"La señorita Smila y su especial percepción de la nieve" - читать интересную книгу автора (Høeg Peter)4He escogido una chaqueta de esmoquin con anchas solapas de seda verde. Pantalones negros que llegan hasta las rodillas, medias verdes, pequeños zapatos al estilo Pata Daisy y un diminuto fez de terciopelo que oculta mi pequeña calvicie. El problema del esmoquin para mujeres consiste en que no hay manera de saber qué ponerse encima. Llevo un fino abrigo blanco de Burberry sobre los hombros. Pero le pido al mecánico que me lleve en coche hasta la puerta. Tomamos la calle de Oesterbro y seguimos por la Strand. El mecánico también lleva esmoquin. Si hubiera estado de mejor humor, tal vez hubiera advertido en voz alta que lleva la talla más grande que existe y que, por lo tanto, le sienta mal, porque necesitaría cinco tallas más. El que lleva, en cambio, parece haberlo comprado en el bazar del Ejército de Salvación y más que mejorar las cosas, las empeora. Sin embargo, estamos demasiado unidos ya, demasiado cerca el uno del otro. Incluso ahora, embutido en su esmoquin, se parece, a mis ojos, a una mariposa saliendo de su capullo negro. No mira hacia mi lado. Clava la mirada en el retrovisor. Su conducción sigue siendo fluida y suelta. Sin embargo, sus ojos memorizan los coches que tenemos delante y detrás. Giramos por Sundvaenget, una de las pequeñas calles que desembocan en la calle Strand del lado del Oresund. Tiempos atrás, solía desembocar en la verja de un jardín que llegaba hasta la playa. Ahora desemboca en un alto muro amarillo y en una barrera blanca con su correspondiente garita de cristal, en la que un guardia de uniforme recoge nuestros pasaportes, introduce nuestros nombres en un ordenador y sube la barrera, dejándonos avanzar hasta la siguiente, donde una mujer, vestida con un uniforme similar, nos exige el pago de doscientas cincuenta coronas por persona y nos deja entrar en el aparcamiento, sitio en el que pagamos setenta y cinco coronas más a otro guardia a cambio de una mirada llena de desprecio dirigida al Morris, que ahora deberá vigilar para que podamos atravesar una puerta giratoria en una fachada de mármol, y llegar a un guardarropa, donde nos vuelven a esquilmar cincuenta coronas a cada uno, para que una chica teñida de rubio y tan estirada que es posible verle las ventanas de la nariz sin hacer el menor esfuerzo, recoja nuestros abrigos. Delante de un espejo que cubre toda una pared pongo remedio a pequeños accidentes con un lápiz de labios, alegrándome por haber ido al lavabo antes de salir de casa y, al menos, de momento, evitar tener que saber lo que cuesta orinar en este lugar. A mi lado está el mecánico, observando su imagen en el espejo, como si ésta perteneciera a un desconocido. Nos encontramos en el vestíbulo del Casino Oresund, el número doce de Dinamarca y el más nuevo y prestigioso de todos. Un lugar del que he oído hablar pero en el que, sin embargo, nunca hubiera imaginado poner mis pies. Aquí nos ha citado Birgo Lander y, en este mismo momento, viene a nuestro encuentro. Lleva zapatos blancos, pantalones blancos con una raya longitudinal de color azul marino en cada pierna, jersey cisne de color gris, fular de seda con pequeñas áncoras bordadas y una pequeña gorra de uniforme con visera. Sus ojos están vidriosos, se tambalea ligeramente al andar y brilla como un sol. Con la ayuda de ambas manos retoca cuidadosamente mi mariposa. – Tienes un aspecto extraordinariamente apetitoso esta noche, tesorito. – Tú tampoco estás nada mal. ¿Es tu uniforme de cuando eras un joven explorador marino? Se pone tieso por un instante. Sólo han pasado doce horas desde que nos vimos por última vez. Pero ya había olvidado la sensación. Entonces sonríe al mecánico. – Tiene un cheque en blanco en mi corazón. Se dan un apretón de manos y, de nuevo, vuelvo a notar el apenas perceptible cambio en el semblante del hombre de negocios. Por un instante, mientras sujeta la mano del otro, su borrachera, su vulgaridad autoimpuesta y minuciosamente cultivada, ceden, dando paso a un agradecimiento que roza la veneración. A continuación nos invita a entrar. Nunca aprenderé a moverme en los lugares caros. Cada paso que doy, lo doy con una sensación de que, en cualquier momento, vendrá alguien y me dirá que no tengo derecho a estar allí. Al mecánico le pasa algo parecido. Camina con mirada furtiva unos metros detrás de nosotros, intentando introducir la cabeza entre los hombros. Birgo Lander se pasea como si el casino fuera de su propiedad. – ¿Sabías que soy propietario de una parte del pastel, tesorito? ¿Acaso no lees los periódicos? Junto con Unibank, que ha financiado el Marienlyst, y con el Casino Austria, que dirige el casino del Hotel Scandinavia y los de Aarhus y Odense. Me he embarcado en esta aventura para evitar jugar yo mismo. Les está prohibido a los propietarios jugar en sus propios casinos, lo mismo vale para los croupiers y los dealers. El estado austriaco edita un libro con fotografías de todos ellos y ninguno puede jugar en los demás casinos de la sociedad. Nos conduce a través del restaurante. Es una sala grande y circular en cuyo centro se abre una pista de baile. En el fondo hay una barra larga suavemente iluminada. Sobre una tarima está tocando un cuarteto de jazz, dulce y anónimamente. Los manteles son de color amarillo claro; las paredes de color crema; la barra, de acero inoxidable. Todas las paredes están adornadas con remaches y los marcos de las puertas tienen un grosor de un metro y están provistas de pernos. Todo está hecho para que parezca una enorme caja de caudales y es sólido, caro, tristemente frío y extraño, como un baile de fin de curso celebrado en una caja fuerte. Parte de una de las paredes está provista de grandes ventanales que dan al estrecho. Se vislumbran las luces de Suecia y la prolongación del casino; las salas de juego que, como arcos de cristal iluminados, se extienden en el agua. Debajo de los ventanales se percibe el hielo gris flotante en el borde helado de la playa. El mecánico se queda atrás. Lander me coge del brazo. A nuestro lado se deslizan mujeres con vestidos escotados y hombres en esmoquin; con camisas violeta y americanas blancas; con camisetas de gamuza, luciendo Rolex y peinados con mechas al estilo marinero. Es una sala oval cerrada por una pared acristalada que da al mar y que ahora parece un muro negro; la única luz en el salón proviene de las lámparas que iluminan con suavidad las mesas de juego. Hay cuatro mesas arqueadas de Black Jack y dos grandes ruletas. Una cuerda que se desliza entre las mesas crea un reservado. Dentro del apartado están sentados tres croupiers jefes; uno para las mesas en las que se juega a las cartas; dos, cada uno sobre su silla alta, al final de las ruletas francesa y americana respectivamente. Por cada dos mesas hay un inspector; en cada mesa, un croupier. Bulle tal gentío alrededor de las mesas que es imposible ver las cartas. Los únicos ruidos que se distinguen son las voces de los croupiers y el suave clic de las fichas cuando son amontonadas. Todos los jugadores son hombres. Unas cuantas mujeres asiáticas los acompañan a la mesa. Las mujeres europeas, muy pocas, observan el juego sin tomar parte en él. La atmósfera de la sala vibra en una profunda concentración. Los rostros de los jugadores están pálidos bajo la luz; absortos; embelesados. De vez en cuando, una figura logra despegarse de la mesa y desaparece. Algunos afligidos, otros con los ojos brillantes; pero la gran mayoría, neutrales, concentrados. Algunos saludan a Lander; a mí nadie me ve. – No me ven -digo. Me da un apretón en el brazo. – Tú has ido al colegio, amorcito. Supongo que recordarás el aspecto que tienen los hombres por dentro. Corazón, cerebro, hígado, riñones, estómago, testículos. Cuando entras en este lugar, se produce un cambio. En el momento que cambias tus fichas, un pequeño animal empieza a ocupar tu interior, un pequeño parásito. Al final, no queda más en tu interior que el intento de recordar qué cartas han salido ya, el intento de percibir dónde se detendrá la bola, la probabilidad de diversas combinaciones de cartas y el recuerdo de lo que llevas perdido. Observamos las caras alrededor de la mesa a la que me ha llevado. Son como cáscaras. Vistos así, no creo que pueda concebirse que tengan vida fuera de esta sala. Tal vez no la tengan. – Ese parásito es el tahúr, amorcito. Uno de los animales de presa más feroces y hambrientos del mundo. Y sé perfectamente de qué estoy hablando. Lo he perdido todo más de una vez. Sin embargo, me he recuperado. Ésta es la razón por la que me vi obligado a participar en esta empresa. Ahora que soy propietario, que lo he podido observar desde dentro, todo ha cambiado para mí. Se abre una pequeña brecha entre el conjunto de espaldas y aparece el fieltro verde. El croupier es una joven rubia, de largas uñas rojas y un inglés perfecto, aunque un poco nasal. – Buying in? 45.000 goes down. One, two, three… Algunos clientes tienen un agua mineral delante de ellos. Nadie bebe alcohol. – Este tahúr puede ser de diversos tamaños y tener varias apariencias. En algunos, es como un canario. En mí, es un pato cebado. En él, es un avestruz… Ha estado susurrándome al oído, y no ha señalado a nadie, pero, sin embargo, no tengo la menor duda. El hombre del que está hablando está sentado a nuestro lado. Tiene un perfecto rostro eslavo, como si fuera uno de aquellos bailarines prófugos de los setenta. Pómulos altos, pelo negro y tieso. Sus manos descansan sobre montones de fichas de diversos colores. No mueve ni un solo músculo. Su atención está concentrada en la baraja de cartas que la croupier ha dejado sobre la mesa, como si estuviera intentando, con todas sus fuerzas, influir en el desenlace de la jugada. – Thirteen, Black Jack, insurance, sir? Sixteen. Do you want to split, sir? Seventeen, too many, nineteen… – Un avestruz que lo ha devorado por dentro y que ahora ocupa más espacio que su propio ser. Viene cada noche, y permanece aquí hasta que se lo ha jugado todo. Entonces trabaja durante medio año. Y vuelve, volviéndolo a perder todo. Aproxima su boca a mi oído. – El capitán Sigmund Lukas. La semana pasada perdió todo lo que le quedaba. Tuve que prestarle dinero para que pudiera comprar un paquete de tabaco y coger un taxi que le devolviera a casa. Es imposible adivinar su edad. Podría estar en los treinta, en los cuarenta. Tal vez tenga cincuenta. Mientras le observo, gana y con un gesto arrastra hacia sí todas las fichas. – Cada ficha es de cinco mil coronas. Las encargamos la semana pasada. Cada mesa tiene tarifas distintas. Esta mesa es la más cara. La apuesta mínima es de mil coronas; la máxima, de veinte mil. Con derecho a doblar y con un tiempo medio de juego de minuto y medio por ronda, lo cual significa que puedes llegar a ganar o perder cien mil coronas en cinco minutos. – Si está sin blanca, ¿con qué dinero está jugando hoy? – Hoy juega con el dinero del tío Lander, amorcito. Me lleva consigo. Nos ponemos de espaldas a la barra. Depositan un vaso largo y mate a su lado. Lo han sacado del congelador y está cubierto de una fina capa de hielo que ahora se derrite y empieza a despegarse. El vaso está lleno de un líquido transparente de color ámbar. – Bullshot, cariño. Ocho centilitros de vodka y ocho centilitros de consomé de buey. Está considerando algo. – Echa un vistazo a nuestros clientes. Es gente muy diversa. Aquí vienen muchos abogados. Bastantes pequeños y medianos empresarios. Algunos niños bien que reciben pagas elevadas en casa. La artillería pesada del submundo danés. Pueden pasarse por aquí, sin más, y cambiar cualquier cantidad en fichas. Y no hemos dado nuestro brazo a torcer ante la exigencia de la brigada especial para delitos monetarios de anotar los números de los billetes. Así, este pequeño negocio que tenemos montado funciona como una de las centrales más importantes para blanquear dinero proveniente del tráfico de drogas. También están las pequeñas damas amarillas que dirigen la prostitución organizada de chicas tailandesas y birmanas. Hay un considerable número de hombres de negocios, también de médicos. Algunos dan la vuelta al mundo, jugando en todos los casinos. La semana pasada tuvimos a un armador noruego. Quizás hoy esté en Travemünde. La semana que viene, en Montecarlo. Un día ganó cuatro millones y medio. Los periódicos dieron la noticia. Vacía su vaso y lo deja sobre la barra. Lo sustituyen por uno lleno. – Gente muy diversa. Sin embargo, todos tienen una cosa en común. Pierden, Smila. A la larga, todos pierden. Este negocio tiene dos ganadores. Nosotros, los propietarios, y el Estado. Tenemos a ocho funcionarios de Hacienda rondando por aquí constantemente. Hacen turnos, como nuestros croupiers, en – Pero tú tienes dinero invertido en ella -le digo. – Quizá yo mismo esté podrido. Siempre me he sentido fascinada por el descaro melancólico con el que los daneses aceptan la enorme distancia que hay entre su conciencia y sus actos. – Es un negocio como éste el que crea casos como el de Lukas. Un marinero muy, pero que muy competente. Estuvo navegando en su propio barco de cabotaje por las costas de Groenlandia durante muchos años. Posteriormente, fue el responsable de la creación de una flota pesquera en Mbengano, en el océano Indico, en las costas de Tanzania, que fue el mayor proyecto escandinavo en el Tercer Mundo. Nunca bebe. Conoce como nadie el Atlántico Norte. Hay quien dice que incluso lo ama. Pero es un jugador empedernido. El pequeño tahúr lo ha vaciado por dentro. Ya no le queda familia, ni hogar. Y ahora ha llegado hasta el punto de venderse a sí mismo. Mientras la cantidad de dinero sea lo suficientemente grande. Nos arrimamos a la mesa. Al lado del capitán Lukas está sentado un hombre que parece un carnicero. Nos quedamos allí, de pie, durante aproximadamente unos diez minutos. En ese espacio de tiempo llega a perder cerca de ciento veinte mil coronas. Un nuevo croupier se pone detrás de la chica de las uñas rojas, golpeándole ligeramente en el hombro de su frac negro. Sin darse la vuelta, termina el juego. Sigmund Lukas gana. Por lo que puedo ver, unas treinta mil coronas. El carnicero pierde las últimas fichas que tenía sobre la mesa. Se levanta sin apenas pestañear. Las uñas rojas presentan a su sucesor. Un joven provisto del mismo encanto y cortesía superficiales que ella misma. – Ladies and Gentlemen. Have a new dealer. Thank you. – ¿Te apetece jugar, tesorito? Sostiene una pila de fichas entre el dedo pulgar y el índice. Pienso en las ciento veinte mil coronas que acaba de perder el carnicero. Un sueldo neto de todo un año para uno de nosotros, daneses normales y corrientes. Un sueldo anual multiplicado por cinco, para uno de nosotros, esquimales polares, normales y corrientes. Nunca antes había tropezado con semejante falta de respeto por el dinero. – Puedes tirarlas al retrete -le digo-. Al menos así podrás disfrutar del estruendo del agua en la taza. Se encoge de hombros. El capitán Lukas alza por primera vez sus ojos gatunos del fieltro y nos mira. Reúne sus fichas, se levanta de la mesa y se va. Lo seguimos tranquilamente. – ¿Estás haciendo todo esto por mí? -le pregunto a Lander. Me coge del brazo y, esta vez, su rostro está serio. – Me gustas, tesorito. Pero amo a mi mujer. Esto lo hago por Foejl. Se queda pensativo. – No hay gran cosa que decir a mi favor. Bebo demasiado. Fumo demasiado. Trabajo demasiado. No me ocupo de mi familia. Ayer, mientras estaba en la bañera, se me acercó el mayor y me dijo: «Papá, ¿tú dónde vives?». Mi vida no tiene mucho valor. Pero el valor que todavía sigue teniendo, se lo debo al pequeño Foejl. El capitán Lukas nos espera en un pequeño mirador de cristal que, sobresaliendo un poco del edificio, queda suspendido sobre el mar. Me dejo caer sobre el banco al otro lado de la mesa. El mecánico se materializa, saliendo de la nada, y se sienta a mi lado en un movimiento fluido. Lander se queda de pie apoyándose contra la mesa. Detrás de él, una camarera cierra una puerta corredera. Estamos solos en una cajita de cristal que parece flotar sobre el Oresund. Lukas se ha sentado, de espaldas a nosotros. Delante de él hay una taza con un líquido denso y negro que huele a café concentrado. Fuma un cigarrillo detrás de otro. No nos mira ni una sola vez. Las palabras gotean amargas y reacias, como el zumo de una lima que todavía no ha madurado. Tiene un poco de acento al hablar. Estoy casi segura de que proviene de Polonia. – Vinieron a verme aquí, una noche, este invierno. Quizá fuera a finales de noviembre. Un hombre y una mujer. Me preguntaron qué tal me llevaba con el mar al norte de Godthaab en el mes de marzo. «Como todo el mundo», contesté, «fatal.» Así que nos separamos. La semana pasada volvieron. Mi situación ha cambiado. Me vuelven a preguntar. Intento hablarles de las masas de hielo. Del Cementerio de los Icebergs. De las aguas costeras, repletas de hielos flotantes y de icebergs que zozobran, y de los aludes de hielo que, desde los glaciares, caen directamente al mar, de manera que, ni siquiera el rompehielos nuclear de los americanos, el – ¿Algún nombre, alguna empresa? – Sólo el barco. Un barco de cabotaje. Cuatro mil toneladas. El – ¿La tripulación? – Diez hombres que yo debo encontrar. – ¿La carga? Mira a Lander. El consignatario no se mueve. La situación no está nada clara. Hasta este momento, había creído que me contaba esto porque Lander lo había presionado. Ahora que lo tengo tan de cerca, abandono la idea. Lukas no recibe órdenes de nadie. A no ser que se trate del pajarito interno, revolviéndose en sus tripas. – No conozco la carga. Una especie de amargura rayana en odio hacia sí mismo le hace sacudirse, hacia delante y hacia atrás, durante unos instantes. – ¿Equipamiento? Es el mecánico quien, de repente, habla. Deja pasar un buen rato antes de contestar. – Un LMC -dice-. He comprado uno de los desechados por el ejército para ellos. Apaga su colilla en el café. – El astillero lo ha provisto de grandes botalones. Una grúa. Refuerzos especiales en la bodega de delante. Se levanta. Yo le sigo. Quiero tenerle fuera del alcance de los oídos de los demás, pero la jaula de cristal es tan pequeña que pronto nos encontramos contra la pared. Estamos tan cerca del cristal que nuestro aliento deposita discos blancos y fugaces sobre su superficie. – ¿Puedo subir a bordo? Se lo piensa. Cuando finalmente me contesta, me doy cuenta de que ha interpretado mal mi pregunta. – Todavía me falta una camarera. La puerta corredera se abre. En el vano hay un hombre de anchos hombros grises con un abrigo que un visitante de menos autoridad hubiera tenido que abandonar en el guardarropa. Es Ravn. – Señorita Smila, ¿podría intercambiar unas palabras con usted? Todos posan sus ojos en él y él soporta sus miradas como supongo que soporta todo lo demás: con una delicadeza dura como una piedra. Le sigo a unos pasos. Nadie adivinaría que nos conocemos. Me lleva a través de un ancho pasillo, con plantas y pequeños grupos de sofás de piel. Al final del pasillo entramos en una sala con máquinas tragaperras. Están todas ocupadas. Un hombre joven nos cede su máquina. Se coloca a cierta distancia de nosotros y se queda allí de pie. Ravn extrae un cilindro de monedas de veinte coronas de un bolsillo de su abrigo. – Me haría feliz devolviéndome mi cartera. Está de espaldas a mí, jugando. – Cada dos semanas tengo un día de guardia -dice. Su voz me llega con dificultad por encima del zumbido de las máquinas. – ¿Nos han seguido hasta aquí? Primero no me contesta. – La buscan. La notificación llegó hace un cuarto de hora. Ahora me toca a mí no decir nada. – Siempre hay una docena de agentes de servicio en este lugar. Además de nuestros propios representantes. Si permanece aquí, sólo dispone de cinco minutos de libertad. Si se marcha inmediatamente, puede que logre retrasar las cosas un poco. Le paso su cartera junto con dos trozos de papel, una fotografía y un recorte de periódico. Los coge sin dejar de mirar a la máquina, hace desaparecer la cartera en un bolsillo y se lleva la foto a la cara. Cuando vuelve a tender la mano hacia atrás, la fotografía ha desaparecido. Sacude la cabeza. – He hecho todo lo que he podido -dice-. Y lo que usted no ha recibido, lo ha tomado. Esto tiene que acabar. – Quiero saberlo -le digo-. Haré lo que sea por saberlo. Incluso delatarle ante la Uña. – ¿La Uña? – El agente achatado y duro que no deja de aparecer en todos lados. Se ríe por primera vez. Acto seguido, la risa desaparece y es como si nunca hubiera existido. Su imagen en el cristal de enfrente es un reflejo sin vida contra los rodillos multicolores de la máquina que no paran de girar furiosamente. Sin embargo, cuando se pone a hablar, sé que he dado con algo. – Chiang Rai, en la frontera entre Camboya, Laos y Birmania. La zona está dominada por príncipes feudales. El más poderoso es Khum Na. Dispone de un ejército de seis mil hombres. Con oficinas en todo el Oriente y en las ciudades más importantes de Occidente. Regula el tráfico de heroína del mundo entero. Toerk Hviid trabajó en Chiang Rai. – ¿Haciendo qué? – Es microbiólogo, especializado en mutaciones por radiación. Todo el proceso de transformación de las amapolas de opio está centrado en esa zona. Se dice que disponen de los más modernos laboratorios de ese tipo en todo el mundo. En medio de la jungla. Hviid trabajaba en la radiación de semillas de amapola con el fin de mejorar la producción. Corrieron rumores de que había desarrollado una nueva variedad, el – ¿Y qué tiene que ver todo esto con usted, Ravn? ¿Acaso la Brigada Especial de Delitos Monetarios ha empezado a interesarse por las drogas? No me contesta. – ¿Katja Claussen? – Originalmente era anticuaría. Durante los años 90 y 91 se descubrió que la mayor parte de la heroína destinada a Estados Unidos y Europa en los años ochenta fue introducida en antigüedades. – ¿Seidenfaden? – Transportes. Ingeniero especializado en transportes. Organizaba transportes de antigüedades desde el Oriente para varias empresas. Durante algún tiempo, dirigió un verdadero puente aéreo desde Singapur, con escala en Japón, a Suiza, Alemania y Copenhague. De esta manera, evitaba el espacio aéreo peligroso sobre el Oriente Medio. – ¿Por qué no están en la cárcel? – Los grandes, los inteligentes, pocas veces son castigados. Ahora debería irse, señorita Smila. Me quedo donde estoy. – ¿Qué era en realidad Freia Film? Su mano se queda quieta sobre la manija cromada. Entonces asiente cansado con la cabeza. – Una compañía cinematográfica que funcionaba como tapadera para los Servicios de Inteligencia alemanes antes y durante la ocupación. Bajo pretexto de los rodajes realizados en apoyo de la teoría Tule de Hörbinger, organizaron dos expediciones a Groenlandia. Su verdadero objetivo era el análisis de las posibilidades de una ocupación, sobre todo de las dos canteras de criolita, con el fin de asegurar la producción de aluminio que era sumamente perentoria para la industria aeronáutica. También realizaron diversas mediciones con vistas al emplazamiento de bases aéreas que pudieran servir como puntos de apoyo en una posible invasión de Estados Unidos. – ¿Loyen era nazi? – Loyen estaba y sigue estando dedicado a la obtención de la fama. No a la política. – ¿Qué encontró en Groenlandia, Ravn? Sacude la cabeza. – Nadie lo sabe. Sáqueselo de la cabeza, olvídelo. Ahora me mira. – Váyase a casa de una buena amiga. Encuentre una explicación plausible con la que poder justificar su presencia en Extiende su mano por detrás de la espalda. Sobre la palma hay una cinta de casete. – La cogí de su piso. Para protegerle de cualquier registro domiciliario. Alargo la mano para cogerla pero Ravn hace desaparecer la cinta en su bolsillo. – ¿Por qué hace esto, Ravn? Fija la mirada en las ruedas que giran de la máquina tragaperras. – Digamos que no me gustan las muertes de niños insuficientemente investigadas. Espero, pero, sin embargo, no sale nada de su boca. Entonces me doy la vuelta y me voy. En ese mismo momento obtiene el premio. Como un vómito metálico, el robot suelta un río de monedas a mis espaldas acompañado por un tintineo esputado que no cesa. Recojo mi abrigo en el guardarropa. Mis sienes no paran de palpitar. De repente, me da la sensación de que todo el mundo me mira. Paseo la mirada por la sala, intentando encontrar al mecánico. Espero que tenga una idea. La mayoría de los hombres lo saben todo acerca de cómo escabullirse, hacer novillos, escaquearse, excusarse, escapar. Sin embargo, el vestíbulo está vacío. Aparte de mí y la mujer del guardarropa que parece estar mucho más seria de lo que debería, si consideramos que podría divertirse por tener que cobrarme cincuenta coronas sólo por haber colgado mi abrigo en una percha. En ese mismo instante, surge la risa. Estridente, trémula, sonora. La risa se funde directamente con el sonido de la trompeta; una entonación impetuosa, tintineante y berreante que inmediatamente decae, asentándose en un registro más apropiado para el lugar. Pero, para entonces, ya he reconocido el sonido. ¡Dispongo de tan poco tiempo! Me abro camino entre las mesas y cruzo la desierta pista de baile. Los tres músicos blancos que están detrás de él visten chaquetas de esmoquin de un amarillo pálido y caras de pan. Él lleva un frac. Es increíblemente obeso; su cara es una bola negra de sudor; sus grandes y blancos ojos están inyectados en sangre y son muy saltones, como si intentaran escapar del mortal nivel de alcohol que hay en su cráneo. Aparenta lo que es. Un coloso sobre una base que se ha disuelto y ha desaparecido hace ya mucho tiempo. Sin embargo, la música no se ha debilitado. Incluso ahora, que está tocando con sordina, el sonido es prodigiosamente compacto, brillante y cálido e, incluso en medio de la letanía de pieza que están interpretando, el tono es revelador, profundo, burlón. Me pongo delante del borde de la tarima baja. Cuando terminan la pieza, subo al escenario. Me sonríe. Pero es una sonrisa desprovista de calidez, simplemente una pose borrachina ante el mundo, de la que, sin duda, ni siquiera será capaz de desprenderse cuando duerme. Si es que alguna vez duerme. Cojo el micrófono y lo aparto. Detrás de nosotros, la gente deja, súbitamente, de comer. Los movimientos de los camareros se han congelado. – Roy Louber -digo. Su sonrisa se ensancha. Toma un sorbo de un vaso que tiene a su lado. – Tule. Usted actuó en Tule una vez. – Tule… Pronuncia la palabra saboreándola, con delicadeza, como si la oyera por primera vez. – En Groenlandia. – Tule -repite. – En la base americana. En Northern Star. ¿En qué año fue? Me sonríe y agita su trompeta en un gesto mecánico. ¡Dispongo de tan poco tiempo para dedicárselo! Lo agarro por las solapas, atrayendo su enorme rostro hacia mí. – – Están muertos, Su danés es tan torpe que está a un paso de ser americano. – Hace ya mucho tiempo. Muertos y enterrados. Mr. P.C. Paul Chambers. – ¿En qué año?, ¿en qué año? Su mirada parece proceder de unos ojos de cristal, embriagada e incapaz de comunicar nada. – Muertos y enterrados. También yo, Sonríe. Lo suelto. Se incorpora y vacía su trompeta de saliva. Entonces, alguien me levanta de la tarima, depositándome en el suelo. El mecánico está detrás de mí. – Empieza a andar, Smila. Empiezo a andar. De repente, ha vuelto a desaparecer. Sigo adelante en línea recta. Enfrente de mí está la puerta del vestíbulo. – ¡Smila Jaspersen! Recordamos a la gente por sus ropas y por los lugares en que la hemos visto, por lo que, en un primer momento, no lo reconozco. El traje azul marino y la corbata de seda no concuerdan con su cara. Entonces me doy cuenta de que es la Uña. Su voz no tiene nada de estridente, es más bien baja y admonitoria. Dentro de unos instantes, me acompañarán hasta el coche de la misma manera: discreta e inevitable. Empiezo a caminar más rápido. He desconectado el cerebro. De cada lado se me acerca un hombre igual que él, una figura insistente y segura de sí misma. Salgo al vestíbulo. Detrás de mí, se cierra la puerta. Es una puerta grande, también hecha de manera que parezca la puerta de una caja fuerte; tan alta y pesada que no parece servir para otra cosa que como adorno. Ahora se cierra como si fuera la tapa de una caja de puros. El mecánico está apoyado en ella relajadamente. Ha dejado fuera todos los ruidos. Únicamente nos llegan unos golpes débiles, cuando alguien, al otro lado de la puerta, arrima el hombro contra ella. – Corre, Smila -me dice-. Corre ya. Lander te está esperando en la calle. Miro a mi alrededor. No hay ni un solo cliente en el vestíbulo. Detrás del quiosco de revistas, un portero bosteza largamente. Detrás del mostrador de información, una chica está a punto de quedarse dormida delante de su ordenador. Detrás de mí, un hombre de dos metros se apoya con indolencia contra una puerta de acero que se abre a pequeños tirones. Todo está en silencio y reina la tranquilidad en el Casino Oresund. El lugar con clase. Con estilo, tensión y esparcimiento cultivados alrededor del fieltro verde. El lugar apropiado para conocer gente nueva y encontrarse con viejos amigos. Entonces me pongo a correr. Cuando llego al aparcamiento, ya me he quedado sin aliento. – Su coche, señora. Es el mismo guardia que lo recogió cuando llegamos. – He decidido dejar que lo desguacen. Después de la mirada que usted le echó. No hay ningún sendero para peatones. No han contado con la posibilidad de que el casino pudiera recibir clientes que llegaran a pie. Taconeo, pues, por la calzada, me agacho al llegar a las dos barreras y salgo a la calle Sund. A cien metros, hay un Jaguar rojo estacionado con las luces encendidas. Lander no me mira cuando tomo asiento a su lado. Su rostro está pálido y tenso. Es de noche y está helando duramente. No recuerdo haber visto antes una ciudad cayendo en las garras de la helada. Copenhague parece, de repente, un poco indefensa e impotente, como si se avecinara una nueva era glaciar. – ¿Qué es un LMC? Conduce tensa y lentamente, desacostumbrado a la membrana blanca y cristalina que el frío ha depositado en el asfalto. – Landing Mobile Craft. Vehículos de desembarco en fondo plano, como los que se utilizaron durante la invasión de Normandía. Le pido que me lleve hasta la calle del Puerto. Aparca entre el atracadero de los hidroplanos y el antiguo muelle de los barcos de Bornholm. Le pido sus zapatos y su gorra. Me los da sin preguntarme nada. – Espérame durante una hora -digo-. Y ya está, sólo una hora. El hielo es de color verde botella durante la noche, cubierto de una fina capa de nieve que debe de haber caído hace unas horas. Bajo por una escalerilla vertical de madera que está encajada en la pared del muelle. Sobre el mismo espejo de hielo hace mucho frío. Mi Burberry se vuelve tieso de una manera extraña, tengo la sensación de que los zapatos de Lander son de cáscara de huevo. Pero son blancos. Junto con el abrigo y la gorra me hacen desaparecer sobre el hielo. En caso de que hubiera alguien haciendo guardia en La Incisión Blanca. Cerca del muelle se han formado pequeñas placas de hielo, estimo que tienen un grosor de más de diez centímetros. Lo suficientemente gruesas como para que las autoridades portuarias abrieran un estadio de patinaje. El problema reside en la franja oscura y cuajada en el mismo canal de navegación. Se vive tan apretado en Groenlandia del Norte. En una misma habitación duermen varias personas. Oyes y ves constantemente a todos los demás. La comunidad es pequeña. La última vez que estuve en casa había seiscientas personas repartidas entre doce poblados. Lo opuesto a esto está representado por la naturaleza. Cualquier cazador, cualquier niño es sobrecogido por un delirio salvaje cuando se aleja del poblado, andando o sobre un trineo. Primero, tiene la sensación de un incremento de energías al borde de la locura. Luego, sobreviene una extraña visión de conjunto, tan nítida como el cristal. Ya sé que resulta cómico. Pero aquí, en este mismo instante, en el puerto de Copenhague, a la dos de la mañana, me sobreviene, de todos modos, la sensación de control de la situación. Como si viniera dada, de alguna manera, por el hielo, el cielo nocturno y, en las circunstancias presentes, el espacio abierto. Pienso en lo ocurrido desde la muerte de Isaías. Veo a Dinamarca ante mis ojos como una lengua de hielo. Está de viaje, se mueve. Pero, encerrados en las masas heladas, nos sostiene a cada uno de nosotros en una posición determinada en relación a todos los demás. La muerte de Isaías ha sido una irregularidad, una explosión que ha abierto una grieta. Esta grieta me ha liberado. Por un corto espacio de tiempo, sin que sea capaz de explicar cómo, me he puesto en movimiento, me he convertido en un cuerpo extraño patinando sobre el hielo. Tal como ahora me encuentro, patinando en el puerto de Copenhague, disfrazada de payaso y con los pies en unos zapatos prestados. Desde este ángulo, aparece una nueva Dinamarca ante mis ojos. Una Dinamarca formada por aquellos que han logrado liberarse parcialmente de las garras del hielo. Loyen y Andreas Licht, movidos por diversos tipos de voracidad y ambición. Elsa Lübing, Lagermann, Ravn, todos profesionales cuya fortaleza y conflicto reside en la lealtad que sienten hacia una empresa, hacia el estamento médico, hacia el aparato estatal. Pero que, por compasión, por rarezas de cada uno, por razones inexplicables, se han sustraído a esa lealtad por ayudarme a mí. Lander, el hombre de negocios, el pudiente, el acaudalado, estimulado por las ganas de emoción y por una gratitud misteriosa. Es el comienzo de un corte transversal en la sociedad danesa. El mecánico es el peón, el trabajador. Juliana es la escoria. Y yo, ¿quién soy yo? ¿Acaso soy el científico, el observador? ¿Acaso soy quien ha tenido la oportunidad de contemplar la vida, en parte, desde fuera? ¿Desde un mirador de soledad y visión de conjunto? ¿O simplemente soy patética? En el canal de navegación, la masa de hielo está ensamblada por una costra de hielo fina, oscura y opaca que se llama «hielo podrido», deshecho y quebrado desde abajo. Camino a lo largo del borde negruzco en dirección a La Incisión Blanca, hasta que encuentro un témpano lo suficientemente grueso. Me pongo encima del témpano de un salto y, desde allí, doy un salto hasta el siguiente. Hay un suave movimiento, en el sentido de la corriente, que atraviesa el puerto, de medio nudo tal vez, basculante, mortal. Supero la última distancia, saltando de témpano en témpano. No me mojo ni los calcetines. Las ventanas de La Incisión Blanca están a oscuras. La manzana entera parece descansar en un sueño que también abraza los muros, los columpios, las escaleras, los troncos desnudos de los árboles. Me acerco desde el canal por detrás de los cobertizos para las bicicletas, lenta y sigilosamente. Allí me detengo. Echo un vistazo por encima de los coches aparcados. A los portales oscuros. No percibo ningún movimiento, a juzgar por lo que contemplo en la nieve. La fina y delicada capa de nieve recién caída. No hay luna, de manera que transcurre un tiempo antes de verlas. Hay una sola hilera de huellas. Ha llegado cruzando el puente y se ha dirigido a la parte trasera del edificio. A este lado de los columpios, las huellas se tornan visibles. Una suela Entonces es cuando le percibo. No hay ningún ruido, ningún olor, nada que ver. Pero las huellas me han hecho sensible a su presencia, a la certeza de una amenaza inminente. Esperamos durante veinte minutos. Cuando el frío, finalmente, me hace temblar, me aparto del muro para no hacer ruido. Quizá debería rendirme y volver por donde he venido. Pero permanezco allí. Detesto el miedo. Odio estar asustada. Sólo existe un camino que lleva a la impavidez. Y es aquel que te lleva hacia el centro misterioso del terror. Durante veinte minutos sólo existe una espera insonora. A 13 °C bajo cero. Mi madre era capaz de soportarlo. La mayoría de los cazadores groenlandeses es capaz de soportarlo en cualquier momento. Incluso yo soy capaz, excepcionalmente, de soportarlo. Para la mayoría de los europeos sería impensable. Cargaría el peso sobre la otra pierna, aclararía la garganta, tosería, haría ruido al rozar con su abrigo. Él, cuya presencia siento a menos de un metro de mí, debe de estar convencido de que está solo, de que nadie puede verle ni oírle. Sin embargo, es tan silencioso como si nunca hubiera existido. A pesar de todo, no me siento, en ningún momento, tentada a moverme, a rendirme al frío. Como el aullido prolongado de una sirena interna, mi instinto me dice que hay alguien esperando. Y que ese alguien me espera a mí. Ni tan siquiera le oigo marcharse. Durante un pequeño instante, he cerrado los ojos porque el frío ha hecho que lagrimeen. Cuando los vuelvo a abrir, una sombra se ha desprendido del tejadillo y se está alejando. Una silueta estirada, un paso rápido y fluido. Y sobre la cabeza, como un halo o una corona, algo blanco, quizás un sombrero. Hay dos maneras de marcar osos polares. Lo normal es anestesiarlos desde un helicóptero. El aparato baja hasta posarse encima del animal: sacas el cuerpo de la cabina y, en el momento en que la presión atmosférica del rotor le da de pleno, el oso se aprieta contra el suelo y tú disparas. También existe otra manera, la que solíamos utilizar en Svalbard. Desde motos de nieve, Nunca he fallado el tiro. Disparábamos con unos cartuchos en los que un dispositivo de gas inyectaba una enorme dosis de Zolatil en sus carnes. Solía derrumbarse al instante. Sin embargo, ni una sola vez pude librarme de sentir un terror espeluznante y lleno de pánico. Así es también este momento para mí. Aquello que se está alejando de mí es sólo una sombra, un extraño, una persona que no percibe mi presencia. Pero, sobre mi piel, insensible a causa del frío, mi vello se encrespa como las púas de un erizo. Llego hasta la escalera, atravesando los sótanos. El piso del mecánico está cerrado con llave y la cinta adhesiva sigue en su sitio. La puerta del piso de Juliana está abierta. Cuando ya la he sobrepasado, sale al rellano de la escalera. – ¿Te vas de viaje, Smila? Parece indefensa y extenuada. A pesar de ello, la odio. – ¿Por qué no me hablaste de Ving? -le pregunto-. ¿Por qué no me contaste que solía venir a buscar a Isaías? Se echa a llorar. – El piso. Nos dio el piso. Tiene un cargo importante en la sociedad constructora. Podría volver a quitárnoslo. Me lo dijo él mismo. ¿Volverás? – Sí, seguramente -le contesto. Es cierto. Tendré que volver. Ella es lo único que queda de Isaías. De la misma manera que yo, para Moritz, soy la única vía de tener a mi madre. Subo hasta mi propio rellano. No han tocado la cinta adhesiva. Me encierro en mi piso. Todo está tal como lo dejé. Recojo la ropa imprescindible. Lleno dos maletas que pesan tanto que necesitaría llamar a un camión de mudanzas si pretendiera moverlas. Intento volver a hacerlas. Resulta bastante complicado, porque no me atrevo a encender la luz, y me veo forzada a trabajar a la luz del reflejo en la nieve de las farolas de la calle. Finalmente, consigo conformarme con una bolsa grande de deporte. Pero a costa de sacrificios desgarradores. Desde el centro de mi salón, paseo la vista por las paredes por última vez. Entonces saco la caja de puros de Isaías del cajón y la meto en la bolsa. Me despido mental y brevemente de mi hogar. En ese momento suena el teléfono. Ya sé que debería dejar que sonara. Al fin y al cabo, le he prometido al mecánico que no subiría a mi casa. No me gustaría tener que hablar con la policía. Todo lo demás puede esperar. Lo único que debo hacer es dejarlo que suene. Tengo todo que perder y nada que ganar. Despego la cinta adhesiva y cojo el auricular. – Smila… La voz es lenta, casi distraída. Pero, al mismo tiempo, dorada y sonora, como la voz de un anuncio. Nunca la había oído antes. El vello de la nuca se me eriza. Sé que pertenece al hombre del que, hace un instante, estuve a menos de un metro. Lo sé con toda seguridad. – Smila… Sé que estás ahí. Oigo su respiración. Profunda, tranquila. – Smila… Suelto el auricular, no lo dejo sobre el teléfono, sino encima de la mesa. Tengo que utilizar las dos manos para que no se me caiga. Me cuelgo la bolsa al hombro. No pierdo el tiempo en cambiarme de zapatos. Simplemente salgo disparada por la puerta y bajo las escaleras a trompicones. Salgo del portal y me precipito por la calle Strand cruzando el puente y cogiendo, finalmente, la calle del Puerto. Es imposible que nos controlemos en cada segundo de nuestras vidas. A cada uno de nosotros, nos llegará, antes o después, el momento en que el pánico se apodere de nosotros. Lander me está esperando con el motor en marcha. Me lanzo sobre el asiento libre de delante y me aferró a él en un abrazo. – Parece prometedor -me dice. Lentamente recupero el aliento y logro que mi respiración recobre su ritmo normal. – Ha sido una muestra de simpatía puramente excepcional -digo-. No dejes que se te suba a la cabeza. Dejo que me lleve hasta la entrada principal de la casa. Al menos por esta noche, he perdido las ganas de estar sola en la oscuridad. Y no sé adónde ir si no. Es Moritz en persona quien me abre la puerta. En batín de rizo blanco, con unos pantalones cortos de seda blanca, el pelo despeinado y los ojos soñolientos. Me mira. Mira a Lander, que lleva mi bolsa. Mira el Jaguar. A través de su cerebro medio dormido deambulan y luchan el asombro, los celos, la rabia durante muchos años contenida, la cólera, la curiosidad y la indignación fervorosa. Entonces se rasca la barba de tres días. – ¿Quieres entrar? -dice-. ¿O prefieres que te pase el dinero directamente por el buzón de la puerta? |
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