"El Libro del Día del Juicio Final" - читать интересную книгу автора (Willis Connie)

20

Agnes no podía llevar dormida más de cinco minutos cuando la campana cesó y luego empezó a sonar de nuevo, esta vez más rápidamente, llamándolos a misa.

– El padre Roche empieza demasiado pronto. Todavía no es media noche -protestó lady Imeyne, y no había terminado de decirlo cuando otras campanas sonaron: Wychlade y Bureford y, muy lejos al este, tan lejos que apenas era el suspiro de un eco, las campanas de Oxford.

Son las campanas de Osney, y ésa es Carfax, pensó Kivrin, y se preguntó si también sonarían esta noche en casa.

Sir Bloet se incorporó con dificultad y entonces ayudó a su hermana a levantarse. Uno de los criados entró con sus capas y un manto forrado de piel de ardilla. Las muchachas cogieron sus capas del montón y se las pusieron, sin dejar de charlar. Lady Imeyne despertó a Maisry que se había quedado dormida en el banco de los mendigos, y le pidió que trajera su Libro de las Horas, y Maisry se dirigió a las escaleras del desván, bostezando. Rosemund se acercó y cogió su capa, que había resbalado de los hombros de Agnes, con exagerado cuidado.

Agnes estaba completamente ajena al mundo, Kivrin vaciló, reacia a despertarla, aunque estaba convencida de que incluso las niñas agotadas de cinco años no estaban excluidas de esta misa.

– Agnes -llamó en voz baja.

– Tendréis que llevarla a la iglesia en brazos -dijo Rosemund, debatiéndose con el broche de oro de sir Bloet. El hijo menor del senescal entró y esperó ante Kivrin con su capa blanca en las manos, arrastrándola por el suelo.

– Agnes -repitió Kivrin, y la sacudió un poco, sorprendida de que la campana de la iglesia no la hubiera despertado. Sonaba más fuerte y más cercana que para maitines o vísperas, y sus ecos casi apagaban el tañido de las otras campanas.

Agnes abrió los ojos.

– No me has despertado -le dijo a Rosemund, adormilada-. Prometiste que me despertarías.

– Ponte la capa -dijo Kivrin-. Tenemos que ir a la iglesia.

– Kivrin, quiero llevar mi campana.

– Ya la llevas -dijo Kivrin, intentando abrocharle la capa roja sin clavarle el alfiler en el cuello.

– No, no la llevo -replicó Agnes, buscándose el brazo-. ¡Quiero llevar mi campana!

– Aquí está -declaró Rosemund, recogiéndola del suelo-. Se te habrá caído de la muñeca. Pero no está bien llevarla ahora. Esta campana nos llama a misa. Las campanas de Navidad vienen después.

– No la tocaré -aseguró Agnes-. Sólo la llevaré.

Kivrin no lo creyó ni por un minuto, pero todo el mundo estaba ya preparado. Uno de los hombres de sir Bloet encendía las linternas con una antorcha del fuego y se las tendía a los criados. Ató apresuradamente la campanita a la muñeca de Agnes y cogió a las niñas de la mano.

Lady Eliwys aceptó la mano tendida de sir Bloet.

Lady Imeyne indicó a Kivrin que las siguiera con las niñas, y los demás fueron andando solemnemente, como si fueran una procesión; lady Imeyne con la hermana de sir Bloet, y luego el resto del séquito de sir Bloet. Lady Eliwys y sir Bloet los guiaron a todos hacia el patio, atravesaron la verja y salieron al prado.

Había dejado de nevar y habían salido las estrellas. La aldea estaba silenciosa bajo su capa de nieve. Congelada en el tiempo, pensó Kivrin. Los destartalados edificios resultaban distintos, las débiles vallas y las sucias chozas parecían suavizadas y agraciadas por la nieve. Las linternas prendían las caras cristalinas de los copos de nieve y les arrancaban destellos, pero fueron las estrellas las que sorprendieron a Kivrin, cientos, miles de estrellas, todas ellas brillando como joyas en el aire helado.

– Brilla -dijo Agnes, y Kivrin no supo si se refería a la nieve o al cielo.

La campana redoblaba firmemente y sonaba distinta en el aire helado: un repique no más fuerte, sino más pleno, de algún modo más claro. Kivrin oyó ahora todas las otras campanas y las reconoció: Esthcote y Witenie y Chertelintone, aunque también sonaban distintas. Intentó oír la campana de Swindone, que había sonado todo este tiempo, pero no la captó. Tampoco percibió las campanas de Oxford. Se preguntó si sólo las habría imaginado.

– Estás haciendo sonar tu campana, Agnes -señaló Rosemund.

– No. Sólo estoy caminando.

– Mirad la iglesia -dijo Kivrin-. ¿No es hermosa?

Ardía como una bengala al otro lado del prado, encendida por dentro y por fuera; las vidrieras proyectaban luces de zafiro y rubí sobre la nieve. Había luces alrededor, llenando el patio hasta la torre del campanario. Antorchas. Kivrin olía su denso humo. Más antorchas se abrían paso desde los campos blancos, serpenteando desde la colina que se alzaba detrás de la iglesia.

Pensó de pronto en Oxford en Nochebuena, las tiendas abiertas para las compras de último momento y las ventanas de Brasenose iluminando el patio de amarillo. Y el árbol de Navidad de Balliol, encendido con cadenas multicolores de luces láser.

– Ojalá hubiéramos ido a pasar la Navidad a vuestra casa -le dijo lady Imeyne a lady Yvolde-. Entonces tendríamos un sacerdote adecuado para decir las misas. El cura de aquí apenas sabe decir el Paternóster.

El cura de aquí se ha pasado horas arrodillado en una iglesia helada, pensó Kivrin, horas arrodillado con calzas que tenían agujeros en las rodillas, y ahora está tocando una pesada campana que tiene que sonar durante una hora y luego ejecutar una elaborada ceremonia que ha tenido que aprenderse de memoria porque no sabe leer.

– Me temo que será un pobre sermón y una pobre misa -suspiró lady Imeyne.

– Desde luego, hay muchos que no aman a Dios en estos días -dijo lady Yvolde-, pero debemos rezar a Dios para que arregle el mundo y lleve de nuevo a los hombres a la virtud.

Kivrin dudaba de que esa respuesta fuera lo que lady Imeyne deseaba oír.

– He pedido al obispo de Bath que nos envíe un capellán -dijo Imeyne-, pero todavía no ha llegado.

– Mi hermano dice que hay muchos problemas en Bath.

Casi habían alcanzado el patio de la iglesia. Kivrin distinguió ahora rostros, iluminados por las humeantes antorchas y por pequeñas lámparas de aceite que llevaban algunas mujeres. Sus rostros, enrojecidos e iluminados desde abajo, parecían levemente siniestros. El señor Dunworthy creería que eran una turba enfurecida, pensó Kivrin, congregada para quemar en la hoguera a algún pobre mártir. Es la luz, pensó. Todo el mundo parece un asesino a la luz de las antorchas. No le extrañaba que al final inventaran la electricidad.

Entraron en el patio. Kivrin reconoció a algunas de las personas congregadas cerca del pórtico de la iglesia: el niño con escorbuto que había huido de ella, dos de las muchachitas que las habían ayudado a hornear pan, Cob. La esposa del senescal llevaba una capa con cuello de armiño y una linterna de metal con cuatro diminutas hojas de cristal de verdad. Charlaba animadamente con la mujer de las cicatrices de escrófula que había ayudado a recoger el acebo. Todos charlaban y se movían para entrar en calor, y un hombre de barba negra se reía tan fuerte que su antorcha se acercó peligrosamente a la toca de la esposa del senescal.

Con el tiempo, la jerarquía eclesiástica acabaría con la misa de medianoche debido a tanta bebida y jolgorio, recordó Kivrin, y algunos de estos feligreses decididamente parecía que se habían pasado la noche saltándose el ayuno. El senescal charlaba animadamente con un hombre de aspecto rudo a quien Rosemund señaló como el padre de Maisry. Sus rostros estaban rojos por el frío, la luz de las antorchas o el licor, o por las tres cosas a la vez, pero parecían alegres en vez de peligrosos. El senescal recalcaba cuanto decía con duros golpes en la espalda del padre de Maisry, y cada vez que lo hacía, éste reía con más fuerza, una risita feliz y tonta que hizo pensar a Kivrin que estaba mucho más alegre de lo que había supuesto.

La mujer del senescal le tiró de la manga, y el hombre se zafó de ella, pero en cuanto lady Eliwys y sir Bloet atravesaron la valla, se apartó rápidamente a un lado para dejar paso. Lo mismo hicieron todos los demás, guardando silencio mientras la procesión atravesaba el patio y franqueaba las pesadas puertas, y luego comenzaron a charlar de nuevo, pero en voz baja, mientras entraban en la iglesia tras ellos.

Sir Bloet se desprendió de la espada y se la tendió a un criado, y lady Eliwys y él hicieron una genuflexión, y se persignaron en cuanto llegaron a la puerta. Caminaron juntos hasta la reja que separaba el coro de la nave y volvieron a arrodillarse.

Kivrin y las niñas les siguieron. Cuando Agnes se persignó, su campanita resonó en la iglesia. Tendré que quitársela, pensó Kivrin, y se preguntó si debería salirse de la procesión y llevar a Agnes a un lado, junto a la tumba del esposo de lady Imeyne para desatar la cinta, pero lady Imeyne esperaba impaciente en la puerta con la hermana de sir Bloet.

Condujo a las niñas hasta el frente. Sir Bloet ya se había vuelto a poner en pie. Eliwys permaneció de rodillas un poco más, y luego se levantó, y sir Bloet la escoltó a la zona norte de la iglesia, hizo una leve reverencia, y se dirigió a ocupar su sitio en el lado de los hombres.

Kivrin se arrodilló con las niñas, rezando para que Agnes no hiciera demasiado ruido cuando volviera a persignarse. No lo hizo, pero cuando se puso en pie, la niña se pisó el borde de la túnica y dio un traspié con un sonido tan fuerte como la campana que seguía doblando en el exterior. Lady Imeyne estaba, por supuesto, justo detrás de ellas. Miró a Kivrin.

Kivrin llevó a las niñas detrás de Eliwys. Lady Imeyne se arrodilló, pero lady Yvolde sólo hizo una reverencia. En cuanto Imeyne se levantó, un criado se adelantó con un prie-dieu tapizado de oscuro terciopelo, y lo colocó en el suelo junto a Rosemund para que lady Yvolde se arrodillara sobre él. Otro criado había colocado uno igual delante de sir Bloet en el lado de los hombres y le estaba ayudando a arrodillarse. Sir Bloet resopló y se agarró al brazo del criado mientras lo hacía, y se ruborizó intensamente.

Kivrin miró anhelante el prie-dieu de lady Yvolde, pensando en los reclinatorios de plástico que colgaban en la parte trasera de las sillas de St. Mary. Hasta entonces no se había dado cuenta de la bendición que era, la bendición que eran también las duras sillas de madera hasta que volvieron a levantarse y pensó en que tendría que permanecer de pie durante toda la ceremonia. El suelo estaba frío. La iglesia estaba fría, a pesar de todas las luces. Eran sobre todo lámparas de aceite, colocadas en las paredes y delante de la imagen de santa Catalina, aunque había una vela alta, fina y amarillenta situada en los adornos de cada ventana, pero el efecto no era probablemente lo que el padre Roche había pretendido. Las brillantes llamas sólo hacían que los cristales coloreados parecieran más oscuros, casi negros.

Había más velas amarillentas en los candelabros de plata situados a ambos lados del altar, y había acebo amontonado delante de ellos y en lo alto de la reja, y el padre Roche había colocado las velas de lady Imeyne entre las hojas puntiagudas y brillantes. Su trabajo al decorar la iglesia complacería a lady Imeyne, pensó Kivrin, y la miró.

Ella tenía el relicario entre las manos, pero sus ojos estaban abiertos, y contemplaba la parte superior de la reja. Su boca tensa expresaba desaprobación, y Kivrin supuso que no hubiese querido que colocara las velas allí, aunque era el lugar perfecto. Iluminaban el crucifijo y el Juicio Final y también iluminaban casi toda la nave.

Hacían que toda la iglesia pareciera distinta, más acogedora y familiar, como St. Mary en Nochebuena. Dunworthy la llevó el año pasado al servicio ecuménico.

Kivrin pensaba ir a la misa de medianoche de Santa Re-Formada para oírla en latín, pero no había misa del gallo. Le habían pedido al sacerdote que leyera el evangelio en el servicio ecuménico, así que la trasladó a las cuatro de la tarde.

Agnes jugueteaba de nuevo con su campana. Lady Imeyne se volvió y la miró por entre sus manos piadosamente cruzadas, Rosemund se inclinó hacia delante y Kivrin la hizo callar.

– No debes tocar la campana hasta que termine la misa -susurró Kivrin, inclinándose hacia Agnes para que nadie más la oyera.

– No la he tocado -susurró a su vez Agnes, con una voz que se pudo oír en toda la iglesia-. Los lazos están demasiado apretados. ¿Veis?

Kivrin no veía nada de eso. De hecho, si se hubiera tomado más tiempo en apretarlos más, la campanita no sonaría a cada instante, pero no iba a ponerse a discutir con una niña agotada cuando la misa iba a empezar de un momento a otro. Extendió la mano hacia el nudo.

Por lo visto Agnes había intentado sacar la campana por la muñeca. El lazo ya ajado se había tensado en un nudo de aspecto sólido. Kivrin tiró de los bordes con las uñas, alerta a la gente que tenía detrás. El servicio empezaría con una procesión, el padre Roche y sus monaguillos, si tenía alguno, que recorrerían el pasillo esparciendo agua bendita y cantando el Asperges.

Kivrin tiró del lazo y de ambos lados del nudo, y quedó tan tenso que ya no habría forma de quitárselo sin cortarlo, y encima estaba un poco más suelto. No logró soltar el lazo. Miró hacia la puerta de la iglesia. La campana había cesado, pero no vio la menor señal del padre Roche ni pasillo alguno para que pudiera pasar. Los aldeanos se habían congregado, llenando todo el fondo de la iglesia. Alguien había aupado a un niño a lo alto de la tumba del marido de Imeyne y lo sujetaba para que pudiera ver, pero no había nada que ver todavía.

Siguió trabajando con la campanita. Metió dos dedos bajo el lazo y tiró, intentando estirarlo.

– ¡No lo rompáis! -exclamó Agnes, con su fuerte susurro. Kivrin cogió la campanita y le dio la vuelta hasta depositarla en la palma de Agnes.

– Sujétala así -susurró, cerrando los dedos de Agnes sobre ella-. Con fuerza.

Agnes cerró el puño. Kivrin le hizo cerrar la otra mano encima del puño, en una copia aceptable de una actitud de rezo.

– Sujeta con fuerza la campana, y no sonará.

Agnes se llevó las manos a la frente en actitud de piedad angelical.

– Buena chica -asintió Kivrin, y la rodeó con el brazo. Miró hacia las puertas de la iglesia. Seguían cerradas. Suspiró aliviada y se volvió hacia el altar.

El padre Roche estaba allí de pie. Iba vestido con una estola blanca bordada y una alba blanca amarillenta con un dobladillo más ajado que el lazo de Agnes, y sostenía un libro en sus manos. Obviamente, la había estado esperando, la había estado observando mientras ella atendía a Agnes, pero no había ningún reproche en su rostro, ni tampoco impaciencia. Su cara tenía una expresión completamente distinta, y Kivrin recordó de pronto al señor Dunworthy, mientras la observaba a través de la partición de finocristal.

Lady Imeyne carraspeó, un sonido que fue casi un gruñido, y él pareció recuperarse. Tendió el libro a Cob, que llevaba una sotana sucia y un par de zapatos de cuero demasiado grandes, y se arrodilló delante del altar. Entonces volvió a coger el libro y empezó a recitar las oraciones.

Kivrin las dijo para sí al mismo tiempo que él, pensando en latín y oyendo el eco de la traducción del intérprete.

– «¿A quién visteis, oh, pastores? -recitó el padre Roche en latín, comenzando el acto responsorial-. «Responded: decidnos quién ha aparecido en la tierra.»

Se detuvo, mirando a Kivrin con el ceño fruncido.

Se le ha olvidado, pensó ella. Miró ansiosamente a Imeyne, esperando que la mujer no advirtiera lo que iba a suceder, pero Imeyne ya había alzado la cabeza y le miraba de mal talante, con la mandíbula apretada.

Roche seguía mirando a Kivrin con el ceño fruncido.

– «Responded, ¿a quién visteis? -dijo él, y Kivrin suspiró aliviada-. «Decidnos quién ha aparecido.»

Se había equivocado. Silabeó la siguiente línea, deseando que él la comprendiera.

– «Vimos al Niño recién nacido.»

Él no dio ninguna señal de haber visto lo que ella decía, aunque la miraba directamente.

– Vi… -dijo, y se interrumpió de nuevo.

– «Vimos al Niño recién nacido» -susurró Kivrin, y notó que lady Imeyne se volvía hacia ella.

– «Y ángeles cantando alabanzas al Señor» -prosiguió Roche, y eso tampoco era correcto, pero lady Imeyne se volvió hacia el frente para dirigir su mirada desaprobatoria hacia Roche.

Sin duda el obispo se enteraría de esto, y de las velas y la alba ajada, y quién sabía qué otros errores e infracciones había cometido.

– «Responded, ¿a quién visteis?» -articuló Kivrin, y Roche pareció recuperarse de pronto.

– «Responded, ¿a quién visteis? -dijo claramente-. Y habladnos del nacimiento de Cristo. Vimos al Niño recién nacido y a ángeles cantando alabanzas al Señor.»

Empezó el Confiteor Deo, y Kivrin lo susurró a la vez, pero él lo terminó sin ningún error, y Kivrin se relajó un poco, aunque lo observó atentamente mientras volvía al altar para el Orámus Te.

Llevaba una sotana negra bajo la alba, y ambas prendas parecían haber sido confeccionadas en rico paño. A Roche le quedaban demasiado cortas. Kivrin alcanzó a ver unos buenos diez centímetros de su gastada calza marrón por debajo del borde de la sotana cuando se inclinó sobre el altar. El alba y la sotana probablemente habían pertenecido al sacerdote que le precedió, o eran restos del capellán de Imeyne.

El sacerdote de la Santa Re-Formada llevaba una alba de poliéster sobre un jersey marrón y tejanos Le había asegurado a Kivrin que la misa era completamente auténtica, a pesar de que se celebrara a media tarde. La antífona databa del siglo VIII, y las burdas y detalladas estaciones de la cruz eran reproducciones exactas de las de Turín. Pero la iglesia era una papelería reformada, usaron una mesa plegable como altar, y el carillón de Carfax destrozaba fuera It Came Upon the Midnight Clear.

– Kyrie eléison -dijo Cob, con las manos unidas en oración.

– Kyrie eléison -repitió el padre Roche.

– Christe eléison -dijo Cob.

– Christe eléison -participó Agnes, animada.

Kivrin la hizo callar llevándose el dedo a los labios. Señor ten piedad. Cristo ten piedad. Señor ten Piedad.

Habían utilizado el Kyrie en el servicio ecuménico, probablemente por algún trato que el sacerdote de Santa Re-Formada había hecho con el vicario a cambio de haber adelantado la hora de la misa, y el ministro de la Iglesia del Milenio se negó a recitarlo y permaneció con un talante desaprobatorio todo el tiempo. Como lady Imeyne.

El padre Roche parecía bien ahora. Dijo el Gloria y el gradual sin equivocarse y empezó el evangelio.

– Inituim sancti Envangelii secundum Luke -dijo, y empezó a leer entrecortadamente en latín-. «Y sucedió que en aquellos días salió un decreto de César Augusto para que se empadronara todo el mundo.»

El vicario había leído los mismos versículos en St. Mary's. Lo leyó de la Biblia Común del Pueblo, según había insistido la Iglesia del Milenio, y comenzaba: «Por entonces los políticos cargaron un impuesto a los contribuyentes», pero era el mismo evangelio que el padre Roche recitaba laboriosamente.

– «Y enseguida se unió al ángel una multitud del ejército celestial, que alababa a Dios diciendo, Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad.»

El padre Roche besó el evangelio.

– Per evangélica dicta deléantur nostro delícta.

A continuación vendría el sermón, si lo había. En la mayoría de las iglesias rurales el cura sólo predicaba en las misas importantes, e incluso entonces no era más que una lección de catecismo, el recitado de los siete pecados capitales o las siete virtudes teologales. El sermón sería probablemente durante la gran misa de la mañana de Navidad.

Pero el padre Roche avanzó hacia el pasillo central, que casi se había cerrado de nuevo mientras los aldeanos se apretujaban contra las columnas y entre sí, intentando encontrar una posición más cómoda, y empezó a hablar.

– En los días en que Cristo vino a la tierra desde los cielos, Dios envió signos para que los hombres conocieran su llegada, y en los últimos días también habrá signos. Habrá hambres y peste, y Satán cabalgará por la tierra.

Oh, no, pensó Kivrin, no digas que viste al Diablo montando en un caballo negro.

Miró a Imeyne. La anciana parecía furiosa, aunque lo de menos era lo que Roche dijera, pensó Kivrin. Estaba decidida a encontrar errores y fallos para poder contárselos al obispo. Lady Yvolde parecía medianamente irritada, y todos los demás tenían el aspecto de cansada paciencia que siempre adopta la gente cuando escucha un sermón, no importa en qué siglo. Kivrin había visto la misma expresión en St. Mary's la Navidad anterior.

El sermón del año anterior en St. Mary's trataba de los vertidos de basura, y el diácono de Christ Church lo comenzó diciendo: «El cristianismo empezó en un establo. ¿Terminará en un estercolero?»

Pero no importó. Era medianoche, y St. Mary's tenía un suelo de piedra y un altar de verdad, y cuando Kivrin cerró los ojos, pudo olvidar la nave alfombrada y los paraguas y las velas láser. Retiró el reclinatorio de plástico y se arrodilló en el suelo de piedra e imaginó cómo sería en la Edad Media.

El señor Dunworthy le dijo que no se parecería a nada que pudiera imaginar, y tenía razón, por supuesto. Pero se equivocó respecto a esta misa. La había imaginado justo así, el suelo de piedra y el Kyrie entre murmullos, el olor a incienso y velas y el frío.

– El Señor vendrá con fuego y peste, y todos perecerán -prosiguió Roche-, pero incluso en los últimos días, la piedad de Dios no nos olvidará. Nos enviará ayuda y consuelo y nos llevará a salvo al cielo.

A salvo al cielo. Kivrin pensó en el señor Dunworthy. «No vayas -le había rogado él-. Nada será como tú imaginas.» Y tenía razón. Siempre tenía razón.

Pero incluso él, con todos sus temores a la viruela, a los asesinos y a las quemas de brujas, nunca habría imaginado esto: que ella estaba perdida. Qué no sabía dónde se encontraba el lugar de recogida, y faltaba menos de una semana para la cita. Miró a Gawyn al otro lado del pasillo. Gawyn miraba a Eliwys. Tenía que hablar con él después de la misa.

El padre Roche se dirigió al altar para comenzar la misa propiamente dicha. Agnes se apoyó en Kivrin, y ésta la rodeó con el brazo. Pobrecilla, debe de estar agotada. Despierta desde antes del amanecer y además sin parar ni un momento. Se preguntó cuánto duraría la misa.

El servicio en St. Mary's duró una hora y cuarto, y hacia la mitad del ofertorio el blíper de la doctora Ahrens sonó.

– Es un parto -le susurró a Kivrin y a Dunworthy mientras se marchaba rápidamente-, qué apropiado.

Me pregunto si ahora estarán en la iglesia, pensó Kivrin, y entonces recordó que ya no era Navidad allí. Habían celebrado la Navidad tres días después de que ella llegara, mientras aún estaba enferma. ¿Sería, qué? Dos de enero, las vacaciones casi habrían terminado y todos los adornos habrían sido retirados.

Empezaba a hacer calor en la iglesia, y las velas parecían absorber todo el aire. Kivrin percibía los roces y movimientos tras ella mientras el padre Roche ejecutaba el ritual de la misa, y Agnes se fue apoyando cada vez más contra ella. Kivrin se alegró cuando llegaron al Sanctus y pudo arrodillarse.

Intentó imaginar Oxford el dos de enero: las tiendas anunciando las rebajas de Año Nuevo y el carillón de Carfax en silencio. La doctora Ahrens estaría en el hospital tratando con afecciones digestivas después de las vacaciones y el señor Dunworthy se estaría preparando para el segundo trimestre. No, pensó, y lo vio de pie ante el finocristal. Estará preocupándose por mí.

El padre Roche alzó el cáliz, se arrodilló, besó el altar. Hubo más roces y un susurro en la parte de los hombres. Gawyn estaba apoyado en los talones, con aspecto aburrido. Sir Bloet se había quedado dormido.

Y Agnes también. Se había desplomado por completo contra Kivrin, de forma que no podría levantarse para el Paternóster. Ni siquiera lo intentó. Cuando todos los demás lo hicieron, aprovechó la oportunidad para acercar a la niña y colocarle la cabeza en una postura más cómoda. A Kivrin le dolía la rodilla. Debía de haberse arrodillado en una depresión entre dos piedras. Se movió para levantarla un poco, y colocó un pliegue de la capa debajo.

El padre Roche metió un trozo de pan en el cáliz y dijo el Haec Commixtio, y todos se arrodillaron para el Agnus Dei.

– Agnus Dei, qui tollis peccata mundi: miserere nobis -cantó-. Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros.

Agnus Dei. Cordero de Dios. Kivrin sonrió a Agnes. Estaba completamente dormida, su cuerpo era un peso muerto contra el costado de Kivrin; tenía la boca abierta, pero su puño seguía cerrado sobre la campanita. Mi corderito, pensó Kivrin.

Arrodillada sobre el suelo de piedra de St. Mary's había imaginado las velas y el frío, pero no a lady Imeyne, esperando a que Roche cometiera un error en la misa, ni a Eliwys, Gawyn o Rosemund. Ni al padre Roche, con su cara de asesino y sus calzas gastadas.

Ni en cien años, ni en setecientos treinta y cuatro años habría podido imaginar a Agnes, con su perrito y sus insoportables pataletas, y su rodilla infectada. Me alegro de haber venido, pensó. A pesar de todo.

El padre Roche hizo el signo de la cruz con el cáliz y bebió de él.

– Dominus vobiscum -dijo, y hubo una conmoción general detrás de Kivrin. La parte principal del espectáculo había acabado, y la gente se marchaba ya, para evitar las aglomeraciones. Por lo visto, no había ninguna deferencia a la familia del señor cuando se trataba de marcharse. Tampoco esperaron a llegar fuera para empezar a hablar. Apenas oyó la despedida.

– Ite, Missa est -dijo el padre Roche por encima del clamor, y lady Imeyne llegó al pasillo antes de que el sacerdote pudiera bajar la cabeza. Parecía que quería llegar a Bath para hablar con el obispo inmediatamente.

– ¿Visteis las velas de sebo junto al altar? -le dijo a lady Yvolde-. Le ordené que pusiera las de cera que le di.

Lady Yvolde sacudió la cabeza y miró sombríamente al padre Roche, y las dos se marcharon con Rosemund pisándoles los talones.

Estaba claro que Rosemund no tenía ninguna intención de volver a la casa con sir Bloet si podía evitarlo, y esto le vendría bien. Los aldeanos se cerraron tras las tres mujeres, charlando y riendo. Para cuando sir Bloet consiguiera ponerse en pie, ellas ya estarían camino de la mansión.

Kivrin tenía problemas para levantarse. Se le había quedado un pie entumecido, y Agnes estaba profundamente dormida.

– Agnes. Despierta. Es hora de ir a casa.

Sir Bloet se había levantado, la cara casi púrpura por el esfuerzo, y se acercó a ofrecerle el brazo a Eliwys.

– Vuestra hija se ha quedado dormida -observó.

– Sí -respondió Eliwys, mirando a Agnes.

Ella cogió su brazo y salieron.

– Vuestro marido no ha venido como prometió.

– No -oyó Kivrin que decía Eliwys. Su tenaza se tensó mucho más en su brazo.

Fuera, las campanas empezaron a sonar de inmediato, y a destiempo, un repique salvaje e irregular. Parecía maravilloso.

– Agnes -llamó Kivrin, sacudiéndola-, es hora de tocar tu campana.

Ni siquiera se agitó. Kivrin intentó cargársela al hombro. Los brazos de la niña colgaron flácidos sobre su espalda, y la campana tintineó.

– Has esperado toda la noche para tocar la campanilla -dijo Kivrin, apoyándose en una rodilla-. Despierta, corderito.

Miró alrededor en busca de alguien que la ayudase. Apenas quedaba nadie en la iglesia. Cob hacía la ronda de las ventanas, apagando las velas con los dedos. Gawyn y los sobrinos de sir Bloet estaban al fondo de la nave, recogiendo sus espadas. El padre Roche no aparecía por ningún sitio. Kivrin se preguntó si era el que tocaba la campana con tanto entusiasmo.

Su pie dormido empezaba a hormiguearle. Lo flexionó y luego apoyó su peso sobre él. Le dolió mucho, pero pudo soportarlo. Se cargó a Agnes al hombro y trató de levantarse. Sin querer se pisó el borde de la falda y cayó hacia delante.

Gawyn la agarró.

– Buena dama Katherine, mi señora Eliwys me ordenó que viniera a ayudaros -dijo, sujetándola. Recogió fácilmente a Agnes y se la cargó al hombro, y salió de la iglesia, con Kivrin detrás.

– Gracias -dijo ella cuando salieron del patio abarrotado-. Sentía como si se me fueran a caer los brazos.

– Es una chica fuerte.

La campanita de Agnes le resbaló de la muñeca y cayó sobre la nieve, sonando con las otras campanas al hacerlo. Kivrin se agachó y la recogió. El nudo era casi demasiado pequeño para poder verlo, y los cortos extremos del lazo se habían convertido en finos hilillos, pero en el momento en que lo cogió, el nudo se soltó. Lo ató a la muñeca de Agnes con un lacito.

– Me alegro de ayudar a una dama en apuros -sonrió Gawyn, pero ella no le oyó.

Estaban solos en el prado. El resto de la familia casi había llegado a la puerta de la mansión. Kivrin distinguió al senescal alzando la linterna sobre lady Imeyne y lady Yvolde mientras entraban en el pasillo. Todavía había un nutrido grupo de gente en el patio de la iglesia; alguien había encendido una hoguera junto al camino y la gente se congregaba a su alrededor, calentándose las manos y pasándose un cuenco de madera con algo, pero aquí en medio del prado estaban completamente solos. La oportunidad que había creído que nunca se iba a presentar había llegado.

– Quería daros las gracias por intentar encontrar a mis asaltantes, y por rescatarme en el bosque y traerme aquí. ¿Me encontrasteis muy lejos de aquí? ¿Podéis acompañarme al lugar?

Él se detuvo y la miró.

– ¿No os lo dijeron? Llevé a la mansión todas las pertenencias vuestras que encontré. Los ladrones se llevaron todo lo demás, y aunque los perseguí, me temo que no encontré nada -echó a andar de nuevo.

– Sé que trajisteis mis cajas. Gracias. Pero no quería ver el lugar donde me encontrasteis por este motivo -dijo Kivrin rápidamente, temiendo que alcanzaran a los demás antes de haber terminado de pedírselo-. Perdí la memoria cuando fui herida en el ataque. Se me ocurrió que si podía ver el lugar donde me encontrasteis, tal vez recordaría algo.

Él se había detenido de nuevo y contempló el camino que conducía a la iglesia. Había luces que fluctuaban inestables y se acercaban rápidamente. ¿Gente que llegaba tarde a la misa?

– Sois el único que sabe dónde está el lugar -dijo Kivrin-, o de lo contrario no os molestaría, pero si tan sólo pudierais decirme dónde está, yo…

– Allí no hay nada -replicó él vagamente, todavía mirando las luces-. Llevé vuestra carreta y vuestras cajas a la mansión.

– Lo sé, y os lo agradezco, pero…

– Están en el granero -añadió él. Se volvió ante el sonido de caballos. Las luces oscilantes eran linternas que llevaban hombres a caballo. Pasaron de largo ante la iglesia y atravesaron la aldea. Eran al menos media docena, y se detuvieron junto a lady Eliwys y los demás.

Es su marido, pensó Kivrin, pero antes de que terminara de pensarlo, Gawyn le entregó a Agnes y echó a correr hacia ellos, desenvainando la espada.

Oh, no, pensó Kivrin, y echó a correr también, torpemente. No era su marido. Eran los hombres que los perseguían, el motivo de que se estuvieran escondiendo, la razón de que Eliwys se enfadara tanto con Imeyne por haberle dicho a sir Bloet que estaban aquí.

Los hombres de las antorchas habían desmontado. Eliwys avanzó hacia uno de los tres hombres que todavía estaban a caballo y luego cayó de rodillas como si hubiera sido golpeada.

No, oh, no, pensó Kivrin, sin aliento. La campanita de Agnes tintineaba salvajemente mientras corría.

Gawyn se dirigió hacia ellos, la espada destellando a la luz de las linternas, y entonces también cayó de rodillas. Eliwys se levantó y avanzó hacia los hombres a caballo, con los brazos extendidos en un gesto de bienvenida.

Kivrin se detuvo, sin aliento. Sir Bloet avanzó, se arrodilló, se levantó. Los jinetes retiraron sus capuchas. Llevaban algún tipo de sombrero o coronas. Gawyn, todavía de rodillas, envainó la espada. Uno de los hombres a caballo levantó la mano y algo brilló.

– ¿Qué es eso? -preguntó Agnes, adormilada.

– No lo sé -respondió Kivrin.

Agnes se debatió en brazos de Kivrin para poder ver.

– Son los tres Reyes -suspiró, maravillada.


Transcripción del Libro del Día del Juicio Final
(064996-065537)

Nochebuena de 1320 (Calendario Antiguo). Ha llegado un enviado del obispo, junto con otros dos hombres. Llegaron justo después de la misa del gallo. Lady Imeyne no cabe en sí de gozo. Está convencida de que han venido en respuesta a su mensaje, en el que pedía a un nuevo capellán, pero yo no estoy tan segura de eso. Han venido sin séquito, y hay un aire de nerviosismo en ellos, como si estuvieran en alguna misión apresurada y secreta.

Tiene que estar relacionado con lord Guillaume, aunque los juicios son en un tribunal secular, no eclesiástico. Tal vez el obispo sea amigo de lord Guillaume, o del rey Eduardo II, y hayan venido a hacer algún tipo de trato con Eliwys por su libertad.

Sea cual fuese el motivo de su presencia aquí, lo han hecho con estilo. Agnes pensó que eran los Reyes Magos cuando los vio, y en efecto parecen pertenecer a la realeza. Uno de ellos lleva una capa de terciopelo púrpura con el dibujo de una cruz blanca bordado en seda.

Lady Imeyne le asaltó al instante con la triste historia de lo ignorante, torpe e imposible que es el padre Roche. «No se merece una parroquia», dijo. Por desgracia (y por suerte para el padre Roche), no era el enviado, sino sólo su clérigo. El enviado era el que vestía de rojo, también muy impresionante, con bordados dorados y ribetes de marta.

El tercero es un monje cisterciense. Al menos lleva los hábitos blancos, aunque están hechos de lana aún más fina que mi capa y tiene un cordón de oro por cíngulo. Lleva un anillo propio de un rey en cada uno de sus gruesos dedos y no actúa como un monje. El enviado y él pidieron vino antes de desmontar siquiera, y está claro que el clérigo ya había bebido bastante antes de llegar aquí. Acabó resbalando del caballo y el grueso monje tuvo que llevarlo al salón.

(Pausa)

Por lo visto me equivoqué respecto a los motivos de su venida. Eliwys y sir Bloet se retiraron a un rincón con el enviado del obispo en cuanto entraron en la casa, pero sólo hablaron con él durante unos minutos, y únicamente oí decirle a Imeyne: «No saben nada de Guillaume.»

Imeyne no pareció sorprendida ni especialmente preocupada por esta noticia. Evidentemente, piensa que han venido a traerle un nuevo capellán, y se desvive por ellos, insistiendo en que celebren de inmediato el banquete de Navidad y que el enviado del obispo ocupe el asiento principal. Ellos parecen más interesados en beber que en comer. La propia Imeyne les sirvió copas de vino, y aún no se las habían terminado cuando pidieron más. El clérigo agarró la falda de Maisry cuando ésta trajo las jarras, la atrajo hacia sí y le metió la mano por la camisa. Ella, naturalmente, se cubrió las orejas con las manos.

Lo único bueno que tiene su llegada es que han aumentado todavía más la confusión general. Únicamente tuve un momento para hablar con Gawyn, pero mañana o pasado seguramente podré hablar con él sin que nadie se dé cuenta (sobre todo ya que la atención de Imeyne está centrada en el enviado, que acaba de quitarle a Maisry la jarra de las manos y se está sirviendo el vino él mismo), y le pediré que me enseñe dónde está el lugar de recogida. Hay tiempo de sobra. Tengo casi una semana.