"La señorita Smila y su especial percepción de la nieve" - читать интересную книгу автора (Høeg Peter)2– El treinta es un número bíblico -dice Elsa Lübing-. Judas recibió treinta monedas de plata. Jesús tenía treinta años cuando fue bautizado. En el nuevo año, hará treinta años que la Sociedad Criolita incorporó la contabilidad mecánica. Hoy es 27 de diciembre, el tercer día de Navidad. Estamos sentadas en las mismas sillas. La misma tetera está sobre la mesa, los mismos salvamanteles bajo las tazas de té. Nos rodea la misma vista vertiginosa, la misma luz blanca invernal. Podría parecer que el tiempo se ha detenido. Que hemos permanecido sentadas durante la última semana, sin movernos, y ahora, alguien hubiera apretado un botón y retomáramos la conversación donde la dejamos la última vez. Sería así si no fuera por un pequeño detalle. Ella da la sensación de haberse decidido a hacer algo. Detecto la determinación en su rostro. Las cuencas de sus ojos son profundas y está más pálida que la última vez, como si le hubiera costado noches enteras de insomnio llegar hasta aquí. O quizá todo sea invención mía. Quizá tenga el aspecto que tiene porque ha celebrado la Navidad ayunando, velando o rezando setecientas plegarias del corazón, dos veces al día. – Los últimos treinta años, en cierto modo, lo han cambiado todo. En cierto modo, todo ha permanecido igual. El director de entonces, en los cincuenta y en los primeros años sesenta, era el consejero Ebel. Él y su señora tenían cada uno su Rolls Royce, especialmente diseñado para ellos. De vez en cuando, uno de los coches se detenía en la puerta y el chófer de librea esperaba al volante. Entonces sabíamos que él o su esposa estaban de visita en la fábrica. A ellos nunca los vimos. Ella disponía de un vagón de tren privado que solía aguardar en Hamburgo y que varias veces al año se enganchaba al tren que los llevaba hasta la Costa Azul. La dirección diaria la ocupaban el director financiero, el director de ventas y el ingeniero superior Ottesen. Ottesen siempre estaba en el laboratorio o en la cantera de Saqqaq. Nunca lo veíamos. El director de ventas siempre estaba de viaje. De vez en cuando volvía a casa y repartía sonrisas, regalos y anécdotas frívolas en toda ocasión. Recuerdo que la primera vez que volvió de París, después de la guerra, trajo medias de seda. Se ríe sólo con pensar que hubo una vez en que pudo alegrarse por un simple par de medias de seda. – Me he fijado en que a usted también le interesa la ropa. Este interés desaparece con la edad. Durante los últimos treinta años, únicamente he vestido de blanco. Si limitas lo terrenal, liberas el pensamiento hacia lo espiritual. No digo nada, pero tomo nota del comentario. Para la próxima vez que tenga que ir al sastre Tvilling, en la calle Heiene, a hacerme unos pantalones. Él colecciona este tipo de chismes. – Era un aparato de ciento sesenta y cinco centímetros por un metro por ciento veinte centímetros. Funcionaba con dos palancas de accionamiento. Una para las monedas continentales y otra para las libras esterlinas. La información relevante estaba troquelada en una especie de código perforado en fichas que se introducían en la máquina. Esto significaba que la información era menos accesible. Cuando los datos se convierten en códigos y se comprimen en fichas perforadas se hace más difícil interpretarlos. En eso consiste, en definitiva, la centralización. Fue lo que dijo el director. Que la centralización siempre conlleva algunos costes. En apariencia se ha vuelto fácil orientarse en el mundo moderno. Todos los fenómenos se han convertido en internacionales. El Comercio de Groenlandia desmanteló, como parte de la centralización, la tienda en Maxwell Island en el 79. Mi hermano había sido cazador allí durante diez años. Era el rey de la isla, tan inaccesible como un babuino macho. El cierre de la tienda lo obligó a bajar hasta Upernavik. Cuando fui enviada a la estación meteorológica, él barría los muelles del puerto. Al año siguiente se ahorcó. Fue el año en que el índice groenlandés de suicidios llegó a ser el más alto del mundo. El Ministerio para Groenlandia publicó en el – Pruebe los pasteles -me dice-. Son Los pasteles son planos, de un marrón oscuro y con trocitos de almendra incrustados en su superficie. Los observo con atención. Un ser humano que ha estado solo toda la vida puede permitirse refinar ciertos intereses especiales. Como por ejemplo, lograr que los pasteles se suelten del molde. – Hago un poco de trampa -me dice-. Por ejemplo con éste. Tiene la forma de una pareja. Es francamente difícil que salgan los ojos. Sobre todo con la pasta muy seca. Por eso utilizo una aguja de hacer punto, una vez los he sacado del horno y están sobre la mesa. Nunca mantienen la forma originaria pero casi. Ocurre algo parecido en una empresa. Allí se le llama «buena práctica contable». Es un concepto un tanto elástico que abarca lo que el auditor puede aprobar. ¿Sabe de qué manera está distribuida la responsabilidad en las empresas que cotizan en Bolsa? Lo niego con la cabeza. El pastel combina la mantequilla y las especias con tal habilidad que podría comerme cien y no descubriría hasta muy tarde lo mal que iban a sentarme. – Naturalmente, la dirección es responsable ante el consejo de administración y, en última instancia, ante la junta de accionistas. El director financiero era «presidente y consejero delegado». Puede considerarse una distribución del poder muy racional. Sin embargo, requiere un alto grado de confianza. Ottesen siempre se encontraba en la cantera. El director de ventas, siempre de viaje. No creo que sea una exageración decir que el director financiero, durante muchos años, tomó todas las decisiones importantes de la sociedad. Naturalmente, no había razón para dudar de su integridad. Siempre fue enteramente honesto en su toma de decisiones. Era jurista y economista. Había sido concejal anteriormente. Socialdemócrata. Ostentó, y sigue ostentando todavía, varios puestos en diversos consejos de administración. En sociedades constructoras de viviendas y en cajas de ahorros. Me pasa la fuente. Los daneses expresan sus sentimientos más profundos a través de la comida. Lo entendí la primera vez que fui de visita con Moritz. Cuando volví a coger pasteles, me miró a la cara directamente. – Repite hasta que te sientas avergonzada -dijo. Mi danés no era muy bueno por aquel entonces, pero entendí el significado de sus palabras. Repetí tres veces más. Desafiándole con la mirada. El espacio había desaparecido. La gente que nos había invitado había desaparecido, yo había dejado de saborear los pasteles. Para mí sólo existía Moritz. – Sigo sin avergonzarme -le dije. Volví a repetir tres veces más. Entonces agarró la fuente y la puso fuera de mi alcance. Yo había ganado. La primera de una larga serie de pequeñas pero importantes victorias, en las que yo le superaba a él y a la educación danesa. Los pasteles de Elsa Lübing son de otra índole. Están destinados a convertirme en su confidente y, a la vez, en su cómplice. – Es la junta de accionistas quien elige a los interventores. Pero las acciones de la sociedad, además de las que pertenecen al director financiero y al Estado, están, como ya sabrá, distribuidas entre muchas manos. Se repartieron entre todos los herederos de los ocho socios que consiguieron hacerse con la concesión en el siglo pasado. Lo que significa que el director ha debido de tener una enorme influencia sobre la sociedad. Vale la pena subrayar que todas las decisiones relativas a la parte más importante, desde un punto de vista económico, del subsuelo de Groenlandia, las tomó un solo hombre, ¿no le parece? – Conmovedor. – Hay que añadir, además, un aspecto de carácter comercial. La sociedad era un cliente muy importante. Un interventor que se enfrentara al director corría el riesgo de perder a ese cliente. Finalmente, está la coincidencia de personas. El interventor se convirtió a lo largo de los años sesenta en el socio del director, cuando éste constituyó su bufete de abogados. El 7 de enero de 1967 saldé las cuentas semestrales. En éstas aparecía un asiento sin especificar de 115.000 coronas. Una cantidad importante por aquel entonces. Quizá no le hubiera extrañado a nadie de fuera. Probablemente el consejo de administración no lo hubiera descubierto. No con un volumen de negocios de cincuenta millones. Pero para mí, que me encargaba de las cuentas diarias, era del todo inaceptable. Por lo que estuve buscando la ficha correspondiente. No estaba. Todas las fichas estaban numeradas. Tenía que estar. Pero, sin embargo, faltaba. Entonces subí al despacho del director. Había trabajado bajo sus órdenes durante los últimos veinte años. Me escuchó, bajó la vista y la posó sobre sus papeles, y entonces me dijo: «Señorita Lübing, yo he aprobado este asiento. Por razones contables de índole técnica ha sido demasiado complejo especificarlo. Nuestro interventor opina que la presente disposición es correcta. Lo que vaya más allá de este hecho está absolutamente fuera de su competencia». – ¿Qué hizo usted entonces? -le pregunto. – Volví a mi despacho e introduje las cantidades en las cuentas. Tal como me había sido ordenado. De esta manera, me convertí en cómplice. De algo que no entendía, que nunca he llegado a entender. No supe administrar los talentos que me habían sido encomendados. No me mostré digna de la confianza depositada en mí. Entiendo cómo se siente. Lo malo no es que hayan atentado contra su competencia, reteniendo una información. Tampoco que le hayan dado una contestación insolente. Lo peor es que hayan removido sus ideales sobre la honradez. – Le contaré en qué apartado de las cuentas aparecía este importe. – Déjeme que lo adivine -le digo-. Aparecía en las cuentas de la expedición geológica de la sociedad al glaciar de Barren, en Gela Alta, frente a la costa oeste de Groenlandia en el verano del 66. Me observa con los ojos entornados. – En el informe del 91 había algunas alusiones a una expedición anterior -le explico-. Así de sencillo. – También entonces hubo un accidente -me dice-. Un accidente con explosivos. Dos de los ocho participantes murieron. Empiezo a tener una ligera sensación del porqué de su llamada. Ha visto en mí a una especie de interventor. Una persona que acaso pueda ayudarla, a ella y a Nuestro Señor, en la revisión de unas cuentas incompletas del 7 de enero de 1967. – ¿En qué está pensando? -me pregunta. ¿Qué puedo contestarle? Mis pensamientos son caóticos. – Estoy pensando -le digo- en que el glaciar de Barren es un lugar malsano. Hemos permanecido un rato en silencio, bebiendo nuestro té, comiendo nuestras galletas y observando el mundo que se extiende a nuestros pies, cubierto de nieve y trivial. Disfrutando también de una franja de sol que atraviesa la calle del Mirlo y el campo de fútbol del colegio situado en la calle de la Paloma. Sin embargo, soy consciente en todo momento de que me tiene reservada una segunda parte. – El consejero murió en el 64 -agrega-. Todos dicen que, con él, murió una época de la vida financiera danesa. En su testamento había exigido que su Rolls Royce fuera hundido en el Atlántico Norte, mientras el actor sueco Gösta Ekman interpretaba el monólogo de Hamlet sobre la cubierta del barco. Me imagino la escena. Y pienso que esa ceremonia bien pudo ser el símbolo de una muerte y una resurrección política. La antigua e indecorosa política colonial en Groenlandia fue, en ese mismo instante, abandonada. Para dar paso a la política de los sesenta: la formación de los daneses del norte en sus derechos legítimos como daneses. – La sociedad fue reestructurada. Lo notamos con la llegada de un nuevo jefe de negociado y de dos nuevas señoras en la sección de contabilidad. Pero, por lo demás, fue en la división científica donde se llevaron a cabo los mayores cambios. Se debió a que la criolita estaba agotándose. Siempre se habían visto obligados a desarrollar nuevos métodos para la clasificación y la extracción, porque la calidad del mineral empeoraba a ojos vistas. Pero todos sabíamos adónde nos llevaría. De vez en cuando, durante los almuerzos en la cantina, se extendía el rumor del descubrimiento de un nuevo yacimiento. Era como una fiebre breve. Transcurridos unos días, el rumor siempre era desmentido. Originalmente sólo había cinco empleados en el laboratorio. El personal fue ampliado. Llegó un momento en que fueron veinte. Anteriormente se habían contratado algunos geólogos extra por un reducido período de tiempo. A menudo llegaban desde Finlandia. Pero entonces crearon un grupo científico estable. En 1967 fundaron la Comisión Científica Consultora, que convirtió el trabajo diario en algo más secreto. Fue muy poco lo que nos contaron. Sin embargo, sabíamos que había sido fundada con el fin de hacer nuevos descubrimientos. La componían representantes de algunas de las grandes empresas e instituciones con las que la sociedad colaboraba: la Sociedad Sueca de Extracción de Diamantes, El Subsuelo de Dinamarca, Sociedad Anónima, Instituto Geológico, Estudios de Groenlandia. Esto dificultó la contabilidad. Los nuevos honorarios, los muchos gastos relacionados con las expediciones. Hizo que todo fuera más complicado. Y durante todo este tiempo la cuestión sin aclarar de las 115.000 coronas seguía pesando sobre mi conciencia. Estoy pensando en lo duro que debe de haber sido para ella, con su sentido desmedido por los números y su confianza en la honradez, el verse obligada a colaborar con un hombre del que sospechaba que estaba encubriendo una irregularidad. Ella misma me da la respuesta. – «Pues nada hay oculto si no es para que sea manifestado; nada ha sucedido en secreto, sino para que venga a ser descubierto.» Marcos, capítulo cuatro, versículo 22. La seguridad en la justicia le ha otorgado el don de la paciencia. – En 1977 incorporamos la informática. Nunca logré entenderla. Yo insté a que se siguiera llevando una contabilidad manual. En el 92 me retiré. Tres semanas antes de mi último día de trabajo, cotejamos las cuentas. El director financiero sugirió que delegara este balance en el apoderado. Exigí realizarlo yo misma. El 7 de enero, exactamente veinticinco años después del acontecimiento que le he relatado, me encontraba con las cuentas correspondientes a la expedición a Gela Alta del verano anterior. Fue como una señal divina. Busqué las cuentas antiguas. Las cotejé punto por punto. Naturalmente fue complicado. La expedición en el 91 había sido, tal como venía siendo costumbre, financiada a través de la comisión científica. Sin embargo, fue posible compararlas. El asiento más importante del 91 era de 450.000 coronas. Llamé a la comisión y exigí una especificación. Hace una pausa y logra dominar su indignación. – Más tarde recibí una carta cuyo contenido, en pocas palabras, era que, en una cuestión como ésta, debía haber consultado a mis superiores más inmediatos. Pero ya era demasiado tarde. Porque aquel mismo día, me habían dado la respuesta por teléfono. Las 450.000 coronas habían sido utilizadas para fletar un barco. Se da cuenta de que no entiendo nada. – Un barco -dice-, un barco de cabotaje para transportar ocho pasajeros a la costa oeste de Groenlandia con el fin de recoger unos cuantos kilos de muestras de piedras preciosas. No tiene sentido. En varias ocasiones fletamos el – De vez en cuando. – Últimamente he soñado, en repetidas ocasiones, que usted era una enviada de la Providencia divina. – Debería saber lo que dice de mí la policía. Como muchos otros ancianos, ha desarrollado un oído selectivo. Me ignora y continúa por su propio camino. – Quizá piense que ya soy muy mayor. Quizá esté considerando que estoy senil. Pero recuerde los Hechos de los Apóstoles: «Vuestros ancianos soñarán sueños». Me atraviesa con su mirada, a mí y a la pared que hay detrás de mí. Hasta llegar al pasado. – Creo que las 115.000 coronas del 66 estaban destinadas a fletar un barco. Creo que alguien, bajo algún subterfugio de la Sociedad Criolita, ha enviado dos expediciones a la Costa Oeste. Aguanto la respiración. Gracias a su sinceridad y al quebrantamiento de una lealtad de toda una larga vida, éste es un momento frágil y delicado. – Sólo puedo imaginar que tuvieran un único objetivo. Al menos, tras cuarenta y cinco años en la compañía, no puedo imaginarme otro. Han querido traer algo a Dinamarca, algo que era tan pesado que requería un barco. Me pongo mi capa. La negra con capucha, que me da el aspecto de monja adecuado, según creo, para la ocasión. – La Fundación Carlsberg -continúa- pagó parte de la expedición en el 91. En sus cuentas aparecen unos honorarios pagados a una tal Benedicte Clahn. Su mirada soñadora se pierde en el vacío, mientras busca en su contabilidad interna, completa y libre de errores. – También en el 66 -añade pausadamente-: 267 coronas en concepto de traducción. Fue uno de aquellos asientos que tampoco quisieron especificarme. Pero todavía lo recuerdo. Era una conocida del director. Había estado viviendo en Alemania. Me dio la impresión de que se conocían desde Berlín, en 1946. Inmediatamente después del final de la guerra, los aliados negociaron en Berlín la distribución del suministro de aluminio. Varios representantes de la Sociedad Criolita estuvieron allí en varias ocasiones por aquellos años. – ¿Como quién? – Ottesen estuvo. El director de ventas. Y el consejero. – ¿Fue más gente? Está totalmente adormilada después de haber hablado durante tanto tiempo y haber derramado su corazón en algo que puede llegar a convertirse en el fregadero. Lo piensa detenidamente. – No recuerdo que hubiera nadie más. ¿Es importante? Me encojo de hombros. Ella me toma de los brazos. Casi me levanta del suelo. – La muerte del pequeño. ¿Qué ha pensado hacer al respecto? Dinamarca es un país jerarquizado. Ella encuentra un error y se queja a su superior. Es rechazada. Se queja al consejo de administración. De nuevo es rechazada. Sin embargo, por encima del consejo de administración está Nuestro Señor. A él se ha dirigido en sus oraciones. Ahora desea que yo actúe como uno de sus emisarios. – Aquel barco costero, ¿sabe si transportó aquello que había ido a buscar? Sacude la cabeza. – No se lo sabría decir. Tras el accidente, transportaron en avión a los supervivientes y su equipo hasta Groenlandia y luego a casa. Esto lo sé con toda seguridad, porque nosotros pagamos los fletes y los billetes de avión. Me acompaña hasta el ascensor. Siento una repentina ternura por ella. Una especie de sentimiento maternal, aunque me doble en edad y sea tres veces más fuerte que yo. Llega el ascensor. – Y ahora no se atreva a tener pesadillas por culpa de su sinceridad -le digo. – Ya soy demasiado mayor para arrepentirme. En ese momento desciendo. Cuando salgo del portal, me viene algo a la mente. Cuando le llamo por la concha plateada del interfono me responde como si hubiera estado esperando esta llamada. – Señorita Lübing. A nadie se le ocurriría jamás utilizar su nombre de pila. – El director financiero, ¿quién es? – Se retirará el año que viene. Dirige su propio bufete de abogados. Se llama David Ving. Su despacho es Hammer y Ving y está en la calle del Este. Le doy las gracias. – Que Dios le acompañe -me dice. Hasta hoy nadie me lo había dicho fuera de una iglesia. Probablemente tampoco lo haya necesitado tanto como ahora. – Tuve un a-amigo que trabajaba en el servicio de limpieza en la central automática de la Sociedad Telefónica de Copenhague, en la calle del Norte. Estamos en el salón del mecánico. – Me contó que basta con hacer una llamada, diciendo que ya tienen una orden judicial. Entonces colocan un enchufe en un relé y, a través de la red telefónica, pueden pinchar desde la comisaría todas las llamadas de un abonado concreto. – Nunca me han gustado los teléfonos. Sobre la mesa tiene un ancho rollo de cinta aislante roja y unas tijeras pequeñas. Corta una larga tira y la enrolla en el auricular del teléfono. – Harás exactamente lo mismo en tu casa. A partir de ahora, cada vez que hagas una llamada y cada vez que te llamen a ti, tendrás que quitar la cinta. Esto te ayudará a recordar que tienes un público escuchándote en algún lugar de la ciudad. Es fácil olvidar que el teléfono puede ser todo menos privado. Por ejemplo, en el caso de que quieras declararle tu amor a alguien. De todas maneras, si tuviera que declararle mi amor a alguien, no lo haría nunca por teléfono. En los últimos diez días, he visto pequeñas gotas de su pasado. No concuerdan. Como por ejemplo, sus conocimientos sobre el procedimiento empleado en las escuchas telefónicas. Su manera de preparar el té es uno de esos aspectos que me sorprenden, pero sobre los que, sin embargo, no quiero preguntar. Hierve la leche con jengibre fresco, un cuarto de vainilla en rama y un té tan oscuro y de hoja tan fina que parece polvo negro. Lo cuela y le añade una cantidad suficiente para los dos de azúcar de caña. El té tiene algo de estimulante, que excita y, al mismo tiempo, te deja una sensación de saciedad. Tiene el sabor que me imagino debe de tener Oriente. Le hablo de la visita que he hecho a Elsa Lübing. Ahora ya sabe todo lo que yo sé. Menos algunos detalles como, por ejemplo, lo de la caja de puros de Isaías y su contenido. Una cinta en la que un hombre se ríe, entre otras cosas. – ¿Quién, aparte de Carlsberg, pagó la expedición en el 91? ¿Lo sabía ella? ¿Quién consiguió el barco? Me fastidia no habérselo preguntado yo misma. Alargo la mano para coger el teléfono. El auricular está pegado. – P-por eso hay que ponerle la cinta adhesiva -dice-. Con el teléfono suele ocurrir que, en cuanto pasan cinco minutos, te olvidas por completo de las precauciones. Vamos juntos hasta la cabina de teléfonos que hay en la plaza. Un paso de los suyos equivale exactamente a un paso y medio de los míos. Sin embargo, no me resulta fatigoso ir a su lado. Camina exactamente a la misma velocidad que yo. El día en que mi madre no volvió de caza, caí en la cuenta de que cualquier momento puede ser el último. No debe existir nada en esta vida que sea una mera travesía de un sitio a otro. Cualquier paseo debe andarse como si fuera lo único que a uno le queda en este mundo. Te puedes plantear una exigencia así, como un ideal inalcanzable. Después, estás en el deber de recordártelo a ti misma cada vez que metes la pata. Para mí eso supone unas doscientas cincuenta veces al día. Coge el teléfono enseguida. Me llama la atención lo segura de sí que suena su voz. – ¿Sí? No me presento. – Las 450.000. ¿Quién las pagó? No me pregunta nada. Quizá le han revelado también que la red telefónica puede estar concurrida. Se lo piensa en silencio, durante unos instantes. – Geoinform -me dice entonces-. Así era como se llamaba la sociedad. Tenían dos representantes en la comisión científica. Son los propietarios de una parte de las acciones. Creo recordar que de un cinco por ciento. Lo suficiente como para tener que registrarlo en el Registro Mercantil. La sociedad pertenece a una mujer. El mecánico ha entrado conmigo en la cabina. Esto me hace pensar en tres cosas. La primera es que la ocupa por completo. Como si pudiera, en el caso de que se estirara, sacar los pies y salir andando, con la cabina y conmigo a cuestas. La segunda es que sus manos, contra el cristal que tengo delante, son suaves y limpias. Acostumbradas a trabajar y, sin embargo, suaves y limpias. De vez en cuando trabaja en un taller en la plaza de Toftegaard. Me pregunto a mí misma cómo es posible embadurnarse todo el día de grasa, manejando aceite lubricante y llaves de tubo y, pese a todo, tener las manos tan suaves. La tercera es que soy lo suficientemente honrada como para reconocer que me proporciona cierto placer estar a su lado en esta postura. Tengo que reconvenirme a mí misma para no alargar la conversación únicamente por tal motivo. – He estado pensando en algo que usted me preguntó antes. Acerca de Berlín, tras la guerra. Había un empleado más. Entonces no trabajaba para nosotros. Pero más tarde lo contratamos. No en la cantera, sino aquí, en Copenhague. En calidad de asesor médico. El profesor Loyen. Johannes Loyen. Realizó algunos trabajos para los americanos. Creo que era patólogo. – ¿Cómo te conviertes en profesor, Smila? Sobre un trozo de papel hemos hecho una lista de nombres: está el abogado de la Audiencia Territorial y auditor, señor David Ving. Una persona que sabe hacer malabarismos con los barcos. Encubrir los gastos para fletarlos, por ejemplo. Y enviarlos como regalos de Navidad a los niños groenlandeses. Está Benedicte Clahn. El mecánico la ha encontrado en el listín telefónico. Si es que es ella, claro. Por lo visto vive a doscientos metros de donde nos encontramos ahora. En uno de los almacenes restaurados de la calle Strand. Allí están los pisos de propiedad más caros de Dinamarca. Tres millones de coronas por ochenta y cuatro metros cuadrados. Pero tienen unas paredes de ladrillo de un grosor de metro y medio, contra las que poder estampar la cabeza al calcular el precio por metro cuadrado. Y vigas de pino pomerano de las que colgarse, en caso de que no funcione lo de las paredes. Al lado de su nombre ha anotado un número de teléfono. Después vienen los dos profesores: Johannes Loyen y Andreas Fine Licht. Dos hombres sobre los que sólo sabemos que sus nombres están ligados a las dos expediciones a Gela Alta. Dos expediciones sobre las que tampoco sabemos nada. – Mi padre -le digo- ha sido profesor. Ahora que ha dejado de serlo, dice que los que se convierten en profesores son aquellos que siendo listos no lo son en demasía. – ¿Qué ocurre entonces con aquellos que son Odio tener que citar a Moritz. ¿Qué hacer con las personas cuyas palabras una no desea repetir pero que, sin embargo, son las que han expresado algo de la manera más acertada? – Según él, hay dos opciones: o ascienden hasta las estrellas o se hunden. – ¿Cuál de las dos opciones ha sido la de tu padre? Me veo obligada a pensármelo un rato antes de encontrar una respuesta. – Me parece que más bien se ha quedado en medio -digo finalmente. Escuchamos en silencio los ruidos de la ciudad. Los coches que cruzan el puente. El ruido de los martillos neumáticos del turno de noche en uno de los diques secos de Holmen. El toque de campanas de la iglesia del Redentor. Por lo que dicen, cualquiera que lo desee puede tocar las campanas en el campanario. Francamente, ésa es la sensación que me da. A veces suena como Horowitz. A veces como si hubieran cogido una melopea de espanto en el Café Palizas. – El Registro Mercantil Central -digo-, Lübing dijo que si se quiere saber algo sobre quién controla una sociedad o quiénes son los miembros del consejo de administración, puede consultarse en el Registro Mercantil Central. Disponen de todas las cuentas anuales de las sociedades que cotizan en Bolsa en Dinamarca. – Es-está en la calle de Kampmann. – ¿Cómo lo sabes? -le pregunto. Mira por la ventana. – Presté atención en el colegio. |
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