"Los hombres de la guadaña" - читать интересную книгу автора (Connolly John)8La sede de Hoyle Enterprises estaba a unas pocas manzanas de la ONU, y las calles de los alrededores eran, por tanto, una Babel de matrículas diplomáticas, lo cual provocaba que se estableciesen relaciones incómodas entre enconados enemigos internacionales obligados a compartir un valioso espacio de aparcamiento. El edificio de Hoyle no destacaba: era más viejo y pequeño que la mayoría de los rascacielos cercanos y se alzaba en el extremo este de un área pública que abarcaba también parte de las manzanas contiguas al norte, sur y oeste, creando una frontera natural entre Hoyle y los edificios que lo rodeaban. En las veinticuatro horas transcurridas desde la reunión con Gabriel, Louis y Ángel habían localizado los planos del edificio de Hoyle, y Ángel, auxiliado por Willie Brew, que estaba muy aburrido, y Arno, un tanto menos aburrido, lo habían vigilado durante todo un día. Era una precaución, un esfuerzo por formarse una idea aproximada de los ritmos del edificio, cómo se organizaban los repartos, los cambios de turno y los descansos para comer de los guardias de seguridad. No era tiempo suficiente para determinar con toda precisión los riesgos que implicaba entrar, pero era mejor que nada. En realidad, para Willie era peor que no hacer nada. Podría no haber hecho nada en la relativa comodidad de su apartamento, en lugar de hacer algo que no le divertía lejos de cualquier comodidad. Arno había dedicado a la lectura la mayor parte de su turno de vigilancia, lo que a ojos de Willie era contrario al objetivo de permanecer atento al edificio, pero, por otro lado, Willie supuso que Arno se limitaba a matar el tiempo. Louis era reacio a dejarlos volver al taller por el momento, y eso significaba que Willie podía quedarse sentado en su apartamento viendo programas de televisión que no le interesaban, o quedarse sentado en un coche viendo un edificio que tampoco le interesaba. Algo bueno se había desprendido de sus esfuerzos: Willie había decidido que, con o sin el consentimiento de Louis, Arno y él pronto volverían al trabajo. Incluso después de sólo un par de días de holganza, Willie se sentía como si algo se muriera dentro de él. El ático de Hoyle ocupaba las tres plantas superiores del edificio. El resto estaba destinado a las oficinas. Si bien Hoyle tenía empresas en la minería, el sector inmobiliario, los seguros y la investigación farmacéutica, entre otras áreas de interés, el corazón de sus negocios latía detrás de la modesta fachada de la sede de Manhattan. Aquélla era la empresa matriz, y era allí donde residía en último extremo todo el poder. Una reducida pero uniforme cantidad de gente entraba y salía del vestíbulo a lo largo del día, aumentando el flujo entre las doce y las dos y casi convirtiéndose en tráfico de un solo sentido a partir de las cinco de la tarde. Ángel no había observado nada digno de preocupación durante su periodo de vigilancia, como tampoco Willie y Arno. No vio hombres con granadas propulsadas escondidos detrás de las columnas, ni artillería pesada entre las macetas. Por otra parte, como había dicho Gabriel, Hoyle había abordado a Louis a través de los canales adecuados, un concepto propio de otra época en esta era moderna, y cuya fuerza dependía del buen nombre de Gabriel y de los favores que le debían. Si se quebrantaba el protocolo de algún modo, Hoyle conocía sin duda las posibles repercusiones. Por lo que a Gabriel se refería, pues, Louis no tenía motivos para extremar la cautela más que de costumbre, y por consiguiente Louis y Ángel sí extremaron al máximo la cautela al entrar en el edificio poco después de las ocho de esa tarde. El guardia de seguridad, sentado detrás del mostrador, se limitó a dejarles pasar con un gesto. Sólo uno de los ascensores tenía las puertas abiertas en el vestíbulo, sin botones dentro ni fuera. El interior estaba recubierto de espejos. No se veía ninguna cámara. Eso implicaba, dedujo Ángel, que lo más probable fuera que hubiese al menos tres: una detrás de cada espejo, y tal vez una cuarta cámara estenopeica detrás del pequeño panel que mostraba los números de las plantas. Como seguramente el ascensor tenía micrófonos ocultos, ninguno de los dos habló. Tan sólo observaron sus reflejos en el reluciente metal de las puertas, uno aparentemente satisfecho, el otro con ojo crítico. A Ángel no le gustaban los espejos. Como Louis había señalado en una ocasión, él tampoco gustaba a los espejos, y añadió el comentario de que «incluso puede que tu reflejo deje mancha». Cuando en el panel se leyó «Ático», el ascensor se detuvo y las puertas se abrieron sin hacer ruido. Dos hombres los esperaban en el recibidor, por lo demás vacío, también revestido de espejos y decorado con un jarrón lleno de flores recién cortadas sobre un pequeño pedestal de mármol. Los dos hombres vestían traje negro y corbatas fúnebres a juego, y los dos estaban provistos de varitas detectoras de metales. Examinaron con ellas a Ángel y Louis, deteniéndose en los cinturones, monedas y relojes, y luego les franquearon el paso. Se abrió una puerta de dos hojas, labrada, de origen oriental y sin duda antigua, y al otro lado apareció un tercer hombre. Vestía de manera más informal: pantalón negro y chaqueta de lana negra encima de una camisa blanca con el cuello desabrochado. No llevaba el pelo ni muy largo ni muy corto, echado hacia atrás por encima de las orejas, como si le preocupara lo justo para mantenerlo aseado, y nada más. Tenía los ojos castaños, y Ángel detectó en sus facciones una mezcla de diversión, frustración y envidia profesional. Poseía la complexión de un nadador: ancho de hombros pero esbelto y musculoso en conjunto. La chaqueta le quedaba lo bastante holgada para esconder un arma, y la llevaba desabotonada. Ángel notó que Louis se relajaba un poco, pero era la reacción contraria a la que cabía pensar. Cuando Louis se relajaba, era indicio de que había cerca una amenaza y se preparaba para actuar, como cuando un arquero suelta el aire al mismo tiempo que la flecha, canalizando así toda la tensión a través del proyectil emplumado. Los dos hombres se escrutaron en silencio por un momento y después el otro individuo habló. – Me llamo Simeon -dijo-. Soy el ayudante personal del señor Hoyle. Gracias por venir. El señor Hoyle enseguida se reunirá con ustedes. Ángel no sabía bien cuáles eran las obligaciones de Simeon en su calidad de ayudante, pero casi con toda seguridad no incluían mecanografiar ni responder el teléfono. Tampoco era un simple guardaespaldas, a diferencia de los hombres que los habían registrado. No, Ángel ya había conocido antes a hombres como Simeon, y Louis también. Aquél era un especialista, y Ángel se preguntó por qué un hombre de negocios, incluso uno tan rico y propenso a la reclusión como Nicholas Hoyle, necesitaba a alguien con las aptitudes que Simeon sin duda poseía. Simeon detuvo la mirada brevemente en Ángel, decidió que no había allí nada digno de atención y volvió a concentrarse en Louis. Retrocedió hacia el interior de la habitación a la vez que extendía la mano derecha en un gesto de bienvenida. No dio la espalda a Louis, cosa que quedó como señal de respeto y al mismo tiempo de cautela. Entraron en un salón de planta abierta, amplio, tenuemente iluminado, con estanterías desde el suelo hasta el techo que contenían una combinación de libros, esculturas y armas antiguas: cuchillos, hachas, dagas, todos montados sobre peanas de cristal transparente. Allí dentro hacía tanto frío que a Ángel se le puso la carne de gallina. Las tablas del suelo eran de madera reciclada; los sofás y sillones, oscuros y cómodos. En conjunto, daba la sensación de que aquélla era la morada de un hombre de armas y letras, un hombre arraigado en otra era. El propio salón habría podido pertenecer a otro siglo, de no ser por una mampara de cristal desde donde se veía, en un nivel inferior, una piscina cubierta, cuyas aguas formaban tenues ondas que se reflejaban en las paredes interiores. Si bien en un primer momento el contraste era desconcertante, Ángel llegó a la conclusión de que complementaba la decoración, más que socavarla. Salvo si uno se acercaba al cristal, la piscina permanecía invisible, de modo que lo único que se percibía de ella eran los espectros de las ondas en las paredes. Uno tenía la sensación de estar en el camarote de un gran barco en el mar. – Caray, qué azul -comentó Ángel, contemplando el agua, y así era: de un azul artificial, como si le hubieran añadido tinte. Ángel pensó que él jamás se zambulliría en esa piscina, ni aun suponiendo que practicase la natación. Parecía una cuba de sustancias químicas. – El agua de la piscina se somete semanalmente a un tratamiento a cargo de un servicio profesional -explicó Simeon-. El señor Hoyle da mucha importancia a la limpieza. En su voz se podía apreciar un peculiar tonillo al decirlo, cierto sarcasmo. Louis lo percibió y se preguntó cuál sería el grado de compromiso con su jefe. Había conocido antes a hombres que eran para sus jefes algo más que guardaespaldas, sin llegar a ser amigos. Eran como perros guardianes que con el tiempo acababan queriendo a los hombres que les echaban las sobras de la comida, adorándolos en momentos de afecto y viendo todo gesto de ira dirigido contra ellos como prueba de un fracaso por su parte. Simeon no parecía esa clase de hombre. Aquello era un acuerdo económico, simple y llanamente, y mientras Hoyle siguiera ingresando dinero en la cuenta de Simeon, éste continuaría protegiendo la vida de Hoyle. Las dos partes conocían con toda exactitud cuál era su posición, y Louis suponía que tanto Hoyle como Simeon lo preferían así. – Oiga, ¿Simeon es su nombre o su apellido? -preguntó Ángel. – ¿Eso importa? – Era por entablar conversación. – Pues no se le da muy bien -observó Simeon. Ángel lo miró con expresión de desánimo. – No es la primera vez que me lo dicen. Louis examinaba una punta de lanza en uno de los estantes. Sin tocarla, movió la peana de cristal con cuidado para verla de frente, como si apuntara hacia su cara. – Es de una lanza hicsa -explicó Simeon-. Los hicsos invadieron Egipto mil setecientos años antes de Cristo y crearon la decimoquinta dinastía. – ¿Lo ha leído usted en algún sitio? -preguntó Louis. – No, lo ha leído en algún sitio el señor Hoyle. Ha tenido la amabilidad de compartir conmigo sus conocimientos, y ahora yo se los transmito a ustedes. – Muy interesante. Debería organizar visitas turísticas. -Louis se volvió hacia Simeon-. ¿Lleva mucho tiempo trabajando para él? – Suficiente. – Eso admite dos interpretaciones. – Supongo. – ¿En qué cuerpo sirvió? – ¿Por qué cree que he estado en el ejército? – Tengo ojos en la cara. Simeon se detuvo a pensar antes de responder. – Infantería de marina. – A ver si lo adivino: la unidad de reconocimiento. – No. Antiterrorismo, cerca de Norfolk. Antiterrorismo: el Equipo de Seguridad Antiterrorista de la Flota de la Infantería de Marina, formado a finales de los ochenta para proporcionar una mayor protección a corto plazo cuando la amenaza excedía las posibilidades de las fuerzas de seguridad convencionales. Simeon había sido instruido, pues, para evaluar amenazas, preparar planes de seguridad, proteger a VIPs. A su pesar, Louis estaba impresionado. – Esto debe de ser un cambio agradable para usted -observó Ángel, uniéndose a la conversación-. Ahora lo más pesado que tiene que levantar es una varita. -Sonrió sin mala intención-. Es como ser un hada madrina. Louis se acercó a un objeto que parecía una combinación de daga y hacha, con una malévola hoja triangular. – Eso es una daga-hacha ko. -Un hombre había entrado en la sala desde una puerta situada a la derecha. Tenía una mata de pelo canoso, bien cortado, y llevaba un polo rojo de manga larga y pantalones de lona de color tostado. Calzaba mocasines marrones, gastados y cómodos. Estaba ligeramente bronceado. Al sonreír, revelaba unos dientes un tanto irregulares, y no demasiado blancos. Las gafas le agrandaban como lentes de aumento los ojos azules. Fuera lo que fuese, no parecía un hombre vanidoso, o cuando menos había dejado de hacer las concesiones más obvias a la vanidad. En su aspecto, sólo llamaban la atención los guantes blancos que le cubrían las manos-. Soy Nicholas Hoyle. Bienvenidos, caballeros, bienvenidos. Se acercó a Louis, aún junto al estante, complacido a todas luces de la oportunidad de exhibir su colección. – Siglo once o diez antes de Cristo -prosiguió y levantó el arma para que Louis la examinara de cerca-. Causaron sensación en Pa-Shu durante la dinastía zhou oriental, pero ésa es de Shansi. Colocó el hacha en su sitio y pasó a otra arma. – Este objeto es interesante. -Separó con cuidado una daga curva de su peana-. Es de la última etapa Shang, entre los siglos trece y doce antes de Cristo. Fíjese, tiene un cascabel en el extremo de la empuñadura. -Agitó el arma con delicadeza-. No servía para matar en silencio, imagino. Por último, eligió un hacha de aspecto tosco que ocupaba todo un estante. – Ésta es una de las armas más antiguas que poseo -dijo-. Hung-shan, de la región del río Liao, en la China nororiental. Neolítica. Tres mil años de antigüedad, como mínimo, quizás incluso cuatro mil o más. Tenga, cójala en las manos. Entregó el hacha a Louis. Detrás de él, Ángel vio tensarse un poco a Simeon. Aun después de tantos años, el hacha era claramente capaz de infligir daño. Parecía mucho menos antigua de lo que era, testimonio de la destreza implícita en su manufactura. Louis observó que la parte superior de la cabeza del hacha estaba labrada en forma de águila. Recorrió el contorno con la yema del índice. – Tiene un significado religioso -explicó Hoyle-. Por entonces se creía que el primer mensajero del Soberano Celestial fue un ave. Se creía que las águilas comunicaban los deseos humanos a los dioses; en este caso, cabe suponer, la muerte de un enemigo. – Una colección impresionante -opinó Louis, devolviéndole el hacha. – Empecé a coleccionar de niño -contó Hoyle-. Primero con balas Minié recogidas en el campo de batalla del monte Kennesaw. Mi padre era un entusiasta de la guerra de secesión y en vacaciones le gustaba llevarnos a los campos de batalla. A mi madre, si no recuerdo mal, aquello no le parecía nada extraordinario. Incluso llegué a crear mi propia mezcla de sebo y cera de abeja para lubricarlas, tal como hacían los soldados a fin de prevenir que se ensuciara el interior del cañón con residuos de pólvora quemada. De lo contrario… – Se atascaban en el cañón -concluyó Louis-. Lo sé. Yo también las coleccionaba. – ¿Y eso dónde? -preguntó Hoyle. – Da igual -contestó Louis-. Fue hace mucho tiempo. – Ya -dijo Hoyle. Incómodo, pareció advertir que se había extralimitado al preguntar a Louis acerca de su pasado. Por lo visto, para él eso no era habitual. A fin de ocultar su malestar, señaló un par de sillones y dos sofás idénticos en torno a una mesa baja de secoya. Louis ocupó uno de los sillones, Hoyle el otro, y Ángel se sentó en un sofá. Les ofrecieron bebidas alcohólicas, pero Ángel y Louis las rechazaron. Sirvieron, pues, té verde, y unos caramelos japoneses que a Ángel se le pegaron a los dientes y le llenaron la boca de un sabor a limón y rábanos picantes que no era desagradable, sino sencillamente peculiar. – Sabrán perdonarme por no estrecharles la mano -se disculpó Hoyle. Lo planteó con habilidad como un ruego, como un favor concedido por otro pese a que la decisión era sólo suya-. Aun con los guantes, tiendo a ser muy cuidadoso con esas cosas. En la mano humana se acumulan bacterias tanto residentes como transitorias, un auténtico pozo negro de gérmenes, pero son las transitorias las que más cautela exigen. Mi sistema inmune no es lo que era… Una carencia congénita… y ya no me atrevo a abandonar estas cuatro paredes. No obstante, conservo buena salud, pero debo tomar precauciones, en especial por lo que se refiere a las visitas. Espero que no se ofendan. Ni a Ángel ni a Louis se los veía ofendidos. Louis permanecía impasible. Ángel parecía perplejo. Se miró discretamente las manos. Las tenía limpias, pero sabía qué era un pozo negro. Tomó un sorbo de té verde. No tenía apenas sabor. Contempló la posibilidad de usarlo para lavarse las manos. – Ha llegado a mis oídos que atraviesa usted un momento difícil -dijo Hoyle. Dirigió sus comentarios sólo a Louis. Ángel ya estaba acostumbrado a eso. No le molestaba. Significaba que, en caso de surgir problemas, por lo general tenía ventaja sobre aquellos que, como Simeon y su jefe, lo habían infravalorado. – Se le ve bien informado -dijo Louis. – Hago lo posible por estarlo -respondió Hoyle-. En este caso, por lo visto, sus intereses y los míos coinciden. Sé quién envió a esos hombres a su casa y al taller de Queens. Sé por qué los enviaron. También sé que lo más probable es que la situación se deteriore aún más si no actúa usted de inmediato. Louis aguardó. – En 1983 -prosiguió Hoyle- mató a un hombre llamado Luther Berger. Éste recibió un balazo a quemarropa en la parte posterior de la cabeza cuando salía de una reunión de trabajo en San Antonio. Cobró usted cincuenta mil dólares por el encargo. En aquel entonces era una buena cantidad, aun repartiéndola con el conductor del vehículo de huida. Fiel al protocolo, usted no preguntó por qué lo contrataron para liquidar a Berger. »Pero, por desgracia, ese hombre en realidad no se llamaba Luther Berger. Era Jon Leehagen, o "Jonny Lee", como también se lo conocía. Su padre era un tal Arthur Leehagen. Arthur Leehagen no se tomó a bien que mataran a su hijo mayor. Ha dedicado mucho tiempo a averiguar quién estaba detrás del asesinato. En los últimos doce meses ha hecho avances notables. El hombre que lo contrató a usted por mediación de Gabriel…, Ballantine se llamaba, aunque usted no llegó a conocerlo…, murió hace una semana. Lo llevaron a la finca de Leehagen, lo mataron y dieron de comer los restos a los cerdos. Leehagen también pudo establecer su identidad, y la identidad del conductor del vehículo con el que abandonó el lugar de los hechos. Creo que usted lo conocía como Billy Boy. Al igual que a Ballantine, lo asesinaron: murió apuñalado en un lavabo, según tengo entendido, aunque es posible que usted conozca las circunstancias mejor que yo. »A los hombres que atacaron su casa y el taller de Queens los envió Leehagen. Y los seguirán otros. No me cabe duda de que es usted capaz de ocuparse de la mayoría de ellos, pero les basta con tener suerte una vez, como a los terroristas, en tanto que usted necesitará suerte y al mismo tiempo destreza en todo momento. También imagino que preferirá no atraer sobre sí o sobre sus actividades profesionales más atención de la absolutamente necesaria. Por lo tanto, le conviene actuar sin pérdida de tiempo. – ¿Y cómo sabe usted todo eso? – Porque estoy en guerra con Arthur Leehagen -respondió Hoyle-. Pongo todo mi empeño en saber lo máximo posible sobre sus acciones. – Y en el supuesto de que algo de eso sea verdad, ¿por qué tiene tanto interés en hacernos partícipes? -preguntó Louis. – Arthur Leehagen y yo sentimos un profundo rencor el uno por el otro. Viene de lejos. Nos criamos cerca, pero nuestras vidas han tomado rumbos un tanto divergentes. A pesar de eso, el destino ha querido ponernos en conflicto en repetidas ocasiones. Me gustaría vivir más que él, y me gustaría que ese proceso se inicie cuanto antes. – Debe de ser un rencor muy profundo -observó Louis. Hoyle hizo una seña a Simeon. Éste colocó un reproductor portátil de DVD en la mesa. Pulsó el botón. Al cabo de uno o dos segundos dio comienzo una película muy granulada. – Esto llegó hace dos meses -dijo Hoyle. Eludiendo la pantalla, contempló el reflejo de las ondas en la pared detrás de ellos. La película mostró a una mujer rubia, guapa, de unos treinta años. Parecía muerta y tenía la cara y el pelo embadurnados de barro. Estaba desnuda, pero la mayor parte de su cuerpo quedaba oculto bajo las cabezas enormes de los cerdos que la devoraban. Ángel desvió la mirada. Simeon pulsó el botón de «Pausa» y congeló la imagen. – ¿Quién es? – Mi hija, Loretta -contestó Hoyle-. Salía con el hijo superviviente de Leehagen, Michael. Lo hacía por despecho. Me culpaba a mí de todo lo que le iba mal en la vida. Consideraba que acostarse con el hijo de un hombre a quien yo despreciaba era una buena manera de desquitarse, pero subestimó la capacidad de la familia Leehagen para la violencia y la venganza. – ¿Y por qué iba a hacer Leehagen algo así? -preguntó Louis en voz baja. Hoyle apartó la vista, incapaz de mirar a Louis a los ojos. – Eso da igual -respondió, dejando clara la insinuación de que tal reacción había sido provocada por una vileza equiparable. – ¿Por qué no acudió a la policía? – Porque no había pruebas de que Leehagen fuese el responsable de esto. Sé que esta grabación la mandó él…, lo intuyo…, pero aun cuando consiguiera convencer a la policía de que Leehagen fue el culpable, no me cabe duda de que no encontrarían el menor rastro de mi hija, aun suponiendo que localizaran la granja de cerdos en cuestión. Además, está el asunto de mis propias acciones contra Leehagen. Ninguno de los dos es del todo inocente, pero ya hemos llegado muy lejos para detenernos. Hizo una señal a Simeon, que tomó el reproductor de DVD y lo llevó a un hueco en penumbra. Luego desapareció en una de las habitaciones del fondo. – Debo añadir que usted no es mi primera escala en este asunto -continuó Hoyle-. Primero contraté a un tal Kandic, un serbio, para que matara al otro hijo de Leehagen y, a ser posible, al propio Leehagen. Me informaron de que Kandic era el mejor en lo suyo. – ¿Y cómo acabó la cosa? -preguntó Louis. Simeon regresó. Sostenía en las manos un tarro de cristal con una cabeza humana. Las corneas habían perdido el color por efecto del líquido de embalsamamiento y la piel se había blanqueado hasta adquirir un color hueso. En la base del cuello, la carne colgaba en jirones. – No muy bien -contestó irónicamente-. Esto llegó hace una semana. O me informaron mal al decirme que Kandic era el mejor, o es mala señal para cualquiera que se plantee seguir sus pasos. – Y ahora quiere que Leehagen pague por lo que le pasó a su hija. – Quiero que esto acabe, y acabará sólo cuando uno de los dos haya muerto. Naturalmente, como he dicho, preferiría que Leehagen falleciese antes que yo. Louis se puso en pie. Al verlo, los dos hombres junto a la puerta se llevaron las manos a sus armas, pero Simeon los detuvo con un gesto. – Bien -dijo Louis-, todo esto ha sido muy interesante. No sé de dónde ha sacado la información, pero debería hablar con su fuente, porque le ha proporcionado un material un tanto pobre. Yo no conozco a ningún Luther Berger, y no he manejado un arma en la vida. Soy un hombre de negocios, sólo eso. Por otra parte, yo, en su lugar, me cuidaría de repetir algunas de esas cosas en voz alta. Podría traerle problemas con la policía. Louis se encaminó hacia la puerta seguido de Ángel. Nadie intentó detenerlos y nadie dijo nada hasta que entraron en el recibidor y se detuvieron a esperar el ascensor. – Gracias por su tiempo, caballeros -se despidió Hoyle-. Estoy seguro de que no tardaré en tener noticias suyas. Las puertas del ascensor se abrieron, Louis y Ángel entraron y bajaron en silencio para desaparecer luego en las calles. Tras marcharse del edificio de Hoyle, Louis condujo en silencio. Alrededor, la ciudad se movía al compás de su propio latido oculto, un ritmo que cambiaba de hora en hora, ligado a los movimientos de los individuos que la habitaban de manera que a veces Louis no sabía si la ciudad dictaba la forma de vida de la gente o si era ésta quien influía en la vida de la ciudad. – Los guantes me han parecido un toque interesante -comentó Ángel -. Si hubiese estado un poco más moreno, habría podido pasar por Al Jolson. No hubo respuesta. Un semáforo cambió frente a ellos, pero Louis pisó el acelerador y. pasó en rojo. Louis era muy consciente de que no le convenía arriesgarse a atraer la atención de la policía, pero ahora, al parecer, no quería detenerse por ninguna razón. Ángel también advirtió que conducía atento a los retrovisores, pendiente de los coches que venían detrás, o circulaban a izquierda o derecha. Ángel miró por la ventanilla y vio pasar a toda velocidad los escaparates de las tiendas. – ¿Qué vamos a hacer? -preguntó. El tono, aunque suave y neutro, indicó a su compañero que convenía dar alguna respuesta. – Haré unas llamadas. Averiguaré cuánto de lo que ha dicho Hoyle es verdad. – ¿No confías en él? – No confío en nadie con tanto dinero. – La cabeza del tarro era bastante convincente. ¿Es cierto que nunca has oído hablar de ese hombre al que contrató? – No, nunca. – No podía ser tan bueno en lo suyo si tú no lo conocías de nada. – El hecho de que ahora su cabeza se encuentre en un tarro tiende a corroborarlo -dijo Louis. – ¿Y? – Por poco que haya de verdad en lo que dice Hoyle, vamos a tener que enfrentarnos a ese Leehagen -contestó Louis-. Tendremos que actuar deprisa. Por fuerza sabe que intentaremos descubrir quién pretende eliminarnos. Tendrá que salimos al paso antes de que lo averigüemos. Así que, como te he dicho, haré unas cuantas llamadas, y después ya decidiremos. Ángel suspiró. – Y a mí que empezaba a gustarme la vida tranquila. – Sí, pero necesitas el ruido para valorar el silencio. Ángel lo miró. – ¿Y tú quién eres? ¿Buda? – Debo de haberlo leído en algún sitio. – Sí, en una galleta de la fortuna. – Tienes el alma como una pasa, ¿lo sabes? – Tú conduce. Esta alma mía como una pasa necesita paz. Ángel volvió a mirar por la ventanilla, pero sus ojos no asimilaban nada de lo que veía. |
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