"El Libro del Día del Juicio Final" - читать интересную книгу автора (Willis Connie)

21

Dos personas más murieron el día veintiocho, ambas primarios que habían asistido al baile en Headington, y Latimer sufrió de repente un infarto.

– Desarrolló miocarditis, que a su vez causó una tromboembolia -dijo Mary cuando telefoneó-. En este momento, no responde absolutamente a nada.

Más de la mitad de los retenidos de Dunworthy habían caído con gripe, y en el hospital sólo había sitio para los casos más severos. Dunworthy y Finch, y una retenida que había encontrado William y que tenía un año de estudios de enfermería, daban temps y servían continuamente zumo de naranja. Dunworthy preparaba camas y daba medicaciones.

Y se preocupaba. Cuando le dijo a Mary que Badri había dicho «Eso no puede estar bien», y «Fueron las ratas», ella respondió:

– Es la fiebre, James. No tiene ninguna conexión con la realidad. Tengo un paciente que no para de hablar de los elefantes de la reina.

Pero Dunworthy no podía librarse de la idea de que Kivrin estaba en 1348.

«¿Qué año es?», dijo Badri la primera noche y «Eso no puede ser correcto».

Dunworthy telefoneó a Andrews después de su discusión con Gilchrist y le dijo que no podía acceder a la red de Brasenose.

– No importa -le respondió Andrews-. Las coordenadas de situación no son tan críticas como las temporales. Haré un L-y-L desde Jesús College. Ya les pedí permiso para hacer comprobaciones de parámetros, y no pusieron pegas.

Las visuales se habían perdido de nuevo, pero Andrews parecía nervioso, como si temiera que Dunworthy abordara de nuevo el tema de su venida a Oxford.

– He hecho algunas investigaciones sobre el deslizamiento -dijo-. No hay límites teóricos, pero en la práctica, el deslizamiento mínimo es siempre mayor que cero, incluso en las zonas deshabitadas. El deslizamiento máximo nunca ha sobrepasado los cinco años, y todos fueron sin tripulantes. El mayor deslizamiento de un lanzamiento tripulado fue un remoto al siglo XVII… doscientos veintiséis días.

– ¿Puede ser otra cosa? ¿Pudo salir mal algo más, aparte del deslizamiento?

– Si las coordenadas son correctas, nada -dijo Andrews, y prometió informarle en cuanto hiciera las comprobaciones de parámetros.

Cinco años implicaba 1325. La peste ni siquiera había comenzado en China entonces, y Badri le había dicho a Gilchrist que se produjo un deslizamiento mínimo. Tampoco podían ser las coordenadas. Badri las había comprobado antes de caer enfermo. Pero el miedo siguió royéndole, y pasaba los pocos momentos libres que podía telefoneando a técnicos, intentando encontrar a alguien dispuesto a venir para leer el ajuste cuando llegara la secuencia del virus y Gilchrist volviera a abrir el laboratorio. Se suponía que la secuencia debía haber llegado el día anterior, pero cuando Mary llamó, todavía la estaban esperando.

Volvió a llamar a últimas horas de la tarde.

– ¿Puedes prepararnos un pabellón? -preguntó. Las visuales habían vuelto. Parecía como si ella hubiera dormido con su RPE puesta, y llevaba la mascarilla colgando de un lazo.

– Ya he preparado uno. Está lleno de retenidos. Hasta el momento se han presentado treinta y un casos.

– ¿Tenéis espacio para preparar otro? No lo necesito todavía -dijo ella, cansada-, pero a este paso tendremos que recurrir a vosotros. Casi estamos a plena capacidad aquí, y varios miembros del personal han caído ya o se niegan a venir.

– ¿No ha llegado todavía la secuencia?

– No. El WIC acaba de llamar. Tuvieron un resultado defectuoso la primera vez y han tenido que empezar de nuevo. Se supone que llegará mañana. Ahora piensan que es un virus uruguayo -sonrió débilmente-. Badri no ha estado en contacto con nadie de Uruguay, ¿verdad? ¿Cuándo podrás tener las camas preparadas?

– Esta noche -respondió Dunworthy, pero Finch le informó de que casi se habían quedado sin colchones plegables, y tuvo que ir al Ministerio y discutir con ellos para que le dieran una docena más. No consiguieron terminar de preparar el pabellón, en dos aulas, hasta la mañana siguiente.

Finch, mientras le ayudaba a montar los colchones y hacer las camas, anunció que casi se habían quedado sin sábanas limpias, mascarillas, y papel higiénico.

– No tenemos suficiente para los retenidos -dijo, metiendo una sábana-, mucho menos para todos estos pacientes. Y tampoco tenemos vendas.

– No es una guerra -objetó Dunworthy-. Dudo de que haya heridos. ¿Ha averiguado si alguno de los otros colegios tienen un técnico aquí en Oxford?

– Sí, señor, los telefoneé a todos, pero no encontré a ninguno -se puso una almohada bajo la barbilla-. He colocado carteles pidiendo que todo el mundo ahorre papel higiénico, pero de momento no ha servido de nada. Las americanas son particularmente derrochonas -colocó la funda sobre la sábana-. Pero lo siento por ellas. Helen cayó anoche, y no tienen sustitutas.

– ¿Helen?

– La señora Piantini. La tenor. Tenía fiebre de treinta y nueve punto siete. Las americanas no podrán hacer su Chicago Surprise.

Lo cual es probablemente una bendición, pensó Dunworthy.

– Pídales que sigan atendiendo mi teléfono, aunque ya no estén ensayando -dijo-. Espero varias llamadas importantes. ¿Volvió a telefonear Andrews?

– No, señor, todavía no. Y las visuales no funcionan -ahuecó la almohada-. Es una lástima lo del concierto. Pueden hacer Stedmans, claro, pero eso ya no se lleva. Es una pena que no haya una solución alternativa.

– ¿Consiguió la lista de técnicos?

– Sí, señor -respondió Finch, luchando con un colchón que se resistía. Indicó con la cabeza-. Está junto a la pizarra.

Dunworthy recogió los papeles y miró el que encabezaba el grupo. Estaba lleno de columnas de números, todos ellos con los dígitos del uno al seis, en orden diverso.

– No es eso -advirtió Finch, recogiendo los papeles-. Son los cambios para el Chicago Surprise -le tendió a Dunworthy una sola hoja-. Aquí está. He apuntado los técnicos por colegios con sus respectivas direcciones y números de teléfono.

Colin entró. Llevaba la chaqueta mojada y traía un rollo de cinta y un bulto cubierto de plasteno.

– El vicario me pidió que pusiera esto en todos los pabellones -dijo, sacando una placa que decía: «¿Se siente desorientado? ¿Mareado? La confusión mental puede ser un primer síntoma de infección.»

Rasgó un trozo de cinta adhesiva y pegó el cartel en la pizarra.

– Los estaba colocando en el hospital, ¿y qué cree que hacía la fiera de la Gaddson? -dijo, mientras sacaba otro cartel de la caja. Decía: «Lleve puesta su mascarilla.» Lo pegó en la pared sobre el colchón que Finch estaba preparando-. Estaba leyendo la Biblia a los pacientes -se metió la cinta en el bolsillo-. Espero no pillarla -se guardó el resto de los carteles bajo el brazo y se marchó.

– Ponte la mascarilla -aconsejó Dunworthy.

Colin sonrió.

– Eso mismo me dijo la fiera. Y que el Señor aniquilaría a quienes no oyeran las palabras de los justos -se sacó la bufanda gris del bolsillo-. Llevo esto en vez de mascarilla -dijo, atándosela sobre la boca y la nariz al estilo bandolero.

– La tela no puede mantener a raya a los virus microscópicos -advirtió Dunworthy.

– Lo sé. Es el color. Los asusta -echó a correr.

Dunworthy llamó a Mary para decirle que el pabellón ya estaba listo, pero no pudo entablar comunicación, así que fue al hospital. La lluvia había remitido un poco y la gente había vuelto a salir, casi todos con mascarillas, y regresaban de la carnicería y hacían cola delante de las farmacias. Pero las calles parecían silenciosas de un modo innatural.

Alguien ha apagado el carillón, pensó Dunworthy. Casi lo lamentó.

Mary estaba en su despacho, observando una pantalla.

– La secuencia ha llegado -anunció, antes de que él pudiera informarla del pabellón.

– ¿Se lo has dicho a Gilchrist? -preguntó, ansioso.

– No. No es el virus uruguayo ni el de Carolina del Sur.

– ¿Qué es?

– Un H9N2. El uruguayo y el otro eran H3.

– ¿De dónde procede?

– El WIC no lo sabe. No es un virus conocido. No se ha secuenciado anteriormente -le tendió una copia impresa-. Tiene una mutación de siete puntos, lo cual explica por qué es letal.

Dunworthy miró el papel. Estaba cubierto con columnas de números, como la lista de cambios de Finch, y era igual de ininteligible.

– Tiene que venir de alguna parte.

– No necesariamente. Aproximadamente cada diez años se produce un cambio antigénico importante con potencial epidémico, así que puede haberse originado con Badri -ella volvió a coger el impreso-. ¿Sabes si vive cerca de ganado?

– ¿Ganado? No, vive en un apartamento en Headington.

– Las cadenas mutantes a veces se producen por la intersección de un virus avícola con una cadena humana. El WIC quiere que comprobemos posibles contactos avícolas y exposición a radiación. Las mutaciones virales a veces son causadas por los rayos-X -estudió el papel como si tuviera sentido-. Es una mutación inusitada. No hay recombinación de los genes hemaglutininos, sólo una mutación de punto extremadamente grande.

Ahora comprendía por qué no había informado a Gilchrist. Éste había dicho que abriría el laboratorio cuando llegara la secuencia, pero esta noticia sólo le reafirmaría en su decisión de mantenerlo clausurado.

– ¿Hay cura?

– La habrá en cuanto podamos crear un análogo. Y una vacuna. Ya han empezado a trabajar en el prototipo.

– ¿Cuánto?

– De tres a cuatro días para producir un prototipo, luego al menos otros cinco para fabricarlo, si no encuentran dificultades para duplicar las proteínas. Deberíamos empezar a poder inocular dentro de diez días.

Diez días. Entonces podrían empezar a suministrar las vacunas. ¿Cuánto tardarían en inmunizar la zona en cuarentena? ¿Una semana? ¿Dos? ¿Antes de que Gilchrist y los idiotas manifestantes consideraran seguro abrir el laboratorio?

– Es demasiado.

– Lo sé -asintió Mary, y suspiró-. Dios sabe cuántos casos tendremos para entonces. Ha habido veinte nuevos esta mañana.

– ¿Crees que es una cadena imitante?

Ella reflexionó.

– No. Creo que es mucho más probable que Badri lo pillara de alguien en el baile de Headington. Tal vez hubiera neo-hindúes allí, o terranos, o alguien que no cree en las antivirales o en la medicina moderna. La gripe del ganso canadiense del 2010, si lo recuerdas, fue originada en una comuna de la Ciencia Cristiana. Hay una fuente. La encontraremos.

– ¿Y qué le pasará a Kivrin mientras tanto? ¿Y si no encontráis la fuente para el encuentro? Se supone que debe volver el seis de enero. ¿Habréis descubierto la fuente para entonces?

– No lo sé -suspiró ella, cansada-. Tal vez ella no quiera volver a un siglo que se está convirtiendo claramente en un diez. Puede que prefiera quedarse en el 1320.

Si está en 1320, pensó Dunworthy, y subió a ver a Badri. No había vuelto a mencionar las ratas desde la Nochebuena. Había regresado a la tarde en Balliol, cuando fue a buscar a Dunworthy.

– ¿Laboratorio? -murmuró cuando vio a Dunworthy. Intentó tenderle una nota, y luego pareció dormirse, agotado por el esfuerzo.

Dunworthy se quedó sólo unos minutos y luego fue a ver a Gilchrist.

Cuando llegó a Brasenose la lluvia había arreciado. Los miembros del piquete se acurrucaban bajo la pancarta, tiritando.

El portero estaba en el mostrador, quitando los adornos del arbolito de Navidad. Miró a Dunworthy y pareció súbitamente alarmado. Dunworthy pasó de largo ante él y se dirigió a la puerta.

– No puede entrar ahí, señor Dunworthy -advirtió el portero-. El colegio está restringido.

Dunworthy entró en el patio. Las habitaciones de Gilchrist estaban en el edificio situado tras el laboratorio. Corrió hacia ellas, esperando que el portero le alcanzara y tratara de detenerlo.

El laboratorio tenía un gran cartel amarillo que decía: «Prohibido el paso sin autorización», y una alarma electrónica unida al marco de la puerta.

– Señor Dunworthy -dijo Gilchrist, avanzando hacia él bajo la lluvia. Por lo visto el portero le había telefoneado-. El laboratorio está fuera de los límites.

– He venido a verle a usted.

El portero llegó, arrastrando una guirnalda de papel de plata.

– ¿Llamo a la policía universitaria? -preguntó.

– No será necesario. Venga a mis habitaciones -le dijo Gilchrist a Dunworthy-. Quiero que vea una cosa.

Condujo a Dunworthy a su despacho, se sentó ante la mesa abarrotada, y sacó una complicada mascarilla con alguna especie de filtros.

– Acabo de hablar con el WIC -dijo. Su voz sonaba hueca, como si llegara desde muy lejos-. El virus no ha sido secuenciado con anterioridad y su origen es desconocido.

– Se ha secuenciado ya, y el análogo y la vacuna llegarán dentro de unos cuantos días. La doctora Ahrens ha conseguido que se dé a Brasenose prioridad en la inmunización, y yo estoy intentando localizar a un técnico que pueda leer el ajuste en cuanto la inmunización se haya completado.

– Me temo que eso será imposible -dijo Gilchrist con tono hueco-. He estado estudiando la incidencia de la gripe en el siglo XIV. Hay claras indicaciones de que una serie de epidemias de influenza en la primera mitad de ese siglo debilitó gravemente a la población, reduciendo por tanto su resistencia a la Peste Negra.

Cogió un libro de aspecto antiguo.

– He encontrado seis referencias independientes a brotes de gripe entre octubre de 1318 y febrero de 1321 -levantó el libro y empezó a leer-. «Después de la cosecha hubo en todo Dorset una fiebre tan fiera que produjo muchos muertos. Esta fiebre comenzaba con dolor de cabeza y confusión en todas las partes del cuerpo. Los médicos sangraban a los pacientes, pero muchos murieron a pesar de todo.»

Una fiebre. En una época de fiebres, tifoideas y cólera y paperas, donde todas ellas producían «dolor de cabeza y confusión en todas las partes del cuerpo».

– Año 1319. Los juicios de Bath para el año anterior fueron cancelados -prosiguió Gilchrist, quien había cogido otro libro-. «Un mal del pecho cayó sobre el tribunal y ninguno, juez ni jurado, quedó para oír los casos.» -Gilchrist miró a Dunworthy por encima de la máscara-. Dijo usted que los temores públicos sobre la red eran histéricos y sin fundamento. Sin embargo, parece que se basan en datos históricos documentados.

Datos históricos documentados. Referencias a fiebres y males del pecho que podrían deberse a cualquier cosa, gangrena o tifus o un centenar de infecciones sin nombre.

– El virus no puede haber atravesado la red. Se han hecho lanzamientos a la Pandemia, a batallas de la Primera Guerra Mundial donde se usó gas mostaza, a Tel Aviv. Siglo Veinte envió equipo detector a St. Paul's dos días después de que cayera la bomba. Nada atravesó la red.

– Eso es lo que dice usted-levantó un papel-. Probabilidad indica un cero coma cero cero tres por ciento de posibilidades de que un microorganismo cruce la red y un veintidós coma uno de posibilidades de que un mixovirus viable esté dentro de la zona crítica cuando se abra la red.

– En nombre de Dios, ¿de dónde saca esas cifras? ¿De una chistera? Según Probabilidad -dijo, poniendo un énfasis desagradable en la palabra-, sólo había un cero coma cero cuatro por ciento de posibilidades de que alguien estuviera presente cuando Kivrin atravesara la red, una posibilidad que usted consideró estadísticamente irrelevante.

– Los virus son organismos extraordinariamente resistentes -prosiguió Gilchrist-. Se sabe que permanecen latentes durante largos períodos de tiempo, expuestos a extremos de temperatura y humedad, y siguen siendo viables. Bajo ciertas condiciones, forman cristales que conservan su estructura indefinidamente. Cuando se les devuelve a una solución húmeda, siguen siendo infecciosos. Se han encontrado cristales del mosaico del tabaco que databan del siglo XVI. Hay un riesgo significativo de que los virus penetraran la red si se abriera, y dadas las circunstancias, no puedo permitir que eso suceda.

– El virus no puede haber atravesado la red.

– Entonces, ¿por qué está tan ansioso por leer el ajuste?

– Porque… -dijo Dunworthy, y se detuvo para controlarse-. Porque leer el ajuste nos dirá si el lanzamiento salió según lo planeado o si algo fue mal.

– Oh, ¿admite entonces que hay una posibilidad de error? Entonces, ¿por qué no puede producirse un error que permita que un virus atraviese la red? Mientras esa posibilidad exista, el laboratorio permanecerá clausurado. Estoy seguro de que el señor Basingame aprobará la decisión que he tomado.

Basingame, pensó Dunworthy, de eso se trata. No tiene nada que ver con el virus, los manifestantes o los «males del pecho» en 1318. Todo esto es para justificarse ante Basingame.

Gilchrist era rector en funciones en ausencia de Basingame, y se había apresurado a corregir el baremo, a hacer un lanzamiento, y sin duda pretendía presentarle a Basingame un brillante fait accompli. Pero no lo había hecho. En cambio, tenía una epidemia y una historiadora perdida, la gente se manifestaba delante del colegio, y ahora lo único que le importaba era justificar sus acciones, salvarse a sí mismo aunque eso significara sacrificar a Kivrin.

– ¿Qué hay de Kivrin? ¿Aprueba ella su decisión?

– La señorita Engle era plenamente consciente cuando se ofreció voluntaria para ir a 1320.

– ¿Era consciente de que pretendía usted abandonarla?

– Doy por terminada esta conversación, señor Dunworthy -Gilchrist se levantó-. Abriré el laboratorio cuando la fuente del virus haya sido localizada, y quede plenamente demostrado que no existe ninguna posibilidad de que atraviese la red.

Le mostró la puerta a Dunworthy. El portero esperaba fuera.

– No permitiré que abandone a Kivrin -dijo Dunworthy.

Gilchrist frunció los labios bajo la máscara.

– Y yo no permitiré que ponga en peligro la salud de esta comunidad -se volvió hacia el portero-. Acompañe al señor Dunworthy a la salida. Si intenta volver a entrar en Brasenose, llame a la policía.

Cerró de un portazo. El portero acompañó a Dunworthy mientras cruzaban el patio, observándole alerta, como si pensara que podría volverse repentinamente peligroso.

Podría hacerlo, pensó Dunworthy.

– Quisiera usar su teléfono -dijo cuando llegaron a la puerta-. Asuntos de la universidad.

El portero parecía nervioso, pero colocó el teléfono sobre el mostrador y se le quedó mirando mientras Dunworthy marcaba el número de Balliol.

– Tenemos que localizar a Basingame -dijo Dunworthy cuando Finch respondió-. Es una emergencia. Llame a la Oficina de Licencias de Pesca de Escocia y recopile una lista de hoteles y albergues. Y déme el número de Polly Wilson.

Anotó el número, colgó, y empezó a marcar. Cambió de idea y telefoneó a Mary.

– Quiero ayudar a localizar la fuente del virus.

– Gilchrist no quiere abrir la red -dijo ella.

– No. ¿Qué puedo hacer para ayudar?

– Lo que hiciste antes con los primarios. Rastrea los contactos, busca las cosas que te dije: exposición a radiación, proximidad a aves o ganado, religiones que prohíban las antivirales. Necesitarás las tablas de contacto.

– Enviaré a Colin por ellas.

– Haré que alguien las prepare. Será mejor que compruebes los contactos de Badri entre cuatro y seis días, por si el virus se originó con él. El tiempo de incubación a partir de un portador no humano o de otro depósito, por ejemplo, puede ser más largo que el período de incubación de persona a persona.

– Pondré a trabajar a William -dijo. Devolvió el teléfono al portero, que inmediatamente rodeó el mostrador y le acompañó al exterior. A Dunworthy le sorprendió que no le escoltara hasta Balliol.

En cuanto llegó, telefoneó a Polly Wilson.

– ¿Hay algún medio de entrar en la consola de la red sin tener acceso al laboratorio? -le preguntó-. ¿Puede entrar directamente a través del ordenador de la Universidad?

– No lo sé. El ordenador de la Universidad está protegido. Tal vez pueda conseguir un ariete, o infiltrarme con un gusano desde la consola de Balliol. Tendré que ver qué medidas de seguridad hay. ¿Tiene un técnico para leerlo si consigo entrar?

– Buscaré uno -dijo él. Colgó.

Colin entró, goteando, para coger otro rollo de cinta.

– ¿Sabía que llegó la secuencia, y que el virus es un mutante?

– Sí. Quiero que vayas al hospital y me traigas las tablas de contactos.

Colin soltó su montón de carteles. El de encima decía: «No tenga una recaída.»

– Dicen que es una especie de arma biológica -añadió Colin-. Que ha escapado de un laboratorio.

No será del de Gilchrist, pensó Dunworthy amargamente.

– ¿Sabes dónde está William Gaddson?

– No -Colin esbozó una mueca-. Probablemente estará en las escaleras besándose con alguna chica.

Estaba en la despensa, besando a una de las retenidas. Dunworthy le pidió que averiguara el paradero de Badri desde el viernes hasta el domingo por la mañana y que consiguiera una copia de las compras mediante tarjeta de Basingame durante el mes de diciembre. Luego volvió a sus habitaciones para llamar a los técnicos.

Uno de ellos dirigía una red para Siglo Diecinueve en Moscú, y otros dos habían ido a esquiar. Los demás no estaban en casa, o tal vez, alertados por Andrews, no contestaban al teléfono.

Colin le llevó las tablas de contactos. Eran un desastre. No se había hecho ningún intento por conseguir correlaciones excepto posibles conexiones americanas, y había demasiados contactos. La mitad de los primarios estaban en el baile de Headington, dos tercios habían hecho compras de Navidad, y todos menos dos habían viajado en metro. Era como buscar una aguja en un pajar.

Dunworthy se pasó la mitad de la noche comprobando afiliaciones religiosas. Cuarenta y dos eran anglicanos, nueve de la Santa Re-Formada, diecisiete no tenían afiliación. Ocho eran estudiantes de Shrewsbury College, once guardaron cola en Debenham's para ver a Papá Noel, nueve habían trabajado en la excavación de Montoya, treinta habían comprado en Blackwell’s.

Veintiuno habían tenido contactos cruzados con al menos dos secundarios, y el Papá Noel de Debenham's había contactado con treinta y dos (todos menos once en un pub después de su turno), pero ninguno podía ser relacionado con todos los primarios excepto Badri.

Mary trajo los nuevos casos por la mañana. Llevaba RPE, pero no mascarilla.

– ¿Están preparadas las camas?

– Sí. Tenemos dos pabellones de diez camas cada uno.

– Bien. Las necesitaré todas.

Ayudaron a acostarse a los pacientes y los dejaron al cuidado de la estudiante de enfermería de William.

– Los que están en camillas se solucionarán en cuanto tengamos una ambulancia libre -declaró Mary, mientras cruzaba el patio con Dunworthy.

La lluvia había cesado por completo, y el cielo era más claro, como si fuera a despejar.

– ¿Cuándo llegará el análogo? -preguntó él.

– Tardará dos días como mínimo.

Llegaron a la puerta. Ella se apoyó contra el muro de piedra.

– Cuando todo esto acabe, voy a atravesar la red -dijo-. Iré a algún siglo donde no haya epidemias, donde no haya que esperar, ni preocuparse, ni sentirse indefenso.

Se pasó la mano por el pelo gris.

– A un siglo que no sea un diez -sonrió-. Pero no hay ninguno, ¿verdad?

Él sacudió la cabeza.

– ¿Te he hablado alguna vez del Valle de los Reyes?

– Me contaste que lo habías visitado durante la Pandemia.

Ella asintió.

– El Cairo estaba en cuarentena, así que tuvimos que volar a Addis Abeba, y por el camino soborné al taxista para que nos llevara al Valle de los Reyes para poder ver la tumba de Tutankamon. Fue una tontería. La Pandemia ya había alcanzado Luxor, y por poco no nos pilla la cuarentena. Nos dispararon dos veces -sacudió la cabeza-. Podrían habernos matado. Mi hermana se negó a bajar del coche, pero yo descendí las escaleras y llegué hasta la puerta de la tumba, y pensé, así estaba cuando Cárter la encontró.

Miró a Dunworthy sin verlo, recordando.

– Cuando llegaron a la puerta de la tumba, estaba cerrada, y tuvieron que esperar a que las autoridades competentes la abrieran. Cárter abrió un agujero en la puerta, y metió una vela y se asomó -su voz era un susurro-. Carnarvon dijo: «¿Ves algo?», y Cárter contestó: «Sí, cosas maravillosas.»

Cerró los ojos.

– Nunca he olvidado eso, haber estado allí de pie ante aquella puerta cerrada. La veo claramente incluso ahora -abrió los ojos-. A lo mejor decido ir cuando se acabe todo esto. A la apertura de la tumba del rey Tut.

Atravesó la puerta.

– Oh, vaya, ya está lloviendo otra vez. Tengo que volver. Enviaré los casos de camillas en cuanto haya una ambulancia -lo miró con suspicacia-. ¿Por qué no tienes puesta tu mascarilla?

– Hace que se me empañen las gafas. ¿Por qué no llevas tú la tuya?

– Empiezan a escasear. Has recibido tu potenciación de leucocitos-T, ¿verdad?

Él negó con la cabeza.

– No he tenido tiempo.

– Búscalo -dijo ella-. Y ponte la mascarilla. No le servirás de nada a Kivrin si caes enfermo.

No le sirvo de nada a Kivrin ahora, pensó Dunworthy, mientras volvía a sus habitaciones. No me dejan entrar en el laboratorio. No consigo que un técnico venga a Oxford. No encuentro a Basingame. Intentó pensar con quién más podía ponerse en contacto. Había comprobado todas las agencias de viajes y guías de pesca y alquileres de botes de Escocia. No había ni rastro de Basingame. Tal vez Montoya tenía razón y no estaba allí, sino en los trópicos con alguna mujer.

Montoya. Se había olvidado por completo de ella. No la había visto desde la misa de Nochebuena. Estaba buscando a Basingame para que le firmara la autorización para ir a la excavación, y luego llamó el día de Navidad para preguntarle si Basingame prefería las truchas o el salmón. Y llamó de nuevo con el mensaje «No importa». Lo que podría significar que había descubierto no sólo si le gustaban las truchas o el salmón, sino también al propio hombre.

Subió a sus habitaciones. Si Montoya había localizado a Basingame y conseguido la autorización, habría ido directamente a la excavación. No habría esperado a decírselo a nadie. Dunworthy ni siquiera estaba seguro de que supiera que él también lo estaba buscando.

Basingame seguramente regresaría en cuanto Montoya le hablara de la cuarentena, a menos que se lo hubiera impedido el mal tiempo o las carreteras infranqueables. O Montoya tal vez no le hubiera dicho nada de la cuarentena. Obsesionada como estaba con la excavación, tal vez se limitó a pedirle su firma.

La señora Taylor, sus cuatro campaneras sanas y Finch estaban en sus habitaciones, formando un círculo y flexionando las rodillas. Finch tenía un papel en la mano y contaba en voz baja.

– Iba a ir al pabellón a asignar a las enfermeras -dijo mansamente-. Aquí está el informe de William -se lo entregó a Dunworthy y se marchó.

La señora Taylor y su cuarteto recogieron las campanillas.

– Ha llamado una tal señora Wilson -anunció la señora Taylor-. Me pidió que le dijera que un ariete no funcionaría, y que tendrá que entrar a través de la consola de Brasenose.

– Gracias.

Ella se marchó seguida de sus cuatro campaneras en fila india.

Dunworthy llamó a la excavación. No hubo respuesta. Llamó al apartamento de Montoya, a su despacho en Brasenose, otra vez a la excavación. No obtuvo respuesta en ningún sitio. Llamó de nuevo a su apartamento y dejó que el teléfono sonara mientras miraba el informe de William. Badri se había pasado todo el sábado y la mañana del domingo trabajando en la excavación. William debía de haber entrado en contacto con Montoya para averiguarlo.

De pronto, se preguntó por la excavación. Estaba en el campo, en Witney, una granja del Fondo Nacional. Tal vez tenía patos, o gallinas, o cerdos, o las tres cosas. Y Badri había pasado un día y medio trabajando allí, revolviendo en el barro, una ocasión perfecta para entrar en contacto con un portador no humano.

Colin llegó, calado hasta los huesos.

– Se han quedado sin carteles -dijo, rebuscando en la mochila-. Londres enviará más mañana -limpió el chicle y se lo metió en la boca, con suciedad y todo-. ¿Sabe quién está en su escalera? -preguntó. Se sentó en el asiento de la ventana y abrió su libro de la Edad Media-. William y una chica. Besándose y charlando de cursilerías. Por poco no puedo pasar.

Dunworthy abrió la puerta. William se separó de mala gana de una morenita menuda vestida con un Burberry y entró.

– ¿Sabe dónde está la señora Montoya? -preguntó Dunworthy.

– No. El Ministerio dijo que estaba en la excavación, pero no contesta al teléfono. Probablemente está en la iglesia o en alguna parte de la granja y no oye el teléfono. Pensé en utilizar un aullador, pero luego me acordé de esa chica que estudia arqueohistoria y… -señaló a la morenita-. Ella me dijo que había visto las hojas de asignaciones de la excavación, y que Badri aparecía el sábado y el domingo.

– ¿Un aullador? ¿Qué es eso?

– Lo enganchas a la línea y amplía la llamada al otro lado. Por si la persona está en el jardín, en la ducha o algún sitio de esos.

– ¿Puede poner uno en este teléfono?

– Son un poco complicados para mí. Conozco a una estudiante que podría hacerlo. Tengo su número en mi habitación -se marchó, cogido de la mano de la morenita.

– ¿Sabe? Si Montoya está en la excavación, puedo sacarle del perímetro -dijo Colin. Sacó el chicle y lo examinó-. Será fácil. Hay muchísimos sitios que no están vigilados. A los guardias no les gusta permanecer de pie bajo la lluvia.

– No tengo ninguna intención de quebrantar la cuarentena. Queremos detener esta epidemia, no extenderla.

– Así se extendía la plaga durante la Peste Negra -añadió Colin. Volvió a sacarse el chicle y lo examinó. Tenía un desagradable color amarillo-. Intentaban huir de ella, pero se la llevaban consigo.

William asomó la cabeza en la puerta.

– Dice que tardará dos días en colocarlo, pero tiene uno en su teléfono por si quiere utilizarlo.

Colin cogió su chaqueta.

– ¿Puedo ir?

– No -respondió Dunworthy-. Y quítate esas ropas mojadas. No quiero que pilles la gripe -bajó las escaleras con William.

– Ella estudia en Shrewsbury -informó William, abriendo el camino bajo la lluvia.

Colin los alcanzó a mitad del patio.

– No me pondré enfermo. Me pusieron la potenciación. No tenían cuarentenas en la Peste Negra, así que iba a todas partes -sacó su bufanda del bolsillo de la chaqueta-. Botley Road es un buen sitio para saltarse el perímetro. Hay un pub en la esquina junto a la barrera, y el guardia entra de vez en cuando a tomarse una copa para calentarse.

– Abróchate la chaqueta -dijo Dunworthy.

La muchacha resultó ser Polly Wilson. Le dijo a Dunworthy que había estado trabajando en un traidor óptico que pudiera irrumpir en la consola, pero no lo había conseguido todavía. Dunworthy telefoneó a la excavación, pero no obtuvo respuesta.

– Déjelo sonar -dijo Polly-. Tal vez tenga que recorrer un buen trecho para atenderlo. El aullador tiene un alcance de medio kilómetro.

Lo dejó sonar durante diez minutos, colgó, esperó cinco minutos, lo intentó de nuevo y lo dejó sonar un cuarto de hora antes de darse por vencido. Polly miraba amorosamente a William, y Colin tiritaba con su chaqueta mojada. Dunworthy se lo llevó a casa y lo acostó.

– Yo podría saltarme el perímetro y decirle que le telefonee -se ofreció Colin, guardando el chicle en la mochila-. Por si le preocupa ser demasiado viejo para hacerlo. Soy muy hábil saltándome perímetros.

Dunworthy esperó hasta que William regresó a la mañana siguiente y después volvió a Shrewsbury y lo intentó de nuevo, pero fue en vano.

– Haré que llame a intervalos de media hora -dijo Polly, mientras lo acompañaba a la puerta-. No sabrá usted si William sale con otras chicas, ¿verdad?

– No -respondió Dunworthy.

El sonido de campanas llegó de repente desde Christ Church, repicando con fuerza a través de la lluvia.

– ¿Ha conectado alguien ese horrible carillón otra vez? -preguntó Polly.

– No -contestó él-. Son las americanas -volvió la cabeza en dirección al sonido, intentando decidir si la señora Taylor se había decidido por los Stedmans, pero percibió seis campanas, las viejas campanas de Osney: Douce y Gabriel y Marie, una tras otra, Clement y Hautclerc y Taylor-. Y Finch.

Sonaban bastante bien, no como cuando el carillón digital tocaba O Christ Who Interfaces with the World. Sonaban clara y alegremente, y Dunworthy se imaginó a las campaneras formando un círculo en la torre, flexionando las rodillas y alzando los brazos, mientras Finch consultaba su lista de números.

«Cada hombre debe ceñirse a su campana sin interrupción», había dicho la señora Taylor. Él no había tenido más que interrupciones, pero se sentía extrañamente animado. La señora Taylor no había podido llevar a sus campaneras a Norwich para Nochebuena, pero se había ceñido a sus campanas, y sonaban ensordecedoramente, delirantemente fuertes, como una celebración, una victoria. Como la mañana de Navidad. Encontraría a Montoya. Y a Basingame. O a un técnico que no tuviera miedo de la cuarentena. Encontraría a Kivrin.

El teléfono sonaba cuando regresó a Balliol. Subió corriendo las escaleras, esperando que fuera Polly. Era Montoya.

– ¿Dunworthy? Hola. Soy Lupe Montoya. ¿Qué pasa?

– ¿Dónde está usted? -demandó él.

– En la excavación -contestó ella, pero eso saltaba a la vista. Se encontraba de pie delante de la arruinada nave de la iglesia en el patio medieval medio excavado. Dunworthy comprendió por qué estaba tan ansiosa por volver allí. En algunos lugares había hasta un palmo de agua. Montoya había colocado toldos y sábanas de plasteno por toda la excavación, pero la lluvia se filtraba por una docena de sitios, y donde las coberturas se encontraban, el agua caía en auténticas cascadas. Todo: las tumbas, las luces que había colocado en los toldos, las palas apoyadas contra la pared, absolutamente todo estaba cubierto de lodo.

También Montoya. Llevaba su cazadora y unas sucias botas de pescador hasta los muslos, como tal vez llevara Basingame, dondequiera que estuviese. La mano con la que sujetaba el teléfono estaba cubierta de barro seco.

– La he estado llamando durante días -dijo Dunworthy.

– No oigo el teléfono con el ruido de la bomba de succión -indicó algo más allá de la imagen, presumiblemente la bomba, aunque él sólo oía el tamborileo de la lluvia sobre los toldos-. Acabo de romper una correa, y no tengo otra. Oí las campanas. ¿Significa eso que la cuarentena se ha acabado?

– Lo dudo. Estamos en medio de una epidemia a gran escala. Setecientos ochenta casos y dieciséis muertos. ¿No ha visto los periódicos?

– No he visto a nadie desde que llegué aquí. He pasado los últimos seis días intentando secar esta maldita excavación, pero no puedo hacerlo sola. Y sin bomba -se apartó el pelo de la cara con una mano sucia-. ¿Por qué tocaban las campanas entonces, si la cuarentena no ha acabado?

– Un repique de Chicago Surprise Minor.

Ella parecía irritada.

– Si la cuarentena es tan mala, ¿por qué no se dedican a algo útil?

Ya lo han hecho, pensó Dunworthy. Gracias a ellas, tú has llamado.

– Desde luego, podría ponerlas a trabajar aquí -volvió a apartarse el pelo. Parecía casi tan cansada como Mary-. Esperaba que hubieran levantado la cuarentena, para que alguien viniera a ayudarme. ¿Cuánto tiempo cree que tardará?

Demasiado, pensó él, al observar cómo caía la lluvia en cascada entre los toldos. Nunca recibirás a tiempo la ayuda que precisas.

– Necesito cierta información acerca de Basingame y Badri Chaudhuri. Intentamos localizar el origen del virus y con quién ha tenido contacto Badri. Trabajó en la excavación el dieciocho y la mañana del diecinueve. ¿Quién más había?

– Yo.

– ¿Quién más?

– Nadie. Me resultó dificilísimo encontrar ayuda en diciembre. Todos mis estudiantes de arqueohistoria se marcharon el día que empezaban las vacaciones. Tuve que sacar voluntarios de donde pude.

– ¿Está segura de que sólo estaban ustedes dos?

– Sí. Lo recuerdo porque abrimos la tumba del caballero el sábado y nos costó mucho trabajo levantar la tapa. Gillian Ledbetter tenía que venir el sábado, pero llamó en el último momento diciendo que tenía una cita.

Con William, pensó Dunworthy.

– ¿Estuvo alguien con Badri el domingo?

– Sólo vino aquí por la mañana, y después no hubo nadie. Tuvo que marcharse a Londres. Mire, tengo que irme. Si no recibo ayuda pronto, tengo que volver a trabajar -empezó a retirar el receptor de la oreja.

– ¡Un momento! -gritó Dunworthy-. No cuelgue.

Ella volvió a llevarse el receptor al oído. Parecía impaciente.

– Tengo que hacerle algunas preguntas más. Es muy importante. Cuanto antes localicemos la fuente de este virus, más pronto se levantará la cuarentena y usted podrá recibir ayuda para la excavación.

Ella no parecía convencida, pero pulsó un código, colgó el receptor en la horquilla, y dijo:

– No le importa que trabaje mientras hablamos, ¿verdad?

– No -contestó Dunworthy, aliviado-. Hágalo, por favor.

Ella salió bruscamente de cuadro y regresó, después pulsó algo más.

– Lo siento. No alcanza -dijo, y la pantalla se nubló mientras ella movía el teléfono hasta su lugar de trabajo. Cuando volvió a aparecer la imagen, Montoya estaba agachada en un agujero lleno de barro junto a una tumba de piedra. Dunworthy supuso que era la que Badri y ella habían abierto.

La tapa mostraba la efigie de un caballero con armadura, con los brazos cruzados sobre el pecho acorazado de forma que las manos reposaban en unos pesados guanteletes y con la espada a sus pies. Estaba apoyado en un precario ángulo a un lado, oscureciendo las elaboradas letras talladas. Dunworthy sólo consiguió leer «Requiesc». Requiescat in pace. Descanse en paz, una bendición que el caballero no había conseguido. Su rostro dormido bajo el casco tallado tenía un aire desaprobatorio.

Montoya había colocado una fina sábana de plasteno sobre la tumba abierta. Estaba empapada de agua. Dunworthy se preguntó si el otro lado de la tumba también mostraba un morboso relieve del horror que guardaba dentro, como la que aparecía en la ilustración de Colin, y si era tan horrible como la realidad. El agua chorreaba sobre la cabecera de la tumba, hundiendo el plástico.

Montoya se enderezó y sacó una caja plana llena de barro.

– ¿Bien? -dijo, mientras la colocaba sobre la esquina de la tumba-. ¿No tenía más preguntas?

– Sí. Dijo usted que no había nadie más en la excavación cuando Badri estuvo allí.

– No lo había -contestó ella, secándose el sudor de la frente-. Vaya, hace calor aquí -se quitó la cazadora y la colgó de la tapa de la tumba.

– ¿Y los lugareños? ¿Gente no relacionada con la excavación?

– Si hubiera alguien aquí, los habría reclutado -empezó a rebuscar en el barro de la caja, y sacó varias piedras marrones-. La tapa pesaba una tonelada, y acabábamos de quitarla cuando empezó a llover. Habría reclutado a cualquiera que pasara por aquí, pero la excavación está demasiado lejos.

– ¿Y el personal del Fondo Nacional?

Ella sumergió las piedras en agua para limpiarlas.

– Sólo vienen durante el verano.

Dunworthy esperaba que alguien de la excavación resultara ser la fuente, que Badri hubiera entrado en contacto con un lugareño, un miembro del Fondo Nacional, o un cazador de patos que pasara por allí. Pero los mixovirus no tenían portadores. El misterioso lugareño tendría que sufrir la enfermedad también, y Mary había estado en contacto con todas las clínicas y hospitales de Inglaterra. No se había presentado ningún caso fuera del perímetro.

Montoya levantó las piedras una por una a la luz de la batería sujeta a uno de los postes, les dio la vuelta y examinó los bordes, todavía llenos de barro.

– ¿Y las aves?

– ¿Aves? -se extrañó ella, y Dunworthy advirtió que debía de parecer que estaba sugiriendo que reclutara a los gorriones para ayudarla a levantar la tapa de la tumba.

– El virus puede haber sido diseminado por las aves. Patos, gansos, gallinas -dijo, aunque no estaba seguro de que las gallinas pudieran ser portadores-. ¿Hay alguna en la excavación?

– ¿Gallinas? -preguntó ella, alzando una de las piedras a la luz.

– Los virus se producen a veces por la intersección de virus animales y humanos -explicó él-. Las aves son los portadores más comunes, pero los peces también pueden serlo. O los cerdos. ¿Hay algún cerdo en la excavación?

Ella seguía mirándole como si pensara que estaba chalado.

– La excavación está en una granja del Fondo Nacional, ¿no?

– Sí, pero la granja en sí queda a tres kilómetros de distancia. Nos encontramos en medio de un campo de cebada. No hay cerdos cerca, ni aves, ni peces -volvió a examinar las piedras.

No había aves. Ni cerdos. Ni gente que habitara en aquel lugar. La fuente del virus tampoco estaba allí. Posiblemente no estaba en ninguna parte, y la gripe de Badri había mutado de forma espontánea, como sucedía de vez en cuando, según dijo Mary; apareció de la nada y descendió sobre Oxford igual que la peste había descendido sobre los inconscientes residentes del cementerio.

Montoya alzó de nuevo las piedras a la luz, rascó con las uñas algún pegote ocasional de barro y luego frotó la superficie. De pronto Dunworthy advirtió que estaba examinando huesos. Vértebras, tal vez, o los dedos de los pies del caballero. Requiescat in pace.

Encontró lo que al parecer había estado buscando: un hueso irregular del tamaño de una castaña, con un lado curvo. Guardó el resto en la bandeja, sacó del bolsillo de su camisa un cepillo de dientes y empezó a frotar los bordes cóncavos, con el ceño fruncido.

Gilchrist nunca aceptaría la mutación espontánea como fuente. Estaba demasiado encantado con la teoría de que algún virus del siglo XIV había atravesado la red. Y demasiado encantado con su autoridad como rector en funciones de la Facultad de Historia para ceder, aunque Dunworthy hubiera encontrado patos nadando en los charcos del patio.

– Necesito ponerme en contacto con el señor Basingame. ¿Dónde está?

– ¿Basingame? -preguntó ella, mientras miraba aún el hueso con el ceño fruncido-. No tengo ni idea.

– Pero… creía que lo había encontrado. Cuando telefoneó el día de Navidad dijo que tenía que encontrarlo para que le firmara su dispensa ante el ministerio.

– Lo sé. Me pasé dos días enteros llamando a todos los guías de truchas y salmón de Escocia antes de decidir que no podía esperar más. Si quiere saber mi opinión, no está en ninguna parte de Escocia -sacó una navajita de sus vaqueros y empezó a rascar el áspero borde del hueso-. Hablando del ministerio, ¿podría hacerme un favor? No paro de llamar a su número pero siempre está comunicando. ¿Podría acercarse y decirles que necesito ayuda? Adviértales que la excavación tiene un valor histórico irreemplazable, y que se va a perder irremediablemente si no me envían al menos a cinco personas. Y una bomba -el cuchillo chasqueó. Ella frunció el ceño y rascó un poco más.

– ¿Cómo consiguió la autorización de Basingame, si no sabía dónde estaba? Creí que había dicho que el impreso necesitaba su firma.

– Pues sí -dijo ella. Un borde del hueso salió disparado y aterrizó en la mortaja de plasteno. Montoya examinó el hueso y lo dejó caer en la caja-. La falsifiqué.

Se agachó de nuevo junto a la tumba, buscando más huesos. Parecía tan absorta como Colin cuando examinaba su chicle. Dunworthy no estaba seguro de si recordaba que Kivrin estaba en el pasado, o si la había olvidado como parecía haber olvidado la epidemia.

Colgó, preguntándose si Montoya se daría cuenta, y regresó al hospital para decirle a Mary lo que había averiguado y empezar a interrogar de nuevo a los secundarios en busca de la fuente. Llovía intensamente y el agua rebosaba los desagües y estropeaba cosas de irreemplazable valor histórico.

Las campaneras y Finch seguían con lo suyo, tocando los cambios uno tras otro en su orden determinado, doblando las rodillas y ceñidas a sus campanas, como Montoya a su trabajo. El sonido se repetía insistentemente, plomizo, a través de la lluvia, como un rebato, como un grito de socorro.


Transcripción del Libro del Día del Juicio Final
(066440-066879)

Nochebuena de 1320 (Calendario Antiguo). No tengo tanto tiempo como creía. Acabo de regresar de la cocina y Rosemund me ha dicho que lady Imeyne quería verme. Conversaba animadamente con el enviado del obispo, y por su expresión supuse que estaba catalogando los pecados del padre Roche, pero cuando Rosemund y yo nos acercamos, me señaló y dijo:

– Ésta es la mujer.

Mujer, no doncella, y su tono sonaba crítico, casi acusador. Me pregunté si le había contado al obispo su teoría de que soy una espía francesa.

– Asegura que no recuerda nada -explicó lady Imeyne-, y sin embargo puede hablar y leer -ee volvió hacia Rosemund-. ¿Dónde está el broche?

– En mi capa. La dejé en el desván.

– Ve y tráelo.

Rosemund obedeció, de mala gana.

– Sir Bloet le regaló a mi nieta un hermoso broche con palabras en la lengua romana -dijo Imeyne en cuanto Rosemund se hubo ido. Me miró, triunfante-. Ella sabía qué significaban, y esta noche en la iglesia murmuró las palabras de la misa antes de que el cura las pronunciara.

– ¿Quién os enseñó a leer? -preguntó el enviado del obispo, la voz pastosa por el vino.

Pensé en decir que Sir Bloet me había contado lo que significaban las palabras, pero temí que ya lo hubiera negado.

– No lo sé -respondí-. No tengo ningún recuerdo de mi vida desde que me encontraron en el bosque, pues me golpearon en la cabeza.

– La primera vez que se despertó habló en una lengua que nadie comprendía -dijo Imeyne, como si eso fuera una nueva prueba, pero no supe de qué intentaba acusarme o cómo estaba implicado el enviado del obispo.

– Santo Padre, ¿iréis a Oxenford cuando nos dejéis? -le preguntó.

– Sí -contestó él, cansado-. Sólo nos quedaremos unos días aquí.

– Me gustaría que la llevarais con vosotros a las buenas hermanas de Godstow.

– No vamos a Godstow -objetó él. Evidentemente, era una excusa. El convento ni siquiera estaba a cinco millas de Oxford-. Pero a mi regreso pediré al obispo que haga averiguaciones acerca de la mujer y os lo haré saber.

– Supongo que es una monja que habla latín y conoce los pasajes de la misa -dijo Imeyne-. Me gustaría que la llevarais a Godstow para que ellas puedan preguntar entre los conventos quién puede ser.

El enviado del obispo pareció aún más nervioso, pero accedió. Así que tengo de tiempo hasta que se marchen. Unos pocos días, según dijo el enviado, y con suerte eso significa que no se marcharán hasta después del día de los Inocentes. Pero pienso acostar a Agnes y hablar con Gawyn en cuanto sea posible.