la pistola y, con la mano derecha en las heridas, se volvió en un intento de buscar apoyo en la pared. Consiguió dar un par de pasos antes de que le fallaran las piernas y cayera de bruces. Gimió al sentir la presión sobre las heridas. A continuación comenzó a arrastrarse por el suelo, ayudándose con las manos y usando el cadáver de Griggs para empujarse con los pies. Oyó unos pasos tras de sí. Louis disparó la última bala en la espalda de Alderman, y éste dejó de moverse.
Louis miró el arma que sostenía en la mano. Tenía la respiración acelerada y el corazón le latía con tal fuerza que le dolía. Regresó a su habitación, se vistió e hizo la maleta. No tardó mucho, pues en realidad nunca la había deshecho, consciente de que llegaría la hora en que, si sobrevivía, tendría que marcharse otra vez. Volvió a cargar el revólver por si acaso aquellos hombres no iban solos; luego pasó por encima de los dos cadáveres y recorrió el pasillo. Abrió la puerta y aguzó el oído, después echó una ojeada al patio. No se movía nada. Abajo, en el aparcamiento, vio un Ford destartalado, con las dos puertas delanteras abiertas, pero no había nadie dentro.
Louis corrió escalera abajo y, nada más doblar la esquina, recibió un puñetazo en plena sien izquierda. Se desplomó, cegado por el dolor. Mientras caía, intentó levantar el revólver, pero ya en el suelo notó en la mano el peso de una bota que se la inmovilizó y le pisó los dedos hasta que soltó el arma. Unas manos lo agarraron de la pechera de la camisa y lo pusieron en pie de un tirón; luego, a empujones, lo obligaron a doblar de nuevo la esquina y retroceder hasta que notó el primer peldaño de la escalera en las pantorrillas. Se sentó y vio claramente, por primera vez, al hombre que lo había atacado. Era blanco, de metro ochenta, con el pelo al cepillo igual que un policía o un soldado. Vestía traje oscuro, corbata negra y camisa blanca. Tenía la tela salpicada de alguna que otra gota de sangre de Louis.
Detrás de él estaba Gabriel.
A Louis se le empañaron los ojos, pero no quería que esos hombres pensaran que lloraba.
– Están muertos -dijo.
– Sí -confirmó Gabriel-. Claro que sí.
– Usted los ha seguido hasta aquí.
– Me enteré de que venían de camino.
– Y no los detuvo.
– Tenía fe en ti. Y no me equivocaba. No necesitabas a nadie más, podías ocuparte de ellos tú solo.
Louis oyó unas sirenas a lo lejos que se acercaban.
– ¿Cuánto tiempo crees que conseguirás eludir a la policía? -preguntó Gabriel-. ¿Un día? ¿Dos?
Louis no contestó.
– Mi oferta sigue en pie -continuó Gabriel-. De hecho, aún más que antes, después de la pequeña demostración de tus aptitudes que hemos visto esta noche. ¿Qué me dices? ¿La cámara de gas en San Quintín o yo? Deprisa. Se acaba el tiempo.
Louis observó con atención a Gabriel, preguntándose cómo se las había arreglado para estar allí en el momento justo, y consciente de que esa noche había sido una prueba pero sin saber muy bien hasta qué punto la había urdido Gabriel. Alguien tenía que haber dicho a esos hombres dónde encontrarlo. Alguien lo había delatado. Aunque, claro, podía ser una coincidencia.
Pero Gabriel estaba allí. El sabía que esos hombres iban por él, y esperó a ver qué ocurría. Ahora le ofrecía ayuda, y Louis no tenía muy claro si era de fiar.
Y Gabriel le devolvió la mirada, y le leyó el pensamiento.
Louis se puso en pie. Dirigió un gesto de asentimiento a Gabriel, recogió su bolsa de viaje y lo siguió al coche. El conductor se quedó con el revólver y Louis no volvió a verlo jamás. Cuando llegó la policía, ya iban rumbo al norte, y el chico que había trabajado en la casa de comidas, el que había dejado dos muertos en el suelo del edificio del señor Vasich, ya no existía, salvo en un rincón diminuto y oculto de su propia alma.