"Los hombres de la guadaña" - читать интересную книгу автора (Connolly John)12Louis contempló al hombre en la cama. Gabriel parecía aún más pequeño y más anciano que antes, tan viejo que Louis casi no lo reconoció. Pese a que sólo había transcurrido un día, daba la impresión de haber perdido mucho peso. La piel gris presentaba manchas amarillas allí donde le habían aplicado un ungüento. Tenía los ojos hundidos en pozos de un color entre negro y azul, por lo que parecían amoratados, como los de un boxeador que ha pasado demasiado tiempo contra las cuerdas, arrojado a la inconsciencia por su adversario. Tomaba aire con aspiraciones poco profundas, casi inexistentes. Por las heridas de bala, ahora bajo una capa de vendas, se le había escapado parte de su fuerza vital esencial, ya menguante, y Louis pensó que, si hubiese sido testigo del tiroteo, la habría visto manar por los orificios de salida, una nube pálida en medio de la sangre. Nunca la recuperaría. Se había perdido, y con ella se había perdido también una parte esencial de Gabriel. Si sobrevivía, no sería el mismo. Como todos los hombres, siempre había luchado contra la muerte, y el ritmo de esa pugna se había incrementado con el paso de los años; pero ahora la muerte tenía ventaja y no renunciaría a ella. Había previsto presencia policial cerca del anciano, pero no encontró ninguna. Eso le preocupó, hasta que cayó en la cuenta de que ahora otros velarían por Gabriel. Vio una pequeña cámara instalada en el ángulo superior derecho de la habitación, pero no habría sabido decir si formaba parte de la decoración desde fecha reciente. Dio por supuesto que lo observaban. Esperó a que alguien se presentara, pero no apareció nadie. Aun así, el hecho de que le hubiesen permitido acercarse tanto a Gabriel significaba que sabían quién era. Le daba igual. Siempre habían sabido dónde encontrarlo si querían. Tocó la mano a Gabriel, negro sobre blanco. Hubo ternura en el gesto, y cierto pesar, pero algo más asomó al rostro de Louis: una especie de odio. «Tú me creaste», pensó Louis. «Sin ti, ¿qué habría sido de mí?» A sus espaldas, la puerta se abrió. Había visto acercarse a la enfermera al reflejarse su silueta en la pared brillante detrás de la cama de Gabriel. – Oiga, tiene que marcharse ya -dijo. Él respondió con una leve inclinación de cabeza. Luego se agachó y besó a Gabriel con delicadeza en la mejilla, como Judas condenando a muerte a su Salvador. Era un hombre sin padre y a la vez con muchos padres. Gabriel era uno de ellos, y Louis aún tenía que encontrar la manera de perdonarle todo lo que había hecho. Milton se hallaba en un pequeño despacho a unos pasos de la habitación de Gabriel. En la puerta se leía el rótulo PRIVADO, y detrás había un escritorio, dos sillas y equipo de vigilancia, aparatos de grabación de vídeo y audio incluidos. Entre las fuerzas del orden se conocía como Puesto Auxiliar de Enfermeras, o PAE, y era un espacio compartido, lo que significaba que, en teoría, todas las agencias tenían el mismo derecho a utilizarlo. En realidad, había que atenerse a una jerarquía, y Milton era el gallo del gallinero. De pie, detrás de los dos agentes armados, observó a Louis salir de la habitación de Gabriel y a la enfermera cerrar la puerta con cuidado a sus espaldas. – ¿Intervenimos, señor? – No -contestó Milton tras una breve vacilación-. Que se vaya. Estaban en el despacho de Louis, con los papeles y mapas de Hoyle extendidos sobre la mesa. Louis había añadido sus propias notas y observaciones en tinta roja. Sería la última vez que toda esa información de que disponían estaría reunida de ese modo. Una vez terminada la conversación sería destruida: la triturarían y luego la quemarían. En una silla cercana tenían mapas nuevos y copias de las fotografías e imágenes vía satélite que enseñarían a los demás. – ¿Cuántos? -preguntó Ángel. – ¿Para hacer el trabajo, o para hacerlo bien? – Para hacerlo bien. – Dieciséis como mínimo. Dos para controlar cada uno de los puentes, quizá más. Cuatro de refuerzo en el pueblo. Dos equipos de cuatro para aproximarse a la propiedad campo a traviesa. Y si viviésemos en un mundo ideal, un helicóptero enorme para llevárselos a todos a la vez cuando acaben. Incluso así, habría problemas de comunicación. Tan en plena montaña, los móviles no tienen cobertura. Debido a los árboles y la inclinación del terreno no hay línea de visión directa, así que el uso de walkie-talkies queda descartado. – ¿Teléfonos por satélite? – Ya, y de paso podríamos enviar una carta de confesión a la policía. Ángel se encogió de hombros. Al menos lo había preguntado. – ¿Y cuántos tenemos? – Diez, incluidos nosotros dos. – Podríamos llamar a Parker. Con eso ya seríamos once. Louis negó con la cabeza. – Ésta es nuestra partida. Juguemos, y veamos qué dicen los dados. Tomó cuatro imágenes, fotografías de la casa de Leehagen con grados crecientes de ampliación, y las puso una al lado de la otra, comparando los ángulos, revelando lugares de acceso, puntos débiles y fuertes. Y Ángel se marchó, dejándolo con sus planes. Los dos sabían que no era así como se hacían esas cosas. Debería haberse llevado a cabo un estudio de las circunstancias, haberse realizado los preparativos durante semanas e incluso meses, haberse examinado estrategias alternativas de entrada y salida, y no se había hecho nada de todo eso. Hasta cierto punto eran conscientes de la urgencia de la situación. Habían atentado contra sus amigos, contra su casa. Gabriel estaba gravemente herido. Incluso sin la información proporcionada por Hoyle, sabían que un hombre de comportamiento tan irreflexivo como Leehagen jamás se retiraría después de los primeros reveses. Volvería por ellos una y otra vez hasta salirse con la suya, y por consiguiente todas las personas cercanas a ellos estarían en peligro. Como en todos los asuntos que afectaban a ambos, Ángel era el más perspicaz, el que identificaba motivos subyacentes, el que instintivamente percibía los sentimientos de los demás. Pese a todo lo que desconocía sobre su compañero, Ángel estaba en sintonía con sus ritmos, sus maneras de pensar y sus métodos de razonamiento, algo que, o eso creía Ángel, a Louis no le pasaba con respecto a él. Pese a ser un hombre que había vivido tanto tiempo en un mundo gris, desprovisto de moralidad y conciencia, Louis se sentía siempre más cómodo con lo que era blanco o negro. Era poco propenso a autoexaminarse y, cuando se analizaba, lo hacía a distancia, como si fuera un observador objetivo de sus propias temeridades y fallos. Ángel se preguntaba a veces si eso se debía a la forma de vida que había elegido, pero sospechaba que era posiblemente un aspecto integrante de la manera de ser de Louis, en igual medida que el color de su piel y su sexualidad, un rasgo grabado en su conciencia incluso antes de salir del útero materno, a la espera de cobrar vida con la edad. Gabriel había identificado esa resolución y la había aprovechado. Ahora habían intervenido las circunstancias y, en cierto modo, Louis estaba una vez más al servicio de Gabriel, pero esta vez como vengador suyo. El problema era que su deseo de actuar, de golpear, de liberar parte de esa energía contenida, lo había vuelto imprudente. Se estaban precipitando en la operación contra Leehagen. Su información sobre él presentaba demasiadas lagunas y, debido a eso, los factores de riesgo eran muchos. Por lo tanto, Ángel rompió una regla cardinal. Confió en otro. No lo contó todo, pero sí lo suficiente como para que, si las cosas se ponían feas, alguien supiera adónde ir a buscarlos y a quién castigar. Esa noche cenaron en la esquina de River con Amsterdam. Fue una cena tranquila, incluso para ellos. Después tomaron una cerveza en Pete's, cuando en el local no quedaban ya oficinistas ni se servían aperitivos gratis, y vieron sin mucho interés cómo los Celtics ganaban a los Knicks en un partido de rutina. Para distraerse, Ángel contó el número de personas que usaban desinfectante de manos, y se detuvo cuando amenazaba ya con alcanzar las dos cifras. Desinfectante de manos: adónde iba a parar esa ciudad, se preguntó. Entendía la lógica del fenómeno. No todo el mundo que utilizaba el metro era de una limpieza irreprochable, y él más de una vez, después de coger un taxi, había tenido que llevar la ropa a la tintorería sólo para eliminar el hedor. Pero, francamente, no le quedaba muy claro que una botellita de un ligero desinfectante de manos fuera la solución. En la ciudad se criaban cosas capaces de sobrevivir a un ataque nuclear, y no sólo cucarachas. Según había leído Ángel, habían detectado el virus de la gonorrea en el canal Gowanus. En cierto sentido, no era de extrañar: lo único que no se podía encontrar en el canal Gowanus eran peces, o al menos peces que uno pudiese comerse y sobrevivir más de un día o dos, pero ¿qué grado de suciedad debía alcanzar un cauce de agua para contraer una enfermedad venérea? Normalmente habría compartido estos pensamientos con su compañero, pero Louis estaba en otra parte, siguiendo la marcha del partido con la mirada pero con la mente centrada en estrategias muy distintas. Ángel apuró la cerveza. A Louis aún le quedaba medio vaso, pero había más vida en el Gowanus que en él. – ¿Nos vamos? -preguntó Ángel. – Bueno -dijo Louis. – Podemos ver el final del partido si quieres. Louis desvió la mirada con pereza hacia él. – ¿Hay un partido? – Supongo que sí, en algún sitio. – Ya, en algún sitio. Recorrieron las calles vivamente iluminadas, uno al lado del otro, juntos pero alejados. Frente a un bar en la esquina de la Setenta y Cinco, unos chicos de la marina piropeaban a las jóvenes que pasaban por allí, arrancando sonrisas y miradas asesinas en igual medida. Uno de los marineros, de pie en la puerta del bar, tenía un cigarrillo apagado entre los labios. Se palpó los bolsillos en busca de un encendedor o de cerillas, y luego, alzando la vista, vio acercarse a Ángel y Louis. – Amigo, ¿tienes fuego? -preguntó. Louis se metió la mano en el bolsillo y sacó un Zippo metálico. Un hombre, opinaba, nunca debía ir sin encendedor y sin arma. Lo abrió y lo encendió, y el marinero protegió instintivamente la llama con la mano izquierda. – Gracias -dijo. – De nada -contestó Louis. – ¿De dónde eres? -preguntó Ángel. – De Iowa. – ¿Y qué demonios hace un hombre de Iowa en la marina? El marinero se encogió de hombros. – Pensé que me vendría bien ver un poco de mar. – Ya, en Iowa mucho mar no hay -comentó Ángel-. ¿Y aún no has visto suficiente mar? El marinero pareció sucumbir al desaliento. – Amigo, he visto mar de sobra para toda la vida. -Dio una larga calada al cigarrillo y taconeó en el suelo con el lustroso zapato negro. – Mejor – Y que lo digas. Gracias por el fuego. – No hay de qué -dijo Louis. Ángel y él siguieron adelante. – ¿Qué induce a alguien a alistarse en la marina? -preguntó Ángel. – Y yo qué sé. Iowa. De pronto un hombre sólo ha visto el mar en foto y decide que es lo suyo. Soñadores, chico. Olvidan que algún día hay que despertar. Y en ese momento su silencio casi se volvió más amigable, y Ángel se resignó a lo que estaban haciendo, porque también él era un soñador. |
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