"La señorita Smila y su especial percepción de la nieve" - читать интересную книгу автора (Høeg Peter)

9

Está demostrado científicamente que, bien mirado, el hombre sólo puede sentirse seguro de que existe aquello que él mismo ha experimentado. En este caso, debe de haber muy poca gente que se sienta enteramente segura de que la calle de Godthaab existe a las cinco de la mañana. Al menos, las ventanas están oscuras y vacías, las calles desiertas y la línea 2 vacía, excepción hecha del conductor y yo misma.

Hay algo especial en las cinco de la mañana. Es como si el sueño tocara fondo a esa hora. La parábola de los ciclos REM se da la vuelta y empieza a levantar a los durmientes hacia la consciencia de que esto ya no puede ser. A esas horas, los adultos están tan desprotegidos como los bebés. Es la hora en que los grandes animales carnívoros cazan, cuando la policía exige el pago de las multas de aparcamiento a los morosos.

Y cuando yo tomo la línea 2 hasta Broenshoej, hasta la calle Kabbeleje, al borde del pantano de Utterslev, con el fin de hacerle una visita al médico forense Lagermann. Como la marca de regaliz.

Ha reconocido mi voz en el teléfono antes de que me diera tiempo a presentarme, y me suelta la hora de la cita: a las seis y media. ¿Lo podrá hacer?

O sea que llego un poco antes de las seis. Las personas mantienen la integridad de sus vidas mediante el tiempo. Si lo cambias, aunque sólo sea un poco, suele ocurrir casi siempre algo que da qué pensar.

La calle Kabbeleje está oscura. Las casas están a oscuras. El pantano al final de la calle está oscuro. Hace un frío intenso, la acera es de color gris perla por la escarcha, y los coches aparcados están cubiertos con una pelusa blanca y centelleante. Será curioso ver la cara dormida del médico forense.

Frente a mí, una casa alumbrada. No sólo alumbrada, sino iluminada, con siluetas que se mueven al otro lado de las ventanas como si se hubiera celebrado un baile de la Corte desde ayer por la tarde y todavía no hubiera terminado. Llamo a la puerta. Smila, el hada madrina, la última invitada antes del amanecer.

Cinco personas abren la puerta, las cinco al mismo tiempo, y permanecen apretujadas en el vano de la entrada. Cinco niños que van de la talla pequeña hasta la mediana. Y dentro hay más. Están vestidos para un ataque, con botas de esquiar y mochila, para tener las manos libres y poder dar guantazos libremente. Son de piel blanca como la nieve, sus caras están cubiertas de pecas, bajo sus gorras el pelo es rojo cobrizo y están rodeados de un aura de vandalismo hiperactivo.

En medio de todos ellos hay una mujer que tiene su mismo color de piel y de pelo, pero la altura, los hombros y la espalda, como los de un jugador de fútbol americano. Detrás de ella aparece el patólogo.

Mide medio metro menos que su mujer. Está totalmente vestido, cara enjuta y ojos totalmente enrojecidos, aunque vivaces.

Ni tan siquiera levanta una ceja al verme. Baja la cabeza y nos abrimos camino a través de los gritos por un par de salones que parecen haber sido arrasados por bárbaros y otras hordas salvajes, tanto de ida como de vuelta. Cruzamos una cocina en la que se han preparado bocadillos para todo un cuartel, y una puerta tras la cual, súbitamente, nos encontramos en medio de un silencio absoluto, seco, muy caluroso y de color del neón.

Nos encontramos en un invernadero construido como prolongación de la casa, una especie de jardín de invierno donde, aparte de un par de estrechos senderos y una pequeña plataforma con muebles de hierro pintados de blanco, el suelo está cubierto por parterres y tiestos con cactus. Hay cactus de todos los tamaños, desde los de un milímetro hasta los de dos metros de altura. De todos los grados de aspereza. Iluminados por lámparas de incubación violetas y azules.

– Dallas -dice él-. Un buen sitio para empezar una colección. Por lo demás, no sé si puedo aconsejar la ciudad, la verdad, no lo sé. Podíamos llegar a tener hasta cincuenta asesinatos en una sola noche de sábado. A menudo, teníamos que trabajar al lado de Urgencias. Estaba todo dispuesto para que pudiéramos realizar obducciones allí. Era práctico. ¡Se aprendía tanto sobre heridas de bala y navajazos! Mi mujer me decía que nunca veía a los niños. Y vaya si tenía razón.

Mientras habla, me observa atentamente.

– Llega temprano. No es que signifique mucho para nosotros, de todas maneras, siempre madrugamos. Mi mujer ha metido a los niños en una guardería en Alleroed. Para que puedan jugar en el bosque. ¿Conocía al niño?

– Era amiga de la familia. Sobre todo de él.

Nos sentamos uno frente al otro.

– ¿Qué quiere de mí?

– Usted me dio su tarjeta.

Se limita a pasar por alto mi comentario. Noto que es una persona que ha visto demasiado como para andarse con rodeos. Si tiene que decir o desprenderse de algo, exige sinceridad.

Le hablo, entonces, del vértigo de Isaías. De las huellas en el tejado. De mi visita al profesor Loyen. Del asesor Ravn.

Enciende un puro y contempla sus cactus. Tal vez no haya entendido lo que le he explicado. Ni tan siquiera estoy segura de haberlo entendido yo misma.

– Tenemos el único instituto de verdad -me dice-. En los demás, hay cuatro personas merodeando sin poder conseguir subvenciones para pipetas ni para los ratones blancos en los que tienen que inocular sus pequeñas muestras de células. Nosotros disponemos de toda una casa. Trabajamos con patólogos, químicos y genetistas forenses. Y todo el embolado en el sótano. Las clases a los estudiantes. Tenemos doscientos empleados. Recibimos tres mil casos al año. Si estás en Odense, a lo mejor puedes llegar a ver unos cuarenta asesinatos. Yo ya he tenido mil quinientos aquí en Copenhague. Y un número similar en Alemania y Estados Unidos. Decir que hay tres médicos forenses en Dinamarca es casi rozar la exageración. Y dos, dos de ellos, somos, sin lugar a dudas, Loyen y yo.

Al lado de su silla hay un cactus que tiene la forma de un tronco de árbol en flor. Desde la planta verde, lenta, leñosa y espinosa, ha emergido una explosión de púrpura y naranja.

– La mañana siguiente a que trajeran el niño, tuvimos mucho trabajo. Conducción bajo el efecto del alcohol y cenas de Navidad. Cada tarde, a las cuatro, se presentan los oficiales de policía esperando que les entreguemos los informes inmediatamente. Así que empecé con el niño a las ocho. No será usted fácilmente impresionable, ¿verdad? El caso es que seguimos una rutina, ¿sabe? Primero realizamos un examen externo. Echamos un vistazo para ver si encontrábamos tejido celular debajo de las uñas, esperma en el recto y, entonces, abrimos y examinamos los órganos internos.

– ¿Y la policía está presente?

– Sólo en casos especiales, como cuando existen indicios serios de que se trata de un asesinato. No en este caso. Éste era puramente un examen rutinario. Llevaba pantalones para la lluvia. Los sostengo contra la luz mientras pienso que no son los más apropiados para practicar salto de longitud. Tengo un pequeño truco. Son trucos que vas desarrollando en tu profesión. Introduzco una bombilla eléctrica en las perneras. Helly Hansen. Una de confianza. Yo mismo la empleo cuando trabajo en el jardín. Sin embargo, encontré un agujero en el muslo. Echo un vistazo al niño. Pura rutina. Entonces observo un agujero. Debería de haberlo visto cuando hice el examen superficial, lo admito, pero, qué caramba, también soy humano y puedo equivocarme, ¿no le parece? Y entonces es cuando se me arruga la frente. Porque no había hemorragia alguna y el tejido no se había contraído lo más mínimo. ¿Sabe lo que eso significa?

– No -le contesto.

– Significa que, haya ocurrido lo que haya ocurrido, ocurrió después de que su corazón dejara de latir. Entonces le echo otro vistazo a su traje de lluvia. Encuentro una pequeña marca alrededor del agujero y entonces se me enciende una luz. Por lo que voy a por una aguja de biopsia. Es una especie de cánula, muy gruesa, que se monta en un mango y se introduce en el tejido para conseguir una muestra. De la misma manera que los geólogos toman muestras con un taladro. La utilizan muchísimo, allí en August Krogh, los fisiólogos deportivos. Y encajaba. Vaya si encajaba. El círculo en los pantalones pudo haberse producido porque alguien tenía prisa y la metió de golpe. -Se inclina hacia mí-. Me apuesto lo que sea a que alguien le ha hecho una biopsia muscular.

– ¿El médico de la ambulancia?

– Eso pensé yo también. Es bastante incomprensible, pero, ¿quién si no? Por eso llamé para enterarme. Hablé con el conductor. Y con el médico. Y con nuestro guardia, que recibió la ambulancia. Juran por Dios que no hicieron nunca tal cosa.

– ¿Por qué no me contó Loyen todo esto?

Por un instante, ha estado a punto de contestarme. Entonces se rompe nuestra complicidad.

– A la fuerza tiene que ser una casualidad.

Apaga las lámparas de incubación. Hemos estado sentados, rodeados de oscuridad por los cuatro costados. Ahora se hace perceptible que, a pesar de todo, saldrá una especie de luz diurna. La casa está en silencio. Yace jadeando silenciosamente, intentando recuperar el aliento antes del próximo Armageddon.

Doy una pequeña vuelta por los estrechos pasillos. Hay algo de tozudo en los cactus. El sol quiere mantenerlos a ras del suelo, el viento del desierto los quiere oprimir; también la sequía y la helada nocturna. Sin embargo, luchan por encumbrarse. Se erizan, se encierran tras una cáscara gruesa. Y no ceden ni un milímetro. Los abrazo con mi simpatía.

Lagermann me recuerda a sus plantas. Quizá sea ésa la razón por la que colecciona cactus. Sin conocer la historia de su vida, puedo ver que ha tenido varios metros cúbicos de cascajo que atravesar hasta llegar a la luz.

Estamos de pie al lado de un parterre con verdes erizos de mar que parecen sacados de una tormenta de algodón.

– Pilocereus Senilis -dice.

Al lado hay una hilera de tiestos con plantas menores de color verde y violeta.

– Mezcal. Ni siquiera en los lugares grandes, por ejemplo, el Jardín Botánico de Ciudad de México o en el museo de cactus de César Manrique, en Lanzarote, tienen más que los que yo tengo aquí. Una pequeña rodaja y se llega lejos, muy lejos, fuera de uno mismo. Nada por lo que valga la pena matarse. Soy un ser humano racional. Un racionalista. Nosotros examinamos el cerebro. Cortamos una rodajita. Después, mi asistente coloca el hueso en su sitio y devuelve el pellejo de la cabeza a su sitio. No hay manera de ver la diferencia. He visto miles de cerebros. No encierran ningún secreto. Todo se reduce a química. Lo importante es disponer de la información necesaria. ¿Por qué cree usted que estuvo correteando por el tejado?

Es la primera vez que tengo ganas de contestar con sinceridad.

– Creo que alguien lo perseguía.

Sacude la cabeza.

– No es propio de los niños huir tan lejos. Los míos se sientan y lloran. O se esconden.

Una vez, el mecánico reparó y puso al día una bicicleta para Isaías. No había aprendido a montar en bicicleta en Groenlandia. En cuanto aprendió se largó. El mecánico lo encontró a diez kilómetros de casa, en la carretera antigua de Koege, con ruedas de repuesto y unos bocadillos en el portaequipajes. Pretendía volver a casa, a Groenlandia. Sabía qué dirección seguir porque Juliana había estado ingresada una vez con delirium en el hospital de Hvidovre.

Desde que yo tenía siete años y llegué a Dinamarca por primera vez, hasta los trece en que me di por vencida, me escapé más veces de las que puedo recordar. Llegué a Groenlandia en dos ocasiones y, en una de ellas, hasta Tule. Bastaba con unirse a una familia y, entonces, simular que tu madre está sentada cinco asientos más adelante en el avión o que está un poco más retrasada en la cola. El mundo está lleno de patrañas sobre loros y gatos persas y bulldogs franceses perdidos que, milagrosamente, han sabido volver a casa y reencontrarse con sus mamás y papás en la avenida de Frydenholm. Esto no es nada en comparación con los kilómetros que han llegado a recorrer algunos niños en la búsqueda de una vida decente. Todo eso es algo que hubiera podido explicar a Lagermann. Sin embargo, no lo hago.

Volvemos a la entrada, entre botas, protectores de patines, restos de vituallas y, en general, objetos abandonados por las fuerzas armadas.

– ¿Y ahora qué?

– Estoy buscando -le digo- la coherencia lógica de lo que usted hablaba antes. Hasta que no la haya encontrado, el espíritu de la Navidad no se apoderará de mí.

– ¿Y no tiene ningún trabajo que deba atender?

No contesto. De repente, baja la guardia. Cuando vuelve a hablar, ha dejado de maldecir.

– He visto a muchos familiares que se habían vuelto locos por el dolor. Montones de talentos privados que pretendían hacerlo mejor que nosotros y la policía. He observado sus ideas y su tenacidad y me he dicho, para mis adentros, que les daba cinco minutos de credibilidad. Con usted, sin embargo, me parece que es distinto…

Lo intento mediante una sonrisa, con la cual pretendo compensarle por su optimismo. Pero es demasiado temprano, también para mí.

En vez de ello, descubro que me he dado la vuelta y le he enviado un beso con los dedos. De una planta del desierto a la otra.


No soy ninguna experta en marcas de coches. Por mí, podrían comprimir todos los coches de este mundo en una prensa hidráulica y expulsarlos fuera de la estratosfera, colocándolos en órbita alrededor de Marte. A excepción, naturalmente, de aquellos taxis que deben estar a disposición de uno cuando los necesite.

Pero tengo una ligera idea de cómo es un Volvo 840. En los últimos años, Volvo ha patrocinado el campeonato de golf Europe Tour y han utilizado a mi padre en una serie de anuncios con hombres y mujeres que habían conseguido triunfar internacionalmente. Emplearon una foto en la que estaba en medio de un swing, ante la terraza del Club de Golf de Soelleroed, y otra en la que está sentado con su bata blanca, delante de una bandeja con su instrumental, con una expresión en los ojos como si quisiera decir que, aunque tuvieran que hacerle un trasplante ahora mismo, incluso en la hipófisis, también lo conseguiría. En ambas fotografías ha conseguido que lo fotografiaran justamente desde el ángulo en que se parece a Picasso con tupé, y el texto decía algo así como «Los que nunca fallan». Durante tres meses, estos anuncios me recordaban, desde los autobuses y las estaciones del metro, lo que yo misma hubiera podido añadir al texto. Y dentro de mi cabeza se apretujaba el perfil anguloso y encogido de un Volvo 840.

Si la temperatura aumenta en una hora próxima a la salida del sol, tal como ha ocurrido hoy, la escarcha desaparece de un coche, aunque la que más tarda en desaparecer es la del techo y los parabrisas. Una banalidad en la que no repara la mayoría de la gente. El coche que está aparcado en la calle Kabbeleje y no tiene escarcha, ya sea porque se la han quitado con un trapo ya sea porque ha estado en marcha hasta hace poco, es un Volvo 840 azul.

Seguramente existen muchas razones para que alguien haya aparcado aquí a las siete y veinte minutos de la mañana. Pero ahora mismo no se me ocurre ninguna. Y por eso me acerco al coche, me inclino por encima del capó y miro a través del cristal delantero. Me cuesta mucho llegar. Pero, al subirme a la llanta de la rueda, me pongo a la altura del asiento del conductor. Hay un hombre dormido en el asiento. Me quedo mirándole un rato pero, sin embargo, no cambia de postura. Finalmente me bajo y voy andando hasta la plaza de Broenshoej.

Es importante dormir. Por cierto, me hubiera gustado dormir un par de horas más esta mañana. Pero para ello no hubiera elegido un Volvo en medio de la calle Kabbeleje.


– Mi nombre es Smila Jaspersen.

– ¿Las compras del supermercado?

– No, Smila Jaspersen.

No es del todo cierto que las conversaciones telefónicas sean las peores. Al fin y al cabo podemos superarlas con los interfonos. Con el fin de hacer honor al resto del edificio, que es alto, de color gris plateado y señorial, el interfono es de aluminio oxidado y tiene forma de concha. Desgraciadamente también ha absorbido el bramido de los grandes mares que ahora interfieren en nuestra conversación.

– ¿La asistenta?

– No -digo-. Y tampoco la señora de la pedicura. Tengo algunas preguntas que hacerle sobre la Sociedad Criolita.

Elsa Lübing hace una pausa. Puede permitírselo porque está en el lado correcto del interfono: allí donde hace calor y está el botón que abre la puerta.

– Ha llegado en un momento francamente inoportuno. Tendrá que escribir o volver en otra ocasión.

Ha colgado.

Doy un paso atrás y miro hacia arriba. Es un edificio solitario en el barrio de los Pájaros, de Frederiksberg, al final de la calle de las Garzas. Es muy alto. Elsa Lübing vive en el sexto piso. En la terraza debajo de la suya, la barandilla de hierro está cubierta por jardineras. De la relación de vecinos se desprende que los amantes de las flores son el matrimonio Schou. Aprieto el timbre con decisión.

– ¿Sí? -la voz tiene como mínimo ochenta años.

– Soy la repartidora de la floristería. Traigo un ramo de flores para Elsa Lübing, que vive en el piso de arriba, pero desgraciadamente no está en casa. ¿Sería tan amable de abrirme la puerta?

– Lo siento. Tenemos rigurosas instrucciones de no abrir a extraños.

Estoy maravillada de la gente de ochenta años que sigue recibiendo órdenes estrictas.

– Señora Schou -le digo-, se trata de orquídeas. Acaban de llegar en avión desde Madeira. Languidecerán aquí con el frío.

– ¡Es espantoso!

– Horrible -replico-. Sin embargo, una pequeña pulsación con su dedo y usted las habrá salvado del frío. De esta manera, volverán a un ambiente cálido que es, al fin y al cabo, el lugar que les corresponde.

Me abre la puerta.

El ascensor es de aquellos que hace que me entren ganas de subir y bajar ocho veces, sólo para poder disfrutar del pequeño sofá empotrado de madera de palosanto, las rejas doradas y los pequeños amorcillos soplados con chorro de arena en los cristales, a través de los cuales pueden verse el cable y el contrapeso que se sumerge en el abismo que acabo de abandonar.

La puerta de la señora Lübing está cerrada. En el piso de abajo, la señora Schou ha abierto la puerta de su piso con tal de asegurarse de que lo de las orquídeas no es una tapadera para una furtiva y rápida violación navideña.

En mi bolsillo, entre los billetes sueltos, la calderilla y algunos escritos de apremio de la sección segunda de la Biblioteca Universitaria, llevo una nota. La introduzco por la ranura del buzón. Y yo y la señora Schou nos ponemos a esperar.

La puerta tiene una ranura de latón para el correo. La placa con el nombre está pintada a mano y el marco de la puerta es blanco y gris.

Finalmente se abre. En el vano aparece Elsa Lübing.

Se toma su tiempo con el fin de hacerse una idea de mí.

– Sí -me dice por fin-, desde luego tengo que reconocer que es usted insistente.

Se hace a un lado. Paso y me introduzco en el piso.

Tiene los colores del edificio. Plata pulida y nata fresca. La señora Lübing es muy alta, mide más de metro ochenta, y lleva un sencillo vestido largo de color crudo. Se ha recogido el pelo sobre la cabeza, de donde se han soltado algunas mechas que caen en cascadas de brillante metal sobre sus mejillas. No lleva maquillaje, ni perfume, ni tampoco ninguna joya, salvo una cruz de plata que cuelga del cuello. Es un ángel. De aquellos en los que puedes confiar para que custodien algo con una espada flamígera.

Está mirando la carta que he echado por su buzón. Es la concesión de la pensión de viudedad de Juliana.

– Esta carta -dice-, la recuerdo perfectamente.

Hay un cuadro colgado en la pared. Desde el cielo y hacia la tierra, fluye un río de ancianos de largas barbas, niños pequeños y regordetes, frutas, cornucopias, corazones, áncoras, coronas de rey, cañones y un texto que puede leerse si se tiene la suerte de saber latín. Esta imagen encierra lo que hay de lujoso en la estancia. Aparte de esto, las paredes están desnudas y blancas, el suelo de parquet está cubierto por alfombras de lana, hay una mesa de roble, una mesa redonda más bajita, un par de sillas de respaldo alto, un sofá, estanterías altas y un crucifijo.

No hay necesidad de más. Porque la estancia tiene algo más. Tiene una vista imposible de obtener si no se es piloto y sólo soportable si no se padece vértigo. El piso parece reducirse básicamente a una gran habitación con mucha luz. En el lado de la terraza, en todo lo ancho de la habitación, hay una pared de cristal. A través de ella, se puede ver toda Frederiksberg, Bellahoej y, a lo lejos, la Alta Gladsaxe. A través de ella, entra, con una blancura propia del aire libre, la luz de una mañana invernal. En el otro lado se abre otra gran ventana. A través de ésta, por encima de una hilera interminable de tejados, se vislumbran las torres de Copenhague. Por encima de la ciudad, nos encontramos Elsa Lübing y yo intentando tantearnos.

Me ofrece una percha para mi abrigo. Instintivamente, me quito los zapatos. Hay algo en la habitación que invita a hacerlo. Nos sentamos en dos sillas de respaldos altos.

– Normalmente, a estas horas -me dice- estoy rezando.

Lo dice con naturalidad, como si se tratara del programa de ejercicios que la Asociación de Enfermos del Corazón suele hacer a estas horas.

– O sea, que ha escogido usted, sin saberlo, un momento inoportuno.

– Vi su nombre en la carta y busqué su dirección en el listín de teléfonos -le digo.

Vuelve a echar un vistazo al papel. Entonces se quita las gafas estrechas de gruesos cristales.

– Un trágico accidente. Sobre todo para el niño. Un niño necesita a sus padres. Ésta es una de las razones prácticas que demuestran que el matrimonio es sagrado.

– Le hubiera alegrado escuchar eso al señor Lübing.

Si su marido ha muerto, no ofendo a nadie utilizando el pasado. Si está vivo, es un cumplido de buen gusto.

– No hay ningún señor Lübing -dice-. Soy la esposa de Jesucristo.

– Lo dice de una manera seria y coqueta al mismo tiempo, como si ella y Jesucristo se hubieran casado hace un par de años y la relación fuera muy dichosa, con indicios de ser duradera- Pero eso no significa que no considere el amor entre hombre y mujer como algo divino. Sin embargo, no deja de ser un estado en el camino. Un estado que, digamos, me he permitido pasar por alto. -Me observa con una mirada que parece ser capciosa-. Como cuando a una le suben de curso en la escuela.

– O -replico- como cuando se pasa directamente de contable a jefe de contabilidad en la Sociedad Criolita Danmark.

Al reír, su risa es tan profunda como la de un hombre.

– Pequeña -dice-, ¿está usted casada?

– No. Nunca lo he estado.

Nos acercamos la una a la otra. Dos mujeres maduras que saben, ambas, lo que significa vivir sin un hombre. Ella parece llevarlo mejor que yo.

– El niño ha muerto -le cuento-. Hace cuatro días, se cayó desde un tejado.

Se levanta y se acerca a la pared de cristal. Si fuera posible llegar a tener un porte tan digno y bello como ella, sería un placer envejecer. Abandono la idea. Sólo con pensar que tendría que crecer los treinta centímetros con los que me supera en altura, me agoto.

– Lo vi una sola vez -me explica-. Habiéndolo visto sólo una vez, es posible llegar a entender el porqué de las palabras: «Si no sabéis volver a ser niños, no entraréis en el Paraíso». Espero que la pobre madre sepa encontrar el camino hacia Jesucristo.

– Eso puede hacerse realidad únicamente si es posible llegar a Él en lo más profundo de una botella.

Me mira sin sonreír.

– Él es omnipresente. También allí abajo.

A comienzos de los años sesenta, la misión cristiana en Groenlandia todavía mantenía cierto nervio imperialista. Los últimos tiempos, y sobre todo en la Tule Airbase, con sus contenedores llenos de revistas pornográficas, whisky y su demanda de prostitución enmascarada, nos han dejado, desde los límites de la religión, en un vacío de asombro. He perdido la habilidad para atajar a los europeos creyentes.

– ¿Cómo conoció a Isaías?

– Hice valer mi modesta influencia en la sociedad con el fin de ampliar el contacto con los groenlandeses. Nuestra cantera en Saqqaq era, como también lo era la cantera de la Sociedad Criolita Oresund en Ivittuut, una zona de acceso limitado. La mano de obra era danesa. Los únicos groenlandeses que contratamos fueron los empleados de la limpieza. Desde la apertura de la mina, se mantuvo una severa separación entre daneses y esquimales. En esa situación, yo intenté llamar la atención sobre el mandamiento de amor al prójimo. Con intervalos de varios años se contrataron algunos esquimales a raíz de las expediciones geológicas. Fue durante una de estas expediciones cuando el padre de Isaías falleció. A pesar de que su mujer los había abandonado a él y al niño, había seguido contribuyendo a su sustento. Cuando el consejo de administración otorgó la asignación de pensión, le pedí a Juliana que se presentara en mi despacho con el niño. Entonces lo conocí.

Algo en la palabra «asignación» me da que pensar.

– ¿Por qué se concedió la pensión? ¿Estaba obligada la compañía a ello desde un punto de vista jurídico?

Vacila por un instante.

– Supongo que obligados no estaban. No puedo descartar que el consejo se haya dejado influir por mi asesoramiento.

Puedo apreciar un aspecto más de la señora Lübing: el poder. Quizás ocurra siempre así con los ángeles. Quizá Nuestro Señor ha ejercido cierta presión desde el Paraíso.

Me he acercado a ella. Frederiksberg, el barrio que rodea la plaza de la Reunificación, Broenshoej, la nieve, todo hace que parezca una aldea. La calle de las Garzas es corta y estrecha. Desemboca en la calle de la Paloma. En la calle de la Paloma hay muchos coches aparcados. Uno de ellos es un Volvo 840 azul. Los productos de la fábrica Volvo llegan hasta los lugares más inusitados. Están obligados a ello, para que el grupo Volvo pueda permitirse patrocinar el Europe Tour. Y para poder pagar los honorarios que mi padre se jacta de haber exigido por dejarse fotografiar.

– ¿De qué murió el padre de Isaías?

– Intoxicación alimentaria. ¿Está muy interesada en el pasado, señorita Jaspersen?

Es ahora cuando debo decidir si la cebo con una historia coloreada o si debo intentar el camino arduo de la verdad. Sobre la mesita está la Biblia. Uno de los catequistas groenlandeses en la escuela dominical de la misión de los Hermanos moravos estaba interesado en los Rollos del Mar Muerto. Estoy pensando en su voz cuando decía: «Y dijo Jesús: No mentiréis». Dejo que este pensamiento sea una advertencia.

– Creo que alguien lo asustó, que alguien lo persiguió por aquel tejado desde el que cayó.

Su equilibrio no se desestabiliza ni por un segundo. Durante los últimos días me he movido entre gentes que consideran aquello que a mí más me extraña con la mayor tranquilidad del mundo.

– El diablo tiene infinidad de formas.

– Es justamente una de esas formas la que yo busco.

– La venganza pertenece al Señor.

– Ese tipo de justicia es a demasiado largo plazo para mí.

– Creo haber entendido que, a corto plazo, disponemos de la policía.

– Han cerrado el caso.

– ¿Té? -exclama-. Todavía no le he ofrecido nada.

De camino a la cocina se da la vuelta al llegar a la puerta.

– ¿Conoce la parábola de los talentos? Habla sobre la lealtad. Existe una fidelidad tanto hacia lo terrenal como hacia lo celestial. Fui funcionaria de la Sociedad Criolita durante treinta y cinco años. ¿Lo entiende?


– Cada dos o tres años, la Sociedad Criolita pertrechaba una expedición geológica a Groenlandia.

Tomamos té. En una vajilla Trankebar y servido en una tetera de Georg Jensen. Tras un examen más detenido, el gusto de Elsa Lübing parece más sencillo que humilde.

– La expedición del verano del 91 a Gela Alta en la Costa Oeste costó 1.870.747,50 coronas, la mitad de las cuales se pagó en coronas danesas, mientras que la mitad restante se pagó en Kap York Dollars, la moneda propia de la sociedad, que recibió su nombre del almacén de Knud Rasmussen en Tule en 1910. Esto es todo lo que puedo decir.

Me siento con cuidado. Le pedí a la señora Rohrmann de la calle de Ordrup que me cosiera un forro de seda en mis pantalones de badana. Me lo ha hecho de mal grado. Dice que las costuras hacen pliegues y se descosen. Pero yo insisto. Mi existencia reposa en estas pequeñas alegrías. Quiero disfrutar de la frescura de la seda y del calor juntos contra mis muslos. El precio que por ello debo pagar es tener que sentarme con cuidado. Es el movimiento hacia delante y hacia atrás contra la capa exterior lo que deteriora las costuras. Éste es, en definitiva, mi pequeño problema durante esta conversación. La señora Lübing tiene uno más grande. Está escrito, más o menos, que no hay que hacer del corazón una guarida de ladrones, y eso ella lo sabe. Y eso llega a ejercer cierta presión sobre su conciencia.

– Llegué a la Sociedad Criolita en el 47. Cuando el empresario Virl me dijo el 17 de agosto: «Percibirá doscientas cuarenta coronas al mes, tendrá el almuerzo gratis y dispondrá de tres semanas de vacaciones», no supe qué decir. Pero por dentro pensé: «Entonces es cierto. Mira los pájaros en el cielo. Ellos no siembran. ¿Por qué entonces no iba él a cuidar de ti?». En la firma Groen amp; Witzke, en la Nueva Plaza del Rey, donde había trabajado, me pagaban ciento ochenta y siete coronas al mes.

El teléfono está en la entrada. Hay dos cosas que comentar al respecto. Que está desconectado y que no hay ningún bloc de notas al lado, ningún listín telefónico, ningún lápiz. Me he fijado al llegar. Ahora empiezo a entender lo que hace con los números de teléfono sueltos que los demás apuntamos en la pared y en el dorso de la mano o que dejamos caer en el olvido. Ella los introduce en su increíble memoria.

– Desde entonces, nadie ha tenido motivo alguno de queja en cuanto a la generosidad o la sinceridad de la sociedad. Y las que han podido surgir, han sido enmendadas. Cuando yo llegué, había seis cantinas. Una para los trabajadores, otra para el personal de oficinas, otra para los técnicos, otra para los jefes de sección, el jefe de contabilidad y los contables, otra para los colaboradores científicos en los edificios de los laboratorios y otra para el director y el consejo de administración. Pero esto fue modificado.

– ¿Acaso hizo valer su influencia? -le espeto.

– Como ya sabrá, teníamos a varios políticos en el consejo. En ese momento teníamos además, entre otros, a Steincke. Puesto que de lo que yo era testigo entonces era totalmente contrario a mi conciencia, fui a verle. Fue el 17 de mayo de 1957, a las cuatro de la tarde, el mismo día en que fui nombrada jefa de contabilidad. Le dije: «No sé nada sobre el socialismo, señor Steincke. Pero lo que sí entiendo es que tiene ciertos rasgos comunes con la conducta de la Iglesia primitiva. Ellos daban lo que tenían a los pobres y vivían juntos como hermanos y hermanas. ¿Cómo pueden conciliarse estas ideas, señor Steincke, con las seis cantinas?». Me contestó con la Biblia. Me dijo que hay que darle a Dios lo que es de Dios pero también al César lo que es del César. Sin embargo, unos años después, sólo quedaba la cantina grande.

Al servir el té, utiliza un colador pequeño con el propósito de evitar que caigan las hojas en las tazas. Un trocito de algodón en el pitorro de la tetera evita que gotee sobre la mesa. En su interior está pasando algo similar. Lo que le fastidia ahora mismo es la falta de costumbre que tiene en filtrar aquello que no debe gotear sobre mí.

– En realidad somos o, mejor dicho, éramos, en parte, una empresa estatal. No semiestatal, como la Sociedad Criolita Oresund. Sin embargo, el Estado estaba representado en el consejo de administración y poseía el 33,33% de las acciones. Las cuentas eran, por otra parte, muy accesibles, puesto que se hacían copias de todo sobre papel de copia antiguo -sonríe-, que recordaba mucho al famoso papel higiénico, número 00. Parte de las cuentas eran revisadas por el Departamento Auditor, la institución que a partir del 1 de enero de 1976 pasó a llamarse Auditoría General del Reino. El problema residía en la cooperación con las empresas privadas: la Sociedad Anónima Sueca de Diamantes, Greenex y, con el tiempo, Investigaciones Geológicas de Groenlandia. Los contratos de trabajo a media jornada y a horas. Eso creó situaciones un tanto complicadas. Porque también existía una jerarquía dentro de la compañía. Es necesaria en cualquier empresa. Había partes de las cuentas a las que ni tan siquiera yo tenía acceso. Yo tenía mis cuentas encuadernadas en piel de topo gris, con letras impresas en rojo. Las tenemos en una caja fuerte en el archivo. Sin embargo, también se llevaba una contabilidad menor que era confidencial. Es inevitable. No puede ser de otra manera en una gran empresa.

– «Las tenemos en el archivo.» Habla usted en presente.

– Me retiré hace dos años. Desde entonces he estado vinculada a la sociedad como asesora especial de contabilidad.

Vuelvo a intentarlo por última vez.

– Las cuentas de la expedición del verano del 91, ¿hubo algo especial en relación con ellas?

Por unos instantes llego a creer que estoy a punto de alcanzarla. Entonces los filtros vuelven a su sitio.

– No estoy segura de mi memoria.

Vuelvo a apretar las tuercas por última vez. Lo cual es una indiscreción destinada, de antemano, a fracasar.

– ¿Podría ver el archivo?

Se limita a negármelo con un gesto de la cabeza.

Mi madre solía fumar en una pipa hecha de un viejo cartucho de bala. Nunca mentía. Sin embargo, cuando había alguna verdad que quería ocultar, vaciaba la pipa y se metía los residuos en la boca diciendo mamartoq, delicioso, y simulando que era incapaz de hablar. Saber callar también puede considerarse un arte.


– ¿No fue -le pregunto mientras me calzo los zapatos- difícil para una mujer llegar a ser en los años cincuenta la responsable de la contabilidad de una gran compañía?

– El Señor ha sido clemente conmigo.

Pienso para mis adentros que el Señor ha tenido en Elsa Lübing un instrumento eficaz a través del cual canalizar su clemencia.

– ¿Qué le hace pensar que el niño fue perseguido por el tejado?

– Había nieve sobre el tejado desde el que cayó. Vi las huellas. Conozco y siento la nieve.

Su mirada cansada se pierde en el infinito. De repente, su decrepitud se ha hecho visible.

– La nieve es la imagen de la inestabilidad -dice-, según Job.

Me he puesto el abrigo. No soy una conocedora de la Biblia. Pero, de vez en cuando, se quedan pegados algunos fragmentos extraños de la sabiduría de la infancia en el papel cazamoscas del cerebro.

– Sí -le digo-. Y de la luz de la verdad. Como en el Apocalipsis: «Su cabeza y sus cabellos eran blancos como la nieve».

Parece atormentada cuando cierra la puerta detrás de mí. Smila Jaspersen. La querida invitada. La sembradora de luz y esperanza. Cuando ella se va, el cielo está azul y el buen humor la sigue por todas partes.

En el instante en que pongo el pie en la calle de las Garzas, el interfono cruje.

– ¿Sería tan amable de volver a subir?

Su voz está ronca, pero puede deberse a este teléfono subacuático.

Así que vuelvo a meterme en el ascensor. Y ella vuelve a recibirme en la puerta.

Pero nada es ya como antes, como dijo Jesucristo en algún lugar.

– Tengo una costumbre -me dice-. Consulto la Biblia al azar cuando tengo alguna duda. Para recibir consejo. Un pequeño juego entre Dios y yo, si quiere.

En cualquier otra persona esa costumbre podría haber parecido uno de esos pequeños trastornos funcionales que sufren los europeos cuando pasan demasiado tiempo a solas. Sin embargo, en ella no. Nunca está sola. Está casada con Jesucristo.

– Hace un momento, cuando usted ha cerrado la puerta, he consultado la Biblia al azar. Me he encontrado con la primera página del Apocalipsis. La que usted había mencionado: «Tengo las llaves de la Muerte y del Infierno».

Permanecemos unos instantes observándonos mutuamente.

– Las llaves de la Muerte y del Infierno. ¿Hasta dónde está usted dispuesta a llegar?

– Pruébeme.

Durante un instante, hay algo que sigue luchando en su interior.

– Hay un archivo doble, en el sótano, debajo del edificio del Strandboulevard. En el primero hay cuentas y correspondencia. A él tenemos acceso los apoderados, los contables, yo misma, de vez en cuando, los jefes de sección. El otro se encuentra detrás del primero. Allí se archivan los informes de las expediciones. Ciertos testigos de sondeo. Hay toda una pared llena de planos topográficos. Un soporte para coronas de perforación, testigos de sondeo del tamaño de un colmillo de narval. En principio, sólo es posible acceder a esta sala con el permiso expreso del consejo de administración o del director.

Se da la vuelta, dándome la espalda.

Percibo la solemnidad que este gesto conlleva: está a punto de cometer una de las infracciones más importantes de su vida, en la que, sin duda, ha habido pocas.

– Por supuesto no estoy autorizada a contarle que existe un sistema de llaves general para el edificio. O que la llave abloy que está colgada en la tabla corresponde a la puerta principal.

Giro la cabeza lentamente. A mi espalda cuelgan, de pequeñas perchas de latón, tres llaves. Una de ellas es una llave abloy.

– El edificio en sí carece de sistema de alarma. La llave del archivo que está en el sótano está colgada dentro de la caja fuerte del despacho. Se trata de una caja el-safe con un código de seis cifras, que corresponde a la fecha de mi nombramiento como jefa de contabilidad. El 17.05.57. Esta llave sirve tanto para la primera como para la segunda habitación del sótano.

Vuelve y se pone a mi lado. Adivino que esta proximidad que ahora compartimos es lo más cerca que ha estado de tocar a otra persona en toda su vida.

– ¿Es usted creyente? -me pregunta.

– No sé si creo en su Dios.

– Da igual. ¿Cree en lo divino?

– Hay mañanas en las que ni tan siquiera soy capaz de creer en mí misma.

Ríe por segunda vez ese día. Entonces se da la vuelta y se dirige a su ventana panorámica.

Cuando llega al centro de la estancia, me meto la llave en el bolsillo. Con la punta de los dedos, me aseguro de que el forro de la señora Rohrmann, al menos en este bolsillo, no se haya roto.

Entonces me voy. Bajo por las escaleras. Si en verdad existe la Providencia divina, una de las preguntas más apremiantes sería en qué medida interviene directamente. Si, por ejemplo, es el propio Señor quien al haberme visto en la calle de las Garzas número 6 ha dicho «que haga aguas», y ha hecho aguas. Uno de sus propios ángeles.


Al doblar la esquina de la calle de la Paloma, tengo un bolígrafo en la mano. Me han entrado ganas de anotar una matrícula en el dorso de la mano. Sin embargo, no voy a tener ocasión de hacerlo. Cuando llego a la esquina, ya no hay ningún Volvo 840 estacionado.