"La señorita Smila y su especial percepción de la nieve" - читать интересную книгу автора (Høeg Peter)

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El Registro Mercantil Central está en la calle Kampmann, número 1, y da la impresión de estar bien conservado, recién pintado, ser efectivo, formal, servicial y exclusivo, sin llegar a ser ostentoso.

El hombre que me ayuda es un niño. No tiene más de veintitrés años, y lleva un traje de chaqueta cruzado hecho a medida, de tweed Harris fino, con una corbata blanca de seda, dientes blancos y una sonrisa amplia.

– ¿Dónde nos hemos visto antes? -me dice.

Los documentos están metidos en una carpeta, el montón es tan grande como una biblia ilustrada y está marcado como Cuentas anuales para el ejercicio 1991 de la sociedad anónima Sociedad Criolita Danmark.

– ¿Dónde puedo encontrar a la persona que controla la sociedad?

Al consultar los documentos, sus manos rozan las mías.

– No puede deducirse directamente de las inscripciones. Pero, según la ley de sociedades anónimas, hay que listar en la primera página todos aquellos accionistas que posean acciones que superen el cinco por ciento del total del capital social. ¿Acaso fue en una fiesta de la Escuela Superior de Comercio?

La lista es de catorce líneas, en las que se entremezclan los nombres de personas físicas y sociedades. Ving aparece en ella. Y el Banco Nacional. Y Geoinform.

– Geoinform. ¿Podrías enseñarme sus cuentas anuales?

Toma asiento delante del teclado. Mientras esperamos al ordenador, me sonríe.

– Ya me acordaré, ya -dice-. No habrás estudiado derecho, ¿verdad?

Ha estado leyendo un diario francés. Sigue mi mirada.

– Quiero ingresar en la diplomacia -dice-. Así que debo mantenerme informado. No tenemos nada sobre Geoinform. Seguramente no sea una sociedad anónima.

– ¿Es posible averiguar quién está en el consejo de administración?

De una estantería del otro lado de la oficina, saca un volumen que tiene el tamaño de un listín telefónico doble: Fundaciones Danesas de Green. Lo busca por mí. Hay tres personas en el consejo de Geoinform. Me apunto los nombres.

– ¿No puedo invitarla a almorzar?

– Tengo que ir a pasear al Parque de los Animales -le contesto.

– Podría acompañarla.

Señalo sus mocasines.

– Hay setenta y cinco centímetros de nieve allí.

– Podría comprarme unas botas de agua en el camino.

– Estás trabajando -digo-. Labrándote un camino en la diplomacia.

Asiente abatido.

– Quizá cuando la nieve se haya derretido -me dice-. En primavera.

– Si para entonces seguimos vivos -contesto.


Me dirijo al Parque de los Animales. Ha nevado toda la noche. He traído mis kamiks. Pasada la puerta del parque, me los pongo. Las suelas de los kamiks se desgastan con mucha facilidad. Cuando éramos niños, no nos dejaban bailar con los kamiks puestos si había arena en el suelo. Podías desgastarlos en una sola noche. Sin embargo, sobre la nieve y el hielo, donde la fricción es distinta, su resistencia es enorme. La nieve recién caída es ligera y fría. Me aparto todo lo que puedo de los senderos. Durante un día entero, camino lenta y pesadamente entre ramas negras que brillan de nieve. Sigo un rastro serpenteante de corzos hasta que descifro su ritmo. El repentino cojear del animal cada cien metros, su costumbre de orinar en pequeñas cantidades, un poco a la derecha de sus pasos. La regularidad con la que escarba un agujero con forma de corazón, que llega hasta la tierra oscura donde encontrará las hojas.

Transcurridas tres horas, lo encuentro. Un corzo. Blanco, alerta, interesado.

Me siento en una mesa apartada del café Peter Liep y pido una taza de chocolate caliente. Entonces dispongo el papel con los tres nombres delante de mí, sobre la mesa.

Katja Claussen

Ralf Seidenfaden

Toerk Hviid

Saco el sobre de Moritz con las copias de los recortes de periódicos. Estoy buscando uno en concreto.

El local se llena con un grupo de niños y adultos. Han dejado los esquís y los trineos fuera. Sus voces resuenan, llenas de alegría. Por el calor misterioso de la nieve.

El recorte es de un periódico editado en inglés. Quizás ésa sea la razón por la que me he fijado en él especialmente. Parte del titular ha desaparecido porque alguien lo ha recortado mal. Sin embargo, lo han anotado al lado con un bolígrafo de tinta verde. La fecha es 19 de marzo de 1992. «First Copenhagen Seminar on Neocatastrophism. Professor, MD, Johannes Loyen, member of the Royal Danish Academy of Science, is giving the opening lecture.»

Loyen está encaramado a un escenario, aparentemente sin manuscrito ni tribuna donde apoyarse. La sala es grande. A mis espaldas hay tres hombres sentados a una mesa semicircular.

«Behind him Ruben Giddens, Ove Nathan and Toerk Hviid, the…»

El texto ha sido recortado, la continuación de la línea no la han incluido. Sus máquinas componedoras no tenían la letra «ø» por lo que su nombre lo han escrito «Toerk» en vez de «Tørk». De esta manera, salta a la vista. Así es como he podido acordarme.

El sol se pone mientras vuelvo a casa. Mi corazón late a toda velocidad.

En el mismo instante en que abro la puerta de mi apartamento, suena el teléfono.

Tardo una eternidad en quitar la cinta adhesiva roja. Presiento que es el mecánico. Debe de haber intentado localizarme un montón de veces.

– Soy Andreas Licht.

La voz es débil, suena como si estuviera resfriado.

– Le sugiero que venga a verme inmediatamente.

Experimento una llamarada de irritación. Somos unos cuantos los que nunca aprenderemos a recibir órdenes.

– ¿Tiene que ser hoy?

Se oye un ruido ahogado, como si procurara ocultarme su risita.

– Está interesada, ¿no es cierto?

Ha colgado.

Estoy de pie en la entrada con el abrigo puesto. En medio de la oscuridad porque todavía no he tenido tiempo de encender la luz. ¿De dónde ha sacado mi número de teléfono?

Odio las prisas. Tengo otros planes para la jornada.

Dejo los kamiks en la entrada y vuelvo a adentrarme en el atardecer de Copenhague.

Al pasar ante la puerta del mecánico, me detengo. Estoy tentada de llevarlo conmigo. Sin embargo, interpreto este sentimiento como una debilidad.

En el bolsillo llevo un rotulador, pero ningún papel. Sobre un billete de cincuenta coronas escribo: «Puerto Sur, Svajerbryggen, atracadero 126. Volveré más tarde. Smila».

Esta nota constituye un compromiso, entre la necesidad que siento de protección y la certeza de que aquellos planes que puedes mantener en secreto son también los que mejor puedes llevar a cabo.

Tomo un taxi hasta la fábrica del puerto Sur. Acaso sea la paranoia del mecánico hacia los teléfonos lo que se está reproduciendo en mí, pero no quiero dejar una pista demasiado clara.

Desde la fábrica, hay un cuarto de hora a pie.

A estas horas, incluso las máquinas están durmiendo. La ciudad parece lejana. Pero en las calles desiertas que atravieso, encuentro un ligero vislumbre de sus luces. Sobre el cielo negro azulado, algunos cohetes dispersos trazan de vez en cuando una estela candente de luz y luego explotan. El lejano estallido me llega retardado. Es la noche de fin de año.

Las calles están sin alumbrar. Contra el cielo más claro, las grúas son siluetas inmóviles. Todo está cerrado, apagado, abandonado.

El muelle de Svajer es una superficie en la oscuridad. La nieve fresca sobre el hielo concentra la poca luz que hay en el espacio, resplandeciendo con debilidad. Antes que yo, sólo ha pasado un coche solitario por aquí. Camino sobre sus rodadas.

El letrero sigue cubierto de plástico blanco, con el pequeño rasgón que hice ayer. Han quitado toda la nieve del muelle, de la pasarela y de parte de la cubierta. Alguien ha movido un par de cajas con el fin de dejar un espacio para un palet repleto de bidones rojos. Salvo la nieve, los bidones y la oscuridad, todo permanece tal como lo dejé ayer.

No hay luces a bordo.

Mientras cruzo la pasarela, me acuerdo de las rodadas del coche solitario. El dibujo de los neumáticos dibujan un ligero deslizamiento hacia atrás. La rodada que he estado siguiendo se dirigía al puerto. No he encontrado ninguna en sentido opuesto. No hay más caminos que lleven al muelle de Svajer que el que he estado siguiendo yo misma. Sin embargo, no hay rastro del coche.

La puerta barnizada está cerrada, aunque no tenga la llave echada. Dentro, hay una luz tenue.

Sé que el esquimal de fibra de vidrio estará allí. La luz proviene de algún lugar detrás de la mampara.

Hay una pequeña lámpara de mesa sobre el escritorio. Detrás de la mesa, está sentado el profesor y el director del museo, Andreas Licht, con la cabeza ligeramente ladeada y sonriéndome ampliamente.

Su sonrisa no se borra de su rostro, ni siquiera cuando doy la vuelta a la mesa.

Se ha agarrado con ambas manos a la silla por debajo del asiento. Como para mantenerse erguido.

Al acercarme, observo que le han desgarrado los labios, separándolos de los dientes. Tampoco se ha agarrado a la silla. En realidad, sus manos están atadas con finos cables de hilo de cobre. Lo toco. Está caliente. Pongo los dedos sobre su cuello. No tiene pulso. Su corazón ha dejado de latir. Al menos, eso me parece.

Tiene algodón en la oreja que está girada hacia mí. Como cuando los niños pequeños sufren de otitis. Doy la vuelta a su alrededor. También tiene algodón en la otra oreja.

En ese mismo momento, mi curiosidad se ha agotado. Quiero irme a casa.

Sin embargo, alguien cierra la escotilla que está al final de la escalera. Ocurre sin que lo haya advertido, ni siquiera he oído pasos sobre la cubierta. Simplemente la han cerrado en silencio. A continuación, me llega el sonido de cómo la cierran con llave.

La luz se apaga.

Hasta ese mismo instante no entiendo por qué había tan poca luz en la sala. Los ciegos no necesitan la luz. Es totalmente absurdo pensar en ello precisamente ahora. Pero, sin embargo, es el primer pensamiento que me viene a la mente, en medio de la oscuridad.

Me pongo de rodillas y me meto debajo de la mesa. Puede que no sea lo más razonable. Quizá sea la estrategia del avestruz. Pero, francamente, no me apetece sobresalir en la oscuridad. Allí abajo, noto los tobillos del director del museo. También están calientes. Y también los han atado a la silla con hilos metálicos.

Sobre la cubierta, encima de mi cabeza, presiento un movimiento. De algo que es arrastrado. Palpo a ciegas en la oscuridad y doy con un cable telefónico. Lo sigo y, de repente, me encuentro con el cabo. El cable ha sido arrancado del auricular.

Entonces se pone en marcha la maquinaria del barco, es el lento despertar de un gran motor diésel. Se queda en punto muerto.

Aprovecho para salir corriendo en la oscuridad. Ya antes, hace veinticuatro horas, me he orientado en este espacio. Y por eso sé dónde hay una puerta. Llego hasta el mamparo próximo a la puerta. No está cerrada. Salgo y al otro lado el ruido de la máquina se hace más perceptible.

La sala tiene pequeños ojos de buey a una considerable altura que dan al atracadero. A través de ellos, penetra una débil luz. Este espacio es la explicación manifiesta de cómo solucionaba el director del museo sus problemas de transporte. Simplemente se quedaba a bordo. Le han acondicionado un dormitorio aquí. Una cama, una mesilla de noche, un armario empotrado.

La sala de máquinas debe de estar detrás de la pared más lejana. Aunque está insonorizada, se oyen claramente los golpes del motor. Cuando intento mirar a través del ojo de buey, el ruido se convierte en un bramido. El barco vira lentamente, alejándose del muelle. El motor se ha puesto en marcha. No se ve a nadie. Sólo el contorno negro del malecón que se aleja.

Se enciende una chispa en el muelle. Es un punto de luz, como cuando alguien enciende un cigarrillo. El ascua se eleva, trazando una curva en el aire y acercándose a mí. Tras de sí, arrastra una cola que desprende chispas. Es un cohete.

Explota por encima de mi cabeza con un estallido apagado. En el instante siguiente, estoy ciega. Me han arrojado un resplandor blanco y maligno desde el muelle y el agua. En ese mismo momento, el fuego arrastra todo el oxígeno del aire y tengo que echarme al suelo. Siento como si tuviera arena en los ojos, como si respirara en una bolsa de plástico, como si alguien me soplara en la cara con un secador de pelo. Sin duda son los bidones de gasolina. Han rociado el barco con gasolina.

Me arrastro hasta la puerta que da a la estancia de la que he salido y la abro. Me inunda, en estos momentos, toda la luz que pudiera desear. Bajo las llamas ha desaparecido el recubrimiento de los tragaluces y todo está iluminado como por una enorme instalación de rayos uva.

Desde la cubierta, llegan una serie de estrépitos ahogados y la luz de fuera vacila en llamas azules y amarillas. El aire se llena de resina de epoxi quemada.

Vuelvo al dormitorio a gatas. Hace tanto calor como en una sauna. Contra la blancura de los ojos de buey, puedo apreciar el humo que ha empezado a penetrar en la sala. Al otro lado de uno de los cristales, las llamas desaparecen por unos instantes. El silo de la refinería de soja se ilumina como en una puesta de sol, las ventanas a lo largo de Islands Brygge fulguran como cristal derretido. Son los reflejos del incendio que me rodea.

De repente se extiende una tela de araña de pequeñas explosiones en el cristal, y la vista, que hasta entonces tenía, desaparece.

Estoy pensando si el gasoil puede incendiarse. Recuerdo que se requiere una temperatura alta para ello. En ese mismo instante, el depósito de gasoil explota.

No se oye un estruendo ensordecedor sino, más bien, un silbido que se transmuta en un rugido creciente, convirtiéndose en el sonido más alto y estridente que se haya podido escuchar sobre la faz de la Tierra. Me tiro al suelo, cubriéndome la cabeza con las manos. Cuando vuelvo a levantar la cabeza, la cama ha desaparecido. La pared que daba a la sala de máquinas ha desaparecido; ante mis ojos, contemplo un mundo en llamas. En medio de este mundo, el motor es un cuadrado negro del que sale una red de tuberías cinceladas. Y ahora empieza a hundirse. Se desprende del barco, quebrando el suelo a su alrededor. Cuando llega al mar, provoca una ebullición explosiva en el agua y desaparece. Sobre la superficie del mar, las lenguas del gasoil incendiado extienden una alfombra de fuego.

La popa del barco se ha convertido en un portón abierto hacia Islands Brygge. Mientras contemplo el espectáculo, el barco vira lentamente, alejándose del gasoil ardiente.

Noto que el casco se escora. El agua ha penetrado en el fondo y lo arrastra hacia atrás. El agua me llega hasta las rodillas.

La puerta que está a mis espaldas se abre de golpe y el profesor hace su entrada. La inclinación del barco ha hecho que la silla de oficina empezara a rodar. Se estampa contra el mamparo que tengo a mi lado. Entonces atraviesa lo que fue su dormitorio, cayendo finalmente al mar.

Me quito la ropa. El abrigo de ante, el jersey, los zapatos, los pantalones, la camiseta, la ropa interior y, finalmente, los calcetines. Me palpo la cabeza, buscando mi gorro. Únicamente ha quedado una corona de pieles sobre mi cabeza. Las llamas del motor diesel deben de habérmelo quemado. Tengo las manos llenas de sangre. Se me ha chamuscado la coronilla y ahora está calva.

Quizás haya unos doscientos metros hasta el muelle de Svajerbryggen. No tengo elección y salto.

El shock de frío me hace abrir los ojos mientras todavía estoy sumergida. Todo a mi alrededor es de color verde y rojo y está iluminado por el incendio. No miro atrás. En aguas con una temperatura inferior a los 6 °C, se dispone de muy pocos minutos de vida. El número de minutos depende del estado de forma de cada uno. Los nadadores del canal de la Mancha solían estar en muy buena forma. Soportaban el frío durante mucho tiempo. Yo estoy en una forma pésima.

Nado en una postura casi vertical, de manera que sólo mis labios se encuentran por encima del agua. El problema reside en el peso de aquella parte de mi cuerpo que está por encima del agua. Tras unos segundos, empiezan los escalofríos. Mientras la temperatura del cuerpo disminuye de 38 hasta 36 °C, se tiembla. Luego, los escalofríos desaparecen. Esto ocurre cuando la temperatura del cuerpo va disminuyendo, acercándose a los 30 °C. Los 30 °C son críticos. En ellos acontece la indiferencia. En ellos mueres congelado.

Después de los primeros cien metros, soy incapaz de enderezar los brazos. Pienso en mi pasado. No sirve de nada. Pienso en Isaías. Tampoco sirve. De repente, tengo la sensación de haber dejado de nadar, de que, en vez de estar en el agua, me encuentro de pie en una pendiente, de espaldas a un fuerte viento, y pienso que ya no vale la pena resistirme más.

A mi alrededor, el agua es un mosaico de fragmentos dorados. Recuerdo que alguien ha intentado asesinarme. Que este alguien se encuentra en tierra, en algún lugar, felicitándose a sí mismo. Ya la tenemos. A Smila. La groenlandesa de postín.

Este pensamiento me transporta durante los metros que todavía me quedan hasta llegar al muelle. Decido dar diez brazadas más. A la octava, me doy con la cabeza contra uno de los neumáticos de tractor que cuelgan a modo de defensas en el atracadero de La Aurora Boreal.

Sé que sólo me restan unos pocos segundos de conciencia. Al lado del neumático hay una plataforma, justo por encima del nivel del agua. Intento subirme a ella a gritos. Sin embargo, ni el más mínimo sonido sale de mi garganta. Aun así, logro salir del agua.

En Groenlandia, si te has caído al agua, sueles correr, una vez has vuelto a tierra, con el fin de evitar congelaciones. Pero en Groenlandia el aire es frío. Aquí, en el muelle, es tan cálido como la brisa de verano. En un primer momento soy incapaz de encontrarle explicación alguna al fenómeno. Hasta que reparo en que se debe al incendio. Me quedo postrada sobre la plataforma. La Aurora Boreal se encuentra ahora en medio de la bocana del puerto, un esqueleto de madera tan negro como el carbón, en medio de una bola blanca de fuego.

Me arrastro por las escaleras, gateando sobre manos y rodillas. El muelle está desierto. Ni rastro de seres humanos.

Estoy a punto de detenerme, me siento descansada al calor del barco en llamas. Contemplo cómo arde mi piel desnuda. El fino vello que se ha chamuscado, y que es negro y rizado. Me pongo a andar. Tengo alucinaciones, fragmentadas, incoherentes. De cuando era pequeña. Una flor que encontré, una correhuela con capullos. Una preocupación convulsiva de que a Eberlein ya no le quede más brocado de aquel que utilizó para hacerme mi gorro. La sensación de estar enferma y orinarse en la cama.

Surgen unas luces en la noche y me da igual. El coche se detiene y me es totalmente indiferente. Me arropan con algo. No hay nada en este mundo que me importe menos. Estoy acostada. Reconozco los agujeros en el techo. Es el pequeño Morris. Es la nuca del mecánico. Es él quien conduce.

– Smila -me dice-, Smila, joder…

– Cállate -le espeto.

Una vez en su piso, me envuelve en mantas de lana y me da masajes hasta que empieza a dolerme demasiado. Entonces me obliga a tomarme un té con leche detrás de otro. Es como si el frío no quisiera abandonarme. Como si se hubiera metido en mi cuerpo, introduciéndose hasta en mi esqueleto. Incluso acepto, en un determinado momento, un trago de una bebida alcohólica.

Me parece que lloro mucho. Entre otras cosas, por autocompasión. Le hablo del escondite de Isaías. De la cinta. Del profesor. De la llamada. Del incendio. Siento que mi boca no hace más que correr mientras que yo permanezco en algún lugar, fuera de mí misma, observando.

El mecánico no hace ningún tipo de comentario a lo que digo.

Después de un rato, llena la bañera para mí. Me quedo dormida en el agua. Él me despierta. Nos acostamos el uno al lado del otro en su cama y nos dormimos. En intervalos de algunas horas. No consigo entrar en calor hasta que se hace de día.

Es mediodía cuando hacemos el amor. Supongo que sigo estando un poco fuera de mí misma.