"La señorita Smila y su especial percepción de la nieve" - читать интересную книгу автора (Høeg Peter)2Primero entramos en el salón. Los ojos de buey son de latón; las paredes y el techo de caoba. Los asientos tienen almohadones de piel clara y están asegurados al suelo con herrajes metálicos. Están equipados con unos portavasos de bronce sujetados mediante una suspensión cardán. Los vasos de whisky son, por lo demás, tan altos que incluso en medio de un tifón ártico sería posible disfrutar del tintineo plácido de los cubitos de hielo en el triple Laphroig. La siguiente habitación es un largo pasillo de veinticinco metros en la dirección de navegación, que se abre paso a través de más caoba y a lo largo de más ojos de buey pulidos, pasando junto a diversos relojes de barcos y escritorios de prestigio fijados con pernos al suelo. Detrás de los escritorios trabaja una docena de personas a un ritmo acelerado, como si todo tuviera que quedar liquidado y listo dentro de los próximos treinta segundos. Las mujeres escriben con sus procesadores de texto; los hombres hablan por tres teléfonos a la vez y el techo ha desaparecido tras una nube de humo de cigarrillos y prisas. A esta estancia le sigue un antedespacho. Allí se sienta una señora de mediana edad, con maquillaje y blusa de blonda debajo de una chaqueta ajustada con antebrazos, como si hubiera sido contratada en calidad de herrero. Me hubiera sentido intimidada, incluso asustada, de no haber estado acompañada por el mecánico. Él la conoce. Se dan la mano de una manera que parece que estén a punto de echar un pulso y después proseguimos hasta el camarote del capitán. De camino pasamos junto a unas vitrinas con maquetas de petroleros, de esos en los que la tripulación se ve obligada a acampar tres veces para ir de un extremo a otro. Aquí dentro, los ojos de buey son grandes como las tapas de los pozos, y más bajos, para que puedas pasear la mirada por los arbustos del pequeño parque que hay en medio de la plaza de Santa Ana y recordar que toda esta parafernalia marítima se encuentra en un segundo piso de un palacete cuya parte trasera da a Amalienborg, y que constituye la peor extravagancia de interiorismo que recuerdo haber visto en toda mi vida. Detrás del escritorio, provisto de listones de madera para que los bolígrafos dorados no puedan rodar al suelo durante el imaginario oleaje, está sentado un niño que no parece tener más de catorce años, repeinado y con la confirmación recién superada, cabello color arena y pecas en la nariz. Cuando habla, lo hace con una voz fina y aguda, rebosante de dignidad. – Sé perfectamente que te mueres de ganas de decirme algo, tesorito. Tienes ganas de decir: ¿dónde está tu papá, amiguito? Porque, de hecho, hemos venido a hablar con él. Pero te equivocas. Voy a cumplir los treinta y tres el mes que viene. Si un infanticida me asesinara por equivocación, mi mujer y mis tres hijos recibirían veinticinco millones de coronas cuando vendieran el negocio. Me guiña el ojo. Se llama Birgo Lander. Es el amigo del mecánico. Es armador y director de su propia empresa naviera. Su infancia y adolescencia han transcurrido repartidas en todos los correccionales de Dinamarca, es huérfano, rico, carece de escrúpulos, todavía más disléxico que el mecánico, borrachín, dado a los juegos de azar y con un aspecto que le permitiría fácilmente viajar con un billete infantil si no fuera porque es innecesario, ya que tiene un Jaguar, un Algunas de estas cosas las sé yo y el resto de la población danesa por los periódicos y las revistas del corazón. El resto, me lo ha contado el mecánico en el camino. Toma la mano derecha del mecánico entre las suyas. No dice nada, pero lo mira como si se hubiera reencontrado con su hermano mayor, añorado durante largo tiempo. Tomamos asiento. El mecánico empuja su silla un poco hacia atrás y se desentiende de la conversación. Soy yo la que debe dar las explicaciones pertinentes. – Si deseo alquilar un barco de unas cuatro mil toneladas para transportar una carga de la que no pienso dar detalles, hasta un lugar que tampoco quiero revelar, ¿cómo podría hacerlo? Y si ya estuviera buscando el barco idóneo, ¿podría alguien seguir mis esfuerzos desde fuera? Se pone de pie. Lleva botas vaqueras con tacón. La verdad es que no modifican su altura de manera ostensible. De un armario colgado en la pared, saca una gran botella transparente de aguardiente de frutas. El mecánico y yo rehusamos amablemente. Se sirve a sí mismo en un vaso de agua largo y cilíndrico. Huele a peras frescas en todo el despacho. Da unos pequeños sorbos al vaso. Siete, uno detrás de otro. Entonces me observa para ver si me he indignado. – Normalmente estoy borracho desde las diez de la mañana -me dice-. Y me lo puedo permitir. Aunque sus ojos están vidriosos, su voz resuena con claridad. – Cuando intentas conseguir un barco, sólo es posible seguir tus movimientos teniendo un amigo consignatario de buques. Tú lo tienes ahora, tesorito. De alguna manera, ya ha empezado a caerme bien. Un niño estúpido a quien siempre le ha costado relacionarse con los demás y que, en realidad, nunca ha sentido necesidad alguna de aprender a hacerlo. En un cajón encuentra un billete de mil coronas que deposita sobre la mesa. – Todo tiene un anverso y un reverso. Lo corriente es que los dos lados sean del mismo tamaño. Le da la vuelta al billete cariñosamente. – Pero en el mundo de los barcos todo está montado de manera tan astuta, que el reverso es mucho mayor que el anverso. Hace un gesto envolvente con el brazo. – El anverso es este domicilio social, en este inmueble tan caro y exclusivo. Con toda la madera de caja de puros y las suites que habéis atravesado hasta llegar aquí. Se da unos golpecitos sobre el cabello ralo. – El reverso está aquí dentro. No se «alquila» un barco, tesoro. Se «fleta». A través de un armador. Se lleva a cabo mediante un contrato. Un contrato de este tipo tiene un anverso que, en caso de que se pusieran mal las cosas, debe poder presentarse ante el Tribunal Marítimo y de Comercio. En el anverso consta la destinación del barco y la carga que transporta. Saborea el alcohol. – Pero tú eres, como decíamos, algo reservada en cuanto a la información sobre el destino y la carga. Por eso pides un contrato en el que ponga «Todo el mundo» como destinación y «Sin especificar» como carga. Este deseo entristecerá a más de un armador. Sus barcos son, para él, como sus hijos. Quiere saber en qué terreno se mueve. Y le gustaría evitar las malas compañías. Pero no hay pena lo suficientemente grande que no pueda ser compensada con dinero. Por lo tanto, sugieres la elaboración de un llamado – A la costa oeste de Groenlandia. – Eso complicará las cosas para el que desee fletar el barco y las simplificará para aquel que quiera rastrear la transacción. Para que un barco pueda ir a Groenlandia, necesita ser clasificado bajo la categoría «clase hielo». La Inspección de Buques en Dinamarca exige que todos los barcos sean clasificados cada cuatro años teniendo en cuenta su casco, y una vez al año atendiendo al equipo de seguridad y las máquinas. En caso de que no fuera aprobado, no podrá navegar en absoluto. Los barcos que van a Groenlandia tienen la obligación, ya desde el año pasado, de tener fondos y bandas dobles. – ¿Y la tripulación? – Normalmente suele fletarse un barco con la tripulación incluida. También puedes dirigirte a una de las firmas internacionales que sólo se dedican a contratar tripulaciones enteras. Pero en este caso especial me imagino que lo preferible sería un Ahora me veo obligada a pedirle algo. Las peticiones siempre resultan difíciles. – En el caso de que un cliente hubiera tanteado el terreno en busca de un barco de este tipo y de un capitán de las cualidades que acabas de describir, ¿podrías tú averiguarlo, tío Lander? Me mira con ojos tristes. – El encabezamiento de todos los trámites de este sector es Junta las manos alrededor del vaso con un aire de solemnidad. Entonces me guiña el ojo. – Sin embargo, por ti, queridísima niña, iría hasta el fin del mundo. Posa sus ojos sobre el mecánico y luego sobre mí. – Si es que puedo llamarte así. – Puedes -le contesto- llamarme como te plazca, pequeña cabeza de chorlito. Pestañea una sola vez. Está tan poco acostumbrado a encontrarse con oposición, que ha olvidado por completo cómo se siente. Esconde la cara entre las manos por un instante con el fin de poder juntar las ideas. – El anverso de este sector no tiene muy buena pinta. Sin embargo, el reverso está lleno a rebosar de aquello que llamamos ética. Y las dos reglas de oro son: primera, nunca debes engañar al cliente; segunda, nunca debes engañar a otro armador. Traga saliva. Estamos ante su filosofía de la vida. – Al Estado y a las autoridades hay que engañarles todas las veces que se presente la ocasión. Con una sonrisa en los labios, quebrantamos la ley sobre control de cambios de Ole Espersen y viajamos hasta Ciudad del Cabo con un millón de coronas en la cartera destinadas al soborno de un bosquimano que es jefe de puerto y que mantiene un petrolero de quinientas mil toneladas bajo arresto, so pretexto de una cuarentena. Compramos cinco sociedades al año en Panamá, a mil dólares cada una, con tal de poder evitar la obligación de navegar bajo bandera y legislación danesas. Desviamos una carga, que no podría soportar la inspección de las autoridades aduaneras, hacia un puerto español donde previamente hemos comprado al inspector de aduanas local para que refacture nuestras cajas. Pero nunca engañamos a un cliente. Porque los clientes deben volver a nosotros. Y, sobre todo, no engañamos a otro armador. Nosotros, los agentes marítimos, nos mantenemos unidos. Todo funciona de manera que cuando yo tengo un cliente que tiene un barco y tú tienes un cliente que tiene una carga, procuramos que nuestros clientes se junten. La próxima vez, puede que sea al revés. Un armador vive de otros armadores, quienes a su vez viven de otros armadores… Está conmovido. – Es una gran hermandad, tesorito. Bebe un poco, a la espera de recuperar el timbre de su voz. – Esto significa, pues, que disponemos de una red. Conocemos a otros armadores; desde Guadalupe hasta Tierra de Fuego; desde Rangún hasta las Hébridas más remotas. Y nos comunicamos, hablamos. Mantenemos pequeñas e insignificantes conversaciones. Y cuando ya llevas un tiempo intercambiando impresiones con otros armadores, y si tienes buen olfato para estas cosas, al final puedes llegar a ganar cien mil coronas cada vez que coges el teléfono y abres la boca. En cada puerto mayor, Lloyd y las demás compañías importantes del sector contratan a un observador que informa de todas las llegadas y salidas. Y, poco a poco, vas conociendo a los observadores. Si alguien ha intentado fletar un barco de cuatro mil toneladas, especial para el hielo, para que transporte una carga secreta a un lugar secreto, y si tú estás interesada en saber quién y cómo lo ha hecho, has venido a la persona idónea, tesorito. Porque el tío Birgo lo averiguará para ti. Nos levantamos de nuestros asientos. Nos da la mano por encima del escritorio. – Ha sido un verdadero placer conocerte, encanto. Lo dice con toda franqueza. Pasamos por el despacho de la blusa de blonda. En el despacho siguiente, doy media vuelta. – Me he olvidado de algo. Está sentado tras el escritorio. Todavía se ríe para sus adentros. Me acerco a él y le doy un beso en la mejilla. – ¿Qué dirá Foejl? -me pregunta. Le guiño el ojo. – All negotiations what so ever to be kept strictly private and confidential. Cada dos días, Moritz recoge a Benja después de los ensayos de la tarde y cenan juntos en el Savarin de Nyhavn. Moritz escogió el restaurante por la cocina y porque los precios estimulaban su autoestima; y porque le gusta tener una buena visión, a través de los cristales que cubren la totalidad de la fachada del edificio, de la gente de la calle. Benja lo acompaña porque sabe que la gente de la calle, a través de los mismos cristales, dispone de una excelente visión de su persona. Tienen mesa fija cerca de la ventana y un camarero asignado, y siempre cenan lo mismo. Moritz, riñones de cordero y Benja, un bol de aquello que se les da de comer a los conejos. A unos metros de su mesa, una familia ha conseguido colar a un niño pequeño en una zona que normalmente está vedada a los niños. Moritz contempla al niño. – Nunca me has dado nietos -me dice. – Los niños pequeños huelen a pis -dice Benja. Moritz la mira, sorprendido. – También los riñones de cordero -contesta. Estoy pensando en el mecánico, que me espera fuera, en el coche. – ¿No quieres sentarte, Smila? – Tengo a alguien esperándome en la calle. A través de los cristales, Benja puede ver el Morris pero no a la persona que ocupa el asiento de delante. – Parece ser de tu misma edad -me dice-. En los cuarenta, a juzgar por su flamante coche. Si tengo que contestar a esto, me veré obligada a ofender a Moritz. Se la dejo pasar, pues, sin comentarios. Me inclino sobre la mesa. Siempre ha sido así. Benja y Moritz están reclinados cómodamente en sus sillas. Pertenecen al lugar. Yo estoy de pie, con el abrigo puesto, y con la sensación de haber entrado de la calle para venderles algo. Moritz tiene dos sobres en la mano. Uno es gris y está manchado de algo que parece vino tinto. En el silencio que se abre entre nosotros, intenta utilizar los dos sobres para obligarme a que me siente en una silla. Pero no tiene éxito. – Esto es muy desagradable para mí -me dice. No entiendo lo que quiere decir. – El nombre «Hviid» no es un nombre corriente. Hubo un compositor con este nombre: Johannes Hviid. Tuve que llamar a Victor Halkenhvad. Benja levanta la cabeza. Incluso ella ha oído este nombre antes. – No sabía que todavía estuviera vivo. – Francamente, tampoco yo estoy muy seguro de que siga vivo. Me pasa el sobre. Me lo acerco a la nariz. La mancha es, efectivamente, de vino tinto. Moritz mete un dedo en el cuello de cisne de su jersey y estira de él. – No fue una experiencia agradable. Ha decaído mucho en los últimos tiempos. En una ocasión me colgó el teléfono con rabia. Cuando estaba a mitad de una frase. Sin embargo, me ha escrito, a pesar de todo. Sólo he visto a Moritz sentirse apenado y embarazado en contadas ocasiones. Tengo la oportunidad de verlo ahora. Hasta que llego al coche, no me doy cuenta del porqué. Me da alcance en la puerta. – Te has dejado esto. Es el otro sobre. – Un solo recorte sobre Toerk Hviid. Del Servicio de Prensa Danés. Se trata de una firma de recortes de prensa a la que está abonado. Recogen todas las menciones que se hacen de él en la prensa. Quiere tocarme. No se atreve. Quiere decirme algo. No lo consigue. En el coche leo la carta en voz alta. La letra apenas es legible: «Joergen, pequeño bastardo de ayudante de barbero barato». El mecánico parece desorientado. – El primer nombre de mi padre es Joergen -le explico-. Y Victor siempre ha sido irritable. Deben de haber transcurrido unos quince años desde que lo vi por última vez. La Opera le había adjudicado una vivienda de honor en la calle de Store Kannike. Estaba sentado en un sillón que habían colocado cerca del piano de cola. Llevaba un batín, nunca lo vi de otra manera. Sus piernas estaban desnudas e hinchadas. No sé si todavía era capaz de ponerse de pie. Pesaba más de ciento cincuenta kilos. Todo en él colgaba. Me miraba a mí y no a Moritz. No eran bolsas lo que tenía debajo de los ojos, sino verdaderos petates. – No me gustan las mujeres -me dijo-. Aléjate más. Me alejé. – Eras muy mona de pequeña -dijo-. Pero eso ya se acabó. Firmó la cubierta de un disco y se la tendió a Moritz. – Sé lo que estás pensando -dice-. Piensas que ya ha vuelto el viejo idiota a grabar un disco. Era A pesar de conocer tan poco de la historia cultural de Europa, en esa pieza de música, en ese disco, creo percibir todo un mundo escondido debajo. La pregunta es, en todo caso, si ha llegado algo nuevo que la pueda sustituir. Victor no lo creía así. «He estado consultando mi diario. Es todo lo que queda de mi memoria. Hace diez años que me visitaste por última vez. Deja que te cuente que tengo la enfermedad de Alzheimer. Incluso un médico adinerado como tú debe de saber lo que esto significa. Cada nuevo día me despoja de un trocito de mi cerebro. Pronto, gracias a Dios, no me acordaré ni siquiera de todos los que me habéis abandonado, a mí y a vosotros mismos.» Lo que resultó determinante fue la indiferencia. Al mismo tiempo que cantaba, tembloroso, al límite, henchido insoportablemente del romanticismo y sus sentimientos, había en él un grado de visión de las cosas, un dominio de la situación, que le permitía enviarlo todo al garete. «Jonathan y yo fuimos juntos al Conservatorio. Ingresamos en el 33 El año en que Schönberg se convirtió al judaísmo. El mismo año en que incendiaron el Reichstag. Jonathan era igual. Poseía el peor y más jodido sentido de lo inoportuno. Compuso una pieza para ocho flautas traveseras y la tituló El mecánico ha detenido el coche y lo ha aparcado sobre la acera para poder escuchar. – Los cobertizos de Broenshoej -dice-. Me acuerdo de ellos. Estaban detrás del cine. «Interrumpió las relaciones. Supe a través de la gente que se habían ido a vivir a Groenlandia. Ella había conseguido un trabajo de maestra. Mantenía a la familia mientras Jonathan componía para los osos polares. Cuando volvieron a Dinamarca, los visité en una ocasión. También estaba el hijo. Bello como un dios. Una especie de científico. Frío. Hablamos sobre música. Estuvo preguntándome constantemente acerca del dinero. Estropeado para siempre, como tú mismo, Moritz. Durante los últimos diez años, no me has visitado ni una sola vez. Ojalá te ahogues en tu propia fortuna. Reinaba una cierta obstinación o terquedad, también en el chico. Como en Schönberg. La música dodecafónica. Pura obstinación. Pero Schönberg no era frío. El chico era de hielo. Estoy cansado. He empezado a mearme en la cama. ¿Podrás soportar oírlo, Moritz? A ti también te llegará algún día.» No ha firmado la carta. El recorte que hay en el otro sobre es una simple nota de prensa. La policía de Singapur detuvo al danés Toerk Hviid el 7 de octubre de 1991. El Consulado ha formulado una protesta en nombre del Ministerio de Asuntos Exteriores. No me dice nada. Pero me hace recordar que también Loyen estuvo una vez en Singapur. Para fotografiar momias. Vamos al puerto Norte. Pasamos ante la Sociedad Criolita Danmark, Peter reduce la marcha y nos miramos. Abandonamos el coche delante de la central eléctrica de Svanemoellen y seguimos a pie hacia el puerto, por la calle de Sundkrog. Sopla un viento seco que arrastra consigo cristales de hielo apenas visibles que queman nuestros rostros. De vez en cuando andamos cogidos de la mano. De vez en cuando nos separamos. Llevamos botas. Sobre la acera se acumula la nieve en montones. A pesar de ello, siento como si fuéramos dos bailarines que se deslizan de abrazo en abrazo, asiéndose y soltándose. No me hace aminorar el paso. No me oprime contra el suelo, no me obliga a apretar la marcha hacia delante. Ora está a mi lado, ora un poco rezagado. Un puerto industrial tiene cierto viso de honestidad. Aquí no hay puertos deportivos para yates, no hay paseos ni avenidas; no se han despilfarrado energías en las fachadas. Aquí sólo pueden encontrarse silos industriales, almacenes, grúas para transportar enormes contenedores. Detrás de un portón abierto hay un casco de acero. Subimos por unas escaleras de madera y llegamos a la cubierta. Estamos sentados en el puesto de pilotaje, contemplando la cubierta blanca. Apoyo la cabeza en su hombro. Navegamos. Estamos en verano. Navegamos hacia el norte. Acaso bordeando las costas de Noruega. No muy lejos de la costa, porque tengo miedo del mar abierto. Pasamos por la desembocadura de uno de los grandes fiordos. Brilla el sol. El mar es azul, transparente y profundo. Como si, debajo de la quilla, hubiera un gran bloque de cristal líquido. Luce el sol de medianoche. Un disco de luz rojiza que parece dar brincos. Un débil canto del viento en los cables. Caminamos hasta el puerto de las Embarcaciones. Pasan a nuestro lado varios hombres en ropa de trabajo montados en bicicletas. Se dan la vuelta al cruzarse con nosotros y nosotros les sonreímos, nos reímos, conscientes de que brillamos. Paseamos por los muelles, sin rumbo fijo, hasta que estamos a punto de quedarnos congelados. Comemos en una pequeña fonda que está unida a un ahumadero de pescado. Fuera, las nubes se inclinan, por un instante, ante una fantástica puesta de sol que refleja tornasoles de colores en los cascos de los barcos de pesca, desde el azul blanquecino hasta el rosa y violeta. Me habla de sus padres. De su padre, que nunca abre la boca y que es ebanista, uno de los pocos en Dinamarca que siguen sabiendo hacer escaleras de caracol que se enroscan hacia el cielo en una espiral perfecta de madera. De su madre, que hace pasteles para las páginas de cocina de una revista de mujeres, aunque ella misma no puede catarlos, porque es diabética. Cuando le pregunto de qué conoce a Birger Lander, sacude la cabeza y enmudece. Acaricio su mandíbula, cerca de los músculos masticadores, por encima de la mesa, mientras pienso que la vida que llevamos nos permite gozar escandalosamente de la felicidad y del éxtasis con una persona que nos es totalmente extraña. Fuera se ha hecho de noche. Incluso en la oscuridad, incluso en invierno, Hellerup se encuentra en una dimensión distinta a Copenhague. Hemos estado en una calle silenciosa. A lo largo del bordillo y cerca de los altos muros que rodean las casas, la nieve resplandece en su blancura. En los jardines, sobre una alfombra blanca de nieve, los árboles y arbustos perennes crean negras superficies compactas que se asemejan a los linderos de un bosque o a las laderas de una montaña. Aquí no hay alumbrado público. A pesar de ello, podemos ver la casa. Un chalet blanco y alto en el otro extremo de la calle en la que hemos aparcado, justo donde ésta desemboca en una alameda. La casa no está rodeada por ningún seto ni por ningún cercado. Desde la acera puedes pisar directamente el césped. Arriba de todo, en el segundo piso, hay una luz en una ventana. Todo parece estar bien cuidado, recién pintado, apartado y lujoso. A unos metros del borde, en medio del césped, hay un cartel iluminado por una lámpara. En el cartel se lee geoinform. Sólo pretendíamos echarle un vistazo al edificio. Ahora ya llevamos aquí una hora. No tiene nada que ver con la casa en sí. Podíamos haber aparcado en cualquier otro sitio. Durante el tiempo que fuera. Un coche de policía se acerca, deteniéndose a nuestro lado. Nos ha sobrepasado dos veces ya. Ahora los agentes sienten curiosidad. El agente me ignora y se dirige, por encima de mí, al mecánico. – Bueno, ¿qué, muchacho? Saco la cabeza por la ventanilla y la meto en el coche patrulla. – Vivimos en un estudio de un solo ambiente, señor comisario. Un estudio alquilado en la calle de Jaegersborg. Tenemos tres hijos y un perro. De vez en cuando necesitamos un poco de intimidad y de vida privada. Y ésta tiene que salimos necesariamente gratis. Venimos, pues, aquí. – De acuerdo, señora -me dice el agente-. Pero haga el favor de llevarse su vida privada a otro lado. Ésta es la zona de las embajadas. Se van. El mecánico arranca el coche y pone la primera. En ese mismo instante se apaga la luz en la casa delante de nosotros. El mecánico disminuye la velocidad. Tres siluetas salen a la escalera. Dos de ellas son únicamente puntos oscuros en la noche. Pero la tercera busca instintivamente la luz. Es la mujer que vi conversando con Andreas Licht en el entierro de Isaías. Echa la cabeza a un lado y la cabellera oscura se desliza, perdiéndose en la noche. Ahora que veo el gesto repetido, me doy cuenta de que no denota vanidad, sino, más bien, presunción. Se abre la puerta del garaje. El coche sale en medio de un halo de luz. Las luces barren por encima de nosotros, desapareciendo en la noche. La puerta del garaje se cierra lentamente. Seguimos al coche. No demasiado cerca, ya que la avenida está desierta, pero tampoco demasiado lejos. Si atraviesas Copenhague de noche y dejas que lo que te rodea quede desenfocado y se vele, aparecerá ante tus ojos una nueva imagen, invisible para nuestra mirada cotidiana, acostumbrada a enfocar. La ciudad como un campo de luz móvil, como una tela de araña de blancos y rojos cubriendo la retina. El mecánico conduce relajado, casi introvertido, como si estuviera en los límites del sueño. Sin movimientos bruscos ni repentinos frenazos. Ningún aspaviento, ningún uso innecesario de la fuerza, sino un lento fluir a través de las calles y su tráfico. En algún lugar delante de nosotros se encuentra, todo el tiempo, como una silueta ancha y baja, el coche que nos dirige. El tráfico se hace más disperso y deja, finalmente, de existir. Nos dirigimos a Kalvebod Brygge. Llegamos hasta el malecón lentamente y con las luces apagadas. A unos cien metros delante de nosotros, sobre el mismo malecón, se apagan unas luces traseras. El mecánico aparca junto a una valla oscura. El calor relativo del mar ha creado una neblina que absorbe la luz del espacio. La visibilidad no supera, tal vez, cien metros. El otro lado del puerto desaparece en la oscuridad. Se oye un batir dilatado del oleaje contra el malecón. Y se produce un movimiento. No se percibe ningún sonido, sino la cristalización negra de un punto en la oscuridad. Un cuadrado de negritud que se desplaza sistemáticamente entre los coches aparcados. A unos veinticinco metros de donde nos encontramos, el movimiento cesa. Hay un hombre junto a un camión frigorífico. Encima de la silueta se percibe una claridad en el espacio, que se asemeja a un sombrero blanco o a una aureola. La inmovilidad se prolonga. La neblina se adensa un poco. Cuando ésta finalmente se diluye, la silueta ha desaparecido. – Pa-palpaba los capós de los coches. Para saber si estaban calientes. Susurra como si su voz pudiera oírse en la noche. – Un hombre ca-cauteloso. Estamos sentados en silencio, dejando que el tiempo nos atraviese. A pesar del lugar, a pesar de lo desconocido que aguardamos, el tiempo es como un río de felicidad para mí. En su reloj, ha transcurrido tal vez media hora. No oímos el coche. Surge de la misma niebla con las luces apagadas y pasa a nuestro lado con un ruido de motor que sólo es un susurro. Sus cristales están oscuros. Nos bajamos del coche y caminamos hasta llegar al muelle. Las dos formas negras que antes sólo podíamos percibir, son dos barcos. El más próximo es un barco de vela. Han quitado la pasarela y está a oscuras. Una plancha blanca sobre la cubierta nos explica en alemán que se trata de un buque escuela polaco. El otro barco tiene un casco enorme y alto. Unas escaleras de aluminio llevan al centro del barco, pero todo da la impresión de estar desierto y abandonado. El barco se llama Volvemos al coche. – Quizá deberíamos subir a bordo -dice el mecánico. Soy yo la que debe tomar la decisión. Por un momento, me siento tentada. Entonces me asalta el temor y el recuerdo de la silueta ardiente de Llamamos a Lander desde una cabina telefónica. Todavía está trabajando. – ¿Y si el barco se llamara Desaparece y vuelve un instante después. Transcurre el tiempo, mientras pasa las hojas. – El – Los dos últimos. – El tonelaje del barco griego es de mil doscientos; el otro de cuatro mil. Le paso el bolígrafo al mecánico. Sacude la cabeza, rechazándolo. – Ta-tampoco soy bueno con los números -me susurra. – ¿Tienes alguna foto? – No sale en el Lloyd's. Pero sí, en cambio un montón de cifras. Ciento veintisiete metros de largo, construido en Hamburgo en el 57. Reforzado para el hielo. – Los propietarios. Vuelve a abandonar el teléfono. Contemplo al mecánico. Su rostro se esconde en la oscuridad; de vez en cuando, las luces de los coches lo hace despuntar: blanco, preocupado, sensible. Y debajo de la sensibilidad, algo inamovible. – En el – Yo sí -le digo-. El |
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