"Los hombres de la guadaña" - читать интересную книгу автора (Connolly John)10Louis llegó temprano a su cita con Gabriel en el bar de Nate. No le gustaba llegar antes de hora a encuentros de esa clase. Prefería que los demás lo esperaran a él, consciente de las ventajas psicológicas que podían obtenerse incluso en los encuentros más aparentemente inocuos. Habría podido pensarse que tales precauciones no serían necesarias en una reunión entre Gabriel y él, ya que se conocían desde hacía muchos años, pero los dos hombres tenían plena conciencia de lo difícil que era su relación. No eran iguales, y aunque Gabriel había sido una figura paterna para Louis más que cualquier otro hombre en su vida, tomándolo bajo su ala cuando era aún adolescente, enseñándole a sobrevivir en el mundo mediante el perfeccionamiento de sus propias habilidades naturales, los dos sabían por qué lo había hecho. Si uno veía los instintos de Louis como una forma de corrupción, su predisposición al uso de la violencia, hasta el punto del asesinato, como una debilidad moral más que fortaleza de carácter, Gabriel había explotado esa corrupción, ahondándola y realzándola a fin de convertir a Louis en un arma que poder esgrimir de forma eficaz contra otros. Louis no era tan ingenuo como para creer que, de no haber conocido a Gabriel, habría podido salvarse de sí mismo. Sabía que, si Gabriel no hubiese entrado en su vida, probablemente ya estaría muerto, pero había pagado un precio por la salvación ofrecida. Cuando Louis, el último de los Hombres de la Guadaña, se alejó de Gabriel, lo hizo sin lamentarse y sin volver la espalda, y durante muchos años se mantuvo alerta, a sabiendas de que había quienes tal vez preferirían silenciarlo para siempre, y que acaso Gabriel fuera uno de ellos. El viejo había formado parte de la vida de Louis durante más tiempo que cualquier otra persona, sin contar a las pocas mujeres aún con vida de su familia, e incluso a ellas las mantenía a distancia y, para acallar su propia conciencia, se aseguraba de que no les faltase dinero, aun cuando se daba cuenta de que tenían poca necesidad de lo que les enviaba y de que sus regalos eran más para su paz de espíritu que la de ellas. Gabriel, en cambio, había estado presente desde los últimos años cruciales de su adolescencia y luego en su vida adulta, hasta que Louis cortó los lazos. Ahora volvían a estar juntos, uno en la mediana edad, el otro en el ocaso de la vida. Se habían visto envejecer, y resultaba extraño pensar que, cuando se conocieron, Gabriel era más joven que Louis ahora. Louis miró su reloj. En esta ocasión lamentaba especialmente llegar antes de hora, porque no estaba de humor para esperar. Sintió crecer la tensión dentro de él, pero no hizo nada por disiparla. Comprendió que se debía a la expectación. Louis sabía que se avecinaban conflictos y violencia, y su cuerpo y su mente se preparaban para ello. La tensión formaba parte de eso, y era buena. Habían llegado a su fin los meses de normalidad, de indolencia, de vida corriente. Pese a que Ángel y él habían viajado a Maine ese año, un tiempo antes, para ayudar a Parker con el vengador, Merrick, apenas se habían requerido sus servicios especializados, y él había regresado a Nueva York frustrado y decepcionado. Habían sido guardaespaldas con pretensiones, nada más. Ahora Ángel y él estaban bajo amenaza, y él se preparaba para responder. Lo que lo inquietaba era que no se había formado aún una imagen clara de esa amenaza. Por eso estaba allí, esperando en el viejo bar no lejos del taller de Willie Brew. Gabriel había prometido aclararle y confirmarle la información ofrecida por Hoyle, y Gabriel, cualesquiera que fueran sus defectos, no era hombre que incumpliera sus promesas. La entrada de servicio del fondo del bar se abrió con un leve chirrido, y Gabriel entró. A petición de Louis, no se había echado el pestillo de la puerta, y Nate los dejó solos en el bar, por lo demás vacío. Nate sabía que no debía molestarlos. El bar era otro de los negocios en que Louis participaba como socio capitalista, un lugar donde reunirse y guardar algunos objetos esenciales por si algún día tenía necesidad de esconderse: dinero, una pequeña cantidad de diamantes y krugerrands, una pistola y munición. Los tenía en una caja cerrada con llave dentro de una caja fuerte detrás de los estantes del despacho de Nate, y sólo Louis sabía la combinación. Mantenía nidos como ése en cinco sitios distintos por todo Nueva York y Nueva Inglaterra, dos de los cuales, ése incluido, ni siquiera los conocía Ángel. Gabriel se sentó e hizo una seña a Nate para que sirviera un café. No cruzaron palabra hasta que la taza llegó y volvieron a quedarse solos. Gabriel tomó un sorbo, con el meñique cuidadosamente apartado del asa. El viejo, pensó Louis, siempre respetaba los pequeños detalles de la vida civilizada, aun cuando estuviera organizando las cosas para que hombres y mujeres fueran barridos de la faz de la tierra. – Cuéntame -dijo Louis. Gabriel, inquieto, cambió de posición. – Ballantine desapareció el día doce. Lo investigaba la SEC, la comisión encargada de la supervisión de la Bolsa y los mercados financieros. Sus activos estaban a punto de inmovilizarse. Por lo visto, alguien denunció el tráfico de información privilegiada en empresas dirigidas por Ballantine. Se enfrentaba a varias acusaciones. Se pensó que se había escondido, o que había huido a otra jurisdicción. – ¿Hay alguna prueba que indique lo contrario? – Tiene mujer y tres hijos. Los interrogaron y parecían sinceramente incapaces de explicar su ausencia. No se ha puesto en contacto con ellos. Encontraron su pasaporte en el escritorio de su casa. Tenía una caja fuerte en el suelo de un armario. Su mujer no sabía la combinación, o eso dijo. Se consiguió una orden judicial para abrirla. Contenía cerca de cien mil dólares en efectivo y casi el doble de esa cantidad en títulos negociables. – No es la clase de chucherías que dejaría atrás un fugitivo. – No, y menos un cabeza de familia tan formal como el señor Ballantine. Las palabras de Gabriel destilaron sarcasmo como veneno de serpiente. – ¿Demasiado limpio para estar limpio? – Tenía una casa en los Adirondacks a nombre de una de sus compañías. Un sitio donde entretener a clientes, cabe suponer. Y donde le entretuviesen también a él. – ¿Has encontrado a quien lo entretenía? – Una prostituta. De alto nivel. Le recomendaron que permaneciera callada, aunque la verdad es que sabía bien poco. Llegaron unos hombres. Se llevaron a Ballantine. La dejaron a ella. – ¿Tú ya sabías que él había desaparecido cuando te pedí que hicieras indagaciones? Gabriel le sostuvo la mirada, pero fue un gesto postizo. – No me mantengo al día sobre las actividades de mis antiguos clientes. – Eso es mentira. Gabriel se encogió de hombros. – No del todo. Algunos continúan en el radar por buenas razones, pero de otros me desentiendo. Ballantine no me interesaba. Era un intermediario, nada más. Me utilizó. De vez en cuando también yo lo utilicé a él, pero lo mismo hicieron otros muchos. Tú precisamente deberías saber cómo van estas cosas. – Exacto. Por eso intento ver cuánto me ocultas. Por primera vez desde su llegada, Gabriel sonrió. – Todos necesitamos secretos. Incluso tú. – ¿Kandic era uno de los tuyos? – No. Cuando me dejaste, perdí el interés en esos asuntos. Ahora hay una nueva raza de contratistas independientes, algunos de ellos veteranos de los conflictos en Chechenia y Bosnia. Son criminales de guerra. La mitad huye de las Naciones Unidas, la otra mitad de su propio pueblo. Kandic huía de los dos. Era ex miembro de los Escorpiones, una unidad de la policía serbia vinculada a las atrocidades en los Balcanes, pero, por lo que se ve, ya tenía una historia que esconder mucho antes de matar a viejos en Kosovo. Cuando se volvieron las tornas, entregó a sus propios camaradas a los musulmanes y se vino para aquí. Todavía no he podido averiguar el canal por el que lo contrató Hoyle. – ¿Era bueno? – Estoy seguro de que tenía excelentes recomendaciones. – Ya me gustaría a mí ver esas referencias. Seguro que no mencionan que era propenso a la decapitación. ¿No tienes nada más para mí? – Casi nada. Hoyle había confirmado lo que Milton había contado a Gabriel: existía una conexión con Leehagen. A continuación, Gabriel explicó lo que sabía del tal Kyle Benton y su relación con Leehagen y con uno de los hombres que habían muerto detrás del edificio de Louis, aunque no dijo a Louis desde cuándo poseía esa información. – Estoy indagando acerca de lo demás -concluyó-. Estas cosas llevan su tiempo. – ¿Cuánto? – Unos días. No más. ¿Te creíste todo lo que te contó Hoyle? – Vi una cabeza en un tarro, y una chica devorada por los cerdos. Las dos me parecieron bastante reales. ¿Sabías que Luther Berger era en realidad Jon Leehagen? – Sí. – Y no me lo dijiste. – ¿Acaso habría cambiado algo? – Por aquel entonces, no -admitió Louis-. ¿Sabías quién era el padre? – De oídas. Ese individuo era un mar de contradicciones. Un matón salido de la nada y un hombre de negocios sagaz. Ignorante, pero ladino. Criador de ganado y chulo de putas, pero propietario de minas. Siempre ha traficado con mujeres y las ha maltratado, pero ha querido a sus hijos. No era una amenaza, no en los círculos en que tú y yo nos movíamos. Ahora tiene cáncer de pulmón, hígado y páncreas. No puede respirar sin aparatos. Está prácticamente inmovilizado en casa, excepto por algún que otro paseo en silla de ruedas dentro de los límites de su propiedad para sentir el aire fresco en la cara. Ahí reside el problema. Sospecho que Hoyle quizá tenga razón: si Leehagen está detrás de esto, irá por ti hasta salirse con la suya, porque no tiene nada que perder. Querrá que mueras antes que él. – ¿Y la enemistad con Hoyle? – Es cierta, por lo que he averiguado. Son rivales en los negocios desde hace mucho tiempo, y antiguamente fueron rivales en el amor. Ella se quedó con Leehagen y le dio dos hijos. Murió de cáncer, quizá la misma clase de cáncer que está matando ahora al propio Leehagen. Su antagonismo mutuo es bien conocido, aunque el origen exacto por lo visto se pierde en el pasado. – ¿Merecía morir, el hijo? – ¿Sabes qué te digo? -contestó Gabriel-. Creo que te prefería cuando no eras tan escrupuloso. – Eso no contesta a mi pregunta. Gabriel levantó las manos en un gesto de resignación. – ¿Qué significa «merecer»? El hijo no se diferenciaba mucho del padre. Tenía menos pecados, pero como consecuencia de la edad, no del esfuerzo. Un creyente diría que hubiera bastado con un pecado para condenarlo. Si eso es verdad, estaba cien veces condenado. Por un momento, los rasgos de Louis, normalmente impasibles, se alteraron. Parecía cansado. Gabriel lo advirtió, pero no hizo ningún comentario. Aun así, le bastó ese detalle para cambiar la opinión que tenía sobre su protegido. En el fondo, había albergado esperanzas de que Louis fuera útil una vez más. Éste había sido bueno en lo suyo, bueno para matar, pero mantener ese nivel requería sacrificio. Había que dejar la conciencia, la compasión o la humanidad, llámese como se quiera, ensangrentada y sin vida en el altar del oficio. En el alma de Louis, a saber cómo, había quedado algo de decencia, que había prosperado y crecido en la última década. Pero, además, quizá Gabriel no había sabido sofocar bajo un manto de pragmatismo todos sus sentimientos naturales hacia el joven. Lo ayudaría en este último asunto, y luego su relación tendría que llegar a un fin incondicional. Ahora se traslucía en Louis demasiada debilidad para que Gabriel se arriesgase a mantener abiertas las líneas de comunicación. La debilidad era como un virus: se transmitía de huésped en huésped, de organismo en organismo. Gabriel había sobrevivido en sus varias encarnaciones gracias a una combinación de suerte, impasibilidad y una gran capacidad para detectar los defectos de los seres humanos. Tenía la intención de vivir muchos años más. El trabajo lo había mantenido joven por dentro. Sin esos entretenimientos, se habría marchitado y muerto. O esa impresión tenía a veces. Gabriel, pese a sus muchas dotes y su instinto de supervivencia, no se conocía lo suficiente para entender que se había marchitado por dentro hacía mucho tiempo. – ¿Y Ventura? -preguntó Louis. – No sé nada. – Billy Boy conducía el coche el día que liquidamos al hijo de Leehagen. – Soy consciente de ello. – Ahora está muerto, y Ballantine ha desaparecido. Según Hoyle, ha muerto. Si esos asesinatos guardan relación con Leehagen, sólo quedamos tú y yo. – Pues en ese caso, cuanto antes aclaremos todo esto, mejor para nosotros. -Gabriel se levantó-. Me pondré en contacto cuando tenga algo más -dijo-. Entonces podrás tomar una decisión definitiva. Se marchó por donde había entrado. Louis permaneció en el asiento, reflexionando sobre lo que acababa de oír. Era más de lo que sabía antes de llegar, y sin embargo aún no bastaba. Desde su posición en el tejado del garaje, Ángel siguió a Gabriel con la mirada. Vio al siniestro anciano cuando recorrió despacio el callejón; vio cuando llegó a la calle y miró a izquierda y derecha, como si no supiera qué camino lo atraía más; vio cómo un viejo Bronco con matrícula de otro estado pasó lentamente; vio los fogonazos en la oscuridad dentro del automóvil; vio cuando el anciano saltó hacia atrás y un salpicón de sangre brotó de su espalda al traspasarlo las balas; vio cuando se desplomó en el suelo y se formó un charco de sangre alrededor mientras la vida escapaba de él a cada débil latido de su corazón… Lo vio, conmocionado, pero sin pesar. – Vivirá. Por ahora. Louis y Ángel habían vuelto a su apartamento. Era última hora de la tarde. La llamada había sido para Louis. Ángel no sabía quién era, y tampoco lo preguntó. Se limitó a escuchar cuando su amante repitió lo que le habían dicho. – Es duro de pelar, ese viejo cabrón -comentó Ángel. Su tono no transmitió el menor afecto. Louis lo advirtió. – Él te habría dejado morir a ti si le hubiese convenido. No se lo habría pensado ni un momento. – No, eso no es verdad -repuso Louis-. Un momento sí me lo habría dedicado. Se detuvo ante la ventana, su cara reflejándose en el cristal. Ángel, hombre también herido, se preguntó cuánto más herido debía de estar Louis para conservar ese afecto por un ser como Gabriel. Quizá fuera verdad que todos los hombres amaban a sus padres, por horrendas que fueran las cosas que hacían a sus hijos: una parte de nosotros permanece siempre en deuda con los responsables de nuestra existencia. Al fin y al cabo, Ángel había llorado al conocer la muerte de su padre, y su padre lo había vendido a pederastas y depredadores sexuales por dinero para la bebida. A veces Ángel pensaba que precisamente por eso había llorado aún más, llorado por todo lo que su padre no había sido tanto como por lo que era. – Si es verdad lo que dice Hoyle, Leehagen encontró a Ballantine -reflexionó Louis-. A lo mejor Ballantine delató a Gabriel. – Creía que sabía protegerse -dijo Ángel. – Y así era, pero ellos se conocían, y probablemente sólo había una capa, un parachoques, entre Ballantine y Gabriel, si es que había algo. Por lo visto, Leehagen lo encontró, y a partir de ahí estableció la última conexión. – ¿Y ahora qué? -preguntó Ángel. – Iremos a ver a Hoyle otra vez, y luego mataré a Leehagen. De lo contrario esto no acabará nunca. – ¿Lo haces por ti o por Gabriel? – ¿Eso importa? -contestó Louis. Y si en ese momento Gabriel hubiera estado allí presente, habría visto algo del antiguo Louis, aquel a quien él había dado vida a fuerza de atención y paciencia, algo que emitía un siniestro resplandor. Benton llamó desde una cabina de Roosevelt Avenue. – Ya está -anunció. Le dolían la muñeca y el hombro, y estaba seguro de que éste le sangraba otra vez. Se lo notaba húmedo y caliente. No debería haberse prestado a disparar contra el viejo, no después de las heridas recibidas en el taller, pero estaba furioso y deseaba compensar su fracaso anterior. – Bien -dijo Michael Leehagen-. Ya puedes volver a casa. Colgó el teléfono y recorrió el pasillo hasta la habitación donde dormía su padre. Michael lo contempló por unos minutos, pero respetó su sueño. Le comunicaría lo sucedido cuando despertara. Michael ignoraba quién era en realidad el anciano. Ballantine había hablado de él de una manera muy vaga. Bastaba con saber que había intervenido en el asesinato de su hermano y que acababa de reunirse con Louis, el responsable directo de la muerte de su hermano. El atentado contra su vida sería un incentivo más para que Louis devolviera el golpe, una razón más para que viajara al norte. Por fin, Michael había empezado a entender el razonamiento de su padre: la sangre pedía sangre, y debía derramarse allí donde yacía su hermano, que aún no descansaba en paz. Seguía pensando que su padre sobre-valoraba la amenaza potencial que representarían Louis y su compañero una vez atraídos al norte, y que no había necesidad de involucrar al tercero, el cazador, el tal Ventura, pero fue imposible disuadir a su padre, y Michael había abandonado la discusión incluso antes de empezar. Daba igual. Era el dinero de su padre y, en último extremo, la venganza de su padre. Michael se avendría a los deseos del anciano, porque lo quería mucho, y cuando muriera, todo lo que en su día fue de él pasaría a manos de su hijo. Por más que Michael Leehagen fuese un rey en ciernes, era leal al viejo soberano. |
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