"Los hombres de la guadaña" - читать интересную книгу автора (Connolly John)

9

Ángel estaba sentado solo ante su banco de trabajo. Esparcidos ante él se hallaban los componentes de diversos sistemas de entrada sin llave: auriculares de portero automático con botones, paneles numéricos con cableado, cerrojos inalámbricos con mando a distancia, e incluso un lector de tarjetas por proximidad y un lector de huellas dactilares. Este último representaba por sí solo unos dos mil dólares en material electrónico destripado. A Ángel le gustaba mantenerse al día sobre los avances en su esfera de actividad. La mayor parte del equipo que examinaba podía usarse tanto con fines comerciales como domésticos, pero por experiencia sabía que los contratistas y los particulares no habían incorporado aún la nueva tecnología. Análogamente, la mayoría de los cerrajeros preferían evitar las cerraduras sin llave. Muchos recelaban de los nuevos sistemas, al considerar que eran más susceptibles de corrupción o avería. La realidad era que los sistemas electrónicos tenían menos partes móviles y, una vez instalados, dificultaban mucho más el acceso que los sistemas mecánicos tradicionales. Ángel podía abrir una cerradura de tambor de cinco pines con un destornillador y una ganzúa. Un lector biométrico ya era otro cantar.

Normalmente quedaba fascinado por el equipo que desmontaba, como un anatomista ante la oportunidad de examinar los órganos internos de un espécimen único, pero esta vez tenía la cabeza en otra parte. El intento de incursión en el edificio donde vivían lo había alterado, y la reunión de esa tarde en el ático de Hoyle no había contribuido a tranquilizarlo. Después de las agresiones, Louis y él habían comentado la posibilidad de desaparecer durante un tiempo, pero enseguida la habían descartado. Para empezar, estaba la señora Bondarchuk, que se negaba a trasladarse aduciendo que sería un trastorno para sus pomeranos. Señaló asimismo que su abuelo se había negado a huir de los comunistas en Rusia, quedándose a luchar del lado de los blancos, y que su padre había combatido contra los nazis en Stalingrado. Ninguno de los dos había huido, y tampoco ella lo haría. La circunstancia de que tanto su abuelo como su padre hubiesen muerto al plantar cara al enemigo no tuvo la menor incidencia en su argumentación.

Louis, por su parte, no creía que sus enemigos volvieran a atacarlos en el apartamento. Entre ese incidente y el enfrentamiento en el taller habían perdido a tres hombres. Como mínimo, estarían lamiéndose las heridas. Con ello habían ganado un poco de tiempo, y era mejor utilizarlo en casa, no en un piso franco improvisado o un hotel vulnerable. Ángel había coincidido con él, pero algo en la manera de hablar de Louis lo había inquietado.

«Quiere que vengan», pensó. «Quiere que esto continúe. Le gusta.»

Ángel no le había dicho a nadie que a veces Louis lo asustaba. Ni siquiera se lo había dicho a Louis, aunque se preguntaba si él no lo habría adivinado por su cuenta. No era que temiese que Louis se volviera contra él. Si bien su compañero podía describirse benévolamente como un hombre «mordaz» en determinadas ocasiones, la violencia de la que era capaz nunca la había dirigido contra Ángel. No, lo que asustaba a Ángel era la necesidad de violencia de Louis. Anidaba dentro de él una sed que sólo se saciaba con violencia, y Ángel no acababa de comprender el origen de esa sed. Conocía el pasado de Louis bastante bien, pero no lo sabía todo: partes de ese pasado permanecían ocultas, incluso para él. Por otro lado, también era cierto que Ángel no se lo había contado todo a Louis sobre sí mismo. Al fin y al cabo, ninguna relación podía desarrollarse o sobrevivir bajo el peso de una sinceridad absoluta.

Pero los detalles del pasado de Louis no bastaban para explicar la clase de hombre en que se había convertido, no para Ángel. Enfrentado a una amenaza contra su propia seguridad y la de las mujeres con quienes vivía, el joven Louis había actuado de manera inmediata para eliminar esa amenaza. A sangre fría, había planeado matar al tal Deber, sospechoso del asesinato de su madre, que después había regresado a la casa donde ella vivió con su propia madre, sus hermanas y su hijo adolescente, para sustituirla por otra. Louis había olido en él la sangre de su madre, y Deber, por su parte, con los sentidos alerta para captar toda amenaza potencial, había visto borbotear el deseo de venganza bajo la superficie plácida del muchacho. En su pequeño mundo no había cabida para ambos, y Deber no dudaba de que el chico, llegado el momento, actuaría como un joven exaltado. Sería algo directo: una navaja o una pistola barata adquirida con ese fin. Deber lo vería venir. El chico querría mirarle a los ojos mientras moría, porque ésa era la clase de venganza que buscaría un niño. A distancia no encontraría gratificación, creía Deber.

Pero el chico no era así. Desde su tierna infancia, había en él algo impalpable, un alma vieja en un cuerpo joven. Deber era astuto y cruel, pero el chico era listo y desapasionado. Deber no murió de una herida de bala, ni de una puñalada en el pecho o las tripas. No vio acercarse la muerte, porque la muerte llegó camuflada. Llegó disfrazada de silbato metálico barato, un objeto al que le tenía un desmesurado cariño. Lo utilizaba para llamar al chico a la hora de comer, para captar la atención de su mujer, para organizar las cuadrillas de hombres cuyo trabajo supervisaba. Cuando se lo llevó a la boca aquella fatídica mañana, acaso sólo tuvo tiempo para preguntarse por qué no emitía el penetrante pitido habitual antes de que la pequeña bola de explosivo de fabricación casera le volara la cara y parte del cráneo. El último recuerdo que el chico conservaba de Deber era el de un hombrecillo atildado saliendo de casa camino del trabajo, con el silbato colgado al cuello de una cadena. Para resarcirse, no necesitó ver el momento de alzarse el silbato ni el estallido rojo y negro que acompañó a la explosión, como tampoco necesitó contemplar al ser humano destrozado que agonizaba en una cama para indigentes.

Para Louis, asesinar a Deber había sido algo natural. No podía decirse, pues, que su primera acción violenta fatal lo hubiese puesto en el camino de convertirse en lo que ahora era. Esa capacidad siempre había anidado en él, y el catalizador de su erupción en el mundo fue en esencia intrascendente. Pero una vez desencadenada, corrió por sus venas con la misma naturalidad que la sangre.

También Ángel había matado, pero las razones detrás de sus actos habían sido menos complejas que las que motivaron a Louis. Ángel había matado en varias ocasiones porque se había visto obligado a ello; porque de no haberlo hecho habría muerto él, y porqué, básicamente, le había parecido que era lo que correspondía en ese momento. No se sentía perseguido ni atormentado por aquellos a quienes había matado. Se preguntaba, alguna que otra vez, si eso significaba que no era una persona normal. Sospechaba que no lo era. Pero Ángel no experimentaba el impulso de matar. No buscaba a hombres violentos para enfrentarse a ellos, o para ponerse a prueba ante ellos. Si alguien le hubiese anunciado que, a partir de ese día, nunca más tendría que empuñar un arma y que durante el resto de su vida no afrontaría mayor desafío que el de forzar cerraduras y comer fritos, se habría dado por satisfecho, siempre y cuando tuviese a Louis a su lado. Pero ahí residía el problema: una vida así excedía las posibilidades de Louis, y para Ángel acogerse a tal existencia habría implicado sacrificar a su compañero. La violencia de Ángel surgía de las circunstancias; la de Louis era consustancial.

A eso se debía, en parte, que perdurase su estrecha amistad con Charlie Parker a lo largo de tantos años. Ángel estaba en deuda con el detective privado, que hizo cuanto estuvo en sus manos, siendo policía, para proteger a Ángel de aquellos que le habrían causado graves perjuicios cuando cumplía condena. Ángel nunca entendió del todo por qué Parker decidió actuar de esa manera. Ángel lo había ayudado de vez en cuando con información, a condición de que no requiriera dar demasiados nombres, y estaba convencido, aunque nunca habían hablado de ello, de que Parker sabía algo sobre el pasado de Ángel, sobre los malos tratos que había padecido en la niñez. Pero eran muchos los delincuentes que podían aducir infancias atribuladas, algunas incluso peores que la de Ángel; la lástima, o la empatía, no bastaba para explicar por qué Parker decidió ayudarlo y, en última instancia, entablar amistad con él. Era casi, pensó Ángel, como si Parker supiera lo que vendría después. No, no que lo supiera, no era eso. Había cosas en Parker fuera de lo común, incluso a todas luces escalofriantes, pero no era un vidente. Quizá se trataba de algo tan sencillo como conocer a otro ser humano y comprender, de manera inmediata y profunda, que ese individuo formaba parte de la propia vida, por razones obvias o aún por revelarse.

A Louis le había costado entenderlo, al menos en un principio. Louis no quería policías ni ex policías en su vida. Pero sabía lo que Parker había hecho por Ángel, sabía que Ángel no estaría vivo a no ser por ese extraño y atormentado detective que parecía a punto de romperse bajo el peso del dolor y la pérdida y sin embargo se negaba a sucumbir. A su debido tiempo, Louis vio algo de sí mismo en el otro hombre. Empezaron a respetarse, y eso se desarrolló hasta convertirse en una especie de amistad, aunque la relación fue puesta a prueba más de una vez.

Pero lo que Louis y Parker tenían en común era más que nada, creía Ángel, una suerte de oscuridad. Una versión del fuego de Louis ardía en Parker; una forma más extraña aunque más refinada de la sed de Louis lo corroía. En cierto modo, se utilizaban mutuamente, pero cada uno lo hacía a sabiendas, y con el consentimiento, del otro.

No obstante, en los últimos meses las cosas habían cambiado. Parker ya no tenía licencia de detective privado. Intuía que quienes le habían quitado la licencia lo vigilaban, que un paso en falso podía llevarlo a la cárcel, o atraer la atención sobre sus amigos, sobre Louis y Ángel. Ángel no se explicaba cómo habían conseguido eludir esa atención hasta el momento. Habían actuado con cautela y de manera profesional, y a veces la suerte había intervenido a su favor, pero esos factores no bastaban en sí mismos, no podían bastar. Era un enigma.

Ahora, con Parker inactivo, Louis se veía privado de una de las válvulas de escape a sus impulsos. Había empezado a hablar de aceptar encargos otra vez. La acción contra los rusos no se había inspirado tanto en la amenaza inmediata para Parker como en el deseo de ejercitar los músculos. Ahora parecía que Ángel y él sufrían el ataque de fuerzas no del todo identificadas. Y lo que más inquietaba a Ángel era la sospecha de que a Louis le complacía secretamente esa circunstancia.

Por otro lado estaba Gabriel, en parte responsable de su actual situación, ya que, si lo que había dicho Hoyle era verdad, fue él quien envió a Louis a matar al hijo de Leehagen. Ángel no conocía al anciano, pero lo sabía todo sobre él. La relación que existía entre Gabriel y Louis era inefablemente compleja. Louis parecía sentirse en deuda con Gabriel, pese a que, a juicio de Ángel, Gabriel había manipulado y acaso corrompido a Louis en su propio beneficio. Ahora Gabriel había vuelto, aunque de forma periférica, a la vida de Louis, como una araña en hibernación puesta en movimiento por el calor del sol y las vibraciones de los insectos cercanos a su polvorienta telaraña. Eso inducía a Ángel a pensar que ciertos aspectos del pasado de Louis, de su antigua vida, empezaban a filtrarse en el presente y a la vez a envenenarlos a ambos.


Si Louis a veces asustaba a Ángel, éste seguía siendo incognoscible para su compañero hasta límites frustrantes. Pese a todo lo que le había sucedido a Ángel, se adivinaba en su corazón cierta delicadeza que casi habría podido interpretarse como debilidad. Ángel sentía cosas: compasión, empatía, pena. Las sentía por quienes más se parecían a él, sobre todo por los niños atribulados, ya que, como Louis sabía, todo adulto que había sido víctima de malos tratos en la infancia conserva a ese niño para siempre en el corazón. Eso no era motivo para admirar menos sus emociones, y Louis reconocía que a él mismo le había influido y había cambiado durante los años que había vivido en compañía de este hombre de cabello alborotado. Lo había humanizado, y sin embargo lo que era una virtud en Ángel se convertía en una grieta en la armadura de Louis. En efecto, tan pronto como empezó a sentir algo por Ángel, sacrificó un elemento crucial de sus defensas. En cierto sentido, sus fuerzas quedaron divididas. Mientras que en otro tiempo sólo tenía que preocuparse por sí mismo -y esa inquietud estaba vinculada al carácter de su profesión-, ahora debía lidiar con sus miedos por otro. Cuando estuvieron a punto de arrebatarle a Ángel, secuestrado por una familia que lo mutiló y exigió un rescate sin la menor intención de devolverlo con vida, Louis vio, por un instante, aquello en lo que se convertiría él sin su compañero: una criatura hecha de pura rabia que sería consumida por su propio fuego.

Lo que no le dijo a Ángel fue que parte de él deseaba fervientemente ser consumido así.

También Parker había alterado algo dentro de Louis, porque éste veía combinados en el detective elementos tanto de Ángel como de sí mismo: poseía la compasión de Ángel, su deseo de impedir que los débiles fuesen pisoteados por los fuertes y los crueles; pero también tenía algo de la predisposición de Louis a golpear, juzgar y administrar el castigo, la predisposición e incluso la necesidad. Existía un delicado equilibrio entre Parker y Louis, como éste sabía: Parker mantenía a raya lo peor de Louis, pero Louis ofrecía una válvula de escape a lo peor de Parker. ¿Y Ángel qué pintaba ahí? Bueno, Ángel era el pivote en torno al que giraban los otros dos, el confidente de ambos, y contenía dentro de sí ecos tanto de Louis como de Parker. Pero ¿no podía decirse eso mismo de los tres? Era lo que los unía, eso y una sensación de que Parker avanzaba hacia un enfrentamiento en el que también ellos estaban destinados a participar.

Nunca había imaginado que acabaría atado a un hombre como Ángel. De hecho, durante muchos años había optado por no reconocer su sexualidad. De joven le parecía un aspecto vergonzoso de sí mismo, y lo había reprimido tan bien que, al hacerse mayor, cualquier manifestación le había generado conflicto.

Hasta que un día ese hombre de aspecto extraño entró a robar en su apartamento. Ni siquiera lo hizo especialmente bien: prueba de ello era que acabó ante la pistola de Louis mientras intentaba sacar un televisor por la ventana. ¿Quién, se preguntaba Louis a menudo, entra en un apartamento decorado obviamente con un gusto exquisito, lleno de obras de arte, pequeñas y fáciles de transportar, e intenta robar un pesado televisor? No era extraño que Ángel hubiese ido a parar a la cárcel. Como ladrón era un fracaso estrepitoso, pero cuando se trataba de abrir cerraduras… En fin, ahí residía su verdadero genio. En ese sentido, tenía talento. Era, sospechaba Louis, la pequeña broma de Dios a Ángel; le concedió la habilidad necesaria para acceder a cualquier espacio cerrado, pero luego lo privó de la malicia necesaria para dar uso práctico a esa habilidad, a no ser, claro está, que se convirtiera en cerrajero y se ganara la vida con un trabajo honrado y un sueldo honrado, concepto que a Ángel le repugnaba.

Casi tanto como repugnaba a Louis el peculiar sentido de la moda de su compañero. Al principio, Louis pensó que era una afectación; eso o simple cicatería. Ángel daba batidas entre las pilas de saldos de Filene's, T.J. Maxx, Marshall's, cualquier sitio donde se unieran colores primarios en combinaciones inverosímiles. No le interesaban mucho los centros comerciales de outlets, a menos que dichas tiendas incluyeran, además, una sección con artículos tan rebajados que los establecimientos prácticamente pagaran a los clientes por llevarse el género. No, los outlets eran un recurso demasiado fácil. A Ángel le gustaba la caza, la emoción de la persecución, ese momento de placer derivado de encontrar de manera inesperada una camisa de Armani de color verde lima rebajada a una décima parte de su precio original, y un par de vaqueros de diseño a juego, en el supuesto de que al decir «a juego» uno entendiese «desentonar de manera insoportable». La cuestión era que Ángel se enorgullecía mucho y muy sinceramente de sus adquisiciones, y Louis había tardado años en darse cuenta de que cada vez que él hacía un comentario desfavorable sobre la elección de la indumentaria de su compañero, algo dentro de Ángel se encogía, como le ocurriría a un niño que intentase complacer a su padre o su madre preparando una comida y luego confundiese todos los ingredientes y acabase castigado en lugar de elogiado por sus esfuerzos. No importaba que, por lo que se refería a la ropa, Ángel pareciera daltónico. Aquello era ropa de diseño. No le había costado casi nada, pero era de buena calidad y tenía una etiqueta que la gente reconocía. Probablemente de niño Ángel soñaba con ponerse ropa bonita, con tener cosas caras, pero de adulto no podía justificar el alto coste de tales artículos. Estaban destinados a otros, no a él. No se consideraba digno de ellos. Pero podía engañarse comprándolos por casi nada, ya que si eran baratos, no requerían justificación.

Louis regaló una vez a Ángel una preciosa chaqueta de Brioni, y la prenda había languidecido en el armario durante años. Cuando Louis por fin se lo planteó abiertamente, Ángel explicó que era demasiado cara para ponérsela, y él no era de los que vestían ropa cara. En ese momento Louis no entendió la respuesta, y no estaba muy seguro de entenderla ahora mucho mejor, pero desde entonces había aprendido a morderse la lengua cuando Ángel le mostraba sus últimas adquisiciones para su aprobación, a menos que se tratara de una provocación más allá de los límites de la tolerancia de un mortal. Ángel, por su parte, había empezado a aprender que una ganga no era una ganga si nadie era capaz de mirarla sin gafas de sol o un antiemético. Por lo tanto, habían llegado a una especie de acuerdo.

Ahora, mientras Ángel estaba en su taller, con la mirada perdida, ante los componentes electrónicos esparcidos sobre la mesa, Louis se hallaba en un despacho anónimo a diez manzanas de allí, frente a la pantalla de un ordenador, preguntándose si no sería mejor ocuparse él solo de Leehagen, dejando al margen a Ángel. La idea duró tanto como un insecto en un horno. Ángel no lo aceptaría. Sin embargo, a diferencia de Ángel, Louis tenía un único propósito: cazar, proporcionar la solución final a cualquier problema. Disfrutaba con eso. Desde la aparición de la amenaza de Leehagen se había sentido más vivo que en cualquier otro momento del último año. Viejos músculos volvieron a la vida, viejos instintos se pusieron otra vez en primer plano. Él y las cosas y las personas que le importaban estaban en peligro, pero se sentía capaz de atajar y neutralizar la amenaza. Ángel permanecería a su lado, pero no compartiría el placer de Louis en lo que estaba por venir, y Louis procuraría ocultar el suyo lo mejor posible. No era el placer de matar, se dijo, sino el placer de un artesano en el ejercicio de sus habilidades. Sin esa oportunidad era un simple mortal, y a Louis no le gustaba ser un «simple» nada.

Encendió el ordenador y empezó a seguir el rastro de Arthur Leehagen.


Gabriel estaba sentado en la sala de observación de Wooster. El chico era alto, aunque quizá demasiado delgado, pero eso ya cambiaría. Ya era apuesto, y lo sería aún más. Poseía una serenidad que era buena señal. Pese a las horas de interrogatorio, mantenía la cabeza en alto. Tenía en los ojos una expresión despierta y vigilante. Parpadeaba poco.

Transcurridos un par de minutos, cambió ligeramente de postura. Se puso tenso y ladeó la cabeza, como un animal que presiente la proximidad de otro pero no ha decidido aún si representa una amenaza. Sabía que alguien lo observaba y que ya no era Wooster.

Gabriel se inclinó en el asiento, tocó el cristal y fue delineando con los dedos la cabeza, los pómulos y el mentón del chico, como un criador al verificar las cualidades de un purasangre. Sí, pensó, tienes el potencial para convertirte en lo que necesito.

Hay un Hombre de la Guadaña en ti.


Gabriel sabía que la gran mayoría de los hombres no eran asesinos natos. Si bien es verdad que muchos se creían capaces de matar, y era posible condicionar a hombres para ser asesinos, pocos nacían con esa capacidad innata para quitar la vida a otro. Se sabe, de hecho, que a lo largo de la historia muchos hombres en combate han demostrado un claro rechazo a matar, y algunos incluso se han negado a hacerlo cuando peligraba su propia vida, o la vida de sus compañeros. Se calcula que durante la segunda guerra mundial no más del quince por ciento de todos los fusileros norteamericanos en combate dispararon realmente sus armas contra el enemigo. Algunas disparaban a un lado o hacia arriba, si es que disparaban. Otros asumían tareas auxiliares tales como llevar mensajes, transportar munición e incluso rescatar a otros soldados heridos bajo el fuego, a veces corriendo un riesgo mucho mayor que el que habría representado quedarse en sus puestos y utilizar las armas. Dicho de otro modo, no era una cuestión de cobardía, sino consecuencia de una oposición innata en los humanos a matar a los de su propia especie.

Todo eso cambiaría, claro está, con las mejoras en el condicionamiento de los soldados para matar. Pero una cosa era el condicionamiento y otra encontrar al hombre para el que no hacía falta un condicionamiento. En momentos de miedo o ira, los seres humanos dejan de pensar con el prosencéfalo, que es, de hecho, el primer filtro intelectual contra el asesinato, y empiezan a pensar con el mesencéfalo, su faceta animal, que actúa como un segundo filtro. Si bien, según algunos, en esta etapa intervenía el mecanismo de «lucha o huida», el espectro de respuestas era en realidad mucho más complejo: luchar o huir era la última alternativa, una vez descartados el fingimiento o la sumisión.

La superación de ese segundo filtro era uno de los objetivos del condicionamiento, pero algunas personas carecían del filtro del mesencéfalo. Era el caso de los sociópatas, y la finalidad del condicionamiento era, en cierto sentido, crear un seudosociópata, uno al que pudiera controlarse, uno que obedeciera la orden de luchar y matar. El sociópata no obedecía órdenes y por tanto escapaba a todo control. Un soldado instruido de forma debida y condicionado era un arma en sí mismo. En ese proceso, lógicamente, se perdía algo bueno, quizás incluso la mejor parte del ser humano en cuestión: era la comprensión de que no existimos sólo como entidades independientes, sino que somos parte de un todo colectivo y cada muerte es una merma para ese todo y, por extensión, para nosotros mismos. En la instrucción militar, esa comprensión debía anularse, esa conciencia debía cauterizarse. El problema era que, como los primeros procedimientos quirúrgicos de la antigüedad, este proceso de cauterización se basaba en un conocimiento insuficiente de la mecánica del ser humano.

El miedo a la muerte o al daño físico no era la principal causa del colapso mental en combate: se había descubierto que éste, de hecho, se contaba entre los factores menos importantes. Tampoco lo era el agotamiento, aunque podía contribuir. Más bien era la carga de matar, y de matar de cerca y saber que era tu bala o tu bayoneta la que había puesto fin a una vida. En la marina no se daban bajas psiquiátricas en igual medida ni mucho menos. Tampoco entre los pilotos de bombardero que descargaban a gran altura sobre ciudades que quizás estuvieran, desde su lejana posición, totalmente deshabitadas. La diferencia estribaba en la proximidad, en la, a falta de una palabra mejor, intimidad. Hablamos de la muerte oída y olida y saboreada y palpada. Hablamos de enfrentarse a la agresividad y la hostilidad de otro dirigidas por entero contra uno mismo, y de reconocer a la vez la propia agresividad y el propio odio.

Hablamos de tomar conciencia de que uno se ha convertido, potencialmente, tanto en víctima como en verdugo. Hablamos de negar la propia humanidad y la humanidad de los otros.


Aquel chico, Louis, era especial: un individuo que había respondido a un estímulo hostil con el prosencéfalo, abordando la amenaza como un problema que resolver. No se trataba sin más de que se hubiese superado el segundo filtro, el mesencéfalo; más bien la cuestión era, se preguntó Gabriel, si siquiera se había llegado a esa etapa. Aquello había sido un asesinato premeditado, a sangre fría. Indicaba un considerable potencial. La dificultad, desde el punto de vista de Gabriel, residía en la distancia física respecto al propio asesinato que había mantenido el chico. Gabriel comprendía la relación entre proximidad física y el trauma de matar. Era más difícil matar a alguien de cerca con una navaja que dispararle de lejos con un rifle de mira telescópica. Análogamente, la duración de la sensación de euforia que con frecuencia acompañaba a un asesinato era menor cuanto más cerca estaba el asesino de su víctima, ya que en esta situación la culpabilidad estaba tan cerca como el cadáver. Gabriel sabía incluso de soldados que reconfortaron al hombre cuya vida habían quitado mientras agonizaba, susurrándole disculpas.

En términos reales, la aparente facilidad con que el chico había matado denotaba una posible disociación, una reticencia o incapacidad de reconocer las consecuencias de sus actos; eso, o la comprensión intelectual de que había asesinado a alguien combinada con la negación emocional del acto, y con ello cualquier responsabilidad real. Habría que someterlo a más pruebas para llegar a conocer su verdadera naturaleza. El chico no parecía manifestar señales de excesivo estrés. Al parecer, se había comportado con calma frente a un interrogatorio a ratos violento. No se había venido abajo. No buscaba una oportunidad de confesar, de expiar su pecado. Cierto era que el estrés podía manifestarse más adelante, pero de momento se lo veía relativamente poco afectado por lo que había hecho.

Era sólo un pequeño porcentaje de hombres, un escurridizo dos por ciento, el que, en determinadas circunstancias, podía matar sin remordimientos. Esas circunstancias no implicaban necesariamente un riesgo personal, ni siquiera un riesgo para las vidas de otros. Era, a cierto nivel, una cuestión de condicionamiento y situación. En algún momento habría que colocar al chico en el entorno adecuado para ver cómo respondía. Si no reaccionaba bien, allí se acabaría la historia. Eso también podía implicar, como Gabriel bien sabía, la muerte del chico.

Estaba por otra parte la cuestión de cómo respondería a la autoridad. Una cosa era matar por propia iniciativa y otra muy distinta matar porque alguien te lo ordenaba. Era más probable que los soldados dispararan sus armas en presencia de sus jefes, y su eficacia aumentaba cuando existía un vínculo de respeto entre ellos y ese jefe. Gabriel se hallaba en una posición distinta: sus subalternos tenían que hacer lo que él ordenara incluso en su ausencia. Era como un general, pero sin subordinados en el campo de batalla para asegurarse de que sus órdenes se cumplían al pie de la letra. A su vez, los jefes en el combate poseían cierto grado de legitimidad derivado de su rango en la jerarquía de sus naciones, pero la posición de Gabriel era mucho más ambigua.

Por todas estas razones, Gabriel elegía a quienes utilizaba con sumo cuidado. Los auténticos sociópatas no le servían, porque no respetaban la autoridad. Cuanto menor era la edad de sus subalternos, tanto mejor, ya que los jóvenes eran más susceptibles de manipulación. Buscaba puntos débiles que explotar, maneras de llenar los vacíos en sus vidas. Aquel chico, Louis, carecía de figura paterna, pero no estaba tan desesperado por encontrarla como para someterse a la autoridad de Deber, ni para huir de él a fin de encontrar a otro cuando se hizo evidente que Deber lo consideraba una amenaza. Gabriel tendría que andarse con pies de plomo. No le sería fácil ganarse la confianza de Louis.

Pero, por lo que Gabriel había averiguado, Louis era también solitario por naturaleza. No tenía amigos íntimos, y era el único hombre en una familia de mujeres. No era de los que entablarían relaciones en el seno de grupos más amplios, lo que significaba que si se canalizaban sus instintos naturales, no buscaría en otros la absolución de sus actos. La absolución era algo que Gabriel no podía ofrecer, y por esa misma razón prefería a quienes no se dejaban incomodar más de lo necesario por la culpa. Tampoco quería a aquellos que podían identificarse en exceso con sus víctimas. Para hacer lo que les exigía, se requería distancia emocional, y a veces Gabriel estaba dispuesto a alterar su planteamiento a fin de explotar diferencias sociales, morales o culturales entre sus Hombres de la Guadaña y las víctimas. Ahora bien, no pretendía erradicar la empatía por completo, ya que la ausencia de empatía era otro indicador de sociopatía. Cierta empatía era un freno necesario al comportamiento hostil o sádico. Debía mantenerse un delicado equilibrio. Era la diferencia entre estar preparado para hacer daño a alguien cuando se requería y hacer daño a alguien cuando se deseaba.

Según lo que Gabriel había averiguado antes de llegar al pequeño departamento de policía, el chico era un luchador, uno que se mantenía firme cuando lo provocaban. Eso era bueno. Indicaba una importante predisposición a la agresividad, incluso el anhelo de una oportunidad para desplegarla. Las experiencias de Louis con Deber habían sido el detonante de lo que siguió pero, para completar la analogía, el arma ya estaba cargada desde mucho antes. Corrían también rumores de que el chico era homosexual; si no activo, ya que aún era muy joven, había mostrado como mínimo su tendencia lo suficiente para que en el pueblo circularan rumores sobre su sexualidad. En cuanto a la sexualidad individual, como en muchos otros ámbitos, Gabriel tenía una visión abierta. Distinguía entre aquellos aspectos que eran aberrantes -una predilección hacia la violencia, por ejemplo, o el impulso a abusar de menores- y aquellos que no lo eran. Una conducta sexual aberrante era indicio de una fiabilidad dudosa que también tendía a manifestarse en otras esferas, motivo por el que quienes la practicaban no se acomodaban a las necesidades de Gabriel. El no era homosexual, pero entendía la naturaleza del deseo sexual, del mismo modo que entendía la naturaleza de la agresividad y la hostilidad, ya que no estaban tan alejadas como algunos querían creer. Si bien había aspectos de la conducta humana que podían controlarse y alterarse, había otros que no, y entre ellos estaba la orientación sexual. La sexualidad de Louis sólo interesaba a Gabriel en el sentido de que podía volverlo vulnerable o crearle un conflicto. Esa debilidad podía explotarse.

Así pues, Gabriel observó a Louis a través del cristal, y el chico fijó la mirada en él. Pasaron cinco minutos así, y al final Gabriel asintió, aparentemente satisfecho. A continuación, se puso en pie y salió de la sala para enfrentarse al asesino de quince años.

Como cualquier buen jefe, Gabriel, a su manera, apreciaba a los suyos, pese a que estaba dispuesto en todo momento a sacrificarlos si surgía la necesidad. En los años posteriores, Louis cumplió, incluso superó, las expectativas de Gabriel, salvo en un aspecto: se negó a matar a mujeres por orden de Gabriel. Era, supuso Gabriel, un legado de su educación, y Gabriel condescendió, porque ciertamente apreciaba a Louis. Se convirtió en un hijo para él, y Gabriel, a su vez, se convirtió en su padre.


Gabriel entró en la sala de interrogatorios y tomó asiento frente a Louis al otro lado de la mesa. La sala olía a transpiración y otras cosas más desagradables, pero Gabriel hizo como si no lo notara. Al chico le resplandecía el rostro por el sudor.

Gabriel desenchufó la grabadora de la toma y apoyó las manos en la mesa.

– Me llamo Gabriel -se presentó-, y tú, según creo, eres Louis.

Sin contestar, el chico se limitó a observar al hombre, esperando a ver qué venía a continuación.

– Por cierto, puedes marcharte -dijo Gabriel-. No se te acusará de ningún delito.

Esta vez el chico sí reaccionó. Abrió un poco la boca y levantó las cejas visiblemente. Miró la puerta.

– Sí, puedes salir de aquí ahora mismo, si es lo que quieres -continuó Gabriel-. Nadie intentará detenerte. Tu abuela te espera ahí fuera. Te llevará a vuestra pequeña cabaña. Podrás dormir en tu propia cama y estar entre los objetos que te son familiares. Será todo igual que antes.

Sonrió. El chico no se había movido.

– ¿O no te lo crees?

– ¿Qué quiere? -preguntó Louis.

– ¿Qué quiero? Quiero ayudarte. Creo que eres un muchacho muy poco común. Incluso me atrevería a decir que tienes talento, aunque es un talento que tal vez no se valore en círculos como éstos.

Abarcó con un suave gesto de la mano derecha la sala de interrogatorios, la comisaría, Wooster, la ley…

– Puedo ayudarte a encontrar un lugar en el mundo. A cambio, tus aptitudes estarían mejor aprovechadas que en este pueblo. Verás, si te quedas aquí, tarde o temprano darás un paso en falso. Te desafiarán, te amenazarán. Esa amenaza puede venir de la policía o de otros. Tú responderás a ella, pero ahora ya te conocen. No saldrás impune por segunda vez, y morirás.

– No sé de qué me está hablando.

Gabriel blandió un dedo en dirección a él, pero no era un gesto de desaprobación.

– Muy bien, muy bien -dijo. Rió entre dientes y luego dejó que el sonido se desvaneciera en el silencio antes de volver a hablar-. Permíteme que te explique lo que pasará a partir de ahora. Deber tenía amigos, o quizá «conocidos» sería una manera más exacta de describirlos. Son hombres como él, y peores. No pueden consentir que su muerte pase inadvertida. Dañaría su propia reputación e indicaría un grado de debilidad que podría volverlos vulnerables al ataque de otros. A estas alturas ya se habrán enterado de que te han interrogado por su asesinato, y ellos no serán tan escépticos como la policía del estado. Si vuelves a tu casa, te encontrarán y te matarán. Quizá, de paso, hagan daño a las mujeres que comparten la casa contigo. Incluso si huyes, irán a por ti.

– ¿Ya usted por qué habría de importarle?

– ¿Importarme? No, no me importa. Puedo marcharme de aquí, y abandonaros a tu familia y a ti a vuestra suerte, y no lo lamentaré en absoluto.

O bien puedes escuchar mi ofrecimiento, y tal vez redunde en beneficio mutuo. Tu problema es que no me conoces, y por lo tanto no puedes confiar en mí. Me hago cargo de tu delicada situación. Soy consciente de que necesitas tiempo para pensar en mi propuesta…

– No sé cuál es su propuesta -repuso Louis-. No me la ha dicho.

Este chico es casi gracioso, pensó Gabriel. Para quince años, tiene una cabeza muy madura.

– Ofrezco disciplina, formación. Te ofrezco una manera de canalizar tu ira, de usar tu talento.

– ¿Protección?

– Puedo ayudarte a protegerte.

– ¿Y a mi familia?

– Corren peligro sólo mientras tú sigas aquí, y sólo si saben dónde estás.

– Entonces, ¿puedo irme con usted, o puedo marcharme de aquí?

– Exacto.

Louis apretó los labios, pensativo.

– Gracias por su tiempo, señor -dijo, transcurrido un momento-. Me voy ya.

Gabriel asintió. Se llevó la mano al bolsillo de la chaqueta y sacó un sobre. Se lo entregó al chico. Tras una vacilación, Louis lo tomó y lo abrió. Intentó disimular su reacción al ver el contenido, pero la expresión de sus ojos, muy abiertos, lo traicionó.

– En ese sobre hay mil dólares -dijo Gabriel-. También hay una tarjeta con un número de teléfono. Estoy localizable en ese número a cualquier hora del día o la noche. Piensa en mi ofrecimiento, pero recuerda lo que te he dicho: no puedes volver a casa. Tienes que irte de aquí, tienes que irte muy, muy lejos, y luego tienes que decidir qué harás cuando esos hombres te encuentren. Porque no te quepa duda de que darán contigo.

Louis cerró el sobre y abandonó la sala. Gabriel no lo siguió. No era necesario. Sabía que el chico se marcharía de aquel pueblo. En caso contrario, Gabriel se habría equivocado con él y de todos modos no le serviría. El dinero daba igual. Gabriel confiaba en su propio criterio. Recuperaría ese dinero con creces.


Tras salir en libertad, Louis regresó con su abuela a la cabaña del bosque. No hablaron, pese a que era una caminata de casi cuatro kilómetros. Cuando llegaron, Louis llenó una bolsa con ropa y algún que otro recuerdo de su madre -fotos, una o dos joyas que le había dejado-, y luego sacó doscientos dólares del sobre y escondió los billetes en distintos bolsillos, en una raja en la cinturilla del pantalón, y en uno de los zapatos. El resto lo dividió en dos montones, se metió el más pequeño en el bolsillo anterior derecho del vaquero y el otro volvió a guardarlo en el sobre. A continuación dio un beso de despedida a las mujeres que lo habían criado, entregó el sobre con los quinientos dólares a su abuela y recurrió al señor Otis para que lo llevara en su furgoneta a la estación de autobuses. Por el camino le pidió que hiciera sólo un alto. Aunque reacio a complacerlo, el señor Otis vio en el chico lo mismo que había visto Wooster, y también Gabriel, y comprendió que no debía contrariarlo, ni con aquello ni con ninguna otra cosa. Así que el señor Otis se detuvo nada más pasar el bar de Little Tom, ocultó la furgoneta entre los arbustos que flanqueaban la carretera y observó al chico encaminarse hacia el aparcamiento de tierra y perderse de vista.

El señor Otis empezó a sudar.


Little Tom alzó la vista del periódico abierto sobre la barra. No había clientes que lo distrajesen, todavía no, y por la radio daban un partido de fútbol. Le gustaban aquellos momentos de calma. Durante el resto de la noche serviría bebidas y charlaría de banalidades con sus clientes. Hablarían de deportes, del tiempo, de las relaciones de los hombres con sus mujeres (ya que en el bar de Little Tom las mujeres no importunaban, no más que los negros, y por eso el local era refugio de cierta clase de hombres). Little Tom entendía el papel que desempeñaba su bar: allí no se tomaban decisiones de gran trascendencia, ni se desarrollaban conversaciones de la menor importancia. No había altercados, porque Little Tom no los toleraría, ni borracheras, porque Little Tom tampoco las aprobaba. Cuando un hombre había consumido lo que Little Tom consideraba «suficiente», lo obligaba a seguir su camino aconsejándole que condujera con prudencia y evitara las discusiones al llegar a casa. Rara vez era necesaria la presencia de la policía en el local de Little Tom. Mantenía buenas relaciones con los patriarcas del pueblo.

Esto no obstaba para que, como muchos hombres que practicaban una versión pública y superficial de lo que consideraban una forma de vida razonable, Little Tom fuese un pedazo de animal, una criatura de apetitos violentos y soeces, sexualmente incontinente y rebosante de desprecio por todos aquellos distintos de él: las mujeres, en particular las que se negaban a tocarlo a menos que hubiese dinero por medio; los judíos, aunque no conocía a ninguno; los creyentes de cualquier tendencia o credo liberal; los polacos, los irlandeses, los alemanes y los de cualquier nacionalidad que hablaran el inglés con acento o tuvieran apellidos que Little Tom no podía pronunciar fácilmente, y toda la gente de color sin excepción.

Y ahora, desde el umbral del bar, un joven negro miraba a Little Tom mientras él leía el periódico. Little Tom no sabía cuánto tiempo llevaba allí de pie aquel muchacho, pero fuera el tiempo que fuese, era demasiado.

– Sigue tu camino, chico -dijo Little Tom-. Este no es lugar para ti.

El chico no se movió. Little Tom se irguió y se dirigió hacia la trampilla de la barra, que estaba levantada. De paso, agarró el bate que guardaba debajo de la barra. Allí Little Tom tenía también una escopeta, pero supuso que al negro le bastaría con ver el bate.

– ¿No me has oído? Largo de aquí.

El chico habló.

– Sé lo que hiciste -dijo.

Little Tom se detuvo. La serenidad del chico lo puso nervioso. Mantenía un tono ecuánime, y no había parpadeado desde el momento en que Little Tom advirtió su presencia, ni una sola vez. Su mirada parecía traspasar el cráneo de Little Tom y pasearse como una araña por la superficie de su cerebro.

– ¿A qué demonios te refieres?

– Sé lo que le hiciste a Errol Rich.

Little Tom sonrió. La sonrisa se ensanchó despacio, extendiéndose como una mancha de aceite. Así que se trataba de eso: un chico de color, un negro de mierda, dejándose arrastrar por la ira. Pues bien, Little Tom sabía cómo tratar con negros incapaces de medir sus palabras cuando estaban delante de un blanco.

– Recibió su merecido -afirmó Little Tom-. Y tú estás a punto de recibirlo también.

Con un rápido movimiento, sin levantar el bate, lanzó un golpe desde abajo, apuntando hacia las costillas del chico. Pero éste, en lugar de apartarse, dio un paso al frente con gran agilidad para atajar el golpe, de modo que el bate chocó contra el marco de la puerta a la vez que el chico-agarraba a Little Tom por el cuello y lo empujaba contra la pared. Al impactar el bate contra la madera, Little Tom sintió una dolorosa vibración en el brazo, y se le notaba aún débil cuando el chico le asestó un golpe en la muñeca con el borde de la mano izquierda. El bate cayó al suelo.

Sorprendido, Little Tom fue incapaz de reaccionar. Nunca antes lo había tocado un negro, ni siquiera una mujer, porque Little Tom no tenía trato con otras razas, ni por la fuerza ni con su consentimiento. Olió el aliento del chico cuando se inclinó hacia él. Los dedos del negro se cerraron en su garganta, y de pronto oyó abrirse la puerta trasera del bar y la voz de un hombre. Sintió que el apretón cedía un poco y al instante se vio despedido hacia un lado, tropezó con un taburete y se cayó pesadamente.

– ¡Eh, tú! -gritó el recién llegado, y Little Tom reconoció la voz áspera de Willard Hoag-. ¿Qué coño haces, chico?

El chico cogió el batey se volvió para encarar la nueva amenaza. Hoag desarmado, se detuvo. El chico miró a Little Tom.

– Otra vez será -dijo.

Caminando de espaldas, salió del bar con el bate. Al cabo de unos segundos, el bate traspasó ruidosamente la ventana del local salpicando el suelo de cristales rotos. Little Tom oyó arrancar y alejarse una furgoneta, pero cuando llegó a la carretera, ya no se veía, y nunca averiguó quién había llevado al negro hasta allí. Aquello le preocupó durante mucho tiempo, incluso después de descubrir la identidad del chico y encontrar la manera de comunicársela a quienes tenían sus propias razones para ocuparse de él. Conforme envejeció, la ofensa se enturbió en su memoria. Muchos de los recuerdos se desvanecieron, pues Little Tom, en el momento de su muerte, había sucumbido desde hacía tiempo a la demencia, pese a que consiguió disimular sus efectos ante aquellos que frecuentaban su bar en declive, ya que el negocio empezó a decaer mucho antes que su dueño. Por eso cuando el chico, ya mayor, regresó por fin y lo obligó a pagar el precio de lo que le había hecho a Errol Rich, Little Tom no fue capaz de relacionarlo con el único negro que le había puesto la mano encima.

Y en cuanto a la razón por la que Louis tardó tanto en vengar la muerte de Errol Rich…, en fin, como se complacía en decir a Ángel, Little Tom se merecía la muerte, pero no se merecía un largo viaje para matarlo, así que Louis esperó a estar de paso en la zona. Fue, decía, por una cuestión de simple comodidad.

Pero eso sucedió después. De momento enfiló al oeste y no se detuvo hasta que vio y olió el mar. Encontró un sitio donde vivir y trabajar, y allí aguardó la llegada de los hombres.