"La señorita Smila y su especial percepción de la nieve" - читать интересную книгу автора (Høeg Peter)4Llego prácticamente a la hora convenida. El pequeño Morris azul me está esperando en la avenida de H.C. Andersen, delante del Tivoli. El mecánico parece un hombre que, tras mucho esperar, ha meditado sobre demasiados asuntos gravosos. Me siento a su lado. El coche está frío. No me mira. El dolor está grabado en su rostro como en un libro abierto. Juntos miramos al infinito en silencio. Yo no trabajo para la policía. Y, por lo tanto, no tengo razón alguna para adelantar o provocar confesiones. – El Barón -dice finalmente-, él sí recordaba. Nunca se olvidaba de nada. Yo misma lo he pensado en varias ocasiones. – A-a veces podían pasar tres semanas sin que bajara al sótano. Cuando yo era pequeño y en verano estaba de colonias durante tres semanas, al volver a casa, apenas me acordaba de mis padres. Pero el Barón tenía pequeños detalles. Si llegaba a casa y él estaba en el patio jugando, se paraba. Y entonces venía corriendo hacia mí. Y me acompañaba un ratito, caminando a mi lado. Como para mostrar que nos conocemos. Sólo hasta la puerta. Allí se detenía. Y me saludaba con la cabeza. Para demostrarme que no me había olvidado. Otros niños olvidan. Quieren a cualquiera y se olvidan de cualquiera. Se muerde el labio. No tengo nada que añadir. Es relativamente poco lo que las palabras pueden hacer contra el dolor. En general, siempre es relativamente poco lo que pueden hacer las palabras. Pero, ¿de qué otro remedió disponemos si no? – Tenemos que ir a una confitería -digo. Mientras atravesamos la ciudad, no le hablo de mi visita al atracadero 126. Pero sí de la llamada telefónica que hice posteriormente, desde una cabina, a Benedicte Clahn. La Brioche d'Or está en el Stroeget, cerca de la plaza de Amager, en el primer piso, un par de edificios por debajo de la tienda de la Real Fábrica de Porcelana. Ya en el portal hay dos fotografías de las cornucopias de un metro de diámetro que la confitería ha suministrado a la Corte con la ayuda de una grúa. Camino del salón, en las escaleras, admiramos una exposición de pasteles de nata, inolvidables, que parecen tratados con una capa de laca para el pelo, y fijados así para la eternidad. La puerta de entrada está custodiada por la maqueta a tamaño natural del boxeador Ayub Kalule, realizada en chocolate cuando obtuvo el título de campeón europeo, y, ya en el salón, hay una larga mesa cubierta de pasteles, que podrían hacer cualquier cosa menos volar. El techo está adornado con un estucado de nata, y hay arañas de cristal y una alfombra gruesa y esponjosa que tiene el mismo color que un bizcocho bañado en jerez. En las pequeñas mesas cubiertas por blancos manteles, se sientan las damas elegantes que, para digerir un segundo trozo de tarta Sacher, sorben una taza de medio litro de chocolate deshecho. Con el fin de atenuar la expectativa de la altísima factura, así como el temor al encuentro con la báscula de baño, han colocado a un pianista con tupé sobre una tarima, que toca un popurrí de piezas de Mozart de una manera desganada y distraída que se hace realmente chapucera cuando, tras nuestra entrada, intenta al mismo tiempo guiñarle el ojo al mecánico. En una esquina, sola, está Benedicte Clahn. Hay ciertas personas que no parecen tener relación con sus voces. Todavía recuerdo mi sorpresa, al encontrarme, por primera vez, cara a cara con Ulloriannguaq Christiansen, quien, durante veinte largos años, trabajó como locutor de las noticias en Radio Groenlandia. Su voz había creado la expectación de un dios. Resultó ser una persona corriente, sólo un poquito más alta que yo. No obstante, también hay gente cuyas voces y apariencias se reflejan entre sí con tanta exactitud que, cuando escuchas sus voces por primera vez, la reconoces en cuanto la ves. He hablado con Benedicte Clahn durante un solo minuto por teléfono y, sin embargo, sé, con toda seguridad, que es ella. Lleva un traje chaqueta azul marino y no se ha quitado el sombrero. Bebe agua mineral y es hermosa, nerviosa e imprevisible como un caballo pura sangre. Está en los sesenta, su cabellera es larga, de un color castaño rojizo, y la lleva recogida, a medias cubierta por el sombrero. Es recta de espaldas, pálida, de mentón agresivo y aletas vibrantes. Si alguna vez he contemplado a una persona complicada, ésa es ella. El tiempo que tardo en atravesar el salón es todo del que dispongo para tomar un par de decisiones definitivas. Unas horas antes, la he llamado por teléfono desde la cabina de la estación de Enghave. Su voz es profunda, ronca, casi perezosa. Pero, bajo la aparente tranquilidad, creo advertir un fuelle. O acaso haya oído un fatamorgana. Tras haber pasado una hora en el atracadero 126, ya no soy capaz de fiarme de mi oído. Cuando le explico que estoy interesada en el trabajo que desarrolló en Berlín en el 46, me contesta definitivamente que no. – No hay nada de qué hablar. Está totalmente enterrado. Debería saber que se trata de secretos militares. Además fue en Hamburgo. ¡Es tan rotunda! Pero, sin embargo, hay al mismo tiempo un ligero vestigio de curiosidad a duras penas contenida. – Le llamo desde el cuartel de Svanemoellen -le digo-. Estamos preparando un volumen honorífico sobre la participación danesa en la segunda guerra mundial. Le da la vuelta a la situación. – ¿De veras? ¿O sea que llama desde el cuartel? ¿Acaso es usted del Cuerpo Auxiliar Femenino? – Soy historiadora, licenciada. Estoy redactando el libro para el Archivo Histórico del Ejército. – ¿De veras? ¡Una mujer! Me alegro. Creo que antes debería hablar con mi padre. ¿Conoce a mi padre? No tengo el honor. Y si quiero llegar a conocerlo, tendré que darme prisa. Calculo que debe de rondar los noventa. Pero no lo digo en voz alta. – El general August Clahn -me dice. – Nos gustaría que esta edición especial fuera una sorpresa. Lo entiende perfectamente. – ¿Cuándo cree que podría concederme unos minutos para que pudiéramos charlar? – Será difícil -dice ella-. Debo consultarlo en mi agenda. Espero. Puedo ver mi imagen reflejada en la pared de acero de la cabina. Muestra un enorme gorro de pieles. Debajo, una cabellera oscura. Entre la cabellera, una sonrisa socarrona. – Quizá me sea posible organizarlo para esta tarde. Lo recuerdo mientras atravieso la confitería. Mientras la observo. La hija de un general. Una amiga del ejército. Pero también una voz ronca. Una manera especial de mirar al mecánico. Una personalidad explosiva. Tomo una determinación. – Smila Jaspersen -me presento-. Y éste es el capitán y doctor en filosofía, Peter Foejl. El mecánico se queda de piedra. Benedicte Clahn le sonríe radiante. – ¡Qué interesante! ¿Usted también es historiador? – Uno de los más reputados historiadores militares de la Europa del Norte -le explico. Observo un tic en su ojo derecho. Pido café y tarta de frambuesas para él y para mí. Benedicte Clahn pide un agua mineral más. No quiere pastel. Se ha propuesto captar la atención íntegra del doctor en filosofía, Peter Foejl. – ¡Hay tanto que contar! No sé lo que les puede interesar. Entonces hago una apuesta. – Su cooperación con Johannes Loyen. Asiente con la cabeza. – ¿Ya han hablado con él? – El capitán Foejl es muy amigo suyo. Asiente pícaramente. Es natural. Que un jeque conozca al otro. – ¡Hace ya tanto tiempo! El café llega en una cafetera de cristal de émbolo. Está caliente y es muy aromático. Ha sido el encuentro con el mecánico lo que me ha arrastrado a este resbaladero dañino de las bebidas estupefacientes. Deja su taza sin tocar. Todavía no se ha adaptado a su nueva dignidad académica. Está sentado, observando sus propias manos. – Fue en marzo del 46. La Royal Force había tomado posesión del Dagmarhus, en la plaza del Ayuntamiento, tras la marcha de los alemanes. Me contaron que estaban buscando jóvenes daneses que supieran hablar inglés y alemán. Mi madre era suiza. Yo había ido al colegio en Grindelwald. Soy bilingüe. Había sido demasiado joven para trabajar en la Resistencia. Pero lo vi como una oportunidad para, a pesar de todo, hacer algo por Dinamarca. Me habla a mí. Pero, sin embargo, todo va dirigido al mecánico. Después de todo, me imagino que gran parte de su vida ha estado dedicada, exclusivamente, a los hombres. Suelta una risa ronca. – Si tengo que serles sincera, tenía un amigo, un alférez que se había desplazado hasta allí medio año antes. Y quería estar junto a él. Las mujeres debían haber cumplido los veintiuno dentro de los primeros tres meses de su estancia en Hamburgo. Yo tenía dieciocho años. Como quería partir inmediatamente, tuve que mentir y asegurar que tenía veintiuno. De este modo, pienso para mí misma, tuviste la ocasión de escapar, de una manera legal, de Papá General. – Fui a una entrevista con un coronel que vestía el uniforme azul grisáceo de la RAF. También me hicieron unas pruebas de inglés y de alemán. Y de lectura de textos alemanes manuscritos en caligrafía gótica. Me dijeron que examinarían mi comportamiento durante la guerra. Dudo, sin embargo, que lo hicieran. Porque, en caso de haberlo hecho, hubieran descubierto lo de mi edad. La tarta de frambuesas tiene una base de almendrado. Sabe a frutas, a almendras tostadas y a nata espesa. Junto con el ambiente que nos rodea, resume lo que para mí representa la clase media y alta de la civilización occidental. La unión de prestaciones exquisitamente refinadas y un exceso de consumo, continuo e irrefrenable. – Viajamos en un tren especial hasta Hamburgo. Alemania estaba dividida entre las fuerzas aliadas. Hamburgo era de los ingleses. Trabajábamos y estábamos acuartelados en un enorme cuartel de las Juventudes Hitlerianas. El cuartel Graf Goltz, en Rahlstedt. Siendo unos oidores tan faltos de talento como son, la mayoría de los daneses no sacan provecho a la experimentación de una ley natural fascinadora. La que, en este momento, se manifiesta en Benedicte Clahn. La metamorfosis del narrador en el momento en que éste es absorbido por su propio relato. – Estábamos alojados en habitaciones de dos camas, delante de los bloques en los que trabajábamos. Era en una sala enorme. Nos sentábamos doce personas alrededor de una mesa. Llevábamos uniforme, un uniforme de combate de color verde oliva compuesto de falda, zapatos, calcetines y capa. Ostentábamos el rango de sargentos en el ejército inglés. En cada mesa se sentaba un Tischsortierer. En nuestra mesa era una capitana inglesa. Reflexiona. El pianista está introduciéndose en los temas de Frank Sinatra. Ella no se da ni cuenta. – Bols violeta -dice-. Me emborraché por primera vez en mi vida. Podíamos comprar en la tienda que había en el cuartel. Por un cartón de Capstan en el mercado negro nos daban el equivalente a lo que toda una familia alemana gastaba en un mes. El jefe era el coronel Ottini. Inglés, a pesar del nombre. Rondaba los treinta y cinco años. Encantador. Con una cara como la de un dogo manso. Leíamos toda la correspondencia extranjera que entraba y salía. Las cartas y los sobres eran similares a los de hoy. Pero el papel era de peor calidad. Abríamos el sobre, leíamos la carta, la sellábamos con un Como por efecto de telepatía, ahora el pianista está tocando – Esa canción -dice. Esperamos a que acabe la pieza. Ésta se convierte, paulatinamente, en – El hambre era lo peor -dice-. El hambre y la destrucción. Se tardaba veinte minutos en metro en llegar desde Rahlstedt hasta el centro de Hamburgo. Teníamos los sábados por la tarde y los domingos libres. Y, gracias al uniforme de sargento, teníamos acceso a los comedores de los oficiales. Podíamos conseguir champán, caviar, chateaubriand, helado. Cuando nos encontrábamos a un cuarto de hora del centro, alrededor de Wansbeck, empezaban los cascotes. No creo que sea capaz de imaginárselo. Ruinas por todos lados. Hasta el horizonte. Una llanura de ruinas. Y los alemanes. Estaban hambrientos. Pasaban por tu lado en la calle, pálidos, enjutos, hambrientos. Estuve allí durante seis meses. Nunca, ni una sola vez, vi a un alemán que se diera prisa en hacer nada. Su voz es llorosa. Ha olvidado dónde está. Se agarra a mi brazo con fuerza. – ¡La guerra es terrible! Nos contempla, recuerda súbitamente que representamos a las fuerzas armadas y, por un instante, se agolpan varios planos en su conciencia. Entonces vuelve al presente, alegre y sensual. Sonríe al mecánico. – Mi alférez volvió a casa. Yo estaba dispuesta a seguirle. Sin embargo, un día me llamaron del despacho de Ottini. Me hizo una oferta. Al día siguiente fui trasladada a Blankeneese. A orillas del Elba. Allí los ingleses habían tomado posesión de los grandes chalets. Trabajábamos en uno de ellos. Éramos cuarenta personas en la casa. Sobre todo, ingleses y americanos. Veinte de ellos trabajaban en la planta de arriba en la escucha de la red telefónica. En la planta de abajo, éramos varios grupos de trabajo separados. Naturalmente, nunca nos dijeron lo que hacían los demás. En Rahlstedt también habíamos estado sometidos al secreto profesional. Pero, aun así, solíamos hablar entre nosotros. Nos enseñábamos las cartas divertidas. En Blankeneese era totalmente distinto. Allí fue donde conocí a Johannes Loyen. Durante los primeros tiempos, sólo estaba yo y dos más. Un matemático inglés y un profesor belga en sistemas de anotaciones coreográficas. Trabajábamos con cartas y conversaciones telefónicas en clave. Sobre todo, con cartas. Se ríe. – Creo que, llegado un momento, nos pusieron a prueba, dándonos asuntos que carecían de importancia. A menudo, rompíamos las claves de dos cartas en un día. Normalmente, solían ser cartas de amor. Fue en julio cuando llegué allí por primera vez. A partir de agosto las cosas cambiaron. Las cartas eran otras. Varias de ellas estaban escritas por las mismas personas. También nos asignaron un nuevo censor, un alemán que había trabajado para Van Gehlen. Nunca llegué a entenderlo. Que los americanos y los ingleses adoptaran parte del servicio de inteligencia alemán. Pero era un hombre dulce y amable. Nunca es del todo posible notarle este tipo de cosas a la gente, ¿no es cierto? También decían que Himmler tocaba el violín. Se llamaba Holtzer, y parecía disponer de conocimientos especiales sobre el asunto en el que trabajábamos. Porque eso llegué a entenderlo con el tiempo. Que teníamos un asunto entre manos. A pesar de todo, siguieron consultándome ciertos giros y términos específicos. Paulatinamente, empezó a esbozarse una imagen. Hemos vuelto a desaparecer de su conciencia. Está en Hamburgo, a orillas del Elba, en agosto del 46. – Hubo una palabra que me ocultaron insistentemente. Era Entorna los ojos y eso le da un aire de colegiala. – Un hombre muy apuesto. Y muy vanidoso. Eso ya puede decírselo de mi parte, señor capitán. El mecánico asiente con la cabeza y estruja su servilleta entre las manos. – Estaba amargado de que no fuera él, sino los odontólogos forenses las grandes estrellas durante las identificaciones, también en relación con los procesos de Nürenberg. La idea era que trabajara con nosotros como asesor en asuntos médicos. Sin embargo, no hizo falta. Coincidió con que descubrí que – ¿Qué buscaban? -le pregunto. Sacude la cabeza. – Nunca me lo dijeron. Tampoco creo que los demás lo supieran. Las cartas trataban sobre la compra del barco, algo que resultaba bastante complicado por culpa del estado de excepción. También sobre la posibilidad de navegar hasta Kiel y atravesar las aguas territoriales danesas. Sobre la localización de las rutas sembradas de minas. Sobre la vigilancia inglesa del Elba y el canal de Kiel. Los que escribían las cartas sabían todos de qué se trataba. Y supongo que ésa fue la razón por la que nunca lo mencionaron. Los tres nos reclinamos simultáneamente en nuestros asientos. Volvemos a la confitería La Brioche d'Or, volvemos al aroma del café, al presente, al Satin Doll. – Me tomaría un trozo de tarta -dice Benedicte Clahn. Se lo ha merecido. Le traen la tarta y parece que sea verano. Con nata tan fresca y tierna y de un blanco amarillento que te hace dudar si no tienen una vaca en la trastienda. Espero a que la haya catado. A las personas nos cuesta mantener la guardia mientras acarician nuestros sentidos. – ¿Ha hablado alguna vez de todo esto, en otro contexto? Está a punto de negarlo indignada. Pero entonces, sus recuerdos resucitados y la confianza que tiene en nosotros y, quizás, el sabor de las frambuesas, provocan una reacción en ella. – Me he criado con la discreción como algo que había que dar por sentado -contesta. Asentimos tranquilizándola. – Quizá Johannes Loyen y yo hayamos hablado del tema en una o dos ocasiones. Pero de esto hace ya más de veinte años. – ¿Puede haber sido en el 66? Me mira incrédula. Durante unos instantes me encuentro en la zona de peligro. Entonces decide consigo misma que, sin lugar a dudas, hemos estado hablando de ello con Loyen. – Johannes Loyen trabajó para una compañía que tenía que organizar un viaje a Groenlandia. Quiso que nos reuniéramos y que juntos intentáramos reconstruir parte de la información contenida en las cartas del 46. Se trataba, sobre todo, de descripciones de rutas, en su mayor parte, sobre las condiciones de fondeado. Sin embargo, no lo logramos. Aunque le dedicamos muchas horas. Creo incluso que recibí una remuneración por ello. – Y de nuevo en el 90 o 91, ¿no es cierto? Se muerde el labio. – Helen, su esposa, es muy celosa -dice. – ¿Qué interés tenía él en todo ello? Sacude la cabeza. – El caso es que nunca me ha contado nada. ¿Han intentado preguntárselo ustedes mismos? – No hemos tenido ocasión todavía -contesto-. Pero todo llegará. Hay algo en mi explicación que la distrae. Estoy buscando algo que la tranquilice con el fin de apartarla de ello. Ella misma lo encuentra. Me mira primero a mí, luego al mecánico y, finalmente, vuelve a posar su mirada sobre mí. – ¿Están casados? Entonces sucede algo realmente sorprendente. El mecánico se sonroja. Su sabor empieza por el cuello y, lentamente, se va deslizando hacia arriba, como la alergia al marisco. Un rubor llameante, desvalido. Noto una ola breve de calor que me recorre la entrepierna. Incluso llego a creer, por unos instantes, que alguien ha depositado algo caliente en mi regazo. Sin embargo, no hay nada. – No -le contesto-. Es difícil entregarse en cuerpo y alma al Archivo del Ejército y, al mismo tiempo, tener tiempo para fundar una familia. Asiente, comprensiva. Ella conoce, con todo detalle, la imposibilidad de unir la guerra y el amor. – Dos hombres se encuentran -digo- quizás en Berlín. Loyen y Ving. Loyen sabe algunas cosas sobre algo que vale la pena ir a buscar a Groenlandia. Ving dispone de una organización bajo cuyo pretexto pueden ir a buscarlo, ya que es director de la Sociedad Criolita y la persona que realmente está al mando. También está Andreas Licht. De él, lo único que sabemos es que conoce Groenlandia. No pienso contarle nada de mi visita al atracadero 126. – Organizan una expedición, al amparo de la sociedad, en el 66. Algo se tuerce. Quizá se produjo un accidente con explosivos. Sea como fuere, la expedición fracasa. Así que esperan veinticinco años más. Entonces lo vuelven a intentar. Pero algo ha cambiado. El transporte lo sufragan con dinero de fuera. Es como si hubieran recibido ayuda. Como si se hubieran aliado con alguien. Pese a todo, las cosas vuelven a ir mal. Cuatro hombres mueren. Entre ellos, el padre de Isaías. Estoy sentada en el sofá del mecánico. Debajo de una manta de lana. Él está de pie, intentando abrir una botella de champán. Hay algo en el vino caro, en medio de este salón, que me distrae. Ahora la deja, sin abrir, sobre la mesa. – Hablé con Juliana esta tarde -me dice. Ya había notado, en la confitería, y luego, de camino a casa, que había algo que no iba bien. – Al Barón lo examinaban cada mes en el hospital. Ella re-recibía mil quinientas coronas cada vez. Siempre el pr-primer ma-martes de cada mes. Lo recogían. Ella nunca lo acompañó. Y el Barón nunca decía nada. Se sienta y contempla la botella fría. Sé en qué está pensando. Está considerando devolverla a la nevera. Ha sacado dos copas altas y frágiles para nosotros. Primero las ha lavado en agua caliente, sin jabón, y acto seguido, las ha secado con un trapo limpio, hasta conseguir que fueran del todo transparentes. En sus enormes manos, las copas parecen tan frágiles como el celofán. La lista de espera para conseguir vivienda en Nuuk es de once años. Transcurrido ese tiempo, te ofrecen un cuchitril, un cobertizo, una casucha. Todo el dinero de Groenlandia está apegado a la cultura y a la lengua danesas. Aquellos que dominan el danés, consiguen puestos lucrativos. Los demás, pueden languidecer en las fábricas de conserva de pescado o en las filas del paro. En una cultura cuyo promedio de asesinatos equivale al de un país en estado de guerra. El haberme criado en Groenlandia ha hecho añicos para siempre mi relación con el bienestar. Sé que existe. Pero, no obstante, nunca podré anhelarlo. Ni tan siquiera respetarlo verdaderamente. Tampoco llegaré a considerarlo una meta. A menudo, me siento como un cubo de basura. En mi interior, la existencia ha dejado caer las sobras de una cultura tecnológica: ecuaciones diferenciales, un gorro de pieles. Y ahora: una botella de champán enfriado hasta los cero grados. Con el tiempo, se ha vuelto más difícil para mí disfrutar de ello plenamente y sin remordimientos. Si me lo retiraran todo dentro de un instante, estaría de acuerdo. He dejado de hacer lo posible por mantener a Europa y a Dinamarca alejados de mí. Tampoco les pido que se queden. De alguna manera, son parte de mi destino. A través de mi vida, van y vienen. He desistido de intentar remediarlo. Es de noche. Los últimos días han sido tan largos que he deseado reencontrarme con mi cama, y con un sueño tan envolvente como el de mi infancia. Pronto, cuando apenas haya tenido tiempo de mojar los labios con el vino, me levantaré y me iré. Abre la botella sin apenas hacer ruido. Escancia el vino, lenta y cuidadosamente, hasta llenar nuestras copas un poco más de la mitad. Éstas se cubren, instantáneamente, con un velo mate. Desde invisibles rugosidades de los lados arqueados del interior de las copas, suben hacia la superficie estrechas hileras de burbujas, que parecen perlas diminutas. El mecánico apoya los codos sobre las rodillas mientras contempla las burbujas. Su rostro está absorto, embebido por el espectáculo y, en este instante, tan inocente como el de un niño. Tal como observé en muchas ocasiones que Isaías solía contemplar el mundo. No toco mi copa y me siento delante de él sobre la mesa baja. Nuestras caras están a la misma altura. – Peter -le digo-, supongo que conoces aquella excusa de que, como estaba tan borracha, no sabía lo que hacía. Asiente con la cabeza. – Por eso hago esto ahora, cuando todavía no he bebido nada. Entonces lo beso. No sé el tiempo que transcurre. Pero, mientras dura, todo mi cuerpo está en mi boca. Me voy. Podía haberme quedado pero, sin embargo, me voy. No es por su culpa ni por la mía. Es por el respeto hacia aquello que se ha apoderado de mí. Que no he sentido en muchos años, que ya no creo reconocer más, que se me ha vuelto tan extraño. Tardo mucho en dormirme. Pero se debe más a que no tengo el corazón suficiente para abandonar la noche y el silencio y la conciencia, despierta e hipersensitiva, de que él yace en algún lugar bajo mis pies. Cuando, finalmente, llega el sueño, creo estar en Siorapaluk. Somos varios niños echados en el mismo catre. Hemos estado contándonos cuentos, los demás ya se han dormido. Sólo queda mi propia voz. Oigo, desde un lugar fuera de mí misma, que está intentando mantenerse erguida. Sin embargo, sucumbe, se tambalea, cae de rodillas, abre los brazos y se deja recoger por una red de sueños. |
||
|