"Los hombres de la guadaña" - читать интересную книгу автора (Connolly John)7Al cabo de dos días, por la mañana, Gabriel tuvo otra reunión, esta vez en Central Park. El cielo estaba despejado y azul, sin nube alguna que lo empañara después de la negrura de los días anteriores, y en el aire se percibía frescura, pureza, igual que si durante la noche hubieran limpiado de forma milagrosa parte de los humos y la inmundicia de la ciudad, aunque sólo fuera por un breve espacio de tiempo. Era un día como los de su infancia, pero a Gabriel, en la vejez, le costaba recordar sus primeros años de vida. Los fragmentos de memoria que conservaba parecían atañer a otra persona, ajena a él y, sin embargo, vagamente familiar. Era una sensación semejante a la de ver una película antigua y recordar, ah, sí, ya la he visto y en su día, en un tiempo lejano, significó algo para mí. Aborrecía envejecer. Aborrecía ser viejo. Ver a Louis le había recordado todo lo que él había sido antes, el poder y la influencia que había poseído. Pero aún le quedaba algo de eso. Ya no tenía a los Hombres de la Guadaña en la palma de la mano, dispuestos a obedecerlo a él u obedecer a otros por dinero, pero le debían favores por favores realizados, por confidencias guardadas, por problemas enterrados y vidas acabadas. Gabriel había almacenado cuidadosamente los secretos de todos ellos, porque sabía que su propia vida dependía de ellos. Eran su seguro, y una moneda de cambio a la que recurrir en caso de necesidad. Un hombre más joven que él se acercó y se puso a su lado. Le sacaba una cabeza a Gabriel, pero éste tenía casi tres décadas más de experiencia, a menudo amarga. Su nombre en clave era Mercurio, por el dios de los espías, pero Gabriel lo conocía como Milton. Sospechaba que ése podía ser su verdadero nombre, porque si bien Milton poseía cierta cultura, sus conocimientos no parecían abarcar el ámbito literario, ya que había reaccionado con una mirada inexpresiva ante una alusión de Gabriel a Milton y Gabriel pasearon junto al lago caminando relativamente despacio para dejarse adelantar por quienes hacían – Me alegro de volver a verte -dijo. Tenía la voz tan corriente como todo lo demás, hasta el punto de que ni siquiera Gabriel, que lo conocía desde hacía años, habría sabido decir si era sincero o no. Decidió que quizás el sentimiento era auténtico. No era, por lo que él recordaba, algo que Milton dijera muy a menudo. – Lo mismo digo -mintió Gabriel, y Milton sonrió, pues vio compensada cualquier posible ofensa ante tal insinceridad por la satisfacción de. captarla. Milton, pensó Gabriel, era la clase de hombre que sólo se sentía a gusto cuando el mundo lo decepcionaba y respondía, por tanto, a sus expectativas-. No esperaba que vinieras en persona. – No tenemos muchas ocasiones de vernos últimamente. Nuestros caminos ya no se cruzan como antes. – Soy un viejo -dijo Gabriel, y recordó el contexto en el que había utilizado esas mismas palabras pocos días antes. Se preguntó si realmente, como había dicho, su edad y su anterior posición bastarían para protegerlo de la depredación de Ventura. La duda lo inquietaba. Lo que le había sucedido a Ventura era en parte responsabilidad suya, aunque no debió de sorprenderse al recibir el castigo; la animadversión entre Ventura y Louis, en cambio, era de carácter más personal. No, si Ventura había vuelto, no tendría a Gabriel en la mira. – No tan viejo -dijo Milton. Ahora era él quien mentía. – Tengo edad suficiente para ver la luz al final del túnel -replicó Gabriel-. En todo caso, éste es un mundo nuevo con reglas nuevas. Me cuesta reconocer mi lugar en él. – Las reglas siguen siendo las mismas -afirmó Milton-. Sólo que hay menos. – Eso parece nostalgia. – Tal vez lo sea. Echo de menos el trato con iguales, con quienes piensan como yo. Ya no comprendo a nuestros enemigos. Sus objetivos son demasiado vagos. Ni siquiera ellos mismos los conocen. No tienen ideología. Sólo tienen su fe. – A la gente le gusta luchar por su religión -dijo Gabriel-. Es un asunto tan intrascendente que pueden concederle una profunda importancia. Milton no dijo nada. Gabriel sospechó que Milton era creyente. No judío. Quizá católico, aunque carecía de la imaginación necesaria para ser un buen católico. No, Milton debía de ser protestante, de una adscripción indefinida, miembro de una iglesia especialmente lúgubre cuyos feligreses se encontraban a gusto sentados en bancos duros y escuchando largos sermones. La imagen de Milton en una iglesia llevó a Gabriel a imaginar cómo debía de ser la señora Milton, si existía. Milton no llevaba alianza, pero eso no significaba nada. Los hombres como él revelaban la menor información posible. A partir de algo tan sencillo como una alianza nupcial, otros podían concebir toda una existencia. Gabriel se representó a la esposa de Milton como una mujer tensa, tan severa e inflexible como su religión, una de esas que escupían la palabra «amor». – Conque te has puesto en contacto con nuestra oveja descarriada -dijo Milton cambiando de tema. – Parece que le va bien. – Salvo por el hecho de que alguien intenta matarlo. – Salvo por eso. – La policía no encontró nada en el primer juego de huellas -dijo Milton-. Nosotros tampoco. Una vela: muy ingenioso. La pistola incautada en el taller también estaba limpia, según los informes de la policía. No se había usado antes. – Eso me extraña. – ¿Por qué? – Eran aficionados. Los aficionados tienden a cometer pequeños errores antes de cometer los grandes. – A veces. Puede que estos caballeros se lanzaran de cabeza y pasaran derechos de cero a menos uno. Gabriel cabeceó. No concordaba. Apartó el dato al fondo de su mente y lo dejó hervir como una cazuela en un fogón. – En cambio, tuvimos más suerte con una huella del segundo juego. Es curioso que los dueños de esas huellas todavía no hayan salido a la superficie. – El vertedero -informó Gabriel-. Es difícil salir a la superficie cuando estás a diez metros bajo tierra. – Ciertamente. Las huellas eran de un hombre llamado Mark van Der Saar. Un apellido poco común. Holandés. No hay muchos Van Der Saar en esta parte del mundo. Ese Van Der Saar en concreto cumplió tres años de condena en la penitenciaría de Gouverneur, en el norte del estado, por delitos a mano armada. – ¿Era de allí? – De Massena. No muy lejos. – ¿Y sus jefes? – Estamos investigándolo. Uno de sus cómplices conocidos es o, mejor dicho, era, dado el estado de defunción recientemente adquirido por el señor Van Der Saar, un tal Kyle Benton. Benton cumplió cuatro años en la penitenciaría de Ogdensburg, también, qué casualidad, por delitos a mano armada. Ogdensburg se encuentra asimismo en el norte del estado, por si no lo sabías. – Gracias por la lección de geografía. Sigue, por favor. – Benton trabaja para Arthur Leehagen. Se advirtió una vacilación en el ritmo de los pasos de Gabriel, pero duró sólo un instante. – Un nombre del pasado -dijo-. ¿No tienes nada más? – De momento, no. Pensé que te impresionaría: es más de lo que sabías antes de vernos. Siguieron caminando en silencio mientras Gabriel reflexionaba acerca de lo que acababa de oír. Movió las piezas del rompecabezas en su mente. Louis. Arthur Leehagen. Billy Boy. Había pasado mucho tiempo. Sintió un ligero placer al encajar las piezas y establecer la conexión. – ¿Conoces a dos agentes del FBI que se llaman Bruce y Lewis? -preguntó una vez satisfecho de sus conclusiones. Milton consultó el reloj, clara señal de que la reunión estaba a punto de finalizar. – ¿Tendría que conocerlos? – Han estado indagando en los asuntos de nuestro común amigo. – En ese caso, no sé hasta qué punto yo usaría la palabra «amigo». – Ha sido lo bastante buen amigo para mantener la boca cerrada durante muchos años. Creo que eso es más amigable de lo que sueles encontrarte. Milton no lo contradijo, y Gabriel supo que se había anotado un tanto. – ¿Qué les interesa en concreto? – Según parece, están hurgando en sus inversiones inmobiliarias. Milton sacó una mano del bolsillo, llevaba guantes y la movió en un gesto de desdén. – Es toda esa mierda de después del 11-S -aclaró. Gabriel se sorprendió al oírlo usar semejante vocabulario. Milton rara vez exteriorizaba sentimientos tan profundos-. Tienen órdenes de seguir rastros de papel: inversiones inusuales, acuerdos financieros sospechosos, compañías de transporte e inmobiliarias que no cuadran. Son nuestra cruz. – Él no es un terrorista. – La mayoría no lo son, pero a veces de paso se desentierra información útil y se hace un seguimiento. Les habrá llegado a esos agentes y ahora sienten curiosidad. – Es más que curiosidad. Da la impresión de que saben algo de su pasado. – Eso no es precisamente un secreto de Estado. – Bueno, una parte sí lo es -rectificó Gabriel. Los dos se detuvieron, con los ojos entornados por la luz del sol y mezclándose sus alientos en el aire seco. – Se ha ganado cierta fama -dijo Milton-. Ha estado frecuentando malas compañías, si es que eso es humanamente posible dada su propia naturaleza. – Supongo que te refieres al investigador privado. – Parker. Y creo que es un ex investigador. Le han retirado la licencia. – Quizás ha encontrado ocupaciones más pacíficas. – Lo dudo. Por lo poco que sé de él, no puede vivir sin problemas. – Y sin embargo, si no conociera bien a Louis, diría que casi le tiene afecto. – Afecto suficiente para matar por él. Si ha atraído la atención, ha sido obra exclusivamente suya. Lo único que me extraña es que el FBI haya tardado tanto en llamar a su puerta. – No lo niego -dijo Gabriel-, pero sobre él son tantas las cosas que se saben como las que se desconocen, y estoy seguro de que tú prefieres que eso siga así. – Espero que no me estés amenazando. Gabriel apoyó la mano en el brazo del hombre de menos edad y le dio unas palmadas en la manga del abrigo. – Me conoces de sobra para saber que no -aseguró-. Lo que quiero decir es que al final cualquier investigación topará con un muro de ladrillo, un muro de ladrillo construido por ti y tus colegas. Pero tales barreras no son inexpugnables, y las preguntas adecuadas hechas en los sitios adecuados podrían sacar a la luz información molesta para ambas partes. – Siempre podríamos deshacernos de él -observó Milton. Si bien lo dijo con una sonrisa en la cara, Gabriel procesó el comentario con expresión de cautela. – Si ésa fuese tu intención, ya lo habrías hecho hace mucho tiempo -dijo Gabriel-. ¿Y también te habrías librado de mí? Milton echó a andar otra vez, y Gabriel se colocó a su lado. – Muy a pesar mío -respondió Milton. – Por alguna razón, eso casi me consuela. – ¿Qué quieres que haga? – Retira a los sabuesos -contestó Gabriel. – ¿Crees que es tan fácil? Al FBI no le gusta que otras agencias se entrometan en sus asuntos. – Pensaba que estabais todos en el mismo bando. – Lo estamos: cada uno en el suyo. No obstante, hablaré con ciertas personas y veré qué puedo hacer. – Te lo agradecería mucho. Al fin y al cabo, estarás protegiendo un bien valioso. – Un bien valioso en otro tiempo -corrigió Milton-, a menos, claro, que esté en el mercado para algún trabajo. – Por desgracia, parece que ha elegido otro camino. – Es una lástima. Era bueno. Uno de los mejores. – Esto me recuerda una cosa -dijo Gabriel como si acabara de ocurrírsele y no fuera algo que le corroía desde que se enteró de la muerte de Billy Boy-. ¿Qué sabes de Ventura? – Para mí, la ventura consiste en saborear un whisky Laphroaig y un buen puro -contestó Milton-. ¿O no te referías a eso? – No exactamente. – Perdimos el contacto con él hace muchos años. Además, para empezar, nunca lo tuvimos en nuestra lista de felicitaciones navideñas. Me resultaba un individuo desagradable. No derramé ninguna lágrima cuando cayó en desgracia. – Pero tú lo utilizaste. – Un par de veces. Y siempre por mediación tuya. Aprendí a contener la respiración, y después me lavaba las manos. Según tengo entendido, tu «amigo» y tú os las arreglasteis para poner fin a su carrera. -No fue un éxito absoluto -respondió Gabriel. – Absoluto, no. Os quedasteis cortos con el explosivo. – Sólo queríamos matarlo a él, no a la mitad de la gente que andaba cerca. – En ciertos círculos, ese gesto humanitario podría verse como un signo de debilidad. – Por eso he dedicado tanto tiempo y energía a reducir el tamaño de esos círculos. Como, según creo, has hecho tú. Milton inclinó la cabeza en un ademán de modesto asentimiento. – Sin embargo, hay razones para pensar que Ventura podría haber vuelto al radar. – ¿Ah, sí? -Milton miró a Gabriel a la cara por primera vez-. ¿Y por qué será? Gabriel había aprendido a interpretar los rostros y los tonos de voz, contrapesar las palabras pronunciadas y los gestos, reparar en las más nimias inflexiones que pudieran revelar la falsedad de lo que se decía. Mientras oía hablar a Milton, tuvo la certeza de que éste no le había dicho todo lo que sabía. – Tal vez si te enteras de algo más, tengas a bien telefonearme. – Tal vez -dijo Milton. Gabriel le tendió la mano. Milton se la estrechó y, durante el apretón, Gabriel le introdujo limpiamente un trozo de papel bajo el puño de la camisa. – Una pequeña muestra de gratitud -añadió Gabriel-. Un contenedor que no sería recomendable dejar salir del vertedero en cuestión. Milton movió la cabeza en un gesto de agradecimiento. – Cuando veas a la oveja descarriada, dale recuerdos de mi parte. -Lo haré, no te quepa duda. Me consta que te aprecia. Milton hizo una mueca. -¿Sabes una cosa? -dijo-. Eso no me resulta muy reconfortante. Gabriel se puso en contacto con Louis a última hora de ese mismo día, otra vez por mediación de sus respectivos servicios contestadores. Hablaron sólo durante unos minutos en un taxi que iba al Performance Space de Broadway. El taxista estuvo absorto en una larga y animada conversación telefónica, toda ella en urdu. Por un rato, Gabriel se entretuvo en intentar seguir lo que decía. – He recibido una llamada -informó Gabriel-. Era de un caballero que trabaja para Nicholas Hoyle. – ¿Hoyle? ¿El millonario? – Millonario, recluso, como quieras llamarlo. – ¿Y qué ha dicho? – Según parece, al señor Hoyle le gustaría verte. Dice que tiene cierta información que podría serte útil, información relativa a los acontecimientos de los últimos días. – ¿En territorio neutral? Gabriel cambió de posición en el asiento. – No. Hoyle nunca sale de su ático. Por lo que cuentan, es un hombre muy suyo. Tendrás que ir a su casa. – No es así como se hacen las cosas -replicó Louis. – Se ha dirigido a ti por mediación mía. Y las cosas sí se hacen así. Seguro que conoce las posibles consecuencias si no se atiene a las formalidades de rigor. – Quizás él envió a aquellos hombres para obligarme a salir a la luz. – Si ésa hubiese sido su intención, podría haberse limitado a contratar una ayuda mejor y completar el trabajo allí mismo. En todo caso, no tiene ningún motivo para actuar contra ti, o ninguno que yo conozca, a menos que lo hayas irritado en el transcurso de alguna de tus recientes actividades. Miró a Louis enarcando una ceja en un gesto de interrogación. – No me consta -contestó Louis. – Por otro lado -dijo Gabriel-, dudo que tú y tu amigo de Maine dejéis muchos cabos sueltos. El cáncer ofrece un índice de supervivencia más alto que cruzarse con vosotros. Teniendo eso en cuenta, imagino que Hoyle prevé algún acuerdo beneficioso para ambos. Pero la decisión es tuya. Yo sólo transmito el mensaje. – ¿Tú qué harías en mi situación? – Hablaría con él. De momento no hemos avanzado en las averiguaciones acerca de los hombres que participaron ni de quién estaba detrás de ellos. Gabriel lanzó una rápida mirada a Louis. Éste se había tragado la mentira. Bien. Gabriel esperaría a enterarse por Louis de lo que tenía que decir Hoyle. Entretanto, había empezado a hacer indagaciones sobre Arthur Leehagen. Aún no estaba en condiciones de informar a Louis sobre lo que Milton le había dicho. Gabriel siempre se protegía a sí mismo en primer lugar y por encima de todo. Pese al afecto que pudiera conservar por Louis, lo echaría a los perros salvajes antes que ponerse en peligro. – ¿Esos hombres eran aficionados pero su jefe no lo es? Sigo sin verle el sentido, a menos que volvamos a considerar la posibilidad de que alguien quiera obligarme a salir de mi madriguera. – Encontrarte no es tan difícil como quieres creer. Prueba de ello son los últimos sucesos. Aquí se nos escapa algo, y es posible que sea Hoyle quien nos aclare las cosas. Ese hombre no envía invitaciones a su morada todos los días. En otras circunstancias, podría considerarse un honor. Louis, vuelto hacia la ventanilla, observó pasar la ciudad como una exhalación. Todo -el taxi, la gente, las luces- parecía moverse demasiado deprisa. Louis era un hombre a quien le gustaba tener las cosas bajo control, pero de pronto ese control estaba en manos de otros: de Gabriel, de sus contactos invisibles y ahora de Nicholas Hoyle. – De acuerdo, organízalo. – Así lo haré. Tienes que ir desarmado. Hoyle no permite armas dentro del ático. – Las cosas pintan cada vez mejor. – Estoy seguro de que puedes hacer frente a cualquier imprevisto. Por cierto, he planteado el asunto federal a ciertas partes que acaso estén interesadas. Creo que quedará resuelto a tu entera satisfacción. – ¿Y quiénes son esas partes interesadas? – Vamos, sabes que eso no debes preguntarlo. Y ahora, si me dejas aquí, seguiré mi camino. Y por favor, paga tú al taxista. Es lo mínimo que puedes hacer por mí después de todo lo que he hecho por ti. Ventura conducía hacia el norte, una silueta anónima en una carretera anónima, sólo otro par de faros taladrando la oscuridad con su blancura. Pronto abandonaría la carretera y buscaría un lugar donde descansar esa noche. Descansar, no dormir. No dormía bien desde hacía muchos años y vivía con un dolor permanente. Deseaba el plácido abandono del sueño casi más que nada en el mundo, pero había aprendido a sobrevivir con unas pocas horas de sueño, conciliado por el extremo cansancio que al final vencía a su sufrimiento residual. Debido al tratamiento de las heridas y al esfuerzo de mantenerse por delante de sus perseguidores, no sólo estaba mermado físicamente, sino que también se resentía ya su economía. Se había visto obligado a salir a la luz, pero había elegido con cuidado su fuente de financiación. En Leehagen había encontrado a alguien capaz de satisfacer tanto sus necesidades económicas como sus necesidades personales. La botella que contenía la sangre de Billy Boy se hallaba en la caja acolchada en el fondo del pequeño maletín de Ventura. Leehagen hubiera preferido que lo mataran en su territorio, pero Ventura se había negado. Era demasiado peligroso. Con todo, cuando la navaja salió de su mano y, antes de morir, la cara de Billy Boy reflejó claramente que era consciente de lo que sucedía, Ventura supo que conservaba intactas sus dotes. Lo cual le dio seguridad para lo que estaba por venir. Esa noche, tumbado en la cama de una habitación de motel modesta y limpia, tarareando para sí, pensó en Louis con el ardor de un amante que viaja para reunirse con su amada. |
||
|