"La señorita Smila y su especial percepción de la nieve" - читать интересную книгу автора (Høeg Peter)

10

– Polvo eres.

Ocurría que aparecían algunos halcones cuando cazábamos alcas. Primero sólo eran dos puntitos lejanos en el horizonte. Luego, de repente, era como si el monte se disolviera y se elevara en el cielo. Cuando un millón de alcas alzan el vuelo, el espacio se oscurece por un instante, como si el invierno hubiera vuelto de súbito.

Mi madre solía disparar sobre los halcones. Un halcón desciende en picado a doscientos kilómetros por hora. Y acertaba. Les disparaba con un proyectil niquelado de calibre pequeño. Nosotros se los traíamos. Una vez, la bala entró por un ojo y se incrustó en el otro y parecía como si el halcón muerto nos observara con una mirada brillante y perspicaz.

Un taxidermista de la base militar lo disecó. Los halcones son una especie totalmente protegida. En el mercado negro de Estados Unidos o Alemania, una cría de halcón puede venderse por cincuenta mil dólares. Nadie osó nunca sospechar que mi madre hubiera violado la veda.

No los vendía. Los regalaba. A mi padre; a uno de los etnógrafos que se puso en contacto con ella por ser mujer y cazadora a la vez; a uno de los oficiales de la base. Los halcones disecados eran un regalo al mismo tiempo cruel y deslumbrante. Hacía entrega de ellos con solemnidad y una generosidad aparentemente absoluta. Entonces solía dejar caer que le faltaban unas tijeras de sastre. Insinuaba que necesitaba con urgencia setenta y cinco metros de cuerda de nailon. Dejaba entrever que nosotros, sus hijos, agradeceríamos dos juegos de ropa interior térmica.

Siempre obtenía lo que pedía. Envolviendo a su invitado en una cruel red de cortesía comprometedora para ambas partes.

Me avergonzaba de ello aunque también la amara por el mismo motivo. Ésta era su respuesta a la cultura europea. Se abría hacia ella con una cortesía impregnada de pálida premeditación. Y se encerraba a su alrededor, envolviendo todo aquello que podía utilizar. Unas tijeras, una cuerda de nailon, los espermatozoides que llevaron a Moritz Jaspersen hasta su útero.

Por este motivo, Tule nunca llegará a ser un museo. Los etnógrafos han difundido la leyenda sobre la inocencia de Groenlandia del Norte. Un sueño que insiste en que el inuit siga siendo una sencilla efigie en una exposición etnográfica, de piernas arqueadas, bailando al son de los tambores, contando leyendas y perennemente sonriente. En definitiva, el inuit que los primeros exploradores creyeron encontrar al sur de Qaanaaq a finales del siglo pasado. A esos etnógrafos mi madre les dio un pájaro muerto. E hizo que ellos le compraran media tienda. Navegaba en una piragua que había sido construida según las técnicas del siglo xvii, antes de que desapareciera para siempre el arte de las piraguas de Groenlandia del Norte. Sin embargo, utilizaban un bidón de plástico sellado como flotador para cazar.

– …En polvo te convertirás.

Soy capaz de ver lo que hay de acertado en las acciones de los demás. Sin embargo, no soy capaz de acertar yo misma. Isaías estuvo a punto de ser un logro. Hubiera podido llegar a serlo. Hubiera sido capaz de acoger en sí a Dinamarca y transformarla hasta convertirla en un igual.

Encargué que le cosieran un anorak de seda blanca a Isaías. Incluso el dibujo hubiera sido aceptable para los europeos. El pintor Gitz-Johansen se lo había regalado a mi padre. Se lo habían dado a Gitz-Johansen en Groenlandia del Norte mientras estuvo ilustrando la gran enciclopedia de las aves de Groenlandia. Le puse el anorak a Isaías, lo peiné, y entonces lo deposité de pie encima de la tapa de la taza del retrete. Cuando se vio reflejado en el espejo, ocurrió. El tejido tropical, el recogimiento groenlandés al enfundarse en el traje de fiesta, la alegría danesa por el lujo; se fundió en un todo. Quizá también tuviera algo que ver con que se lo había regalado yo.

Un instante más tarde tuvo que estornudar.

– ¡Tápame la nariz!

Se la tapé.

– ¿Por qué? -le pregunté. Solía sonarse la nariz en el lavabo.

En cuanto abrí la boca, sus ojos encontraron mis labios en el espejo. Ocurría con cierta frecuencia que conociera mis pensamientos antes de que yo los pronunciara.

– Cuando annoraaq qaqortoc, cuando llevo puesto el hermoso anorak, no me apetece llenarme los dedos de mocos.

– …Y del polvo resucitarás.

Intento sondear a las mujeres que rodean a Juliana para saber si alguna de ellas está embarazada. De un niño que podría recibir el nombre de Isaías. Los muertos siguen viviendo a través del nombre. Hubo cuatro niñas a quienes llamaron Ane por mi madre. Las he visitado muchas veces y he hablado con ellas para vislumbrar a través o detrás de la mujer que tenía en frente a aquella que me abandonó.

Sacan las cuerdas de las anillas laterales del ataúd. Por un instante, el ansia se apodera de mí como una enfermedad enajenante. Si al menos abrieran el ataúd un momento y me dejaran echarme al lado de su pequeño cuerpo frío, en el que han clavado una aguja, que han abierto y fotografiado y del que han cortado algunas rodajas, cerrándolo de nuevo. ¡Si pudiera, una última vez, notar su erección contra mi muslo, un gesto de erotismo vislumbrado e infinito, el aleteo de unas mariposas nocturnas contra mi piel, insectos oscuros de la felicidad!

Está helando con tanta intensidad que se ven obligados a esperar para poder llenar la fosa, que permanece abierta tras nuestros pasos. El mecánico y yo nos alejamos uno al lado del otro.

Se llama Peter. Hace menos de trece horas que pronuncié su nombre por primera vez.


Dieciséis horas antes era medianoche. En la calle de la Calería. He comprado doce sacos de plástico enormes, cuatro rollos de cinta adhesiva, cuatro tubos de cola instantánea y una linterna de mano Maglite. He abierto los sacos con unas tijeras, los he colocado de dos en dos y los he pegado. Lo he metido todo en mi bolso Louis Vuitton.

Llevo un par de botas de caña alta, un jersey rojo con cuello cisne, unas pieles de foca de Groenlandia y una falda escocesa del Scotch Corner. Sé por experiencia que es mucho más fácil eludir cualquier cosa con algunas explicaciones cuando vas bien vestida.

Lo que ocurre a continuación carece, en cierto modo, de elegancia.

Toda la superficie de la fábrica está rodeada por una reja de tres metros y medio de altura coronada por una sola hilera de alambre de púas. En mi mente llevo impresa una entrada que se encuentra en la parte trasera y que da a la calle de la Calería y a las vías del tren. La he visto antes.

Lo que antes no había advertido es el cartel que anuncia que la Central Danesa de Pastores Alemanes está en guardia. Puede no significar nada. Al fin y al cabo se cuelgan muchos carteles con el único fin de mantener una buena atmósfera. Por lo que le doy unas patadas a la entrada. Cinco segundos después aparece un perro delante de la reja. Probablemente un pastor alemán. Parece algo que ha estado tirado delante de una puerta para que la gente tuviera algo en que limpiarse los zapatos. Quizás ésta sea la explicación de su mal humor.

Hay gente en Groenlandia que sabe cómo manejar a los perros. Mi madre sabía. Antes de que llegaran a ser corrientes las cuerdas de nailon, utilizábamos correas hechas de tiras de piel de foca como cuerdas de tiro en los trineos. Los demás tiros de perros solían comerse los correajes. Nuestros perros no lo hicieron nunca. Mi madre lo había prohibido.

También hay otras personas que han nacido con miedo a los perros y nunca lo superan. Yo soy una de ellas. Por lo tanto vuelvo al Strandboulevard y tomo un taxi de vuelta a casa.

No voy a mi piso. Voy al de Juliana. De su nevera saco medio kilo de hígado de bacalao. Un amigo que tiene en el mercado de pescado le regala los hígados que revientan. Del botiquín del baño de Juliana saco medio frasco de Rohypnol y me lo meto en el bolsillo. Hace poco que se lo recetó su médico. Ella los vende. Estas pastillas tienen buena acogida entre los drogadictos. Y ella emplea el dinero conseguido con la venta en comprar su propia droga, aquella que timbran las autoridades aduaneras.

La compilación de Rink incluye un cuento del oeste de Groenlandia sobre un espíritu intimidatorio que no puede dormir, y debe velar eternamente. Seguro que todavía no ha probado el Rohypnol. La primera vez que lo pruebas, media pastilla te sume en el coma más profundo.

Juliana deja que me aprovisione. Ha renunciado a todo, incluso a hacerme preguntas.

– ¡Te has olvidado de mí! -grita a mis espaldas.

Vuelvo en taxi a la calle de la Calería. Es inevitable, el coche empieza a oler a pescado.

De pie, a la luz del viaducto que llega al puerto franco, machaco las pastillas y las mezclo con el hígado. Ahora yo también huelo a pescado.

Esta vez no hace falta que llame al perro. Está allí, delante de la reja, esperándome. Ha estado deseando que volviera. Le lanzo el hígado por encima de la reja. Se oye hablar tanto del sentido del olfato refinado de los perros. Estoy preocupada. A lo mejor es capaz de detectar las pastillas. Mis preocupaciones son desmentidas. Se traga el hígado como si fuera un aspirador.

Nos quedamos esperando, el perro y yo. Él espera que le llegue más hígado. Yo espero ver lo que la industria medicinal es capaz de hacer por los animales insomnes.

En ese mismo instante aparece un coche. Una furgoneta de la Central Danesa de Pastores Alemanes. No hay ningún sitio donde esconderse ni forma alguna de disimular en la calle de la Calería, por lo que decido quedarme allí mismo. Un hombre de uniforme baja del coche. Intenta hacerse una idea de mí pero por lo visto no llega a ninguna conclusión que le satisfaga. ¿Una mujer sola enfundada en pieles a la una de la noche en las afueras de Oesterbro? Abre la reja y le pone la correa al perro. Lo saca a la acera. El perro me gruñe de una manera amenazante. De repente, sus piernas se convierten en goma y está a punto de tropezar. El guardia lo mira preocupado. El perro lo mira con ojos implorantes. Entonces el guardia abre la puerta trasera de la furgoneta. El perro logra meter las patas delanteras pero el guardia se ve obligado a empujarlo los últimos centímetros. Está extrañado. Pero arranca el coche y desaparece. Y me deja a mí con mis cavilaciones respecto a la manera de trabajar de la Central Danesa de Pastores Alemanes. Acabo pensando que sueltan los perros un poco al azar, de vez en cuando, y por poco tiempo en cada lugar. Ahora el guardia va de camino a un nuevo rincón en el que soltar al perro. Espero que el perro encuentre un sitio blando donde echarse a dormir.

Meto la llave en el cerrojo. Sin embargo, la reja no se abre. Puedo imaginarme lo que debe de haber ocurrido. Elsa Lübing siempre iba a trabajar a una hora en la que había un portero para abrirle la puerta. Por eso no sabe que en los accesos de la periferia se utiliza otro sistema de llaves.

No voy a tener más remedio que forzar la reja. Tardo muchísimo tiempo. Y acabo lanzando las botas por encima de la alambrada. Me dejo buena parte de la piel de foca enganchada en el camino.

Sólo necesito echarle un vistazo a un mapa una vez y el paisaje surge y sobresale del papel. No es algo que haya aprendido. Naturalmente he tenido que adaptarme y aprender cierta nomenclatura, cierto sistema de signos. Las curvas de nivel punteadas en los planos topográficos del Instituto Geodésico. Las parábolas verdes y rojas en los planos del Ejército sobre las zonas cubiertas por el hielo. Las fotografías blanquinegras en forma de disco del radar de banda X. Imágenes multiespectrales del Landsat 3. Las tarjetas de sedimentación de color caramelo de los geólogos. Las fotografías térmicas rojas y azules. Pero, en el fondo, ha sido como aprender un nuevo alfabeto para, acto seguido, olvidarlo en cuanto se empieza a leer. El texto sobre el hielo.

Había un plano de la Sociedad Criolita Danmark en el libro del Instituto Geológico. Un plano catastral, una fotografía aérea y un plano del edificio. Ahora que me encuentro en el lugar, sé cómo era todo antes.

En la actualidad es un edificio en demolición. Oscuro como un agujero, con motas blancas donde la nieve se ha arremolinado en cúmulos.

He entrado por lo que antaño era la parte posterior de la nave en la que solía almacenarse la criolita en bruto. Quedan los pilares. Un campo de fútbol abandonado de hormigón helado. Busco las vías del ferrocarril. Y en ese mismo instante tropiezo con las traviesas. Los raíles de la vía por la que transportaban el mineral desde el muelle de la sociedad. La silueta que aparece en la oscuridad son los cobertizos de los albañiles, donde antes se encontraban la forja, la estación de máquinas y el taller de carpintería. Un sótano lleno de cascotes fue, en su día, el sótano de la cantina. La superficie de la fábrica está cortada por la calle de Svaneke. Al otro lado de la calle hay una hilera de bloques de viviendas, llenas de estrellas navideñas eléctricas, velas, un montón de madres, de padres y niños. Y debajo de sus ventanas, los dos edificios alargados donde se encuentran los laboratorios todavía sin demoler. ¿Será una metáfora de la relación de Dinamarca con su antigua colonia? ¿La desilusión, la resignación, el repliegue? ¿Y de la conservación de la última sujeción administrativa: el control de la política exterior, el subsuelo, los intereses militares?

Ante mis ojos, contra la luz del Strandboulevard, la casa parece un pequeño palacio.

Es un edificio angular. La entrada se encuentra al final de unas escaleras de granito en forma de abanico, que ascienden por el ala del Strandboulevard. Esta vez la llave sí encaja.

La puerta conduce a un pequeño vestíbulo cuadrado, de losas de mármol blancas y negras y una acústica con eco, no importa lo sigilosa que intente ser. Desde aquí, unas escaleras llevan a la oscuridad del sótano y otras, hacia arriba, al nivel desde donde Elsa Lübing hizo valer sus influencias durante cuarenta y cinco años.

Las escaleras suben hasta una puerta de doble hoja. Detrás de ésta se abre una sala grande que debe cubrir toda la superficie del ala. Hay ocho escritorios, seis ventanas que dan a la calle, archivos, teléfonos, ordenadores, dos fotocopiadoras, estanterías metálicas repletas de carpetas de plástico rojas y azules. En una pared, un mapa de Groenlandia. Sobre una mesa larga, una máquina de café y varias tazas. En la esquina, una caja fuerte eléctrica cuya pequeña pantalla resplandece en la habitación con la palabra «closed».

Al fondo distingo un escritorio un poco apartado de los demás que es un poco más grande. Han colocado un cristal sobre la mesa. Encima del tablero, alguien ha dejado un crucifijo. Nada de despacho privado para el jefe de contabilidad. Simplemente un escritorio en la sala común. Como en la primitiva Iglesia.

Me siento en su silla de respaldo alto. Para intentar entender cómo debe de haberse sentido al permanecer sentada, durante cuarenta y cinco años, entre impresos bancarios y gomas de borrar, mientras una parte de su conciencia sobresalía en una dimensión espiritual en la que ardía con fuerza una luz que la hacía encogerse amablemente de hombros ante el amor terrenal. Ese amor que para todos nosotros es una mezcla de la catedral de Nuuk y la posibilidad de una tercera guerra mundial.

Poco después me levanto sin haber logrado encontrar una respuesta.

Las ventanas tienen las persianas echadas. La luz amarilla, que entra en forma de rayas desde el Strandboulevard, inunda suavemente la habitación. Introduzco la fecha en que la nombraron jefa de contabilidad. El 17 de mayo de 1957. La puerta de la caja fuerte se abre hacia fuera con un zumbido. No tiene ninguna manivela, sólo una ranura en la que agarrarse y contra la que empujar.

Sobre estrechos estantes metálicos están las cuentas de la Sociedad Criolita desde 1885, año en el que se separó de la Sociedad Oresund por concesión estatal. Quizás unos seis libros por año. Cientos de folios encuadernados en piel de topo gris con letras impresas en rojo. Un fragmento de la historia. Sobre la inversión política y económica más importante y provechosa llevada a cabo en Groenlandia.

Saco un tomo rotulado con el año 1991 y paso las páginas al azar. «Salarios», «pensiones», «limpieza», «gastos de viaje», «beneficios de los accionistas», «pagos al Laboratorio Químico de Struer».

En la pared interior derecha de la caja fuerte cuelga una hilera de llaves. Encuentro la que está marcada con «archivo».

Al cerrar la puerta de la caja fuerte, los números del display desaparecen uno detrás de otro y, cuando abandono la sala, adentrándome en la oscuridad, vuelve a aparecer la palabra «closed».

La primera habitación del archivo ocupa la totalidad del sótano de una de las alas del edificio. Es una cámara repleta de estanterías de madera, cantidades interminables de papel para borradores con cubiertas de papel de embalar y rebosante de aquel aire que siempre está latente en los grandes desiertos de papel: aire cansino y falto de humedad.

La otra habitación es perpendicular a la primera. Tiene el mismo número de estanterías pero, además, unos armarios con archivadores de planos topográficos, un archivo colgante con cientos de planos, algunos metidos en tubos de latón, y una construcción de madera, cerrada con llave, que parece un ataúd de diez metros de largo. Debe de ser ahí donde duermen los testigos de sondeo.

La sala tiene en lo alto dos ventanas que dan al Strandboulevard, y cuatro que dan al solar donde antes se levantaba la fábrica. Es el momento para el trabajo preparatorio de las bolsas de plástico. He pensado cubrir los cristales de las ventanas para así poder encender la luz.

Hay chicas que pintan ellas mismas sus atractivas buhardillas, tapizan sus muebles o limpian con chorro de arena sus fachadas.

Yo siempre he llamado a un especialista. O he esperado al año siguiente.

Las ventanas son muy grandes, con barras de hierro que cubren los cristales por dentro. Tardo tres cuartos de hora en oscurecer los seis ventanales.

Una vez acabada esta tarea, no me atrevo, sin embargo, a encender la luz eléctrica y me conformo con la linterna que he traído.

Es imprescindible que impere un orden de lo más estricto en un archivo. Los archivos son, en definitiva, la cristalización del deseo de mantener el pasado ordenado. Para que jóvenes dinámicos y atareados puedan llegar, deslizándose, encontrar un asunto concreto, un testigo de sondeo en especial y volver a salir con pasos ligeros, con justamente aquel fragmento del pasado que buscaban.

Sin embargo, este archivo deja bastante que desear. No hay ni un solo cartelito en los estantes. No hay números, ni fechas, ni letras en el lomo de las carpetas que contienen el material archivado. Y, al meter la mano un par de veces al azar, saco Coal petrographic analyses on seams from Atâ (low group profiles), Nûgssuaq, West Greenland y Sobre el uso de la criolita en bruto transformada para la fabricación de bombillas eléctricas así como Delimitaciones en relación con la parcelación de 1862.

Subo a hacer una llamada telefónica al piso de arriba. Siempre me ha parecido raro, incluso incorrecto, llamar por teléfono. Sobre todo si la llamada se hace desde el lugar de los hechos. Como si hubiera conseguido línea directa con la comisaría de policía y así poder entregarme yo misma.

– Elsa Lübing al aparato, ¿dígame?

– Estoy aquí, entre montañas de papeles, intentando recordar dónde pone aquello de que incluso los elegidos corren el riesgo de ser llevados al engaño.

Primero se queda callada, luego ríe.

– Mateo. Pero quizá sea más apropiado para este caso el pasaje de Marcos en el que Jesús dice: «Estáis en error, por no conocer las Escrituras ni el poder de Dios».

Nos reímos juntas en el teléfono.

– Declino toda responsabilidad -me dice-. Ya he solicitado la puesta en marcha de una verificación y posterior sistematización de los archivos de los últimos treinta y cinco años.

– Me alegra saber que exista algo que no haya logrado.

Se produce un silencio en el auricular.

– ¿Dónde? -le pregunto.

– Hay dos estantes encima del banco, o mejor dicho, la caja grande de madera. Allí se encuentran los informes de las expediciones. Están ordenados alfabéticamente según el mineral que se haya buscado. Los tomos que están al lado de la ventana comprenden los viajes que tenían un objetivo tanto geológico como histórico. El que usted busca tiene que ser uno de los últimos.

Está a punto de colgar.

– Señorita Lübing -le digo.

– Sí.

– ¿Tuvo alguna vez una baja por enfermedad?

– El Señor me ha protegido.

– Lo sabía -le digo-. Tenía ese presentimiento.

Colgamos las dos.

No tardo ni dos minutos en encontrar el informe. Lo han metido en una carpeta negra de anillas. Tiene cuarenta folios, numerados en la esquina inferior derecha.

El informe está listo para meterlo en mi bolsillo. Luego tendré que quitar el plástico negro de las ventanas y desaparecer lo antes posible por la calle de la Calería sin dejar rastro.

Sin embargo, soy incapaz de controlar mi curiosidad. Me llevo el informe a la esquina más alejada de la habitación y me siento en el suelo con la espalda apoyada contra una estantería. Ésta cede bajo mi peso. Es una estantería de madera muy frágil. Por lo visto nunca creyeron que el archivo acabaría siendo tan grande. Que Groenlandia fuera tan sorprendentemente inagotable. Se han limitado a ir añadiendo. Añadiendo rastros del tiempo sobre un esqueleto frágil de madera.

«La expedición geológica de la Sociedad Criolita Danmark a Gela Alta, julio-agosto de 1991», reza la portada. Echo una leve ojeada a las primeras páginas que, a modo de introducción, explican el objetivo de la expedición: «Examinar los yacimientos de cristales de rubí maclado en el glaciar Barren en Gela Alta». El texto también menciona los cinco expedicionarios europeos. Entre ellos, un profesor de etnología ártica, el doctor Andreas Fine Licht. El nombre hace sonar una campanilla en lo más profundo de mí. Sin embargo, imagino que su presencia explica que en la parte inferior del folio se especifique que la expedición está respaldada por el Instituto de Etnología Artica.

Después viene un informe con una parte redactada en inglés y otra en danés. También lo leo por encima. Relata una expedición de rescate en helicóptero desde Holsteinsborg hasta el glaciar Barren. El helicóptero no pudo acercarse mucho, por el riesgo de que el ruido del motor provocara aludes. Por esta razón, tuvo que desistir y, en su lugar, enviaron un Cherokee Six 3000, algo que, francamente, no sé qué debe ser, aunque parece que aterrizó sobre el agua con un piloto, un navegador, un médico y una enfermera a bordo. Incluye un pequeño informe de la tripulación de rescate y un certificado médico del hospital. Hubo cinco muertos. Un finlandés y cuatro esquimales. Uno de los esquimales se llamaba Norsaq Christiansen.

Los anexos ocupan veinte páginas. Una relación de los testigos de sondeo recogidos. Las cuentas. Una extensa serie de fotografías en blanco y negro, tomadas desde un avión, en las que se muestra un glaciar que se divide y fluye alrededor de una roca clara en forma de cono.

Un portafolios transparente contiene copias de aproximadamente una veintena de cartas, todas relativas al transporte de los cadáveres.

El conjunto parece sobrio y correcto. Trágico pero, sin embargo, nada del otro mundo, algo que podía ocurrir. Nada que pueda explicar de manera satisfactoria que un niño pequeño, dos años más tarde, se haya caído desde un tejado en Copenhague. Por un momento llego a pensar que el resto ha sido fruto de mi imaginación. Que me he perdido. Que todo ha sido una telaraña de suposiciones tejida por mí misma.

Sólo ahora empiezo a percatarme de lo cargada de pasado que está la sala. Cargada de hileras de días, hileras de números, hileras de hombres y mujeres que cada día, año tras año, han comido en la cantina sus cuatro medias rebanadas de pan negro con fiambres y se han partido una cerveza hof con Amanda. Y nunca más de una, salvo por Navidad, cuando el laboratorio suele poner un cuarto de bombona de alcohol de 96° a macerar con comino para la comida navideña. El archivo me grita que todos estaban satisfechos. Y era exactamente lo mismo que ponía en el libro de la biblioteca y lo que también le dijo Elsa Lübing: «Estábamos satisfechos. Era un buen centro de trabajo».

Como tantas otras veces, siento un tirón en el pecho, deseando haber estado allí, haber tomado parte. En Tule y en Siorapaluk nadie preguntaba qué hacían los demás, porque todos eran cazadores, todos trabajaban y tenían algo que hacer. En Dinamarca se es asalariado y eso te ofrece una sensación de plenitud: le da un sentido a la vida el saber que ahora te arremangas, te pones el lápiz detrás de la oreja, te calzas las botas de agua y te vas a trabajar. Y cuando acabas de trabajar por la tarde, ves la televisión o les haces una visita a los amigos, o juegas a bádminton o haces un cursillo de formación suplementaria en Comal 80. Desde luego, nadie se dedica a la vida subterránea, a merodear debajo del Strandboulevard en mitad de la noche, a pocos días de Navidad.

No es la primera ni la última vez que tengo este tipo de pensamientos. ¿Qué es lo que nos hace ir en busca de la depresión?

Cuando cierro el informe, me viene un pensamiento a la mente. Lo vuelvo a abrir por el apartado médico. Allí veo algo. Y entonces es cuando tengo la certeza de que ha valido la pena.

He visto amigas en Groenlandia que, justo después de quedar embarazadas, se volvían prudentes y se cuidaban como no lo habían hecho hasta entonces. Esta misma sensación es la que ahora me embarga. A partir de este mismo momento deberé cuidar mucho de mí misma.

El tráfico ha cesado. No llevo reloj pero supongo que deben de ser cerca de las tres. Apago la linterna.

El edificio está en silencio. De repente, en medio del silencio, suena un ruido extraño. Parece demasiado próximo como para venir de la calle. Pero es tan débil como un susurro. Desde donde estoy sentada, el vano de la puerta que comunica con la primera sala es un rectángulo gris débilmente luminoso. Por un instante está allí, al siguiente ha desaparecido. Alguien ha entrado en la habitación, alguien que con su cuerpo tapa la luz.

Cambiando la postura de la cabeza, consigo seguir un movimiento que se desliza a lo largo de las estanterías. Me quito las botas. No me convienen si tengo que correr. Me pongo en pie. Girando de nuevo la cabeza consigo ver una silueta ligeramente iluminada en el marco de la puerta.

Creemos que existe un límite en el miedo. Sin embargo, sólo es así hasta que nos encontramos con lo desconocido. Todos disponemos de cantidades ilimitadas de terror.

Me agarro y vuelco una de las estanterías sobre él. Un momento antes de que la estantería se precipite, cae el primero de los cuadernos. Eso advierte al intruso del peligro, y le permite levantar las manos y detener la caída de la estantería. Primero se oye un ruido, como si se le rompieran los huesos del antebrazo. Acto seguido suena un estruendo como si cayeran quince toneladas de libros al suelo. No puede soltar la estantería, que reposa pesadamente sobre él. Y, lentamente, sus piernas empiezan a flaquear.

Se ha difundido entre la gran mayoría de la población la idea errónea de que la violencia siempre favorece al físicamente más fuerte. No es verdad. El desenlace de una pelea es una cuestión de velocidad en los primeros metros. Cuando me trasladé al colegio de Skovgaard, tras medio año en el de Rugmarken, me encontré por primera vez con la clásica persecución danesa contra las personas diferentes. Del lugar de donde venía, todos habíamos sido extranjeros y nos encontrábamos en la misma situación. En mi nueva clase, yo era la única que tenía el pelo negro y un danés torpe. Había sobre todo un chico de los cursos superiores que era realmente bruto y despiadado. Me enteré de dónde vivía. Un día me levanté muy temprano por la mañana y me puse a esperarle allí donde solía cruzar la calle de Skovshoved. Me aventajaba en quince kilos. Sin embargo, no tenía ni la más mínima posibilidad de vencerme. Nunca tuvo aquel par de minutos que necesitaba para transportarse a sí mismo al estado de trance requerido en estas situaciones. Le golpeé frontalmente en la cara, rompiéndole la nariz. Entonces le di una patada, primero en la rodilla izquierda y luego en la derecha, con el fin de tenerlo a una altura más operativa. Necesitaron darle doce puntos para ponerle el tabique nasal en su sitio. En realidad, nadie llegó a creer que hubiera sido yo la causante de tanto destrozo.

Tampoco en esta ocasión me quedo mirando, hurgándome las narices mientras espero que llegue Navidad. Descuelgo de la pared uno de los tubos de latón con cincuenta planos topográficos y le golpeo con todas mis fuerzas en la nuca.

Se desvanece al instante. Sobre él cae entonces la estantería. Aguardo. Puede que haya traído amigos consigo. O un perrito. Sin embargo, no se oyen otros ruidos, salvo su respiración, que surge de debajo de treinta metros de estanterías.

Entonces ilumino su cara con la linterna. Está cubierta por el polvo de los libros. El golpe le ha reventado el lóbulo de la oreja. Lleva unos pantalones deportivos negros, un jersey azul oscuro, una gorra de lana negra, mocasines azules y mala conciencia. Es el mecánico.

– Peter -digo-. Peter el Torpe.

No puede contestarme desde debajo de la estantería. Intento moverla pero es imposible.

Es necesario dejar de lado las medidas profesionales de seguridad y encender la luz. Me lanzo a quitar papeles, libros, carpetas, informes y sujetalibros de acero macizo de la estantería. Tengo que despejar tres metros. Tardo un cuarto de hora. Entonces puedo levantarla un centímetro y él es capaz de arrastrarse hasta la pared, allí se sienta y repasa su cráneo con las manos.

Ahora, y no antes, empiezan a temblarme las piernas.

– Tengo trastornos visuales -dice-. C-c-creo que tengo una conmoción cerebral.

– Esperemos que sea así -le contesto.

Todavía tarda un cuarto de hora en levantarse. E, incluso entonces, se parece a Bambi sobre el hielo. Tardamos media hora más en levantar la estantería. Primero hay que sacar todos los papeles antes de levantarla y, posteriormente, volverlos a colocar en su sitio. Llego a tener tanto calor que me veo obligada a quitarme la falda y seguir trabajando en leotardos. Él deambula con los pies descalzos y el torso desnudo mientras le vienen frecuentes olas de calor, de sudor frío junto con ataques de mareo. Tiene que tomarse un descanso. El susto y las preguntas sin contestar continúan suspendidas en el aire mezcladas con el polvo, suficiente como para llenar un cajón de arena para que jueguen los niños.

– Huele a pescado, Smila.

– Hígado de bacalao -le contesto-. Por lo visto es muy sano.

Me observa sin decir palabra mientras abro la caja fuerte y cuelgo la llave del archivo en su sitio. Salimos. Me lleva hasta una puerta de la reja que da a la calle de Svaneke. Está abierta. Una vez fuera, se inclina sobre la cerradura y ésta hace un clic.

Su coche está aparcado en la siguiente calle. Tengo que sostenerle con una mano. En la otra, llevo una bolsa de basura industrial llena de bolsas de basura industriales. Un coche patrulla pasa a nuestro lado lentamente. Pasa de largo sin detenerse. ¡Se ven tantas cosas en la calle a estas horas! Hay que dar un margen para que la gente se lo pase bien a su manera.

Me ha contado que anda detrás de que le admitan su coche en un museo de autos antiguos. Es un Morris 1000 del 61, según me dice. Con asientos de piel roja, capota y panel de mandos de madera.

– No puedo conducir -añade.

– Yo no tengo carnet.

– ¿Pero has conducido antes?

– Vehículos de orugas sobre el Indlandsis.

A pesar de todo, no está dispuesto a someter su coche a tal experiencia, por lo que él mismo conduce. Su enorme cuerpo apenas cabe tras el volante. La capota está plagada de agujeros y tenemos mucho frío. Desearía que hubiera logrado, hace ya mucho tiempo, colocarlo en un museo.


La temperatura ha bajado desde los cero grados hasta la helada y, de camino a casa, empieza a nevar. A nevar qanik, nieve en polvo de finos copos.

El alud más peligroso de todos es el alud de nieve en polvo. Lo provocan desviaciones energéticas muy pequeñas, como por ejemplo un sonido agudo. Tiene una masa muy pequeña, pero, aun así, se desplaza a doscientos kilómetros por hora arrastrando consigo un vacío fatal. Hay gente cuyos pulmones han sido aspirados por un alud de nieve en polvo.

A pequeña escala, fue ese tipo de alud el que se produjo en el tejado empinado y resbaladizo desde donde cayó Isaías, tejado en el que me obligo a fijar la vista. Una de las cosas que se aprenden de la nieve es de qué modo las grandes fuerzas y catástrofes siempre están presentes a escala reducida en la vida cotidiana. No ha pasado ni un solo día de mi vida adulta en el que no me haya asombrado de la falta de entendimiento entre daneses y groenlandeses. Naturalmente, los groenlandeses son los que se llevan la peor parte. Es poco saludable para el funámbulo ser mal interpretado por aquel que sostiene la cuerda. Y, francamente, la vida de los inuits en este siglo ha sido como el funambulismo, sobre una cuerda que en un extremo estaba sujeta al país más difícilmente habitable del planeta, con el clima más duro y oscilante del mundo, y en el otro, a la administración danesa.

Ésta es, en definitiva, la perspectiva general. La pequeña, la cotidiana, es que yo he vivido durante un año y medio en el piso de encima del mecánico y he hablado con él innumerables veces y él me ha arreglado el timbre de la puerta y le ha puesto parches a los neumáticos de mi bicicleta y yo le he ayudado a él, revisando las faltas de ortografía de una carta dirigida a la constructora del edificio en que vivimos. Encontré veinte faltas de ortografía en veintiocho palabras. Es disléxico.

Deberíamos bañarnos y quitarnos el polvo y la sangre y el olor a hígado de bacalao. Pero estamos unidos por lo que ha ocurrido. Por ello nos metemos juntos en su piso, donde nunca antes había estado.

El orden reina en el salón. Los muebles son de madera clara tratados con chorro de arena y luego con sosa, y están cubiertos de cojines y de mantas lanosas para caballos. Hay candelabros con velas, una estantería con libros, un tablón en la pared con fotografías y dibujos de los hijos de algunos amigos. «Para Peter el Grande, de parte de Mara, cinco años.» Unos rosales en jardineras de porcelana lucen flores rojas y parece que alguien los riega y habla con ellos prometiéndoles que nunca pasarán unas vacaciones en mi casa, donde, por alguna extraña razón, el clima es perjudicial para las plantas verdes.

– ¿C-café?

El café es veneno. A pesar de ello, me entran unas ganas repentinas de revolcarme en el fango y le digo que sí, gracias.

Estoy en el vano de la puerta, observándole mientras hace el café. La cocina es toda blanca. Se ha puesto en el centro, como un jugador de bádminton en la pista, para no tener que desplazarse más de la cuenta, economizando sus movimientos. Tiene un pequeño molinillo de café eléctrico. En él muele primero una cantidad considerable de granos de café claritos y, después, otros que son pequeños, casi negros y relucientes como el cristal. Mezcla los granos molidos en un pequeño embudo de metal, lo monta en una cafetera exprés y la coloca sobre un fogón de gas.

En Groenlandia se adquieren unas costumbres cafeteras desastrosas. Yo suelo echar leche caliente directamente sobre el Nescafé. Y tampoco considero mis hábitos mejores que la práctica común de diluir el soluble en el agua caliente según sale del grifo.

Vierte una tercera parte de nata montada y dos terceras partes de leche entera en dos vasos largos con asa.

Echa el café de la cafetera, negro y espeso como el petróleo crudo. Entonces con el vapor de la máquina hace espuma en la leche y distribuye el café en los dos vasos.

Nos llevamos el café al sofá. Sé apreciar cuándo alguien me sirve algo bueno. En los vasos largos, la bebida es oscura como la madera vieja de roble y desprende un aroma abrumador, casi tropical.

– Te seguí -me dice.

El vaso está ardiendo. El café hirviendo. Normalmente, las bebidas calientes pierden temperatura al ser trasvasadas. Sin embargo, el vapor ha calentado los vasos con la leche hasta 100 grados.

– La puerta está abierta. Y yo entro, claro. ¿Quién iba a suponer qu-que tú estarías sen-sentada en la oscu-curidad esperándome?

Sorbo cuidadosamente la superficie de la bebida. Está tan fuerte, que los ojos se me llenan de agua y, de repente, noto mi corazón.

– Estuve meditando sobre lo que dijiste en el tejado. Sobre las huellas.

Tartamudea ligeramente. Pero de vez en cuando, el tartamudeo desaparece por completo.

– Éramos amigos. ¡Era tan pequeño! Sin embargo, éramos buenos amigos. No solíamos hablar mucho. Pero nos divertíamos. No sabes cuánto. Ha-hacía muecas. Metía la cabeza entre las manos. Cuando la volvía a levantar, parecía un mono, viejo y enfermo. Volvía a esconder la cabeza. La levantaba. Parece un conejo. Otra vez lo mismo, y aparecía el monstruo de Frankenstein. Yo acababa de rodillas, suplicándole que parara, que la risa no me dejaba respirar. Le dabas un trozo de madera y un escoplo. Dale un cuchillo y un trozo de esteatita. Sentado, peleándose y gruñendo como un oso. De vez en cuando decía algo, casi siempre en groenlandés. Hablaba consigo mismo. Estamos sentados trabajando. Cada uno con lo suyo, separados pero, sin embargo, juntos. Yo pienso en lo maravilloso que es que él sea de esta manera, teniendo la madre que tiene.

Hace una larga pausa con la esperanza de que yo le releve. Pero no acudo en su ayuda. Ambos sabemos que soy yo la que tiene derecho a recibir una explicación.

– Entonces una tarde estamos sentados en el sótano como de costumbre. Y llega Petersen, el portero. Tiene sus damajuanas de vino en la escalera, cerca del termostato. Viene a por su vino de albaricoque. Porque normalmente no suele estar en el sótano a esas horas. Allí está su voz grave. Y sus zuecos. Y entonces es cuando bajo la mirada y veo al niño. Está allí, totalmente encogido. Como un animal. Con el cuchillo que tú le regalaste en la mano. Todo su cuerpo está temblando. Tiene una pinta peligrosísima. Incluso después de asegurarse de que sólo era Petersen, siguió temblando. Lo pongo sobre mis rodillas. Por primera vez. No quiere irse a casa. Lo tra-traigo hasta aquí. Lo acuesto en el sofá. Estoy un rato pensando en llamarte, pero, francamente, ¿qué iba a decirte? No nos conocemos. Se queda a dormir en mi casa. Yo me quedo velando toda la noche en el sofá. Cada cuarto de hora se levanta como empujado por un resorte, temblando y llorando.

No es ningún orador. En estos cinco minutos, me ha dicho más cosas que en el último año y medio. Se ha descubierto tanto que me es imposible mirarle directamente y fijo la mirada en el café. Se ha creado una superficie de pequeñas burbujas claras que atrapan la luz, refractándola en rojo y violeta.

– Desde ese día me viene la idea de que tiene miedo de algo. Eso que dices de las huellas no deja de darme vueltas en la cabeza. Y decido vigilarle un poco. Tú y el Barón os entendéis, o, mejor dicho, os entendíais mutuamente.

Isaías había llegado a Dinamarca un mes antes de que yo me mudara al piso. Juliana le había comprado un par de zapatos de charol. Los zapatos de charol se consideran finos en Groenlandia. No conseguía meter sus pies en forma de abanico en los zapatos estrechos. Pero Juliana había conseguido encontrar un par con forma ortopédica. Desde entonces, el mecánico llamaba a Isaías «el Barón». Cuando un apodo se le queda colgado a alguien es porque ha alcanzado una verdad más profunda. En este caso se trataba de la dignidad y el aplomo de Isaías. Que tenía que ver con su capacidad para ser autosuficiente. Había muy poco que necesitara recibir del mundo exterior para poder sentirse satisfecho.

– Por pura casualidad te he visto subir al piso de Juliana y marcharte. Te he seguido sigilosamente con el Morris. He visto cómo has dado de comer al perro. Cómo has saltado al otro lado de la verja. Entonces yo abrí la otra.

Así de fácil y sencilla es la explicación. Él escucha algo, ve un poco, me sigue, abre una verja, recibe un golpe contundente en la cabeza y, aquí estamos, sentados en el sofá. Ningún misterio, nada nuevo e inquietante bajo el sol.

Me lanza una sonrisa torcida. Yo se la devuelvo. Nos quedamos así sentados, tomando café y sonriéndonos. Ambos sabemos que yo sé que él miente.

Le hablo de Elsa Lübing. De la Sociedad Criolita Danmark. Del informe que tenemos sobre la mesa, delante de nosotros, en una bolsa de plástico.

Le hablo de Ravn. Que no trabaja exactamente donde se suponía que trabajaba, sino en otro sitio.

Él permanece sentado, con la mirada clavada en el suelo, mientras yo continúo hablando. Encorvado, inmóvil.

Está oculto, está en el límite de la conciencia. Pero ambos nos percatamos de que estamos participando de un trueque. De que estamos intercambiando, con una desconfianza mutua y profunda, aquella información que nos vemos obligados a dar para poder recibir otra a cambio.

– Y también está el a-abogado.

Del exterior del puerto llega la luz, como si hubiera estado durmiendo en los canales, bajo los puentes, desde donde ahora, vacilante, se yergue sobre el hielo que empieza a brillar. En Tule, la luz volvía en septiembre. Durante semanas, antes de que pudiéramos ver el sol, mientras estaba muy por debajo de las montañas y vivíamos en la oscuridad, sus rayos caían sobre Pearl Island, a cien kilómetros de la costa, haciéndola arder como un cristal de nácar rosado. Entonces estaba segura, a pesar de lo que dijeran los adultos, de que el sol había estado hibernando, durmiendo en el mar, y que entonces estaba a punto de despertar.

– Todo empezó cuando vi el coche, un BMW rojo, en la calle Strand.

– ¿Sí? -digo.

Creo que los coches de la calle Strand cambian cada día.

– Sí, era la segunda vez. Venía a recoger al Barón. Cuando éste volvía, no había quien le hablara.

– No -digo.

A las personas lentas hay que darles todo el tiempo del mundo.

– Entonces un día abro el coche y miro en la guantera. Yo llevaba una herramienta. Abogado. Se llamaba Ving.

– Puede que te equivocaras de coche.

– Flores. Son como las flores. Cuando se es jardinero. Yo veo un coche una o dos veces y me acuerdo. Como tú misma con la nieve. Como tú, cuando estábamos allí en el tejado.

– Quizá me equivocara.

Niega con la cabeza.

– Os vi más de una vez, a ti y al Barón, jugar a los saltos.

Gran parte de mi infancia transcurrió jugando a este juego. Todavía sigo jugando con frecuencia en mis sueños. Uno hace un salto sobre una superficie de nieve sin estrenar, y a continuación añade otras pisadas. Los demás esperan de espaldas. Después, con las huellas como referencia, hay que reconstruir el primer salto. Isaías y yo solíamos jugar a este juego. Solía acompañarlo a la guardería. Solíamos llegar una hora y media tarde. Me reñían. Alegaban que una guardería no puede funcionar si los niños van llegando a trompicones a lo largo del día. Pero nosotros éramos felices.

– Saltaba como un saco de pulgas -dice el mecánico con voz soñadora-. Porque era astuto. Da una vuelta y media en el aire y aterriza sobre un solo pie. Pisa sobre sus propias huellas.

Me mira, agitando la cabeza.

– Pero cada vez, cada vez lo adivinabas.

– ¿Cuánto tiempo solían estar fuera?

Los martillos neumáticos sobre el puente de Knippel. El tráfico que se pone en marcha. Las gaviotas. El profundo y lejano sonido de un contrabajo. En realidad se trata de una vibración profunda, del primer hidroplano. Los cortos toques de la sirena del barco que va a Bornholm en el momento en que da la vuelta al pasar por delante del Jardín de Amalie. Está amaneciendo.

– Puede que unas horas. Pero era otro coche el que lo devolvía a casa. Un taxi. Siempre volvía solo en taxi.


Hace una tortilla mientras yo me quedo en la puerta de la cocina hablándole sobre el Instituto de Medicina Forense. Sobre el profesor Loyen. Sobre Lagermann. Sobre las huellas de algo que posiblemente era una biopsia muscular tomada de un niño. Después de su caída.

Trocea cebollas y tomates, lo pasa todo por una sartén con mantequilla, bate las claras hasta que están montadas, añade las yemas, y lo fríe todo por los dos lados. Lleva la sartén a la mesa. Lo acompañamos con leche y tomamos rebanadas de pan negro y suculento que desprenden un aroma parecido al alquitrán.

Comemos en silencio. Sólo cuando como con extraños o cuando tengo mucha hambre, como ahora, soy consciente del significado ritual de la comida. Entonces recuerdo la fusión entre la solemnidad de la reunión de diferentes gentes y las experiencias gustativas fuertes. La grasa de ballena rosada y ligeramente espumeante que comíamos en un solo recipiente. La sensación de que casi todo en esta vida existe para ser compartido.

Me levanto.

Está de pie en la puerta como si quisiera cerrarme el paso.

Estoy pensando en las deficiencias de lo que me ha contado hoy.

Da un paso a un lado. Yo avanzo con mis botas y mi abrigo de pieles en la mano.

– Voy a dejar parte del informe aquí. Será una buena práctica para tu dislexia.

Hay algo burlón en su rostro.

– Smila, ¿cómo puede ser que una chica tan fina y delgada como tú tenga una voz tan gruesa y grave?

– Siento dejarte con la impresión de que únicamente soy grosera con la boca -replico-. Hago todo lo posible por llegar a ser ruda en todos los sentidos.

Entonces cierro la puerta a mis espaldas.