"La señorita Smila y su especial percepción de la nieve" - читать интересную книгу автора (Høeg Peter)

III

1

Cambio de taxi dos veces y me bajo en la carretera de Farum. Desde allí, atravieso el pantano de Utterslev y miro hacia atrás unas doscientas cincuenta veces.

Llamo desde la calle Tuborg.

– ¿Qué es el Neocatastrofismo?

– ¿Por qué siempre tienes que llamar desde esas insoportables cabinas telefónicas, Smila? ¿Acaso no tienes dinero? ¿Te han cortado el teléfono? ¿Quieres que haga gestiones para que te lo vuelvan a conectar?

Para Moritz, Fin de Año es la fiesta de todas las fiestas. Sufre del autoengaño cíclico y eternamente recurrente de que es posible volver a empezar, de que se puede construir una nueva vida sobre buenos propósitos. El primer día del año su resaca es tan aguda que incluso se hace audible por teléfono. Incluso llamando desde una cabina.

– Celebraron un seminario sobre el tema en Copenhague, en marzo del 92 -le digo.

Gimotea débilmente, mientras hace esfuerzos para que su cerebro vuelva a funcionar. Lo que finalmente provoca que se ponga en marcha es que mi pregunta parece estar, en cierta manera, relacionada con él.

– Me invitaron -me contesta.

– ¿Por qué no asististe?

– Había que leer mucho.

Durante muchos años lleva diciendo que ha dejado de leer. En primer lugar, es mentira. En segundo lugar, se trata de una manera insufrible de dejar entrever que está tan enormemente capacitado y es tan inteligente que el mundo exterior ya no puede enseñarle nada nuevo.

– El neocatastrofismo es un término que recoge varias materias. El término fue creado por Schindewolf, allá por los años sesenta. Él era paleontólogo. Pero en el debate han participado científicos de todas las ramas de las ciencias naturales. Lo que les aúna es la idea de que el globo terráqueo y, sobre todo, su biología, se han desarrollado a saltos y no de una manera progresiva. Desarrollo que viene determinado por grandes catástrofes naturales que han favorecido la supervivencia de ciertas especies. La caída de meteoritos, el paso de cometas, las explosiones volcánicas, las catástrofes químicas espontáneas… El debate siempre se ha centrado en la cuestión de si estas catástrofes se han producido con intervalos de tiempo regulares. Y, si es así, qué es lo que determina su frecuencia. Se ha creado una sociedad internacional. Su primera reunión se celebró en Copenhague. En el Falkonercenter. Fue inaugurada por la reina. Tenía que ser por todo lo alto, finísimo todo. Reciben dinero de todas partes. Hasta los sindicatos dan dinero, creyendo que se trata de la investigación de catástrofes en el medio ambiente. El Consejo de Industria también lo subvenciona, convencido de que, en ningún caso, se trata de catástrofes en el medio ambiente. Los consejos científicos les dan dinero porque reúnen una serie de eminencias de las que quieren alardear.

– ¿Te suena el nombre de Hviid en este contexto? ¿Toerk Hviid?

– Me parece que hubo un compositor que se llamaba Hviid.

– No creo que sea él.

– Sabes que soy incapaz de acordarme de los nombres de la gente, Smila.

Es cierto. Se acuerda de los cuerpos. De los títulos. Es capaz de reconstruir cualquier golpe, en cualquier campeonato de golf de los muchos en que ha participado. Sin embargo, se olvida con cierta frecuencia del nombre de su propia secretaria. Es sintomático. Para la persona realmente egocéntrica, el mundo que la rodea palidece y pierde su nombre y su identidad.

– ¿Por qué no fuiste al seminario?

– Francamente, Smila, me pareció demasiado turbio. Con todos esos intereses enfrentados, con toda esa política. Sabes que hago lo posible por evitar la política. A fin de cuentas, ni tan siquiera se atrevieron a utilizar la palabra «catástrofe». Finalmente lo llamaron Centro para la Investigación del Desarrollo.

– ¿Podrías averiguar quién es Hviid?

Suspira profundamente, pletórico por el poder inesperado del que dispone.

– Entonces puedo contar con que vendrás aquí mañana -me dice.

Estoy a punto de pedirle que me envíe la información. Pero me siento débil y, de alguna manera, enternecida. Moritz me lo nota.

– Te puedes encontrar conmigo y con Benja en Savarin mañana.

Suena como una orden pero es un intento de llegar a un compromiso rápidamente.

Me abre la puerta uno de los niños.

Soy la primera, y la más dispuesta, en admitir que el clima frío es imprevisible. Sin embargo, me sorprendo momentáneamente. Fuera, son las cinco de la tarde. Sobre un cielo despejado y azul marino, despuntan las primeras estrellas de la noche. Pero al otro lado de la puerta, en el recibidor, alrededor de la niña, está nevando. Se ha posado una fina capa de nieve sobre su cabellera roja, sus hombros, su cara, sobre sus brazos desnudos.

La sigo. El salón está cubierto de harina. Hay tres niños sentados en el suelo, amasando una pasta directamente sobre el parquet. En la cocina, la madre de los niños está untando los moldes con mantequilla. Sobre la mesa de la cocina, está sentada una niña pequeña, amasando algo que parece pastaflora. Ahora mismo está intentando que la pasta absorba una yema de huevo. Con las manos y los pies.

– La bolsa de harina se rompió en el salón.

– Sí -digo-. El suelo se ha puesto perdido.

– Está en el invernadero. Le he prohibido fumar aquí.

Tiene una fuerza autoritaria semejante a las ideas que yo me hacía de pequeña sobre Dios. Y una dulzura inamovible, semejante a la de un Papá Noel de una película de Disney. Si realmente se quiere saber quiénes son los verdaderos héroes de la historia mundial, hay que echar un vistazo a las madres. En las cocinas, trabajando con los moldes. Mientras los hombres están sentados en los lavabos, echados en las hamacas, fumando en los invernaderos.

Lo encuentro cepillando los cactus, envuelto en un aire espeso por el humo de los puros que ha fumado. Tiene una pequeña escobilla en la mano, tan estrecha como un cepillo de dientes, pero curva, de cerdas de unos treinta centímetros de largo.

– Es para evitar que se obturen los poros. Impediría que respiraran.

– Bien considerado -le digo-, quizá sería mejor que no lo hiciera.

Me mira con aire compungido.

– Mi mujer no me permite fumar cerca de los niños.

Me muestra la colilla del puro.

– Romeo y Julieta. Un habano clásico. Y endiabladamente bueno. Sobre todo los últimos centímetros. Cuando estás a punto de quemarte los labios. Ése es el trozo empapado de nicotina.

Cuelgo mi plumífero amarillo encima de una de las sillas de hierro forjado. Luego me quito el pañuelo que me cubre la cabeza. Debajo, llevo un trozo de gasa. También me lo quito. El mecánico ha limpiado la herida y la ha untado con pomada de clorhexidina. Inclino la cabeza para que le pueda echar un vistazo.

Cuando vuelvo a levantar la cabeza, su mirada es dura.

– Una quemadura -me dice pensativo-. ¿Acaso estuvo usted cerca?

– Estaba a bordo.

Se lava las manos en un hondo lavabo de acero.

– ¿Cómo logró sobrevivir?

– Nadé.

Se seca las manos y vuelve a mi lado. Palpa mi herida. Siento como si estuviera metiendo las manos en mi cerebro.

– Es una herida superficial -me explica-. No creo que se vaya a quedar calva.


Le he llamado al Hospital del Reino esta mañana. No me presento, pero tampoco es necesario.

– El barco que se incendió en el puerto -le digo- tenía un hombre a bordo.

La radio ha ofrecido la noticia como la más importante del día. Los periódicos la han sacado en portada. Han tomado la foto de noche, a la luz de los proyectores del cuerpo de bomberos. En medio del puerto descuellan en el agua tres mástiles carbonizados. Todo el cordaje y las botavaras han desaparecido. Sin embargo, no han publicado nada respecto a posibles víctimas.

Su voz se vuelve muy parsimoniosa, lenta.

– ¿De verdad?

– Necesito el resultado de la autopsia.

Se queda callado durante largo tiempo.

– ¡Mierda! -dice-. Tengo una familia que mantener.

A eso no puedo objetar nada.

– Esta tarde. Después de las cuatro.


Toma asiento delante de mí y le quita el celofán y la vitola a un puro. Tiene una caja de cerillas especialmente largas. Con una de ellas, hace un agujero en la parte cónica para acto seguido encender el puro lenta y escrupulosamente. Cuando el puro ya ha empezado a arder regularmente, fija su mirada en mí.

– ¿No será usted -me dice- quien, por casualidad, lo asesinó?

– No -le respondo.

Mientras habla, no cesa de mirarme, como si intentara escudriñar mi conciencia.

– Cuando una persona se ahoga, ante todo intenta mantener la respiración. Cuando esto ya no es posible, se suceden un par de respiraciones muy fuertes y desesperadas. De esta manera, el agua es bombeada hasta los pulmones. Este movimiento provoca la creación de unas sustancias proteicas blanquecinas en la nariz y en la cavidad bucal, siguiendo el mismo principio que las claras de un huevo batidas a punto de nieve. Se le llama el hongo de la espuma. Esta persona que, desde luego, no debería mencionar y, especialmente, no debería mencionar ante una persona que posiblemente esté involucrada en el crimen, esta persona, no tenía ni rastro de esa sustancia. O sea que, lo que está claro, es que no murió por inmersión.

Le da unos leves golpecitos a la ceniza de su puro.

– Ya estaba muerto cuando subí a bordo.

Apenas me oye. Sus pensamientos todavía penden alrededor de la autopsia de esta mañana.

– Primero lo ataron. Con hilo de cobre. Se resistió como un jabato pero, finalmente, lograron atarlo. Deben de haberlo hecho un par de hombres. Era un hombre muy fuerte. Un hombre mayor pero, sin embargo, fuerte. Después han estirado su cabeza hacia un lado. Usted conocerá el hidróxido de sodio. Una base extremadamente corrosiva. Uno de los hombres lo ha sujetado por el pelo. Le han arrancado varios mechones. Y entonces han vertido hidróxido de sodio en su oído derecho. ¡Tan tranquilamente!

Contempla pensativo el puro.

– Es imposible trabajar en esta profesión y no encontrarte, de vez en cuando, con casos de tortura. Es un asunto bastante complejo. Endiabladamente complejo. Además, para que la tortura pueda ser definida jurídicamente, tiene que haber sido realizada por una organización. Se trata, para el verdugo, de encontrar el punto flaco de su víctima. Y esta víctima era ciega. No fue algo que descubriera durante la autopsia. Lo supe cuando recibimos su historial clínico. Pero ellos, sus verdugos, lo debieron de saber. Por lo tanto, se han concentrado en su sentido auditivo. Es repugnantemente ingenioso e imaginativo, hay que admitirlo. Propio de psicópatas. No carece de creatividad, tiene ciertos visos de inventiva. Lo que no puedo dejar de preguntarme es qué es lo que han estado buscando.

Pienso en la voz del director del museo por teléfono, en aquello que yo creí era una risita ahogada. Ya entonces, debieron torturarle.

– Tenía algodones en los oídos.

– Me alegro. Habían desaparecido cuando lo sacaron del agua. Pero yo supuse que eran algodones cuando detecté las pequeñas quemaduras. Porque, con él han llegado hasta el final. Cualquiera que ése fuera. Y entonces han hecho algo muy hábil. Han empapado un par de algodones, quizás en hidróxido de sodio, al fin y al cabo, era lo que tenían más a mano. Luego, han pelado un cable eléctrico y lo han abierto, colocando un polo en cada oreja. Después han enchufado el cable a una toma de corriente y, lenta y pausadamente, han conectado la electricidad. Muerto en el acto. Rápido, barato y limpio.

Sacude la cabeza. Es médico, no psicólogo. No logra comprender el mundo en que vivimos.

– Un par de jodidos profesionales, se lo aseguro. Pero en el caso de que creyera en los buenos propósitos de Año Nuevo, el mío sería acabar con ellos.


Me he despertado alrededor de la una. Apenas un segundo antes dormía y, de repente, estoy despierta.

Está acostado a mi lado. Boca abajo, con los brazos a lo largo del cuerpo. En el sueño, uno de los lados de la cara ha quedado aplastado contra las sábanas. La boca y la nariz vibran suavemente, como si estuviera oliendo una flor. O estuviera a punto de besar a un niño.

Me quedo acostada a su lado apaciblemente, mientras le contemplo como nunca antes lo había contemplado. Su pelo es castaño, con algunas canas. Es tan abundante como el pelaje de una escoba. Cuando entierro los dedos en su cabellera, siento como si agarrara las crines de un caballo.

Allí, en la cama, me llega la felicidad. No como algo que me pertenece, sino como una rueda de fuego que atraviesa el espacio y el mundo entero.

Por un momento creo que lograré dejar que pase, que me supere; creo que podré permanecer tendida, percibiendo lo que ahora tengo, sin llegar a desear nada más.

En el instante siguiente, deseo quedarme suspendida en el presente. Quiero que perdure. Él estará a mi lado, también mañana. Es mi oportunidad. Mi única, mi última oportunidad.

Saco las piernas de la cama. Ahora sufro un ataque de pánico.

Esto es justamente lo que me he esforzado en evitar durante los últimos treinta y siete años. He estado entrenándome sistemáticamente en lo único que verdaderamente vale la pena aprender en este mundo. Renunciar. He dejado de esperar algo de la vida. Cuando la humildad hecha práctica se convierta en disciplina olímpica, yo formaré parte del equipo nacional.

Nunca he sido capaz de ser indulgente con las penas amorosas de los demás. Odio su flaqueza y debilidad. Los veo encontrarse con el tipo de sus sueños al final del arco iris. Veo cómo tienen hijos y compran un carrito Silver Cross Royal Blue; los veo pasear juntos por el baluarte bajo el sol de primavera, dirigiéndome una risa condescendiente mientras piensan: «Pobre Smila, no sabe lo que se pierde, no sabe cómo es nuestra vida, la vida de los que tenemos bebés y un documento que nos une».

Cuatro meses después, el antiguo grupo de preparación para el parto celebra una reunión íntima y entrañable y su querido Ferdinand sufre una pequeña recaída y echa una cana al aire. Ella misma se lo encuentra en el baño donde se está tirando a una de las otras mamás felices y, en cuestión de una milésima de segundo, la mamá orgullosa, soberana e invulnerable se ve reducida a una enana espiritual. En un único movimiento, ha descendido, ha caído hasta mi nivel e incluso por debajo de él, convirtiéndose en un insecto, una lombriz, una escalopendra.

Y entonces es cuando me vuelven a sacar del armario y me quitan el polvo. Es cuando tengo que escuchar lo duro que resulta ser madre soltera tras el divorcio; cómo se pelearon cuando tuvieron que repartirse el equipo de música; cómo se pierde su juventud, absorbida por el niño, que se ha convertido, súbitamente, en una máquina que sólo la utiliza, sin ofrecer nada a cambio.

Nunca he querido escucharlo. ¡Qué coño os habéis creído!, les replico. ¿Acaso creéis que tengo un consultorio sentimental? ¿Que soy vuestro diario? ¿O un contestador automático?

Si hay una cosa absolutamente prohibida en las travesías en trineo es gimotear. Los lamentos son un virus; una enfermedad mortal, infecciosa y epidémica. No quiero escucharlos. No quiero que me agobien con estas orgías de mediocridad emocional.

Por todo ello ahora me asusto. Allí, en su propio terreno, sobre el suelo, al lado de su cama, percibo un sonido. Proviene de mí misma, de mi interior: es un gemido. El temor a que aquello que me ha sido dado no persista. El rumor de todas aquellas historias de amor que nunca he querido escuchar. Ahora suena como si yo misma las abrazara todas.

Sin embargo, todavía estoy a tiempo, todavía puedo salvarme. Puedo recoger mis ropas y llevármelas bajo el brazo. Ni siquiera necesito malgastar el tiempo vistiéndome. Puedo limitarme a salir disparada por la puerta y bajar las escaleras de dos en dos. Una vez en mi piso, empaquetaré lo necesario o, quizá, ni tan siquiera haga eso; simplemente llamaré a una casa de mudanzas y les pediré que trasladen los enseres a un almacén y bastará con que me lleve la caja de caudales en una mano y la cinta de Isaías en la otra y me aloje en un hotel. Habré desaparecido cuando él se despierte y nunca más tendré que mirarle a los ojos.

Abre los ojos y me mira. Se queda tendido en la cama sin moverse, intentando discernir dónde está. Entonces me sonríe.

De repente, recuerdo que estoy desnuda. Me doy la vuelta, dándole la espalda, y camino de lado hasta donde está mi ropa. Me la ha doblado, como nunca había estado doblada desde que la compré. Me pongo la ropa interior. El pudor forma una parte importante de la naturaleza del hombre. Me da náuseas, sólo de pensar en el concepto de los europeos, que creen poder solucionar sus propias neurosis sexuales, creadas por ellos mismos, poniendo la carne sobre la mesa y colocándola debajo del microscopio.

Me voy al salón. No sé qué hacer conmigo misma.

Él entra un instante después. Lleva calzoncillos de boxeador. Son blancos, le llegan hasta las rodillas y son tan grandes que parecen haber salido de una funda de edredón. Parece un jugador de críquet a medio vestir.

Ahora lo reconozco de nuevo y recuerdo que también lo vi ayer. Alrededor de las muñecas y los tobillos tiene como unas correas negras y estrechas. Son cicatrices. No pienso interrogarle al respecto.

Se acerca a mí y me besa. Aunque no hayamos estado borrachos en ningún momento, es acertado decir que se trata de nuestro primer abrazo sobrio.

Hasta este momento yo no había vuelto a recordar el día de ayer. En cambio, ahora se me aparece con toda nitidez. Como si el resplandor del incendio se reflejara sobre las paredes del piso.

Ponemos la mesa juntos. Tiene una licuadora. En ella introduce manzanas y peras y vierte el zumo en dos vasos altos. El zumo de las manzanas es verde, con un ligero tono rojizo; el de las peras amarillento. Al menos durante los primeros minutos. Luego, empiezan a cambiar de sabor y de color.

Apenas comemos nada. Bebemos un poco de zumo, mientras contemplamos la vajilla, la mantequilla, el queso, el pan tostado, la mermelada, las pasas y el azúcar.

No hay tráfico en el puerto y es muy escaso sobre el puente. Es día festivo.

Aunque está varios metros detrás de mí, lo siento muy cerca, como si todavía estuviéramos abrazados.

Cuando me despido de él con un beso y subo a mi piso, sólo en ropa interior, con el resto de la ropa bajo el brazo, no hemos intercambiado ni una sola palabra.

Al llegar a casa, decido no bañarme. Puede haber muchas razones para no lavarse. En Qaanaaq hubo una madre que dejó de lavarle la mejilla izquierda a su hijo durante tres años porque la reina Ingrid la había besado.

Me visto y bajo a la cabina telefónica que hay en la plaza. Desde allí, llamo al Hospital del Reino, al Instituto Forense, al Centro de Autopsias del Estado y pregunto por el doctor Lagermann.


Ha estado ventilando. Pero lo ha hecho para disponer del oxígeno suficiente que le permita encender su próximo puro. Durante unos instantes, disfrutamos del aire renovado y del frescor.

– ¿Está seguro de que los cactus soportarán tanto aire fresco?

Parece difícil llegar a percibir intereses de las inversiones hechas en Lagermann mediante la ironía.

– En el Sahara, en las ollas del Níger, la temperatura baja hasta los siete grados bajo cero durante la noche. Durante el día, sube hasta los cincuenta grados al sol. Ésta es la mayor diferencia de temperatura sobre la faz de la tierra en un período de veinticuatro horas. Luego deja de llover durante cinco años.

– ¿Pero exhalan humo de puro sobre ellos?

Suspira profundamente.

– Allí dentro, mi familia no me permite fumar. Aquí fuera, mis invitados me molestan, metiéndose conmigo.

Devuelve el puro a la caja. Una caja de madera plana, con un dibujo de Romeo que besa a Julieta en el balcón.

– Y ahora -dice- exijo una explicación.

Debo esforzarme para ordenar mis pensamientos. Sin embargo, éstos insisten en colgarse de la caja de puros.

– ¿Conoce los Elementos de Euclides? -pregunto.

Entonces le cuento todo detalladamente. Le hablo de la muerte de Isaías. De la policía. De la Sociedad Criolita Danmark. Del Museo Ártico. Algo del mecánico. De Andreas Licht.

En cuanto empiezo a hablarle, se despreocupa, olvidándose de su propósito de no fumar, y saca un puro de la caja.

Tardo dos puros en concluir mi explicación.

Cuando finalmente dejo de hablar, Lagermann se retrae, alejándose de mí, como queriendo mantener las distancias entre nosotros. Lentamente, se pone a vagar por los pequeños pasillos entre las plantas. Tiene un truco para fumarse los últimos milímetros del puro, de manera que acabe con la brasa entre los dedos. Entonces deja caer las últimas hebras de tabaco en los parterres.

Se acerca a mí.

– He roto mi secreto profesional. Cometeré un acto punible si le oculto a la policía lo que usted me ha contado. Me estoy enfrentando a uno de los científicos más prestigiosos de Dinamarca, a la Fiscalía, al jefe de la Policía Nacional. Hay gente que ha sido despedida sólo por imaginar la mitad de lo que yo ya he hecho. Y tengo una familia que mantener.

– Y hay que regar los cactus -le recuerdo.

– Pero, ¿qué provecho tendrían mis hijos de un padre que deja que le utilicen a la primera que ve amenazados su empleo y sustento?

No digo nada.

– Digo yo que debe de haber otras maneras honestas de ganarse la vida aparte de la de consultor del Instituto Forense. Mi abuela por parte de madre era judía. A lo mejor me dejan cuidar los lavabos del Cementerio Moiseico.

Está pensando en voz alta. Aunque ya se ha decidido.


Se detiene al entrar en la cocina.

– Año y fecha de las dos expediciones, ¿los conoce?

Se los doy.

– Tal vez sea instructivo echarle un vistazo a los informes forenses de entonces -dice.

Los primeros panes ya han salido del horno. Uno de ellos representa una mujer desnuda. Le han puesto pasas como pezones y vello púbico.

– Mira -me dice un niño pequeño-, ésta eres tú.

– Sí -añade otro-, ¿por qué no te quitas la ropa para que podamos comparar?

– Cierra el pico -le espeta Lagermann.

Me ayuda a ponerme el abrigo.

– Mi mujer es de la opinión de que, bajo ningún concepto, debe pegarse a los niños.

– En Groenlandia -le digo- tampoco pegamos a los niños.

Me mira decepcionado.

– Pero supongo que es humano sentirse tentado a hacerlo.

El mecánico me espera en la calle. Los dos hombres se estrechan la mano. En un intento de acercarse el uno al otro, el médico forense se estira en el aire, mientras que el mecánico se apretuja contra el suelo. Se encuentran en medio, en una película muda sobre la torpeza. Como tantas veces antes, en el aire está suspendida la eterna cuestión de por qué los hombres son tan raramente capaces de relacionarse; de cómo puede ser que en la mesa de autopsia, en la cocina, tras un trineo tirado por perros, lleguen a ser equilibristas virtuosos, mientras que, cuando le tienen que dar la mano a otro hombre, se hunden en la torpeza.

– Loyen -dice Lagermann.

Mira a otra parte, como para mantenerlo fuera de la conversación, en un último fallido intento de conservar cierta discreción profesional y proteger a un colega.

– Entró en el hospital por la mañana temprano. Entra y sale cuando le da la gana. Pero el guardia lo vio. Lo consulté en el programa de trabajo. No tenía razón alguna para estar allí. Él fue quien tomó la biopsia. No ha podido contenerse, seguro. El guardia dice que el personal de limpieza coincidió con él. Quizás ésta fuera la razón por la que la tomara sin el menor cuidado, a trancas y barrancas.

– ¿Cómo podía saber que el niño había muerto?

Se encoge de hombros.

– Ving.

Lo dice el mecánico. Lagermann lo mira con hostilidad.

– V-Ving. Juliana lo llamó. Y entonces él debió de haber llamado a Loyen.


Tiene el pequeño Morris aparcado junto a la acera. Estamos sentados, uno al lado del otro, sin decir palabra. Cuando finalmente habla, tartamudea violentamente.

– Te seguí hasta a-aquí. Aparqué en la calle Tuborg y t-te vi a través del pantano.

No es necesario preguntarle por qué. De alguna manera, ambos estamos igualmente aterrorizados por la situación.

Le abro las ropas, me siento encima de él y hago que me penetre. Así permanecemos sentados durante largo tiempo.


Pone cinta adhesiva en la entrada de mi piso. Tiene un tipo de cinta adhesiva blanca y mate, como la que utilizan los grafistas. Con unas tijeras, corta dos finas tiras y las coloca en las bisagras superior e inferior respectivamente. No se ven. Si sabes dónde están, las puedes advertir someramente.

– Sólo durante estos próximos días. Cada vez que vayas a entrar en tu apartamento, deberás asegurarte de que siguen en su sitio. Si se hubieran soltado, me esperas hasta que llegue. Pero lo mejor sería que entraras lo menos posible.

Evita mirarme.

– S-si no tienes nada que objetar, podrías vivir conmigo mientras tanto.

Nunca queda del todo claro lo que abarca exactamente ese «mientras tanto».

En la universidad solían utilizar muchos clichés etnológicos curiosos. Uno de ellos era la enorme deuda de las matemáticas europeas para con las antiguas culturas; sólo hay que fijarse en las pirámides, cuya geometría es motivo de respeto y admiración.

Se trata, naturalmente, de una idiotez disfrazada tras una palmada en el hombro. Según la realidad, que la misma afirmación delimita, la cultura tecnológica es la soberana. Las siete u ocho reglas empíricas de los topógrafos egipcios son matemáticas de ábaco en comparación con el cálculo integral.

Jean Malauri escribe en Los últimos reyes de Tule que un argumento importante para estudiar a los interesantes esquimales polares reside en que, a través de su estudio, puede aprenderse algo sobre el paso de nuestra especie desde el estado de Neanderthal hasta el hombre de la edad de piedra.

Está escrito con cierto amor y cariño. Pero, no obstante, se trata de un estudio con prejuicios no reconocidos.

Cualquier pueblo que se deje medir por una escala de valores elaborada por las ciencias naturales europeas aparecerá, inevitablemente, como una cultura de simios más o menos evolucionados.

Este tipo de calificaciones carece totalmente de sentido. Cualquier intento de comparar las culturas, con el fin de determinar cuál es la más desarrollada, nunca será otra cosa que una torpe proyección más del odio de la cultura occidental hacia sus propias sombras.

Existe una manera de entender otra cultura. Vivirla. Trasladarse a su interior, rogar ser aceptado, tolerado, como invitado, aprender su idioma. Puede que entonces llegue, en algún momento, el entendimiento. Éste no necesitará nunca de las palabras. En cuanto se llega a entender lo extraño, se pierde el deseo de explicarlo. Explicar un fenómeno significa alejarse de él. Cuando yo empiezo a hablar de Qaanaaq, a mí misma o a los demás, estoy a punto de volver a perder aquello que, en realidad, nunca llegó a ser mío.

Como ahora, sentada en su sofá, cuando me asalta el deseo de contarle por qué me siento atada a los esquimales. Contarle que se debe a su capacidad para saber, sin la menor sombra de duda, que la vida tiene sentido. Que se debe a la manera en que ellos, en su conciencia, sin que su cultura perezca y sin necesidad de buscar una solución simplificada y esquemática, son capaces de convivir con la tensión entre antagonismos irreconciliables. Al corto, cortísimo camino que necesitan recorrer para llegar al éxtasis. Porque son capaces de encontrarse con otro hombre y verlo tal como es, sin valoraciones de índole alguna y sin que su clarividencia se vea enturbiada o debilitada por los prejuicios.

Tengo ganas de decírselo todo. Dejo que esta necesidad crezca en mí. Noto cómo ejerce su presión sobre mi corazón, mi garganta, detrás de la frente. Sé que se debe a que soy feliz en este momento. No hay nada que corrompa tanto como la felicidad. La felicidad nos hace creer que, como compartimos el ahora, también podremos compartir el pasado. Si es lo suficientemente fuerte como para tenerme ahora, también será capaz de abrazar mi infancia.

Dejo que se escape la necesidad. Es una presión. Ahora se eleva en el aire, desapareciendo a través del techo y él nunca sabrá que ha existido.

Está asando plátanos. Los deja en el horno hasta que las cáscaras empiezan a estar negras. Mientras tanto, tuesta unas nueces. En la tostadora de pan. Me asegura qu-que ofrece un tu-tueste mu-mucho más regular.

No tiene ganas de reírse. Es tan solemne como un sacerdote. Hace un corte en los plátanos que están amarillos y maduros. En la ranura del corte, vierte un poco de miel y unas gotas de licor.

Por mí, el mundo podría detenerse ahora mismo. No hay nadie que tenga que decir nada más.

Se lleva la servilleta a los labios, secándoselos con ligeros golpecitos. Labios sensuales y boca ancha. El labio superior algo grueso.

– En el 66 suben hasta Groenlandia. En los siguientes veinticinco años se mantienen quietos. Entonces vuelven a subir. Se mantienen en calma durante un año y medio. Entonces muere el Barón. Y la policía se muestra muy interesada. Entonces se quema el museo.

Ambos deseamos que sea el otro quien lo diga.

– Algo se está moviendo, Smila.

– Sí -digo.

– Están preparándose para volver a Groenlandia. En invierno. Es la época ideal para preparar el viaje. De ma-manera que puedan partir en primavera.

Es exactamente lo mismo que he pensado yo.

– Pero, ¿cómo pi-piensan hacerlo? No pueden organizar el viaje, ni fletar el barco y el equipo a través de la Sociedad Criolita. Está casi liquidada.

Tengo ganas de ver el cielo estrellado, por lo que apago la luz. Desde aquí el resplandor de la calle es sensiblemente distinto al que yo disfruto desde mi piso.

– Loyen, Licht, Ving -digo-. Ellos lo descubrieron. Sea lo que sea. Descubrieron que estaba allí. Quizá durante su estancia en Hamburgo. Ellos se encargaron de los primeros viajes. Pero ya son muy mayores. No podrían volver a hacerlo. Y alguien ha asesinado a Licht. Detrás de estos tres hombres, se esconde alguien más, algo más importante, mayor, que carece de escrúpulos.

Se acerca a mí y me abraza. Puedo apoyar mi cabeza contra su axila.

– Van a necesitar un barco -dice el mecánico pensativo-. Tengo un amigo que sabe de barcos.

Siento ganas de preguntarle, para llegar a saber parte de todo aquello que desconozco de él. Sin embargo, desisto.

– Estuve en el Registro Mercantil Central. Geoinform tiene a tres personas en su consejo de administración.

Menciono los tres nombres. Sacude la cabeza negativamente. Al otro lado de la ventana, en la oscuridad, las Pléyades asoman en el cielo. Las señalo con el dedo.

– Las Pléyades. En mi idioma se llaman qiluttuusat.

Pronuncia su nombre lenta y cuidadosamente. De la misma manera que cocina. Su aliento es aromático y fuerte. Sabe a nueces tostadas en la tostadora.


De pie en el dormitorio, nos quitamos la ropa el uno al otro.

Posee una ligera y torpe brutalidad que, en varias ocasiones, me lleva a considerar que, esta vez, me costará la razón. En nuestro mutuo entendimiento que ahora despunta, logro que abra la pequeña ranura en la cabeza del pene, para así poder introducir el clítoris en ella y follarlo.