"La señorita Smila y su especial percepción de la nieve" - читать интересную книгу автора (Høeg Peter)

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Estamos sentados en la cama, con las espaldas apoyadas en la pared. Las cicatrices que rodean sus muñecas y sus tobillos son, bajo esta luz, en contraste con su desnudez blanca, negras como abrazaderas de hierro.

– ¿Tú crees que decidimos nuestras propias vidas, Smila?

– Sólo los detalles -le contesto-, Pero las cosas grandes, importantes, vienen por sí mismas.

Suena el teléfono.

Quita la cinta adhesiva y escucha un corto mensaje. Entonces vuelve a colgar.

– Quizá deberías ponerte los zapatos de tacón esta noche. Birgo quiere reunirse con nosotros.

– ¿Dónde?

Se ríe, con aire de misterio.

– En un gran lugar, Smila. Pero ponte tus mejores ropas.


Me sube en volandas por las escaleras. Pataleo entre sus brazos y nos reímos silenciosamente para no llamar la atención. En Qaanaaq, cuando era niña, el novio arrastraba a la novia hasta el trineo en la noche de bodas y juntos partían en la oscuridad seguidos por los gritos de los convidados. Siguen haciéndolo de vez en cuando. La hora que deberé pasar sola mientras me cambio de ropa se me hace larguísima de antemano. Preferiría pedirle que se quedara donde lo pudiera ver todo el tiempo. Para mí todavía no pertenece del todo a la realidad. Su ruda dulzura, su presencia voluminosa y su torpe cortesía son todavía como un sueño transparente. Pero sólo un sueño. Me estiro, me agarro al marco de la puerta y me resisto a ser depositada en el suelo. Deslizo los dedos por la bisagra superior de la puerta. Los dos trozos de cinta adhesiva están rotos, noto los cantos deshilachados en mis yemas.

Tomo sus manos y las paso por la cinta. Su rostro se pone muy serio. Acerca su boca a mi oído.

– Nos vamos…

Niego con la cabeza. Mi casa es inviolable y sagrada. Me pueden quitar lo que quieran. Pero un rincón de paz, eso sí lo exijo.

Pruebo la puerta. Está abierta. Entro. Se ve obligado a seguirme. Pero no está nada contento de tener que hacerlo.

El piso está frío. Se debe a que siempre bajo la calefacción cuando salgo. Soy huraña con la energía. Aíslo las ventanas. Cierro las puertas. Me viene de Tule. De una experiencia saludable que me dice que el petróleo es caro y escasea.

Por eso apago todas las luces cuando salgo de casa. Y, en general, no las dejo encendidas más tiempo que el estrictamente necesario. Ahora una luz ilumina el salón y la entrada, y yo no la he encendido.

Alguien ha arrastrado la silla del despacho hasta la ventana. Sobre el respaldo cuelga un abrigo de hombros anchísimos. Justo encima de los hombros flota un sombrero. Sobre la repisa de la ventana descansa un par de zapatos negros recién lustrados.

No creo que hayamos hecho ruido. Sin embargo, alguien baja los zapatos de la repisa y gira la silla lentamente hacia nosotros.

– Buenas noches, señorita Smila -dice-. Buenas noches, señor Foejl.

Es Ravn.

Su rostro tiene un tono ceniciento de cansancio y sobre sus mejillas ha aparecido la sombra de una barba que no puedo imaginarme sea del agrado del fiscal especial para delitos monetarios. Su voz se enturbia, como la de alguien que no ha dormido en muchos días.

– ¿Sabe usted cuál es la condición sine qua non para ascender en el Ministerio de Justicia? -pregunta.

Miro a mi alrededor. Pero parece haber venido solo.

– La primera condición es la lealtad. También es necesaria una buena nota media en los exámenes. Y la voluntad de trabajar más de lo normalmente exigido. Pero lo que, a la larga, se ha vuelto imprescindible e indiscutible es ser leal. En cambio, el sentido común no constituye una condición imprescindible. Al contrario, a veces puede llegar a suponer un obstáculo.

Me siento en una silla. El mecánico se apoya en el escritorio.

– Llegado el momento, pues, hubo que tomar una determinación. Algunos se hicieron jueces suplentes y, con el tiempo, titulares. A menudo, solían tener una confianza natural en la justicia, en el sistema. Una fe en que es posible curar y edificar. Los demás nos convertimos en subjefes de policía, fiscales policiales y, más adelante, en fiscales adjuntos. Con el tiempo, incluso en subfiscales. Nosotros éramos los desconfiados. Pensábamos que una declaración, una confesión, un hecho, raras veces eran lo que aparentaban ser. Esta desconfianza era, para nosotros, una buena herramienta. Siempre que no fuera dirigida contra nuestro trabajo o contra el Ministerio. Un funcionario del Ministerio público no debe dudar nunca, bajo ningún concepto, de que tiene razón. Cualquier pregunta insidiosa de la prensa debe remitirse a tus superiores. Cualquier artículo, aunque sólo insinúe una leve crítica, bueno, en realidad, cualquier artículo que puedas llegar a publicar en la prensa, sería interpretado como un acto de deslealtad hacia el Ministerio. De alguna manera hemos dejado de existir como individuos en el Ministerio de Justicia. La mayoría se somete voluntariamente a esta exigencia. Puedo decirle que la mayoría lo vive, en secreto, como una liberación cuando el Estado les despoja de los problemas que supone ser una persona independiente. Los pocos que no se dejan someter son apartados rápidamente.

Lo he podido experimentar durante viajes largos. Cuando una persona ya no puede más, suele encontrar repentinamente paisajes de cinismo alegre y jocoso en su propio interior.

– A pesar de todo, ocurre de vez en cuando que un personaje de poca confianza permanezca dentro del sistema. Un hombre capaz de ocultar su verdadera personalidad hasta que ya es demasiado tarde. Hasta que se ha hecho tan relativamente imprescindible que el Ministerio difícilmente puede desprenderse de él. Un hombre como éste, nunca podrá llegar hasta arriba. Pero sí podrá ascender un trecho. Quizás hasta el punto de convertirse en subfiscal. Alcanzado ese nivel ya será demasiado viejo o, quizá, dentro de su campo, demasiado competente para que puedan permitirse prescindir de él. Sin embargo, se ha vuelto demasiado incómodo para que pueda ser empujado hacia arriba en el escalafón. Un hombre así se convertirá en una pequeña piedra en el zapato del Ministerio. No llega a doler de verdad. Pero, sin embargo, irrita. A una persona así, intentarán, tarde o temprano, colocarla en un nicho desde donde poder tirar de ella y de su tenacidad, terquedad y memoria, pero donde mantenerlo fuera de la vista del público. Quizá termine por encargarse de los asuntos especiales. Como, por ejemplo, tareas del servicio de inteligencia, en los que el hecho de permanecer en la sombra forma parte del trabajo. A él podría llegar también un escrito de queja sobre la investigación de la muerte de un niño, en el caso de que se mostrara que ya existía un informe anterior sobre el asunto.

No nos mira a ninguno de los dos. Está hablando al aire.

– A veces ocurre que, desde arriba, te ordenan que tranquilices al recurrente. Que lo «presiones», como dicen en Slotsholmen. Dispongo de cierta experiencia en este campo. Sin embargo, el caso parece ser más complejo en esta ocasión. La muerte de un niño. Las fotografías de sus huellas sobre el tejado. Podría fácilmente convertirse en una cuestión de conciencia. Por lo tanto, dejo caer que podrían existir ciertas irregularidades en relación con la muerte del niño. Pero no recibo ningún tipo de respaldo, ni por parte de la policía ni por parte del Ministerio.

Se levanta de la silla con dificultad.

– Entonces sobreviene este desastroso incendio. Desgraciadamente, también tiene que ver con Groenlandia. Y el señor que perece está mencionado en el informe al que antes he hecho referencia. Esta mañana fui apartado del caso. «Debido al carácter complejo del asunto», etc., etc.

Se coloca bien el sombrero y se acerca al escritorio. Da unos ligeros golpecitos sobre la cinta adhesiva roja pegada en el teléfono.

– Muy inteligente -dice-. No tiene límite la cantidad de desventuras que estos aparatos ocasionan a los inocentes ciudadanos. Pero hubiera sido preferible que no hubiera contestado a ninguna llamada, ni hubiera dado su número por ahí. El barco estaba prácticamente consumido por las llamas. Sin embargo, el teléfono debe de estar hecho de un material difícilmente inflamable. Además, lo encontramos tirado por el suelo. Tenía una memoria incorporada que recuerda el último número marcado. El último número que se había marcado desde ese teléfono era el suyo. Me imagino que pronto será requerida para una entrevista.

– ¿No cree que ha sido un poco arriesgado venir hasta aquí? -le pregunto.

Tiene una llave en la mano.

– Pedimos una llave prestada al portero durante las investigaciones previas. Me permití hacer una copia. Por lo que he llegado hasta aquí atravesando el sótano. Pienso tomar el mismo camino apacible de vuelta.

Durante un instante fugaz se produce una transformación en él. Detrás de su rostro se enciende una luz, como si se estuviera ardiendo una puntita de humor y de humanidad detrás de la lava. El recuerdo fósil de la piedra pómez de otros tiempos en que todo era todavía cálido y líquido. Es precisamente esa luz la que me hace preguntar.

– ¿Quién es Toerk Hviid?

La luz se extingue, su rostro se vuelve inexpresivo, como si el alma hubiera abandonado el cuerpo.

– ¿Acaso eso es un nombre?

Recojo su abrigo y le ayudo a ponérselo. Es un poco más bajo que yo. Le quito una mota de polvo del hombro con las uñas. Él posa sus ojos sobre mí.

– Mi número privado está en el listín de teléfonos. Considere la posibilidad de hacerme una llamada, señorita Smila. Pero desde una cabina, si es tan amable.

– Gracias -le digo.

Pero ya se ha marchado.

Resuenan las campanadas de la iglesia del Redentor. Miro al mecánico. Mantengo las manos detrás de la espalda. La estancia está saturada de lo que Ravn ha traído y dejado: sinceridad, amargura, insinuaciones, una especie de calor humano. Y algo más.

– Mintió -digo-. Al final, mintió. Sabe muy bien quién es Toerk Hviid.

Nos miramos a los ojos. Hay algo que anda mal.

– Odio la mentira -digo-. Si hay que mentir, ya me encargaré yo de hacerlo.

– Entonces tendrías que habérselo dicho. En vez de toquetearle, tal como has hecho.

No puedo creer lo que oigo pero, sin embargo, veo que es cierto lo que he oído. En sus ojos reluce el reflejo de los más puros, genuinos y estúpidos celos.

– No le estuve sobando -le digo-. Le ayudé a ponerse el abrigo. Por tres razones. En primer lugar, porque es una cortesía que debes tener para con un señor mayor y enjuto. En segundo lugar, porque seguramente ha arriesgado su posición y su pensión viniendo aquí.

– ¿Y en tercer lugar?

– En tercer lugar -le espeto-, porque, de esta manera, tuve la oportunidad de robarle la cartera.

La deposito sobre la mesa, bajo la luz, donde, hace un tiempo, estaba la caja de puros de Isaías. Es una gruesa cartera de piel de vaca de color marrón.

El mecánico me mira fijamente.

– Hurto -digo-. Se castiga según un indulgente artículo del Código Penal.

Vacío el contenido de la cartera sobre la mesa. Tarjetas de crédito, billetes. Un estuche de plástico con una tarjeta blanca en la que, bajo una corona negra impresa en relieve, se notifica que Ravn tiene derecho a hacer uso del aparcamiento de los ministerios, en Slotsholmen. Una factura de la sastrería de los Hermanos Andersen. Asciende a ocho mil coronas. Una pequeña muestra de tela de lana gris está fijada al papel con un clip. «Abrigo de caballero, de tweed Lewis, entregado el 27 de octubre de 1993.» Hasta este momento, había considerado sus abrigos como meros errores. Pensé que procedían seguramente de una partida de abrigos usados que le habían regalado. Ahora veo que tienen un sentido. Con unos ingresos normales de funcionario se ha comprado, por unos precios exorbitantes, la ilusión de medio metro más de anchura de hombros. De alguna manera, esto le confiere un cierto aire reconciliador.

Hay un compartimiento para las monedas. Las dejo caer sobre la mesa. Entre las monedas hay un diente. El mecánico se inclina sobre mí. Yo me inclino hacia atrás, apoyándome en él y cierro los ojos.

– Un diente de leche -dice.

Detrás de todo hay un fajo de fotografías. Las deposito sobre la mesa, como cartas en un solitario. Sobre un aparador de caoba hay un samovar. Al lado del aparador hay una estantería con libros. Entre las palabras danesas, que nunca he sabido considerar como otra cosa que como porras lingüísticas para golpear a los demás, está la palabra «cultivado». Pero quizá se pudiera aplicar, en esta ocasión, a la mujer que está en el primer plano de la foto. Tiene el pelo blanco, lleva gafas sin montura y un traje de lana blanca. Debe tener alrededor de los sesenta y cinco años. En las siguientes fotos se la ve rodeada de niños. De nietos. Así se explica lo del diente de leche. Posa junto a un niño en un columpio; corta un pastel que está sobre una mesa en un jardín; coge un bebé que le tiende una mujer más joven, con una mandíbula parecida a la del niño pero tan delgada como Ravn.

Estas fotos son en color. La siguiente es en blanco y negro. Parece una sobreexposición.

– Son las huellas en la nieve de Isaías -digo.

– ¿Por qué tiene ese aspecto la foto?

– Porque la policía no sabe fotografiar la nieve. Si se utilizan flashes o luces desde un ángulo superior a los cuarenta y cinco grados, desaparece todo entre reflejos. Hay que hacer la foto utilizando filtros polarizadores y lámparas que estén colocadas al ras de la nieve.

En la fotografía siguiente aparece una mujer sobre una acera. La mujer soy yo, la acera es la que hay delante de la casa de Elsa Lübing. La foto está movida, tomada desde el interior de un coche a través de la ventanilla. Parte de la ventana del coche ha salido en la foto.

Han tenido más suerte con el mecánico. El pelo parece demasiado corto pero, por lo demás, se le parece. Hay una foto suya de perfil y una de cara.

– Del ejército -exclama el mecánico-. Han encontrado las fotos antiguas de cuando estaba en el ejército.

La última fotografía vuelve a ser en color. Parece una foto de unas vacaciones, con sol y verdes palmeras.

– ¿Po-por qué tienen fotos de nosotros?

Ravn no toma apuntes; no necesitaría las fotos como apoyo para su memoria.

– Para enseñarlas -le contesto-. A otros.

Devuelvo los papeles, el diente y las monedas a su sitio. Lo pongo todo en su sitio. Saco la última fotografía. Palmeras bajo un sol, seguramente insufrible. La humedad del aire, sin duda, rozando los cien. A pesar de todo, el hombre que está en primer plano lleva camisa y corbata bajo su bata de laboratorio. Parece estar fresco y a gusto. Es Toerk Hviid.