"La señorita Smila y su especial percepción de la nieve" - читать интересную книгу автора (Høeg Peter)

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Hay mañanas en las que se sale a la superficie como a través de un baño de barro. Con los pies fundidos y solidificados en un bloque de hormigón como los que sirven de soporte a los parasoles de las terrazas. En las que se tiene la conciencia de haber expirado durante la noche. Y en las que la única alegría proviene de saber que, al menos, la muerte será natural y que no podrán transplantarte los órganos sin vida.

Así son seis de cada siete de mis mañanas.

La séptima es hoy. Me despierto totalmente despejada. Salgo disparada de la cama, como si tuviera algo por qué levantarme.

Hago los cuatro ejercicios de yoga que tuve tiempo de aprender antes de recibir la reclamación número cuarenta y siete de la biblioteca, que envió un mensajero a mi casa y me obligó a pagar una multa tan alta que más me hubiera valido comprar el libro yo misma.

Me doy una ducha de agua helada. Me pongo unas mallas, un jersey enorme, botas grises y un gorro de piel de Jane Eberlein. Guarda un cierto estilo groenlandés.

Suelo decirme a mí misma que he perdido para siempre mi identidad cultural. Y cuando ya lo he dicho suficientes veces, me despierto como hoy, con una identidad firme. Smila Jaspersen, una groenlandesa de postín.

Son las siete de la mañana. Me dirijo al puerto, al hielo.

El hielo del puerto de Copenhague no es un lugar recomendable para enviar a tus hijos a jugar, ni tan siquiera con una helada como ésta. Yo misma debo ser prudente cuando me paseo sobre él.

A unos cuarenta metros del muelle, me detengo. Aquí, la superficie es un poco más oscura. Un paso más y rompería el hielo. Estoy de pie, paseándome arriba y abajo. El hielo del mar es poroso y elástico. El agua penetra a través de él y crea dos espejos alrededor de mis botas que reflejan las luces dispersas en la oscuridad.

Hay un hombre en el malecón. Su silueta negra destaca contra los muros blancos de los edificios. El miedo se presenta como una nota vibrante. El peligro de muerte de las focas cuando yacen tendidas sobre el hielo. Tan sensible, tan visible, tan inmóvil. Entonces la nota se extingue. Es el mecánico, inclinado, cuadrado, como una roca. No lo he visto durante los últimos dos días. Quizá lo haya evitado.

Estamos tan acostumbrados a ver la ciudad desde unos ángulos determinados que, desde aquí, aparece como una capital extraña, nunca vista. Como Venecia. O la Atlántida. Una ciudad que, vestida por la nieve y la noche, podría ser de mármol. Vuelvo al malecón.

Podría ser cualquier otra persona. Yo misma podría ser otra. Podríamos haber sido jóvenes amantes. En vez de un tartamudo disléxico y una arpía amargada que se cuentan medias verdades y avanzan juntos por un camino un tanto incierto.

Cuando llego hasta donde está él, me coge por los hombros.

– ¡Es peligrosísimo!

Si no estuviera segura de lo contrario, juraría que su voz es casi implorante.

Me lo quito de encima.

– Mantengo una buena relación con el hielo.


Cuando disolvimos el Consejo de Jóvenes Groenlandeses con el fin de fundar el IA y teníamos que definimos por contraposición a los socialdemócratas del partido Siumut y los reaccionarios groenlandeses del partido Atassut, acudimos a El capital de Carlos Marx. Se convirtió en un libro que llegué a apreciar mucho. Por su compasión temblorosa y femenina y su indignación tan poderosa. No conozco ningún otro libro que contenga una fe tan fuerte en lo lejos que se puede llegar, si se tiene la suficiente voluntad de cambio.

Desgraciadamente, yo misma no estoy tan segura. Me han dado mucho y he deseado bastantes cosas. Pero, en realidad, he acabado por no tener nada, y por desconocer lo que verdaderamente deseo en la vida. He recibido el fundamento de una carrera. He viajado. De vez en cuando, creo que he hecho lo que me ha apetecido hacer. Sin embargo, he sido guiada. Una mano invisible me ha tenido siempre cogida por la nuca y, cada vez que pensaba que estaba dando un paso decisivo hacia la luz, ésta me ha oprimido todavía más, hundiéndome en las alcantarillas que corren bajo un paisaje que nunca sé cómo es. Como si ya se hubiera decidido que debo tragar tantos metros cúbicos de aguas residuales para que me concedan mi respiradero.

Por regla general, nado contra corriente. Pero algunas mañanas, como la de hoy, tengo suficiente fuerza como para rendirme. Ahora que junto con el mecánico me dejo arrastrar por la corriente, me siento extraña, inexplicablemente, feliz.

Se me ocurre la idea de que podríamos desayunar juntos. No sé cuánto tiempo hace de mi último desayuno compartido. Ha sido mi propia elección. Estoy muy sensible por las mañanas. Me gusta pintarme con el lápiz de ojos y beberme un vaso de zumo antes de verme obligada a ser sociable. Pero la mañana se ha arreglado por sí sola. Nos hemos encontrado y, ahora, caminamos uno al lado del otro. Estoy a punto de sugerirlo.

De repente, me encuentro flotando en el aire.

Me ha levantado del suelo y me ha llevado hasta los columpios. Creo que es una broma y voy a decir algo, pero noto lo que él ha presentido y me callo. La escalera está oscura en todos los pisos. Sin embargo, se está abriendo una puerta. Deja escapar una luz amarillenta a la oscuridad. Y tras ella dos siluetas. Juliana y un hombre. Él le está hablando. Ella se tambalea. Las palabras que le dirige caen como golpes. Ella se pone de rodillas. Entonces se cierra la puerta. El hombre baja por la escalera exterior.

Los amigos de Juliana no la abandonan a las siete de la mañana. A esa hora, todavía no han llegado a casa. Y si se van, no lo hacen con la ágil presteza de este hombre. Suelen arrastrarse hasta el ascensor.

Estamos ocultos tras los columpios. No puede vernos. Lleva un abrigo largo de Burberry y un sombrero.

Cuando llegamos a la fachada que da a Christianshavn, el mecánico me da un ligero apretón en el brazo y yo continúo sola. Delante de mí, el sombrero se introduce en un coche. Cuando éste se despega del bordillo, el pequeño Morris se detiene a mi lado. Los asientos están tan fríos y son tan bajos que tengo que estirarme para poder ver a través del parabrisas. Lo cubre la escarcha y avanzamos con una visibilidad que sólo alcanza desde la figurita del radiador hasta las luces rojas de los faros traseros que nos preceden.

Cruzamos el puente. Torcemos a la derecha antes de llegar a la iglesia de Holmen, pasamos por delante del Banco Nacional y atravesamos la plaza Kongs Nytorv. Puede que haya más tráfico, o puede que seamos los únicos. Es difícil saberlo a través de estos cristales.

El coche que hemos seguido aparca en Krinsen. Lo sobrepasamos y nos detenemos ante la embajada francesa. No mira hacia atrás.

Pasa por delante del Hotel d'Angleterre y dobla la esquina, bajando por Stroeget. Nos encontramos a veinticinco metros de él. Ahora empezamos a notar la presencia de más gente a nuestro alrededor. Se detiene ante un portal y entra.

Si hubiera estado sola, me hubiera quedado aquí. No necesito llegar hasta el portal para saber lo que pone en el letrero. Yo ya sé quién es el hombre al que hemos seguido, estoy tan segura de ello como si me hubiera mostrado su tarjeta. De estar sola, hubiera vuelto a casa paseando para reflexionar sobre lo ocurrido.

Pero hoy somos dos. Por primera vez en mucho tiempo somos dos.

Hace un momento él estaba a mi lado pero ahora ya ha llegado al portal y ha logrado meter una mano en el resquicio antes de que se cerrara la puerta.

Yo lo sigo. Cuando se juega a un juego de pareja, se llega, en algún momento, a un entendimiento mutuo en el que no se necesitan las palabras.

Entramos en un portal abovedado de techo blanco y bronces florentinos, con paneles de mármol, una suave luz amarilla y una puerta de cristal con pomos de latón. La bóveda conduce a un patio con arbustos de hoja perenne, pequeños árboles japoneses y una fuente. Todo cubierto por la nieve de las últimas dos semanas, que se ha derretido una sola vez y a la que ahora cubre una fina capa de hielo. Por algún lugar encima de nuestras cabezas aparece la luz del día, que desciende suavemente como el polvo.

En las escaleras encontramos un cable eléctrico en el suelo. Llega hasta la esquina. De allí proviene el ruido de un aspirador. Ante nosotros un carrito de ruedas. Con dos cubos, fregonas, cepillos y un par de rodillos para escurrir los trapos. El mecánico se hace con el carrito.

Se oyen pasos en el piso de arriba. Pasos mullidos, amortiguados por la alfombra azul, que, a lo ancho de la escalera, está sujetada por barras de latón. Nos envuelve un agradable olor. Un olor que conozco pero que, sin embargo, no sé identificar.

Nos encontramos en el segundo piso en el momento en que la puerta se cierra tras él. El mecánico camina con el carrito debajo del brazo, como si no llevara nada con él.

El bronce florentino y los entrepaños de color crema del portal se repiten en la escalera y en las puertas. Hay placas de latón en las puertas. La que observamos está sobre una ranura para el correo que es el doble de ancha que las demás. Así podrán entrar también los cheques mayores.

BUFETE DE ABOGADOS, reza. Por supuesto. DESPACHO DE LOS ABOGADOS HAMMER y VING. La puerta no está cerrada con llave y entramos. Nosotros y el carrito.

Entramos en un recibidor enorme. Una puerta abierta da a una hilera de despachos que se prolongan, uno detrás de otro, como las habitaciones de recibimiento que salen en las fotografías del palacio real Amalienborg. Y aquí también hay fotografías de la reina y del príncipe; y lustrosos suelos de parquet; y cuadros en marcos dorados; y los muebles de despacho más exquisitos que haya podido ver en mi vida. Y el mismo olor de la escalera, sólo que ahora lo reconozco. Es el olor del dinero.

No vemos a nadie. Tomo una bayeta y la escurro, mientras el mecánico empuña una enorme fregona.

Al final de la hilera de despachos hay una puerta cerrada de doble hoja. Llamo a la puerta. Debe de tener un panel de control porque, cuando la puerta se abre, está sentado en la otra parte de la sala, en un despacho con vistas al patio.

Está sentado detrás de un escritorio de caoba negra que reposa sobre cuatro pies de león, de una presencia que, instantáneamente, te hace pensar en cómo lo habrán podido subir hasta aquí. De la pared de detrás del escritorio cuelgan tres cuadros tenebrosos del puente de Mármol con unos marcos pesados.

Es difícil determinar su edad. Sé por Elsa Lübing que debe de tener más de setenta años. ¡Pero parece tan saludable y atlético! Como si cada mañana anduviera descalzo por su playa privada hasta llegar a la orilla, hiciera un agujero en el hielo con una sierra y se tomara un baño refrescante, volviendo a la carrera hasta la casa, para tomarse con leche descremada un pequeño bol de müsli para gladiadores.

Esta práctica ha mantenido su piel tersa y rubicunda. Sin embargo, no ha favorecido el crecimiento de su pelo. Está tan calvo como una bola de billar.

Lleva gafas de montura de oro y tantos reflejos que nunca llegas a verle los ojos.

– Buenos días -digo-. Somos del control de calidad. Estamos controlando la limpieza de la mañana.

No dice nada, simplemente se limita a mirarnos. Recuerdo su voz, seca y correcta, tan nítidamente como si en este preciso instante hubiera dejado de hablar, de una conversación telefónica que mantuvimos hace ya tiempo.

El mecánico se retira a una esquina y empieza a pasar la fregona. Yo me encargo del alféizar más próximo al escritorio.

Posa su mirada sobre unos papeles que tiene delante. Yo paso el paño por el alféizar. Deja unas marcas de agua sucia.

Pronto empezará a extrañarse.

– Sí, porque es imprescindible que la limpieza la lleven a cabo profesionales de verdad -digo.

Su rostro se crispa, ahora con cierta irritación.

Al lado del alféizar hay un cuadro de un barco de vela. Lo descuelgo y le quito el polvo con el paño.

– Un apunte maravilloso, éste -digo-. Yo misma estoy muy interesada en barcos. Cuando vuelvo a casa, después de un largo día de trabajo entre guantes de goma y líquidos desinfectantes, me siento con los pies en alto y ojeo un buen libro sobre barcos.

Ahora está considerando si soy peligrosa y digna de confianza.

– Todos tenemos nuestros preferidos. Yo, personalmente, me inclino por los que han navegado por las costas de Groenlandia. Y da la casualidad de que, al ver su nombre en la increíble placa que tiene en la puerta, me he dicho a mí misma: pero por Dios, Smila, ¡es Ving! ¡Si es aquel hombre tan distinguido que, en su día, regaló a uno de tus amigos una maqueta de un barco por Navidad! Una maqueta del barco llamado Johannes Thomsen. A un niño groenlandés.

Vuelvo a colgar el cuadro. No le ha sentado nada bien el agua. Toda limpieza tiene su precio. Pienso en Juliana, de rodillas ante él, en el vano de la puerta.

– De lo que tampoco me harto nunca es de leer sobre barcos que han sido fletados para expediciones a Groenlandia.

Se ha quedado totalmente inmóvil. Únicamente detecto un cierto fuego de luces en los reflejos de los cristales de sus gafas.

– Por ejemplo, los dos barcos que fueron fletados en el 66 y en el 91. Para las dos expediciones a Gela Alta.

Me acerco al carrito y escurro el paño.

– Espero que esté satisfecho -le digo-. Nosotros debemos seguir. El trabajo nos reclama.

Cuando por fin salimos al pasillo, podemos ver, a través de la larga hilera de estancias, su despacho. Sigue detrás del escritorio. No se ha movido.

Al final de la escalera hay una señora de mediana edad, enfundada en una bata blanca. Le da golpecitos a su aspirador con ojos tristes. Parece que haya estado hablando con él sobre la manera de sobrevivir en este gran mundo sin el carrito de los cubos.

El mecánico lo deposita ante ella. No se siente del todo feliz por haberle quitado a otra persona su herramienta de trabajo. Le gustaría decirle algo. De trabajador a trabajador. Sin embargo, no se le ocurre nada.

– Venimos de la compañía -le digo-. Hemos estado controlando su trabajo. Estamos muy, pero que muy satisfechos.

Encuentro en mi bolsillo uno de los billetes de cien coronas nuevo y crepitante que me dio Moritz y lo deposito ondeándolo en el borde del cubo.

– Sea tan amable de aceptar este pequeño suplemento de aptitud en esta hermosa mañana. Para que pueda tomarse algo con el café.

Me mira con ojos melancólicos.

– Yo soy la jefa -me dice-. Sólo somos yo y cuatro empleados más. Nos quedamos un rato mirándonos los tres.

– ¿Y qué? -le contesto-. Supongo que incluso a las jefas les gusta acompañar el café con unas pastas.


Nos sentamos en el coche y permanecemos un tiempo contemplando la plaza Kongs Nytorv. Se ha hecho demasiado tarde para desayunar juntos. Acordamos algunas horas y fechas. Ahora que la tensión ha desaparecido, nos hablamos como si fuéramos extraños. Cuando ya me encuentro de nuevo en la calle y me he bajado del coche, baja la ventanilla.

– Smila, ¿crees que ha sido prudente?

– Fue espontáneo -digo-. Y, además: ¿has estado alguna vez de caza?

– Muy pocas.

– Si persigues piezas espantadizas, como por ejemplo un reno, a veces dejas que te vean a propósito. Te levantas, sacudiendo la culata del rifle en el aire. En todos los seres vivos, el miedo y la curiosidad están casi en el mismo sitio. Las piezas se acercan. Saben que es peligroso. Pero, sin embargo, tienen que acercarse, para ver qué es lo que se mueve de esa manera tan peculiar.

– ¿Qué solías hacer entonces, cuando se acercaban?

– Nada -reconozco-. Nunca he sido capaz de disparar. Pero quizá tengas la suerte de que haya alguien al lado que sepa lo que hay que hacer.


Vuelvo a casa, paseando por el puente de Knippel. Son las ocho de la mañana. El día apenas ha empezado. Tengo la sensación de haber hecho tanto como si hubiera terminado una ruta de reparto de periódicos.

En casa hay una carta esperándome. Un sobre alargado de papel grueso. Es de mi padre. Es un sobre forrado de las Fábricas de Papel Confederadas con sus iniciales grabadas en acero. Por su letra, da la impresión de que haya asistido a un cursillo de pedantería caligráfica. Y así es. Lo hizo mientras yo vivía con él. Después de dos sesiones, había olvidado su antigua letra. Y todavía no había aprendido la nueva. Durante tres meses escribió como un niño. Tuve que falsificar su firma en las facturas que enviaba. Moritz temía que sus pacientes sufrieran una recaída cuando vieran la firma vacilante del gran hechicero.

Desde entonces, su caligrafía se ha vuelto más controlada. El mundo la admira. Para mí, no deja de ser arrogante y vanidosa.

Sin embargo, la carta es amable. Se compone de una sola línea, escrita en un papel con filigrana que, por lo que sé, cuesta cinco coronas el folio. Y trae adjunto un montón de fotocopias de recortes de periódicos cogidas con un clip.

«Estimada Smila», dice. «Aquí está lo que el archivo de Berlingske Tidende tenía sobre Loyen y Groenlandia.»

Hay un folio más.

«Una lista completa de sus publicaciones científicas», pone con la letra de Moritz. La relación está escrita a mano.

Debajo ha anotado que la información proviene de algo llamado Index Medicas y está sacada de una base de datos en Estocolmo. Hay artículos en cuatro idiomas extranjeros, uno de los cuales es el ruso. La mayoría son en inglés. De la mitad, ni tan siquiera entiendo los títulos. Pero Moritz ha añadido una corta explicación al margen. Hay artículos sobre «crash injuries». Sobre toxicología. Un artículo escrito junto con otro científico, sobre trastornos en la absorción gástrica de la vitamina B-2 a consecuencia de las secuelas por heridas de bala. Son de los años cuarenta y cincuenta. A partir de los sesenta, los artículos empiezan a tratar de medicina ártica. Triquinosis, congelaciones. Un libro sobre epidemias de gripe alrededor del mar de Barents. Luego viene una larga serie de artículos cortos sobre parásitos. Varios, sobre la utilización de rayos X. Sus trabajos abarcan muchos campos. Por lo visto ha llevado a cabo varios de investigación histórica. Hay un artículo que habla del estudio de cadáveres encontrados en pantanos daneses. Y otros tres títulos más que marco con una cruz. Tratan sobre el examen de momias con rayos X. Uno de ellos se realizó en Berlín en los años setenta, en el museo Pergamos, con momias de la tumba de Tut Ank Amon. El segundo trata sobre el embalsamamiento prebudista en Malasia y Tailandia, y está publicado por un museo de Singapur. El tercero es un repaso de las momias Qilakitsoq groenlandesas.

Debajo de la relación escribo: «Muchas gracias. Smila». Lo meto en un sobre y escribo la dirección de mi padre. Luego repaso los recortes de prensa.

Hay dieciocho en total y están ordenados cronológicamente. Empiezo por el más reciente. Es un artículo del mes de octubre en el que se comunica que están casi finalizados los preparativos para la creación de un instituto de medicina forense en Groenlandia, bajo la dirección del profesor, doctor en medicina, Johannes Loyen. El siguiente es del año pasado. Es una fotografía con un texto corto. «La comisión ética en la conferencia de Godthaab.» Con kamiks y gorras de pieles. Loyen es el segundo de la izquierda. Es tan alto como los que están en la segunda fila, subidos en unos escalones. El siguiente artículo es de cuando cumplió los setenta, un año antes. El texto dice que se ha prolongado extraordinariamente su contrato, merced a su trabajo relacionado con la creación de un centro estatal de autopsias para Groenlandia. Así continúan los artículos hacia atrás. «Felicidades en el día de su 60 aniversario, profesor Loyen», «El profesor Loyen da una conferencia en la Universidad de Groenlandia, recientemente inaugurada», «Los representantes de la Dirección General de Sanidad en Groenlandia», «de izquierda a derecha, primero el jefe médico municipal de Copenhague y segundo, el jefe médico J. Loyen, director del recientemente inaugurado Instituto de Medicina Ártica». Y así sucesivamente, a través de los setenta y sesenta. No se mencionan las expediciones del 91 y del 66.

El penúltimo recorte es de 1949. Es un pedacito de prostitución escrita. Una mención entusiasta de los nuevos «dumpsters», descargadores, de la Sociedad Criolita Danmark, los cuales han aligerado el transporte de los minerales desde las secciones más profundas de la cantera hasta la superficie de la tierra. Un homenaje cordial al director y consejero Ebel y a su esposa, que están en primer plano. Detrás se encuentran el ingeniero jefe, el doctor Wilhelm Ottesen, y el asesor médico de la sociedad, el doctor Johannes Loyen. La foto está tomada en la cantera de Saqqaq en el momento en que la nueva máquina transporta la primera vagonada hasta la superficie.

Tras esta foto, hay un vacío de diez años. El último recorte es de mayo de 1939.

Se trata de una foto con texto. La foto está tomada en un puerto. Al fondo, se ve una embarcación oscura. En primer plano hay una decena de personas. Caballeros en trajes claros, damas con largas faldas y ligeros guardapolvos. La escena da la impresión de ser un montaje. El texto es muy corto. «La audaz comitiva de Freia Film espera, llena de expectación, la partida hacia Groenlandia.» Seguidamente viene una lista con los nombres de los que componen la audaz comitiva, llena de expectación. El grupo lo componen actores y un director de cine. Y un médico del equipo y su ayudante. El médico se llama Rovsing. No se menciona el nombre del ayudante. Los ayudantes no tenían nombre en la prensa conservadora de los años treinta. Sin embargo, su destino posterior ha retenido incluso esta foto en un archivo y ha ocasionado que alguien haya añadido su nombre con un bolígrafo. Destaca en la fotografía. Es más alto que los demás. Y a pesar de su juventud, su situación de subordinado y su posición detrás de excéntricos que sonreían ante la cámara, se distinguía, ya entonces, su arrogancia. Es Loyen. Doblo el recorte de prensa.

Después del desayuno, me pongo un abrigo largo de ante y el gorro de pieles de Jane Eberlein. El abrigo tiene unos bolsillos interiores muy profundos. Meto en el bolsillo el recorte de prensa, un fajo de billetes, la cinta de Isaías y la carta para mi padre. Entonces salgo. El día ha empezado.


En la tienda de Prontaprint, cerca de la plaza, me hacen una copia de la cinta. También me prestan su listín telefónico. El Instituto Esquimal está en la calle Fiol. Les llamo desde la cabina telefónica de la plaza. Me ponen con un catedrático cuyo acento me hace pensar que debe de ser de origen groenlandés. Le explico que tengo una cinta en groenlandés oriental que no entiendo. Me pregunta por qué no voy a la Casa de los Groenlandeses.

– Quiero un experto. No sólo se trata de entender lo que dice. Quiero intentar identificar al que habla. Busco a una persona que, con sólo escuchar la voz, pueda decirme que el que habla en la cinta se ha teñido el pelo con henna, que sus padres lo azotaron cuando tenía cinco años mientras estaba sentado en el orinal y que, por sus vocales, suena como si hubiera ocurrido en Akunnaaq en 1947.

Empieza a reírse para sus adentros.

– ¿Tiene usted dinero, señora?

– ¿Y usted? Y no soy señora sino señorita.

– En el muelle Svajer. Está en el puerto Sur. El atracadero número 126. Pregunte por el director del museo. -Antes de colgar el teléfono, se vuelve a reír.


Tomo el tren hasta la estación de Enghave. Desde allí quiero ir paseando. He estado mirando el mapa de Copenhague de Krak en la biblioteca de la plaza. Conmigo llevo una impresión interior de un laberinto de calles sinuosas.

La estación está fría. En el andén opuesto hay un hombre. Tiene la mirada anhelosa, fija en el tren que lo llevará lejos, hacia la ciudad, junto con todos los demás. Él es la última persona que veo.

A estas horas, el centro de la ciudad es un hormiguero. La gente llena los grandes almacenes. Se preparan los grandes estrenos teatrales. Están haciendo cola delante de la taberna de Hviid.

El puerto Sur es una ciudad fantasma. El cielo está bajo y gris. El aire que se respira sabe a monóxido de carbono y a sustancias químicas.

Aquel que tenga miedo de que las máquinas estén a punto de tomar el poder, no debería darse un paseo por el puerto Sur. Nadie ha quitado la nieve. Las aceras son impracticables. Por la calzada aparecen, de vez en cuando, convoyes de camiones gigantescos, con cristales negros y vacíos. Por encima de una fábrica de jabones se extiende una alfombra de humo verde. Una cafetería anuncia huevos fritos con patatas. Tras los cristales brillan luces de señalización sobre freidoras solitarias en una cocina abandonada. En un almacén de carbón cubierto por la nieve, se desliza una grúa sin descanso ni finalidad, hacia delante y hacia atrás, sobre sus raíles. Por las aberturas de los portones cerrados de algunos almacenes, salen destellos azulados y chisporroteos de electrosoldadores, también se escapa el tintineo del dinero negro que se está ganando, pero no se oye, sin embargo, ni una sola voz humana. Entonces, la vía se ensancha, convirtiéndose en una imagen de postal: una gran dársena, rodeada de bajos almacenes amarillos. El agua se ha helado y mientras me recupero del paisaje que ha venido a mi encuentro, sale el sol, bajo, blanquecino, con un sorprendente tono amarillo, y hace que el hielo reluzca, como una bombilla eléctrica subterránea tras cristales esmerilados. En el muelle, están amarrados pequeños barcos pesqueros de cascos tan azules como el horizonte. En la parte exterior de la dársena, en el puerto mismo, está amarrado un barco de vela de tres palos. Es el muelle de Svajer.

En el atracadero 126 hay un barco de vela. No me encuentro con nadie en el camino. Todos los ruidos de máquinas han desaparecido detrás de mí. Todo está en silencio.

Han levantado una tabla con un buzón blanco sobre el muelle. Encima del buzón han clavado un gran letrero que todavía está cubierto de plástico blanco.

En el espejo de popa pone, con letras doradas, que el barco se llama La Aurora Boreal. Su mascarón de proa está tallado con la forma de un hombre que sostiene una antorcha. El barco tiene un casco negro y lustroso de, por lo menos, treinta metros, mástiles que se pierden en el cielo y que te dan la sensación de estar ante una iglesia y un olor a brea y a serrín. Alguien se ha gastado, hace poco, una fortuna en arreglarlo.

Subo a bordo por una pasarela alfombrada y una barandilla con pomos de bronce pulidos. Toda la cubierta está ocupada por grandes cajas de madera, cerradas y marcadas con «frágil», y por pilas de tablones y cubos de pintura. Todos los cubos están adujados cuidadosamente, toda la madera tiene un profundo lustre oscuro, resultado de una decena de capas de barniz caro para embarcaciones. El esmalte blanco reluce como el cristal. El aire vibra con el olor de pasta para pulir, de epoxi de dos componentes y de estopa. Salvo esta vibración, el barco está aparentemente muerto.

Un estrecho pasillo entre las cajas conduce a una puerta lacada de doble hoja que no está cerrada con llave. Detrás de la puerta hay una escalera, que desciende hacia la oscuridad.

Al final de la escalera hay un hombre. Está apoyado en una lanza y no se mueve. Ni tan siquiera cuando paso a su lado.

La estancia debe de tener varios tragaluces que todavía siguen tapados. Pero de los bordes de la cobertura caen estrechas bandas de luz blanca. Las superficies como para que pueda apreciar que estoy en un salón. Todos los tabiques transversales han sido tirados para crear un espacio de unos veinticinco metros de largo y tan ancho como el barco.

A pesar de la escasa luz, puedo descubrir que el hombre que tengo delante es esquimal. La lanza en la que se apoya es, en realidad, un arpón. Con la mano izquierda, sostiene su palo para cazar pájaros. Sólo está medio vestido, en kamiks de caña alta y ropa interior de piel de pájaro. No es mucho más alto que yo. Le golpeo la mejilla. Está moldeado en fibra de vidrio y, después, pintado con mucha habilidad. Su rostro transmite una cierta presencia.

– Parece que estuviera vivo, ¿verdad?

La voz proviene de algún lugar detrás de una mampara. De camino hacia ella, tengo que sortear un kayac, todavía por desenvolver, y una vitrina tumbada, que parece un acuario vaciado de una capacidad de tres mil litros. La mampara es de piel y está tensada entre dos barbas de ballena. Detrás hay un escritorio. Al otro lado del escritorio hay un hombre sentado. Se levanta y le cojo la mano que me extiende. Se parece al muñeco de una manera sorprendente. Pero tiene treinta años más. Su pelo es fuerte, aunque cano, y está cortado a la romana. Su origen es como el mío. De alguna manera, groenlandés.

– ¿El director del museo?

– Soy yo.

Su danés carece de acento. Alarga la mano.

– Estamos montando una exposición. Cuesta una fortuna.

Deposito la cinta delante de él. La palpa delicadamente.

– Estoy intentando identificar al hombre que habla en la cinta. He llegado hasta aquí a través del Instituto Esquimal.

Sonríe satisfecho.

– Las recomendaciones orales constituyen la mejor publicidad. Y la más barata. ¿Sabe lo que cuesta poner un anuncio?

– Sólo conozco los anuncios de contactos.

– ¿Son muy caros?

Está francamente interesado. No vale la pena derrochar el sentido del humor con él.

– Mucho.

Asiente con la cabeza.

– Es terrible. Te despluman. Los diarios, Hacienda, las autoridades aduaneras…

Me parece haberlo visto antes. Es una sensación que me dan, cada vez con mayor frecuencia, los rostros y los lugares. No sé si se debe al desgaste prematuro de la maquinaria mental o a que, a estas alturas, ya he visto tanto que el mundo empieza a repetirse a sí mismo.

Tiene un magnetófono plano y cuadrado de color negro mate encima de la mesa. Introduce la cinta. El sonido sale de unos altavoces lejanos, situados en los extremos de la sala. Ahora que mis ojos se han acostumbrado a la penumbra, percibo cómo se arquean las paredes siguiendo el costado de la embarcación.

Escucha la cinta durante medio minuto con la cara apoyada entre las manos. Entonces detiene la cinta.

– Tiene unos cuarenta y tantos años. Se crió cerca de Angmagssalik. Ha recibido formación escolar durante muy poco tiempo. Sobre el fundamento groenlandés oriental hay huellas de dialectos norteños. Sin embargo, allí arriba están cambiando de lugar constantemente y resulta difícil determinar el dialecto exacto. Seguramente no ha estado fuera de Groenlandia durante largos períodos.

Me observa con unos ojos grises claros, casi lechosos, con la expresión de esperar algo. De repente sé lo que espera. El aplauso tras el primer acto.

– Imponente -digo-. ¿Puede añadir algo más?

– Está describiendo un viaje. Por el hielo. En trineos. Probablemente se trate de un cazador porque utiliza una serie de términos técnicos, como por ejemplo anut para denominar los tiros para los perros. Puede que le esté hablando a un europeo. Utiliza nombres ingleses cuando habla de diversos lugares. Y hay varias cosas que piensa que debe repetir.

Ha escuchado la cinta muy poco tiempo. Estoy considerando si no estará tomándome el pelo.

– Desconfía de mí -me dice fríamente.

– Sólo me sorprende que puedan sacarse tantas conclusiones de tan poco.

– El lenguaje es una holografía.

Lo pronuncia lentamente y con mucho énfasis.

– En cualquiera de las enunciaciones de un ser humano se halla la suma de su pasado lingüístico. Por ejemplo, usted misma… Tiene treinta y tantos años. Se crió en Tule o al norte de Tule. Uno o ambos padres son inuits. Llegó a Dinamarca después de haber asimilado toda la base idiomática groenlandesa, pero antes de perder el talento instintivo del niño para aprender un idioma extranjero a la perfección. Digamos que tenía entre siete y once años. Posteriormente, se vuelve más complicado. Hay rasgos de diversas influencias sociolingüísticas. Quizás haya vivido o estudiado en los suburbios al norte de la ciudad, Gentofte o Charlottenlund. También hay algo propiamente norselandés. Y, curiosamente, también un cierto viso posterior de groenlandés occidental.

No hago ni el menor intento para esconder mi admiración.

– Es correcto -digo-. A grandes rasgos, es correcto.

Enteramente satisfecho, hace chasquidos con la boca.

– ¿Existe alguna posibilidad de llegar a conocer el lugar en el que se desarrolla la conversación?

– ¿De verdad no lo sabe?

Lo vuelvo a percibir. Su obcecado amor propio y su triunfante complacencia en su sabiduría.

Rebobina la cinta. No mira el magnetófono mientras lo maneja. Me deja escucharla durante quizás unos diez segundos.

– ¿Qué es lo que oye?

Sólo oigo la voz incomprensible.

– Detrás de la voz. Otro sonido.

Volvemos a escuchar la secuencia. Entonces reparo en ello. Un débil ruido de motores creciente, como un generador que se pone en marcha y que vuelve a detenerse.

– Un avión de hélices -dice-. Un avión grande de hélices.

Vuelve a rebobinar. Vuelve a poner la secuencia de antes. Una secuencia corta, con un ruido sordo de platos, entrechocando entre sí.

– Una sala grande. De techos bajos. Están poniendo la mesa. Una especie de restaurante.

Veo en su cara que conoce la respuesta. Pero disfruta, sacándola lentamente del sombrero de copa.

– En segundo plano, una voz.

Vuelve a repetir la misma secuencia varias veces. Ahora ya soy capaz de captarla, aunque sólo someramente.

– Una mujer -digo.

– Un hombre que habla como una mujer. Está maldiciendo. En danés y en americano. El danés es su lengua materna. Sin duda, está regañando a la persona que pone la mesa. Probablemente se trate del dueño del restaurante.

Considero una última vez si está acertando. Pero, sin embargo, sé que tiene razón. Que debe tener un oído increíblemente preciso y formado y un sexto sentido para los idiomas.

Vuelve a sonar la cinta.

– De nuevo un avión de hélice -intento.

Lo niega con la cabeza.

– Un avión de reacción. Un avión menor. Muy cerca del anterior. Un aeropuerto concurrido.

Se recuesta en el asiento.


– ¿En qué rincón del mundo, hay un lugar en el que un cazador groenlandés oriental pueda estar sentado, contando algo, en un restaurante donde ponen la mesa, donde un danés regaña en americano mientras, en un segundo plano, se oyen aviones, despegando y aterrizando?

Ahora ya lo sé yo también, pero dejo que él me lo diga: Hay que dejar que los niños pequeños disfruten. Incluso los niños adultos.

– Sólo hay un lugar. En la base aérea de Tule.

El establecimiento de recreo de la base se llama Northern Star. Un restaurante con dos secciones, con una sala de conciertos.

Vuelve a poner la cinta.

– ¡Qué curioso!

No digo nada.

– La música… detrás de la voz… de la última grabación. Naturalmente se trata de música pop. La canción es There must be an angel, de Eurythmics. Pero la trompeta…

Alza la mirada.

– El piano es un Yamaha Grand, eso debe haberlo captado usted.

No soy capaz de distinguirlo.

– Un sonido voluminoso, pesado y ostentoso. Un bajo un tanto torpe. Desentona algo. Nunca será ningún Bösendorfer… Pero de todas formas, es la trompeta la que me desconcierta.

– Aún queda algo de la música, al final de la cinta -le comunico.

Pasa la cinta hacia delante. Cuando finalmente presiona el botón del play, entramos justo después del comienzo.

– ¡Mister P.C.! -dice. Entonces su rostro se vuelve vacío, introvertido.

Deja que suene la música hasta el final. Cuando vuelve a parar la cinta está muy lejos. Le doy tiempo para volver. Se seca los ojos.

– Jazz -dice con voz queda-. Mi pasión…

Se trata de un destape momentáneo. Cuando vuelve, es un gallo. Tres cuartas partes de los políticos y funcionarios que dirigen la Autonomía Groenlandesa pertenecen a su generación. Fueron los primeros groenlandeses que obtuvieron una formación universitaria. Algunos de ellos han sobrevivido y siguen siendo ellos mismos. Otros, como el director del museo, se han convertido, con su frágil aunque monstruosamente engreído amor propio, en verdaderos intelectuales daneses del norte.

– En realidad es muy difícil reconocer a un músico sólo por el sonido. ¿Quién es identificable de esta manera? Stan Getz, cuando toca música latinoamericana. Miles Davis, por su sonido desnudo, preciso y carente de vibrador. Armstrong, por la cristalización precisa del jazz de Nueva Orleans. Y esta música.

Me observa, lleno de expectación y reproche contenido.

– El gran jazz es sinónimo del cuarteto de John Coltrane, McCoy Tyner al piano, Jimmy Garrison al bajo, Elvin Jones a la batería. Y durante los períodos en los quejones estuvo encarcelado: Roy Hanes. Sólo ellos cuatro. Salvo en cuatro ocasiones. Durante los cuatro New York Independent Club Concerts. Allí les suplió Roy Louber a la trompeta. Aprendió su sentido de la armonía europea y su nervio salmodiante africano del mismísimo Coltrane.

Nos quedamos pensativos durante un rato.

– El alcohol -dice repentinamente- nunca ha hecho nada por la música. Dicen que el cannabis es excelente. Pero el alcohol es una bomba a punto de explotar debajo del jazz.

Nos quedamos un rato, escuchando el tictac de la bomba.

– Desde entonces, en el 64, Lauber ha trabajado firmemente con el propósito de matarse a golpe de copas. En su descenso a los infiernos, tanto a nivel musical como humano, ha pasado por Escandinavia en varias ocasiones. Y aquí se ha quedado.

Ahora me acuerdo de su nombre por algunos carteles de conciertos. De algunos titulares de prensa escandalosos. Uno de ellos fue: «Famoso músico de jazz intenta volcar un autobús del área metropolitana en estado grave de embriaguez».

– Debe de haber estado tocando en el restaurante. Es la misma acústica. Gente que come en el fondo. Alguien ha aprovechado la ocasión para hacer una grabación pirata.

Sonríe, lleno de comprensión por el proyecto.

– De este modo, se ha conseguido una grabación de un concierto en directo prácticamente gratis. Te puedes ahorrar un montón de dinero con un pequeño walkman. Si te atreves a correr el riesgo.

– ¿Por qué ha llegado hasta Tule?

– Por el dinero, por supuesto. Los músicos de jazz viven de este tipo de bolos. Piense en lo que cuesta…

– ¿El qué?

– Matarse bebiendo. ¿Alguna vez ha pensado en lo que se ahorra no siendo una alcohólica?

– No -le contesto.

– Cinco mil coronas.

– ¿Perdón?

– Serán cinco mil coronas por esta sesión. Y aproximadamente unas diez mil, si desea una transcripción sellada del contenido de la cinta.

No hay ni una sombra de sonrisa en su rostro. Está totalmente serio.

– ¿Me puede hacer una factura?

– Entonces tendré que cobrarle el IVA.

– Hágalo, por favor -le contesto-. Hágalo tranquilamente.

En realidad, no necesito la factura para nada en especial. Pero pienso colgarla en la pared de casa. A modo de recordatorio. Para recordar en lo que puede llegar a convertirse el afán de complacer y la indiferencia ante el dinero de los groenlandeses.

Escribe a máquina, sobre un folio din A-4.

– Necesitaré, como mínimo, una semana. ¿Me llamará, cinco o seis días después del Año Nuevo?

Saco cinco billetes de mil coronas, nuevos e inmaculados, del fajo que tengo en el bolsillo. Cierra los ojos y escucha mientras los cuento. Al menos tiene una pasión más ardiente que el jazz modal. Y esa pasión es el alegre crepitar de los billetes que cambian de manos, cuando está él en la parte receptora.

Como ya estoy de pie, me veo obligada a preguntárselo.

– ¿Cómo se aprende a escuchar tantas cosas?

Está radiante como un sol.

– Originalmente soy teólogo. Una profesión que te ofrece la ocasión única de escuchar a los demás.

Me ha costado tanto reconocerle porque el hábito sacerdotal constituye un disfraz prácticamente perfecto. Aunque no haga más de diez días que lo vi enterrar a Isaías.

– Por cierto, sigo asistiendo de vez en cuando. Ayudo a Chemnitz cuando hay mucho trabajo. Sin embargo, en los últimos cuarenta años me he dedicado más a las lenguas. Mi profesor en la universidad fue, en su tiempo, Louis Hjelmslev. Fue profesor de lingüística comparativa. Disfrutaba de una visión general muy segura sobre unas cuarenta o cincuenta lenguas. Y había aprendido y vuelto a olvidar un número similar de idiomas. Entonces yo era joven y estaba tan sorprendido como lo está usted ahora. Al preguntarle cómo había conseguido aprender tantos idiomas, me contestó que -ahora imita simultáneamente a un hombre con una dentadura superior prominente- los primeros trece o catorce requieren mucho tiempo y dedicación. Luego, todo es mucho más rápido.

Se ríe a carcajadas. Está de muy buen humor. Se ha despachado a gusto y, encima, ha ganado con ello mucho dinero. Me doy cuenta de que es el primer groenlandés que conozco que me ha tratado de usted y que, además, ha esperado que yo hiciera lo mismo con él.

– Hay algo más -me dice-. Desde que tenía doce años estoy totalmente ciego.

Está disfrutando de mi repentina rigidez.

– Muevo los ojos según su voz. Pero no veo nada. Bajo ciertas condiciones, la ceguera aguza el oído.

Tomo su mano tendida. Debería mantener mi sucia boca cerrada. Francamente, es de muy mal gusto molestar a un ciego. Y todavía peor, si además es un compatriota. Pero, para mí, la verdadera y genuina voracidad siempre ha sido enigmática e, incluso, provocadora.

– Señor director del museo -le susurro-, debería ir con cuidado. A su edad. Con todo el dinero que lleva encima. Rodeado de todos estos objetos valiosos. En un barco que llama tanto la atención como una caja fuerte abierta. El puerto Sur está infestado de criminales. Usted sabe hasta qué punto este mundo en el que vivimos está lleno de gente sin escrúpulos que codicia las propiedades de sus congéneres.

Intenta despejarse la garganta, tragando saliva. Se queda en un carraspeo.

– Adiós -le digo-. Yo de usted, levantaría una barricada delante de la puerta cuando me haya ido.


Los últimos rayos de sol amarillos se han acomodado sobre las piedras planas del muelle. Dentro de un par de minutos habrán desaparecido. Tras de sí, dejarán un frío crudo y húmedo.

No se ve a nadie. Con una llave, desgarro el plástico blanco del letrero. Sólo una pequeña rasgadura. Lo suficientemente grande como para poder ver lo que pone. Lo ha pintado un pintor profesional. Letras negras sobre un fondo blanco, la universidad de Copenhague, el centro polar y el ministerio de cultura están montando aquí el museo ártico. Le sigue una relación de las fundaciones colaboradoras. No la leo. Empiezo a andar por el muelle.

Museo Ártico. Allí fue donde compraron el barco para Isaías. Del bolsillo profundo de mi abrigo saco la factura del inspector del museo. La composición es magnífica e incluso milagrosa, si se tiene en cuenta que el tipo es ciego. La ha firmado. Su firma es ilegible. Pero también la ha sellado. El sello sí lo puedo leer.

Pone «Andreas Fine Licht. Doctor en Filosofía y Letras. Profesor en lenguas y cultura esquimales».

Me quedo de piedra, hasta que se me pasa el susto. Entonces considero la posibilidad de volver.

Termino por seguir adelante. La cinta es sólo una copia. Y cuando vas de caza, a veces puede ser incluso ventajoso hacerse visible, detenerse y agitar la culata del rifle.