"Los hombres de la guadaña" - читать интересную книгу автора (Connolly John)

11

Ángel y Louis se presentaron en el edificio de Hoyle sin previo aviso. Simplemente entraron en el vestíbulo al final del día y pidieron a un miembro del servicio de seguridad que informase a Simeon de que el señor Hoyle tenía visita. El vigilante no pareció alarmarse por la solicitud. Ángel supuso que como Hoyle residía en el edificio, y además era reacio a enfrentarse con el mundo en las condiciones impuestas por éste, los vigilantes se habían habituado al tráfico humano a horas intempestivas.

– ¿Qué nombre doy? -preguntó el vigilante.

Sin contestar, Louis se colocó bajo la lente de la cámara más cercana, y mostró claramente el rostro.

– Creo que ya sabrá quiénes somos -dijo Ángel.

El vigilante avisó por el intercomunicador. Pasaron tres minutos. Una mujer atractiva con una ajustada falda negra y blusa blanca cruzó el vestíbulo y echó a Louis una mirada ponderativa. Casi de manera imperceptible, excepto para Ángel, Louis cambió de postura.

– Te has pavoneado -afirmó Ángel.

– No creo.

– Sí, te has erguido. Te las has dado de hetero. Te has deshomose-xualizado.

La puerta del ascensor privado se abrió en el vestíbulo y el vigilante les indicó que entraran. Se dirigieron hacia allí.

Louis se encogió de hombros.

– A un hombre le gusta que lo valoren.

– Creo que estás confuso sobre tu sexualidad.

– Tengo buen ojo para la belleza -dijo Louis. Tras un breve silencio, añadió-: Y ella también.

– Ya -convino Ángel-. Pero nunca te querrá tanto como te quieres tú.

– Es una cruz -respondió Louis mientras se cerraban las puertas. -A mí me lo vas a contar.


Cuando llegaron al ático de Hoyle, en el recibidor sólo los esperaba Simeon. Vestía pantalón negro y camisa negra de manga larga. Esta vez llevaba el arma bien visible: una Smith amp; Wesson 5906, enfundada en una pistolera Horseshoe.

– ¿Hecha a medida? -preguntó Louis.

– Maryland -contestó Simeon-. Hice limar los salientes.

Extrajo la pistola con suavidad y rapidez y la sostuvo en alto para que vieran los contornos rebajados de las miras delantera y trasera, la palanca del cargador, la guarda del gatillo y el percutor. La exhibición supuso un sorprendente gesto de vanidad por parte de Simeon -hasta el punto de que Ángel jamás habría esperado algo así de un hombre como él-, y una advertencia: habían llegado sin cita previa, y a altas horas. Simeon los trataba con cautela.

Enfundó la pistola y, sin poner especial atención, los registró con la varita. Después los acompañó de nuevo al salón con vistas a la piscina. Esta vez las ondas creaban en la pared un dibujo distorsionado e irregular, y Ángel oyó que alguien nadaba. Se acercó al cristal y vio a Hoyle surcar el agua en estilo mariposa.

– ¿Nada mucho? -preguntó a Simeon.

– Por la mañana y por la noche -contestó Simeon.

– ¿Alguna vez permite que alguien utilice la piscina?

– No.

– Imagino que no es de los que comparten.

– Comparte información -dijo Simeon-. La comparte con ustedes.

– Sí, es todo un pozo de conocimientos.

Ángel se volvió y se reunió con Louis junto a la misma mesa en torno a la que se habían sentado con Hoyle días antes esa misma semana. Simeon permaneció de pie no muy lejos, desde donde podía verlos y dejarse ver.

– ¿Cómo es que trabaja para ese hombre? -preguntó Louis por fin. El chapoteo en la piscina había cesado-. Para el talento que usted tiene, no puede ser un gran desafío estar aquí encerrado todo el día con alguien que rara vez sale a la calle.

– Paga bien.

– ¿Eso es todo?

– ¿Ha estado en el ejército?

– No.

– Entonces no lo entendería. Pagar bien compensa muchos pecados.

– ¿Tiene su jefe muchos pecados que compensar?

– Tal vez. A fin de cuentas, todos somos pecadores.

– Supongo. Aun así, con o sin pecados, esas aptitudes adquiridas en la infantería de marina se oxidarán.

– Me ejercito.

– No es lo mismo.

Ángel advirtió un ligero respingo en Simeon.

– ¿Insinúa que quizá tenga que usarlas pronto?

– No. Sólo digo que es fácil dar por sentadas esas cosas. Si uno no se mantiene en plena forma, puede no encontrarlas a mano cuando las necesita.

– No lo sabremos hasta que llegue el día.

– No, no lo sabremos.

Ángel cerró los ojos y suspiró. Había en el salón testosterona suficiente como para dejar calva una peluca. Estaban a un paso de echarse un pulso. En ese momento entró Hoyle. En albornoz blanco y zapatillas de andar por casa, se secaba el pelo con una toalla, aunque lo hacía con los ubicuos guantes blancos.

– Me alegro de que hayan vuelto -dijo-. Aunque habría preferido que fuese en circunstancias más propicias. ¿Cómo está su… -buscó la palabra para referirse a Gabriel y por fin eligió-: «amigo»?

– Herido de bala -contestó Louis sin más.

– Eso tengo entendido -dijo Hoyle-. No obstante, agradezco que me lo confirme.

Tomó asiento frente a ellos y entregó la toalla húmeda a Simeon, que se esforzó por disimular su irritación al verse reducido al rango de mozo de piscina delante de Louis.

– Supongo que el motivo por el que están aquí es el atentado contra Gabriel. Leehagen está provocándolo a usted, además de castigar a quienes responsabiliza de la muerte de su hijo.

– Se lo ve muy seguro de que fue Leehagen quien dio la orden -observó Louis.

– ¿Quién iba a ser si no? Nadie sería tan tonto de atentar contra un hombre en la posición de Gabriel. Conozco sus contactos. Actuar contra él sería poco prudente, a menos que uno no tuviese nada que perder.

Louis no pudo por menos de coincidir. En los círculos en los que se movía Gabriel existía el tácito acuerdo de que el proveedor de los recursos humanos no era responsable de lo que sucedía al emplearse esos recursos. Louis recordó la descripción que hizo Gabriel de Leehagen: un moribundo deseoso de vengarse antes de que la vida lo abandonara por completo.

– Bien -dijo Hoyle-. Hablemos sin rodeos. Tal vez se pregunte si hay micrófonos en este apartamento, o si algo de lo que diga aquí puede llegar a alguna sección de las fuerzas del orden. Le aseguro que el apartamento está limpio, y que no tengo el menor interés en involucrar a la policía en este asunto. Quiero que mate a Arthur Leehagen. Le proporcionaré toda la información a mi alcance para facilitarle el trabajo, y le pagaré generosamente por el trabajo.

Hoyle hizo una señal con la cabeza a Simeon. Éste sacó una carpeta de un cajón y se la entregó. Hoyle la dejó en la mesa ante ellos.

– Aquí está todo lo que tengo sobre Leehagen -señaló Hoyle-, o todo lo que creo que podría serles de utilidad.

Louis abrió la carpeta. Al hojear el material vio que repetía parte de lo que él ya había descubierto por su cuenta, pero también incluía muchos datos nuevos. Había informes impresos con las líneas muy apretadas detallando los antecedentes familiares, los intereses comerciales y otras actividades, algunas de ellas, a juzgar por las fotocopias de expedientes policiales y las cartas de la fiscalía, de carácter delictivo. A continuación, aparecían las fotografías de una casa imponente, imágenes vía satélite de bosques y carreteras, mapas de la zona y, por último, un retrato de un hombre corpulento, más bien calvo, con una amplia papada que le caía en múltiples pliegues hasta el pecho robusto. Llevaba un traje negro y una camisa sin cuello. El poco pelo que le quedaba lo tenía largo y despeinado. Unos ojos oscuros y porcinos se perdían en la carne de su cara.

– Ése es Leehagen -dijo Hoyle-. La foto fue tomada hace cinco años. Tengo entendido que el cáncer ha hecho mella en él desde entonces.

Hoyle alargó el brazo para tomar una de las imágenes vía satélite y señaló un recuadro blanco en el centro.

– Ésta es la casa principal. Ahí viven Leehagen y su hijo. Tiene una enfermera particular, instalada en un pequeño apartamento contiguo. A eso de medio kilómetro al oeste, quizás un poco más -alcanzó otra fotografía y la colocó junto a la primera-…, hay vaquerizas. Antes Leehagen tenía un rebaño de vacas de Ayrshire.

– Ésa no es tierra de vacas -comentó Louis.

– A Leehagen aquello le traía sin cuidado. Le gustaban. Se las daba de criador. Taló el bosque para que pudieran pastar, y utilizó también áreas que habían quedado arrasadas por efecto de las tormentas. Sospecho que así se creía un aristócrata rural.

– ¿Y qué fue de ellas? -preguntó Ángel.

– Las mandó al matadero hace un mes. Eran sus vacas: no iba a dejar que vivieran más que él.

– ¿Esto qué es? -quiso saber Louis. Señaló varias fotografías de una pequeña construcción industrial junto a lo que parecía un pueblo. Una fina línea recta recorría de un lado a otro la parte inferior de algunas de las fotografías: una vía de ferrocarril.

– Eso es Winslow -contestó Hoyle. Extendió dos mapas convencionales, uno al lado del otro, delante de Louis y Ángel-. Mírenlos. ¿Ven alguna diferencia entre los dos?

Ángel los examinó. En uno, la localidad de Winslow aparecía marcada con toda claridad; en el otro, no se veía la menor señal del pueblo.

– El primer mapa es de la década de los setenta. El segundo es de hace sólo un año o dos. Winslow ya no existe como pueblo. Allí no vive nadie. Antes había cerca una mina de talco…, es lo que se ve al este en algunas de las fotos. Era propiedad de la familia Leehagen, pero cerró en los años ochenta. La gente empezó a marcharse y Leehagen fue comprando las casas desocupadas. Los que no quisieron irse fueron obligados a hacerlo. Les pagó, desde luego, y en ese sentido fue todo limpio, pero les dejaron muy claro qué les pasaría si no se iban. Ahora es todo una única propiedad particular, situada al nordeste de la casa de Leehagen. ¿Sabe usted algo sobre la extracción del talco?

– No -respondió Louis.

– Tiene su lado desagradable. Los mineros trabajan expuestos al polvo del amianto tremolita. Muchas de las compañías implicadas sabían que el talco contenía amianto, las de Leehagen incluidas, pero optaron por no informar a sus empleados de su presencia ni de la incidencia de enfermedades relacionadas con el amianto en sus minas. Me refiero sobre todo a cicatrices en los pulmones, silicosis y casos de mesotelioma, que es un cáncer poco común relacionado con él amianto. Incluso aquellos que no trabajaban directamente en la extracción empezaron a desarrollar problemas pulmonares. Los Leehagen se defendieron negando que el talco industrial contuviera amianto o implicará un riesgo de cáncer, cosa que, según creo, es mentira. Esa sustancia acababa en los lápices de cera de los niños, y ya saben ustedes lo que hacen los niños con los lápices, ¿no? Se los meten en la boca.

– Con el debido respeto, ¿eso qué tiene que ver con el asunto que nos atañe? -preguntó Louis.

– Verá, fue así como Leehagen consiguió vaciar Winslow. Ofreció acuerdos económicos a las familias, que en su mayoría tenían parientes que habían trabajado en las minas. Según esos acuerdos, Leehagen y sus descendientes quedaban libres de toda responsabilidad futura. Ató de manos a esa gente. Las cantidades que recibieron eran muy inferiores a las que posiblemente les habrían concedido si hubiesen estado dispuestos a llevar los casos a juicio, pero eran los años ochenta. Dudo que supiesen siquiera el origen de sus enfermedades, y la mayoría de ellos ya estaban muertos cuando, al cabo de una década o más, comenzaron a llegar a los tribunales los primeros casos de otros sitios. Esa clase de hombre es Leehagen. Aun así, resulta irónico que quizá su propio cáncer haya sido causado por las minas que lo enriquecieron. Mataron a su mujer -cuando Hoyle pronunció la palabra «mujer», una ligera mueca asomó a su rostro-… y ahora están matándolo a él. -Hoyle buscó otro mapa, éste del cauce de un río-. Después de vaciar el pueblo obtuvo permiso para cambiar el curso de un río de la zona, el Roubaud, por algún falso motivo medioambiental. En realidad, el cambio de curso le permitió aislarse. Hace las veces de foso. Sólo dos carreteras acceden a sus tierras cruzando el río. Más allá de la casa de Leehagen está el lago Fallen Elk, de modo que también tiene agua por detrás. Llenó el lecho del lago de rocas y alambradas para impedir el acceso a la casa desde allí, por lo que la única manera de llegar a sus tierras es atravesando uno de los dos puentes sobre el río.

Hoyle señaló los puentes en el mapa y luego recorrió con el dedo las carreteras que partían de ellos. Formaban un embudo invertido, cortadas en cuatro puntos por dos carreteras interiores que cruzaban la finca en línea paralela a la orilla oriental del lago.

– ¿Están vigilados? -preguntó Ángel.

– No de manera sistemática, pero todavía hay casas cerca. Leehagen tiene algunas alquiladas a las familias de los hombres que antes cuidaban de su ganado, o que trabajan en sus tierras. Un par de ellas son propiedad de personas que han llegado a un acuerdo con él. Se mantienen al margen de sus asuntos, y él les permite vivir donde siempre han vivido. Están básicamente en la carretera del norte. La carretera del sur es más tranquila. Por cualquiera de ellas es posible acercarse bastante a la casa de Leehagen, aunque la del sur sería una opción más segura. No obstante, si alguien diera la alarma, los dos puentes quedarían cerrados antes de que el intruso tuviese la oportunidad de escapar.

– ¿De cuántos hombres dispone?

– Cerca de él hay una docena o más, calculo. Se comunican dentro de la finca por medio de una red de alta frecuencia segura e independiente. Algunos son ex presidiarios, pero el resto son poco más que matones de pueblo.

– ¿Calcula? -preguntó Ángel.

– Leehagen es un recluso, igual que yo. A eso lo ha reducido la enfermedad. Lo que sé de sus actuales circunstancias lo he conseguido a un precio muy alto. -Pasó al siguiente punto-. Por otro lado está su hijo y heredero, Michael. -Hoyle buscó otra fotografía, ésta de un hombre de poco más de cuarenta años, que si bien se parecía vagamente a Leehagen padre en los ojos, pesaba mucho menos. Llevaba vaqueros y camisa de cuadros y sostenía una escopeta de caza en los brazos. A sus pies yacía un ciervo con cornamenta de ocho puntas, la cabeza apoyada en un tronco para que mirase hacia la cámara. Louis recordó al hombre a quien había matado en San Antonio, Jonny Lee. Si la memoria no lo engañaba, se parecía más a su padre-. Ésta es muy reciente -dijo-. Michael se ocupa de casi todos los aspectos del negocio, legales y no legales. Es el lazo de la familia con el mundo exterior. En comparación con su padre, es todo un bon vivant, pero a ojos de una persona normal vive casi tan recluido como él. Se aventura a salir un par de veces al año, pero por lo general es la gente la que va a él.

– Incluida su hija -señaló Louis.

– Sí -corroboró Hoyle-. También quiero que muera Michael. Por él le pagaré un suplemento.

Louis se reclinó en el asiento. Junto a él, Ángel callaba.

– Nunca he dicho que esto vaya a ser fácil -prosiguió Hoyle-. Si hubiese podido resolver el asunto sin involucrar a nadie ajeno a mi círculo, lo habría hecho. Pero me pareció que usted y yo teñíamos un interés común en acabar con Leehagen, y que usted podría salir airoso en lo que otros fracasaron.

– ¿Y aquí está todo lo que tiene? -preguntó Louis.

– Todo lo que puede serle útil, sí.

– Todavía no nos ha contado cómo empezó su conflicto con Leehagen -dijo Ángel.

– Me robó a mi esposa -contestó Hoyle-. O mejor dicho, a la mujer que podría haber sido mi esposa. Me la robó, y ella murió por eso. Trabajó en la mina colaborando en la administración. Leehagen consideró que sería bueno para ella ganarse la vida.

– ¿Todo esto es sólo por una mujer? -preguntó Ángel.

– Leehagen y yo somos rivales en muchos terrenos. Yo le llevé la delantera en reiteradas ocasiones. Al mismo tiempo, la mujer que yo amaba se distanció de mí. Se fue con Leehagen por despecho. Él no ha tenido siempre un aspecto tan repulsivo, debo añadir. Llevaba muchos años enfermo, incluso antes de apoderarse de él el cáncer. Con la medicación aumentó de peso.

– De modo que su mujer se fue con Leehagen…

– Y murió -concluyó Hoyle-. Para resarcirme, redoblé mis esfuerzos por arruinarlo. Di información sobre él a empresas de la competencia, a delincuentes. Él se vengó. Yo volví al ataque. Ahora estamos donde estamos, aislados ambos en nuestras respectivas fortalezas, alimentando ambos un profundo odio mutuo. Quiero que esto termine. Incluso débil y enfermo, me molesta su existencia. Así que ésta es mi oferta: si lo mata, le pagaré quinientos mil dólares, con una gratificación de doscientos cincuenta mil si su hijo muere con él. En un gesto de buena fe, le pagaré doscientos cincuenta mil dólares del total por el padre en anticipo, y cien mil de la cantidad correspondiente al hijo. El resto quedará en depósito, pagadero una vez concluido el trabajo.

Volvió a guardar las fotografías y mapas en la carpeta, la cerró y la empujó suavemente hacia Louis. Después de una breve vacilación, Louis la aceptó.


La llamada arrancó a Michael Leehagen de su estupor. En bata, con los ojos legañosos y la voz ronca, se dirigió a trompicones hacia el teléfono:

– ¿Sí?

– ¿Qué ha hecho?

Michael reconoció la voz de inmediato. Al oírla se disiparon en él los últimos vestigios de sueño igual que si se hubiese plantado ante un huracán gélido y furioso.

– ¿A qué se refiere?

– El viejo. ¿Quién lo autorizó a ordenar su eliminación? -Michael percibió tal calma en la voz de Ventura que se le tensó la vejiga.

– ¿Autorizarme? Me autoricé yo mismo. Conseguimos su nombre a través de Ballantine. Él preparó lo de mi hermano y acababa de reunirse con Louis. Seguro que ahora ata cabos y viene aquí.

– Sí -coincidió Ventura-. Seguro que sí. Pero estas cosas no se hacen así. -Se lo notaba alterado, como si ésa no fuera una circunstancia prevista o deseada por él. Michael no lo entendía-. Antes debería haber hablado conmigo.

– Con el debido respeto, no es usted un hombre fácil de contactar.

– ¡En ese caso debería haber esperado a que yo lo llamase! -Esta vez la ira era evidente en la voz de Ventura.

– Lo siento -se disculpó Michael-. No vi ningún problema.

– No. -contestó Ventura. Michael lo oyó respirar hondo para serenarse-. Usted no podía saberlo. Puede que le convenga prepararse para alguna represalia si relacionan el atentado con usted. A cierta gente no va a gustarle.

Michael no sabía ni remotamente a qué se refería Ventura. Su padre deseaba que se eliminase de la faz de la tierra a todos los involucrados en la muerte de Jonny Lee. A Michael le traía sin cuidado cómo se hacían las cosas en otros sitios. Sólo le interesaban los resultados finales. Esperó a que Ventura continuase.

– Ordene a sus hombres que vuelvan de la ciudad -dijo Ventura, ahora con aparente tono de hastío-. A todos. ¿Entendido?

– Ya están de camino.

– Bien. ¿Quién disparó?

– No creo que eso…

– Le he hecho una pregunta.

– Benton. Disparó Benton.

– Benton -repitió Ventura, como si se grabase el nombre en la memoria, y Michael se preguntó si había condenado a Benton al dar su nombre.

– ¿Cuándo va a venir?

– Pronto -respondió Ventura-. Pronto.