"El Libro del Día del Juicio Final" - читать интересную книгу автора (Willis Connie)

22

Kivrin no consiguió que Agnes se acostara hasta casi el amanecer. La llegada de los «tres reyes», como seguía llamándolos, la había desvelado por completo, y se negó incluso a considerar la idea de acostarse por miedo a perderse algo, aunque era evidente que estaba rendida.

Siguió a Kivrin mientras intentaba ayudar a Eliwys a traer la comida para el banquete, quejándose de que tenía hambre, y luego, cuando las mesas estuvieron ya dispuestas y el festín comenzó, se negó a comer nada.

Kivrin no tenía tiempo para discutir con ella. Había que traer plato tras plato desde la cocina a través del patio, bandejas de venado y cerdo asado, y una enorme tarta de la que Kivrin casi esperó que salieran pájaros volando cuando la cortaron. Según los sacerdotes de Santa Re-Formada, entre la misa de medianoche y la gran misa de la mañana de Navidad, se guardaba ayuno pero todos, incluyendo al enviado del obispo, devoraron el faisán asado y el ganso y el conejo guisado con salsa de azafrán. Y también bebieron. Los «tres reyes» pedían constantemente más vino.

Ya habían bebido más que suficiente. El monje miraba lascivamente a Maisry, y el clérigo, borracho ya cuando llegó, estaba casi debajo de la mesa. El enviado del obispo bebía más que ninguno, y llamaba constantemente a Rosemund para que le trajera el cuenco de vino mezclado con cerveza y especias; sus gestos se hacían más amplios y menos claros con cada trago.

Bien, pensó Kivrin. A lo mejor se emborracha tanto que se olvida de que ha prometido a lady Imeyne llevarme al convento de Godstow. Llevó el cuenco a donde estaba Gawyn, esperando tener la oportunidad para preguntarle dónde estaba el lugar, pero él reía con uno de los hombres de sir Bloet, y le pidieron cerveza y más carne. Para cuando regresó junto a Agnes, la niña estaba profundamente dormida, con la cabeza sobre el plato. Kivrin la cogió en brazos con cuidado y la llevó a la habitación de Rosemund.

La puerta se abrió ante ellas.

– Lady Katherine -dijo Eliwys, cargada de sábanas-. Menos mal que habéis venido. Necesito vuestra ayuda.

Agnes se agitó.

– Traed las sábanas de lino del desván -pidió Eliwys-. Los hombres de la Iglesia dormirán en esta cama, y la hermana de sir Bloet y sus mujeres en el desván.

– ¿Dónde voy a dormir yo? -preguntó Agnes, zafándose de los brazos de Kivrin.

– Dormiremos en el granero -contestó Eliwys-. Pero debes esperar a que hayamos hecho las camas, Agnes. Ve y juega.

No tuvo que decírselo dos veces. Agnes bajó las escaleras dando saltos y agitando el brazo para hacer sonar su campanita.

Eliwys tendió las sábanas a Kivrin.

– Llevadlas al desván y traed la colcha de armiño que está en el cofre tallado de mi esposo.

– ¿Cuántos días pensáis que se quedarán el enviado del obispo y sus hombres?

– No lo sé -suspiró Eliwys, con aspecto preocupado-. Rezo porque no sean más de quince días, o de lo contrario no tendremos suficiente carne. No os olvidéis de los almohadones buenos.

Quince días eran más que suficientes, pasado el encuentro, y desde luego de momento no parecían dispuestos a marcharse. Cuando Kivrin bajó del desván con las sábanas, el enviado del obispo estaba dormido en el alto asiento, roncando, y su clérigo tenía los pies sobre la mesa. El monje había acorralado a una de las ayas de sir Bloet en un rincón y jugueteaba con su pañuelo. Gawyn no estaba por ninguna parte.

Kivrin le dio las sábanas y la colcha a Eliwys, luego se ofreció a llevarlas al granero.

– Agnes está muy cansada -adujo-. La acostaré pronto.

Eliwys asintió, ausente, ahuecando uno de los pesados almohadones, y Kivrin corrió escaleras abajo y salió al patio. Gawyn no estaba en el establo ni en el lagar. Se retrasó junto a los excusados hasta que salieron dos de los jóvenes pelirrojos, quienes la miraron con curiosidad, y luego se dirigió al granero. Tal vez Gawyn se había marchado con Maisry otra vez, o se había unido a la fiesta de los aldeanos en el prado. Podía oír el sonido de las risas mientras extendía paja sobre el suelo de madera pelada del desván.

Colocó las pieles y las colchas sobre la paja y se asomó a la puerta por si lograba verlo. Los contemporáneos habían encendido una hoguera delante del patio de la iglesia y se calentaban las manos alrededor y bebían en grandes cuernos. Distinguió los rostros enrojecidos del padre de Maisry y del senescal a la luz del fuego, pero no a Gawyn.

No estaba en el patio tampoco. Rosemund esperaba junto a la puerta, envuelta en su capa.

– ¿Qué estás haciendo aquí, con el frío que hace? -preguntó Kivrin.

– Espero a mi padre. Gawyn me dijo que lo esperaba antes del amanecer.

– ¿Has visto a Gawyn?

– Sí. Está en el establo.

Kivrin miró ansiosamente en esa dirección.

– Hace demasiado frío para esperar aquí fuera. Entra en la casa, y yo le diré a Gawyn que te avise cuando llegue tu padre.

– No, esperaré aquí -se obstinó Rosemund-. Prometió que vendría por Navidad -la voz le tembló un poco.

Kivrin alzó la linterna. Rosemund no lloraba, pero tenía las mejillas arreboladas. Kivrin se preguntó qué habría hecho sir Bloet para que se escondiera de él. O tal vez era el monje quien la había asustado, o el clérigo borracho.

Kivrin la cogió del brazo.

– Puedes esperarlo igualmente en la cocina, y allí se está mucho más caliente.

Rosemund accedió.

– Mi padre me prometió que no tardaría.

¿Para qué?, pensó Kivrin. ¿Para echar a los eclesiásticos? ¿Para cancelar el compromiso de Rosemund con sir Bloet? «Mi padre nunca permitiría que me sucediera nada malo», le había dicho a Kivrin, pero no estaba en posición para cancelar el compromiso cuando el acuerdo de matrimonio ya había sido firmado. Eso podría molestar a sir Bloet, que tenía «muchos amigos poderosos».

Kivrin acompañó a Rosemund a la cocina y le dijo a Maisry que le calentara una copa de vino.

– Iré a decirle a Gawyn que venga a avisarte en cuanto llegue tu padre -dijo, y se dirigió al establo, pero Gawyn no estaba allí, ni en el lagar.

Entró en la casa, preguntándose si Imeyne le habría enviado a otro de sus encargos. Pero la anciana estaba sentada junto al enviado del obispo, al que obviamente había despertado, y le hablaba enérgicamente. Gawyn estaba junto al fuego, rodeado por los hombres de sir Bloet, incluyendo a los dos que habían salido del excusado. Sir Bloet estaba sentado cerca del hogar, con su cuñada y Eliwys.

Kivrin se sentó en el banco de los mendigos. No había forma de acercarse a Gawyn, mucho menos de preguntarle por el lugar de recogida.

– ¡Dámelo! -gimió Agnes. Ella y el resto de los niños se encontraban junto a las escaleras, y los niños se pasaban a Blackie, lo acariciaban y jugaban con sus orejas. Agnes debía de haber salido al establo a coger al cachorro mientras Kivrin estaba en el granero.

– ¡Es mi perro! -exclamó Agnes, agarrando a Blackie. El niño se lo quitó-. ¡Dámelo!

Kivrin se levantó.

– Cabalgando por el bosque, me encontré a una doncella -decía Gawyn en voz alta-. Unos ladrones la habían asaltado y estaba malherida, tenía la cabeza abierta y sangraba copiosamente.

Kivrin vaciló. Miró a Agnes, que golpeaba el brazo del niño, y entonces volvió a sentarse.

– «Bella dama», le dije. «¿Quién ha hecho esta felonía?» -relató Gawyn-. Pero ella no podía hablar por causa de sus heridas.

Agnes había recuperado al cachorro y lo abrazaba. Kivrin hubiese debido ir al rescate del pobre animalito, pero se quedó donde estaba, moviéndose un poco para poder ver más allá de la cofia de la cuñada. Diles dónde me encontraste, suplicó a Gawyn. Diles dónde estaba.

– «Soy vuestro vasallo y encontraré a esos malandrines», dije, «pero temo dejaros en tan triste situación» -continuó Gawyn, mirando a Eliwys-. Pero ella se había recuperado y me suplicó que fuera y encontrara a quienes la habían herido.

Eliwys se levantó y se dirigió a la puerta. Permaneció allí durante un instante, con aspecto algo ansioso, y luego volvió y se sentó de nuevo.

– ¡No! -chilló Agnes.

Uno de los sobrinos pelirrojos de sir Bloet tenía ahora a Blackie y lo levantaba por encima de su cabeza. Si Kivrin no lo rescataba pronto, asfixiarían al pobre perro, y no tenía sentido seguir escuchando el relato del Rescate de la Doncella en el Bosque, cuya intención no era contar lo que había sucedido, sino impresionar a Eliwys. Se acercó a los niños.

– Los ladrones se habían marchado hacía poco; encontré su pista con facilidad y la seguí, espoleando mi corcel tras ellos.

El sobrino de sir Bloet sostenía a Blackie por las patas delanteras, y el cachorro gemía patéticamente.

– ¡Kivrin! -gimió Agnes al verla, y se abalanzó hacia ella. El sobrino de sir Bloet le tendió inmediatamente el perro a Kivrin y retrocedió. Los demás niños se dispersaron.

– ¡Habéis rescatado a Blackie! -dijo Agnes, extendiendo las manos para cogerlo.

Kivrin sacudió la cabeza.

– Es hora de irse a la cama.

– ¡No estoy cansada! -protestó Agnes con un gemido que no fue muy convincente. Se frotó los ojos.

– Pues Blackie sí está cansado -Kivrin se agachó ante Agnes-, y no se irá a la cama a menos que tú te acuestes con él.

Ese argumento pareció interesarla, y antes de que encontrara alguna excusa, Kivrin le tendió a Blackie y lo colocó en los brazos de la niña como un bebé.

– A Blackie le gustaría que le contaras una historia -prosiguió Kivrin, dirigiéndose hacia la puerta.

– Pronto me encontré en un lugar que no conocía -relataba Gawyn-. Un bosque oscuro.

Kivrin atravesó el patio con la niña y el perro.

– A Blackie le gustan las historias de gatos -dijo Agnes, meciendo amablemente al perrito en sus brazos.

– Entonces debes contarle una historia de gatos -asintió Kivrin. Cogió al cachorro mientras Agnes subía las escaleras del altillo. Estaba ya dormido, agotado por tanto manoseo. Kivrin lo colocó en la paja cerca del camastro.

– Un gato malo -dijo Agnes, agarrándolo otra vez-. No voy a dormir. Sólo voy a echarme con Blackie, así que no tengo por qué quitarme la ropa.

– Es verdad -concedió Kivrin, cubriendo a Agnes y a Blackie con una tupida piel. Hacía demasiado frío en el granero para desnudarse.

– A Blackie le gustaría oír sonar mi campana -dijo la niña, e intentó poner el lazo sobre su cabeza.

– No, no le gustaría -contestó Kivrin. Confiscó la campana y les echó otra manta encima. Kivrin se tendió junto a la niña. Agnes se acurrucó contra ella.

– Había una vez un gato malo -dijo, bostezando-. Su padre le advirtió que no fuera al bosque, pero él no le hizo caso.

Luchó valientemente contra el sueño; se frotó los ojos e inventó aventuras del gato malo, pero la oscuridad y el calor de la piel finalmente la vencieron. Kivrin siguió allí tendida, esperando a que la respiración de Agnes se hiciera liviana y regular, y luego le quitó con cuidado a Blackie y lo colocó sobre la paja.

Agnes frunció el ceño en sueños y extendió la mano para cogerlo, y Kivrin la abrazó. Tendría que levantarse y buscar a Gawyn. Faltaba menos de una semana para el encuentro.

Agnes se agitó y se acurrucó más, el pelo contra la mejilla de Kivrin.

¿Y cómo voy a dejarte?, pensó Kivrin. ¿Y a Rosemund? ¿Y al padre Roche? Entonces se quedó dormida.

Cuando despertó, ya había amanecido y Rosemund se había acostado junto a Agnes.

Kivrin las dejó dormir; bajó del altillo y cruzó el patio gris, temiendo haberse perdido la campana que avisaba para la misa, pero Gawyn seguía junto al fuego, y el enviado del obispo aún estaba sentado en el alto asiento, escuchando a lady Imeyne.

Encontró al monje en la esquina, abrazado a Maisry, pero al clérigo no lo vio por ninguna parte. Tal vez había quedado inconsciente y lo habían acostado.

También los niños debían de haberse acostado, y al parecer algunas mujeres habían subido al desván a descansar. Kivrin no vio a la hermana de sir Bloet ni a la cuñada de Dorset.

– «¡Detente, malandrín!», exclamé -decía Gawyn-. «Lucharé contigo en buena lid.»

Kivrin se preguntó si sería aún la historia del rescate o una de las aventuras de sir Lancelot. Era imposible decirlo, y si su propósito era impresionar a Eliwys, no servía de nada, pues ella no se encontraba en el salón.

Lo que quedaba del público de Gawyn tampoco parecía impresionado. Dos hombres jugaban una aburrida partida de dados en el banco que había entre ellos, y sir Bloet dormía, con la barbilla hundida en su abultado pecho.

Desde luego, Kivrin no se había perdido ninguna oportunidad de hablar con Gawyn al quedarse dormida, y por el aspecto de las cosas tampoco tendría ninguna en algún tiempo. Bien podría haberse quedado en el altillo con Agnes.

Tendría que buscar una oportunidad, abordar a Gawyn camino del retrete o acercarse a él cuando fueran a misa y susurrarle: «Reuníos conmigo después, en el establo.»

Los sacerdotes no parecían dispuestos a marcharse a menos que se acabara el vino, pero era arriesgado reducirlo demasiado. A los hombres podría ocurrírseles ir de caza al día siguiente, o el tiempo podría cambiar, y tanto si se marchaba el enviado del obispo como si decidía quedarse, sólo faltaban cinco días para el encuentro. No, cuatro. Ya era Navidad.

– Lanzó un salvaje golpe -dijo Gawyn, quien se levantó para ilustrar su historia-, y si me hubiera alcanzado con la misma habilidad con que esquivó, me habría partido la cabeza en dos.

– Lady Katherine -dijo Imeyne. Se había levantado y la llamaba. El enviado del obispo la miraba con interés, y el corazón empezó a latirle con fuerza. Se preguntó qué se les habría ocurrido, pero antes de que Kivrin cruzara el salón, Imeyne se le acercó con un paquetito envuelto en lino en la mano.

– Quiero que llevéis esto al padre Roche para la misa -dijo, y desplegó el lino para que Kivrin viera las velas de cera que había en el interior-. Ordenadle que las ponga en el altar y decidle que no las apague con los dedos, pues se rompe el pabilo. Ordenadle que prepare la iglesia para que el enviado del obispo pueda decir la misa de Navidad. Quiero que la iglesia parezca la casa del Señor, no una pocilga. Y ordenadle que se ponga una túnica limpia.

Vaya, por fin has conseguido tener una misa apropiada, pensó Kivrin, mientras atravesaba el patio. Y te has librado de mí. Todo lo que necesitas ahora es deshacerte de Roche, convencer al enviado del obispo para que lo destituya o se lo lleve a la abadía de Bicester.

En el prado no había nadie. La hoguera moribunda fluctuaba pálidamente a la luz gris del amanecer, y la nieve que se había fundido a su alrededor volvía a congelarse en los charcos. Los aldeanos debían de haberse acostado, y Kivrin se preguntó si el padre Roche lo habría hecho también, pues de su casa no salía humo y no obtuvo respuesta cuando llamó a la puerta. Siguió el sendero y entró en la iglesia por la puerta lateral. El interior seguía oscuro y hacía más frío que durante la noche.

– Padre Roche -llamó Kivrin en voz baja, tanteando el camino mientras se acercaba a la imagen de santa Catalina.

Él no contestó, pero Kivrin oyó el murmullo de su voz. Estaba tras la reja, arrodillado ante el altar.

– Guía a quienes han viajado hasta tan lejos para que regresen a salvo a sus casas y protégelos del peligro y la enfermedad durante el camino -decía, y su suave voz le recordó la noche en que ella estuvo tan grave, firme y reconfortante a través de las llamas. También recordó al señor Dunworthy. No volvió a llamar al sacerdote, sino que se quedó donde estaba, apoyada contra la estatua helada, escuchando su voz en la oscuridad.

– Sir Bloet y su familia vinieron desde Courcy para la misa, y todos sus criados, y Theodulf Freeman de Henefelde. La nieve cesó anteayer, y los cielos se mostraron claros para la noche del Santo Nacimiento de Cristo.

Hablaba con aquella voz cotidiana, como cuando ella se dirigía al grabador. La lista de asistentes a la misa y el informe del tiempo.

La luz empezaba a filtrarse ahora por las ventanas y lo distinguió a través del entramado de la reja, con la túnica deshilachada y sucia por el dobladillo; tenía la cara tosca y de aspecto cruel comparada con el aristocrático enviado, el delgado clérigo.

– Esta bendita noche, cuando terminó la misa, llegó un enviado del obispo con dos sacerdotes, los tres de gran sabiduría y bondad -rezaba Roche.

No te dejes engañar por los oropeles y las ropas lujosas, pensó Kivrin. Tú vales por diez de ellos. «El enviado del obispo dirá la misa de Navidad», había dicho Imeyne, y no parecía preocupada en absoluto por el hecho de que no hubiera ayunado o se hubiera molestado en ir a la iglesia para prepararse para la misa. Vales por cincuenta de ellos. Por cien.

– Dicen que hay enfermedad en Oxenford. Tord el campesino se encuentra mejor, aunque le aconsejé que no viniera a la misa. Uctreda estaba demasiado débil para venir. Le llevé sopa, pero no se la tomó. Walthef cayó vomitando tras el baile por haber bebido demasiada cerveza. Gytha se quemó la mano al coger una rama de la hoguera. No temeré, aunque vengan los últimos días, los días de la ira y el juicio final, pues Tú has enviado mucha ayuda.

Mucha ayuda. No tendría ninguna ayuda si ella seguía allí escuchándole mucho más tiempo. El sol había salido ya y a la luz rosácea y dorada de las ventanas distinguió la cera derretida en los candelabros, sus bases deslucidas, un gran pegote de cera en el paño del altar. El día de la ira y el juicio final serían las palabras adecuadas para lo que sucedería si la iglesia tenía aquel mismo aspecto cuando Imeyne viniera a la misa.

– Padre Roche -llamó.

El sacerdote se volvió inmediatamente y entonces intentó levantarse, pero tenía las piernas entumecidas por el frío. Parecía sobresaltado, incluso asustado.

– Soy Katherine -le dijo Kivrin rápidamente, y avanzó a la luz de una de las ventanas para que él la viera.

Roche se santiguó, todavía con aspecto asustado, y ella se preguntó si se había quedado adormilado durante sus oraciones y no había despertado del todo aún.

– Lady Imeyne me envía con velas -explicó ella, mientras rodeaba la reja para acercarse a él-. Me ordenó que os dijera que las pusierais en los candelabros de plata a cada lado del altar. Me ordenó que os dijera…

Se detuvo, avergonzada de tener que comunicar los edictos de Imeyne.

– He venido a ayudaros a preparar la iglesia para la misa. ¿Qué queréis que haga? ¿Pulo los candelabros? -le tendió las velas.

Él no las cogió ni dijo nada, y ella frunció el ceño, preguntándose si en su ansiedad por protegerlo de la ira de Imeyne había quebrantado alguna regla. No se permitía que las mujeres tocaran los elementos o los cálices de la misa. Tal vez tampoco se les permitía tocar los candelabros.

– ¿No se me permite ayudar? ¿No debería haber entrado en el presbiterio?

Roche pareció recuperarse súbitamente.

– No hay ningún sitio donde los siervos de Dios no puedan ir -la tranquilizó. Cogió las velas y las colocó sobre el altar-. Pero alguien como vos no debería hacer un trabajo tan humilde.

– Es trabajo de Dios -sonrió ella, animada. Sacó las velas medio consumidas del pesado candelabro. La cera se había vertido por los lados-. Necesitaremos un poco de arena, y un cuchillo para rascar la cera.

Roche salió inmediatamente, y mientras estuvo fuera, Kivrin sacó las velas de la reja y las sustituyó por las velas de sebo.

El sacerdote llegó con la arena, un puñado de trapos sucios, y un pobre remedo de cuchillo. Pero servía para cortar la cera, y Kivrin empezó por el mantel del altar. Fue rascando la mancha de cera, preocupada porque no tenían mucho tiempo. No parecía que el enviado del obispo tuviera mucha prisa por levantarse del sillón y empezar a prepararse para la misa, pero quién sabía cuánto podría aguantar a Imeyne.

Yo tampoco tengo tiempo, pensó, cuando empezaba con los candelabros. Se había dicho que tenía tiempo de sobra, pero había pasado toda la noche persiguiendo a Gawyn y ni siquiera había conseguido acercarse a él. Y al día siguiente Gawyn bien podría decidir irse a cazar o rescatar damiselas en peligro, o el enviado del obispo y su cuadrilla tal vez acabarían con el vino y decidirían marcharse a buscar más, llevándosela consigo.

«No hay ningún sitio donde los siervos de Dios no puedan ir», había dicho el padre Roche. Excepto al lugar de recogida. Excepto a casa.


Frotó enérgicamente con la arena mojada la cera pegada en el borde del candelabro, y un pedazo salió volando y golpeó la vela que Roche estaba rascando.

– Lo siento -dijo-. Lady Imeyne… -se detuvo.

No tenía sentido contarle que iban a llevársela. Si intercedía por ella ante lady Imeyne sólo empeoraría las cosas, y no quería que lo desterraran a Osney por intentar ayudarla.

Él esperaba a que terminara la frase.

– Lady Imeyne me ordenó que os dijera que el enviado del obispo dirá la misa de Navidad.

– Será una bendición oír a su eminencia el día del Nacimiento de Cristo Jesús -dijo él, y soltó el cáliz pulido.

El día del nacimiento de Cristo Jesús. Intentó imaginar St. Mary's tal como estaría esa mañana: la música y el calor, las velas láser destellando en los candelabros de acero inoxidable, pero era como algo que hubiera imaginado, intangible e irreal.

Dispuso los dos candelabros uno a cada lado del altar. Brillaron sombríos con las luces multicolores de las velas. Colocó tres de las velas de Imeyne en ellos y movió el izquierdo un poco más cerca del altar para que quedaran simétricos.

No podía hacer nada con la sotana de Roche, pues Imeyne sabía bien que era la única que tenía. Tenía arena mojada en la manga, y se la frotó con la mano.

– Debo ir a despertar a Agnes y Rosemund para la misa -dijo ella, frotándole la parte delantera de la sotana, y luego continuó, casi sin querer-: Lady Imeyne ha pedido al enviado del obispo que me lleven con ellos al convento de Godstow.

– Dios os ha enviado a este lugar para que nos ayudéis. No permitirá que os aparten de aquí.

Ojalá pudiera creerte, pensó Kivrin mientras regresaba por el prado. Seguía sin haber señal de vida, aunque salía humo de un par de tejados y habían soltado a la vaca, que mordisqueaba la hierba cerca de la hoguera, donde la nieve se había derretido. Quizás están todos dormidos y pueda despertar a Gawyn y preguntarle dónde está el lugar, pensó, y vio que Rosemund y Agnes se dirigían hacia ella. Tenían un aspecto lamentable. El vestido de terciopelo verde de Rosemund estaba cubierto de briznas de paja, y Agnes tenía todo el cabello cubierto de polvo de heno. La pequeña se zafó de Rosemund en cuanto vio a Kivrin y salió corriendo hacia ella.

– Tendrías que estar dormida -dijo Kivrin, y le sacudió la saya para quitarle la paja.

– Han venido unos hombres. Nos han despertado.

Kivrin miró a Rosemund.

– ¿Ha llegado vuestro padre?

– No. No sé quiénes son. Creo que deben ser sirvientes del enviado del obispo.

Lo eran. Había cuatro monjes, aunque no eran de la orden cisterciense, y dos burros cargados. Era evidente que sólo ahora alcanzaban a su señor.

Mientras Kivrin y las niñas observaban, descargaron dos grandes cofres, varias bolsas de arpillera y un enorme barril de vino.

– Parece que piensan quedarse bastante tiempo -comentó Agnes.

– Sí -contestó Kivrin. Dios os ha enviado a este lugar. No permitirá que os aparten de aquí-. Vamos -dijo alegremente-. Te peinaré.

Llevó a Agnes dentro de la casa y la lavó. El sueño no había mejorado la disposición de la niña, que se negó a quedarse quieta mientras Kivrin la peinaba. Tardó hasta la misa en quitarle toda la paja y la mayoría de las marañas, y Agnes estuvo quejándose todo el camino hasta la iglesia.

Al parecer había ropa además de vino en el equipaje del enviado, pues ahora llevaba una casulla de terciopelo negro sobre sus deslumbrantes vestiduras blancas, y el monje resplandecía con adornos de seda y bordados de oro. El clérigo no estaba en ninguna parte, y tampoco el padre Roche, probablemente exiliado debido a su sotana sucia. Kivrin miró hacia el fondo de la iglesia, esperando que le hubieran permitido ver toda esta santidad, pero no lo localizó entre los aldeanos.

Tampoco tenían muy buen aspecto, y evidentemente alguno de ellos sufría una buena resaca. Como el enviado del obispo. Recitó las palabras de la misa sin entonación ninguna y con un acento que Kivrin apenas logró descifrar. No se parecía en nada al latín del padre Roche. Ni al que Latimer y el sacerdote de Santa Re-Formada le habían enseñado. Las vocales eran todas distintas y la «c» de excelsis sonaba casi como una «z». Pensó en Latimer insistiéndole en las vocales largas, en el sacerdote de Santa Re-Formada haciendo hincapié en la «c de casa», en «el verdadero latín».

Y esto era el verdadero latín, pensó. «No os dejaré», había dicho Roche. «No tengáis miedo», había dicho. Y yo le comprendí.

A medida que la misa avanzaba, el enviado fue cantando cada vez más rápido, como si estuviera deseando acabar de una vez. Lady Imeyne no dio muestras de darse cuenta.

Parecía muy tranquila, convencida de haber actuado correctamente, y asintió aprobando el sermón, que parecía tratar sobre olvidar las cosas terrenales.

Sin embargo, mientras salían, se detuvo en el pórtico y miró hacia el campanario, con los labios fruncidos en un gesto de desaprobación. ¿Y ahora qué?, pensó Kivrin. ¿Una mota de polvo en la campana?

– ¿Habéis visto qué aspecto tenía la iglesia, lady Yvolde? -dijo Imeyne, airada, a la hermana de sir Bloet por encima del tañido de la campana-. No puso velas en las ventanas del presbiterio, sino sólo lámparas de aceite, como usan los campesinos -se detuvo-. Debo quedarme para hablar con él de esto. Ha desgraciado nuestra casa ante el obispo.

Se encaminó hacia el campanario, con el rostro fruncido de justa ira. Y si él hubiera puesto velas en las ventanas, pensó Kivrin, habrían sido del tipo equivocado o las habría colocado en un sitio erróneo. O las habría apagado de forma incorrecta.

Deseó que hubiera algún modo de avisarle, pero Imeyne ya casi estaba a medio camino de la torre, y Agnes le tiraba insistentemente de la mano.

– Estoy cansada -dijo-. Quiero irme a la cama.

Kivrin llevó a Agnes al granero, esquivando a los aldeanos que se preparaban para una segunda ronda de fiestas. Habían echado madera al fuego, y varias de las jóvenes se habían cogido de la mano y bailaban alrededor. Agnes se acostó en el altillo, pero se levantó de nuevo antes de que Kivrin llegara a la casa, y cruzó corriendo el patio en su busca.

– Agnes -reprendió Kivrin, las manos en las caderas-. ¿Qué haces levantada? Me dijiste que estabas cansada.

– Blackie está enfermo.

– ¿Enfermo? ¿Qué le pasa?

– Está enfermo -repitió Agnes. Cogió a Kivrin de la mano y la siguió hasta el granero y el altillo. Blackie yacía sobre la paja. Era un bultito sin vida-. ¿Le haréis una pócima?

Kivrin cogió al cachorro y lo soltó torpemente. Ya estaba rígido.

– Oh, Agnes, me temo que ha muerto.

Agnes se agachó y lo miró interesada.

– El capellán de la abuela murió -comentó-. ¿Tuvo Blackie fiebre?

Habían toqueteado demasiado a Blackie, pensó Kivrin. El animal había pasado de mano en mano, lo habían apretado, pisado, medio asfixiado. Muerto por un exceso de amabilidad. Y en Navidad, aunque Agnes no parecía especialmente afectada.

– ¿Habrá un funeral? -preguntó, tocando la oreja de Blackie.

No, pensó Kivrin. No había enterramientos en cajas de zapatos en la Edad Media. Los contemporáneos se libraban de los animales muertos tirándolos a los matorrales, o al río.

– Lo enterraremos en el bosque -dijo, aunque no tenía ni idea de cómo hacerlo, pues el suelo estaría congelado-. Bajo un árbol.

Por primera vez, Agnes pareció triste.

– El padre Roche tiene que enterrar a Blackie en el cementerio.

El padre Roche haría cualquier cosa por Agnes, pero Kivrin no podía imaginarlo accediendo a dar cristiana sepultura a un animal. La idea de que los animales de compañía eran criaturas con alma no se hizo popular hasta el siglo XIX, y ni siquiera los Victorianos exigieron enterramientos cristianos para sus perros y gatos.

– Yo diré las oraciones por los muertos -objetó Kivrin.

– El padre Roche debe enterrarlo en el cementerio -repitió Agnes, haciendo un puchero-. Y luego debe tocar la campana.

– No podemos enterrarlo hasta después de Navidad -dijo Kivrin rápidamente-. Después de Navidad le preguntaré al padre Roche qué hacemos.

Se preguntó dónde debería poner el cadáver de momento. No podía dejarlo allí tendido mientras las niñas dormían.

– Ven, llevaremos a Blackie abajo.

Cogió al cachorro, intentando no hacer muecas de desagrado, y lo llevó escaleras abajo.

Buscó una caja o una bolsa donde meter a Blackie, pero no encontró nada. Finalmente lo puso en un rincón bajo una hoz e hizo que Agnes llevara puñados de paja para cubrirlo.

Agnes lo cubrió con la paja.

– Si el padre Roche no toca la campana por Blackie, no irá al cielo -gimoteó, y se echó a llorar.

Kivrin tardó media hora en volver a calmarla. La meció y secó su cara llorosa.

– Shh, shh.

Había ruido en el patio. Se preguntó si la celebración de la Navidad se había trasladado allí, o si los hombres salían de caza. Oyó relinchar a los caballos.

– Vamos a ver qué ocurre en el patio. Tal vez tu padre esté allí.

Agnes se incorporó, frotándose la nariz.

– Le hablaré de Blackie -dijo, y se levantó del regazo de Kivrin.

Salieron. El patio estaba lleno de gente y caballos.

– ¿Qué están haciendo? -preguntó Agnes.

– No lo sé -respondió Kivrin, pero estaba claro lo que hacían. Cob sacaba del establo el corcel blanco del enviado, y los criados transportaban las bolsas y cajas que habían desempaquetado por la mañana temprano. Lady Eliwys estaba en la puerta, mirando ansiosamente el patio.

– ¿Se marchan? -preguntó Agnes.

– No -dijo Kivrin. No. No pueden marcharse. No sé dónde está el lugar.

El monje salió, vestido con el hábito blanco y la capa. Cob regresó al establo y volvió a salir, guiando a la yegua que Kivrin había montado cuando fueron a buscar acebo y cargado con una silla de montar.

– Se marchan -dijo Agnes.

– Lo sé. Ya lo veo.