"El Libro del Día del Juicio Final" - читать интересную книгу автора (Willis Connie)19Llovió hasta Nochebuena, una lluvia dura y arrastrada por el viento que se colaba por el tiro del techo y hacía que el fuego siseara y humeara. Kivrin echaba vino sobre la rodilla de Agnes cada vez que podía, y la tarde del veintitrés pareció mejorar un poco. Todavía estaba inflamada, pero la veta roja desapareció. Kivrin corrió hasta la iglesia, cubriéndose la cabeza con la capa, para decírselo al padre Roche, pero no lo encontró allí. Ni Imeyne ni Eliwys habían advertido que Agnes tenía una herida en la rodilla. Intentaban frenéticamente prepararlo todo para la familia de sir Bloet, por si venían, limpiando la habitación del desván para que las mujeres pudieran dormir allí, rociando pétalos de rosa sobre los pebeteros del salón, horneando una sorprendente cantidad de panes, tortas y pasteles, incluyendo uno algo grotesco con la forma de Niño Jesús en el pesebre, con pastas tejidas en vez de pañales. Por la tarde, el padre Roche vino a la casa, empapado y tembloroso. Había salido a recoger hiedra para el salón en mitad de la lluvia. Imeyne no estaba allí (se encontraba en la cocina horneando al niño Jesús), y Kivrin hizo entrar a Roche para que secara sus ropas junto al fuego. Llamó a Maisry, y como ésta no acudió tuvo que cruzar el patio hasta la cocina y traerle una copa de cerveza caliente. Cuando regresó, Maisry estaba sentada junto a Roche, apartándose el pelo sucio y enmarañado con una mano, y Roche le ponía grasa de ganso en la oreja. En cuanto vio a Kivrin se llevó la mano a la oreja, probablemente deshaciendo todo el bien del tratamiento de Roche, y se escabulló. – La rodilla de Agnes está mejor -le dijo Kivrin al sacerdote-. La hinchazón ha bajado, y se está formando una nueva costra. Él no pareció sorprenderse, y Kivrin se preguntó si se había confundido, si no se trataba de gangrena después de todo. Durante la noche, la lluvia se convirtió en nieve. – No vendrán -dijo lady Eliwys a la mañana siguiente. Parecía aliviada. Kivrin tuvo que darle la razón. Habían caído casi treinta centímetros de nieve durante la noche, y todavía nevaba copiosamente. Incluso Imeyne parecía resignada a que no vinieran, aunque continuó con los preparativos, bajando jarras de peltre del ático y gritando a Maisry. Alrededor de mediodía la nevada cesó bruscamente y a eso de las dos empezó a clarear. Eliwys ordenó que todo el mundo se pusiera sus mejores ropas. Kivrin vistió a las niñas, sorprendida de la belleza de sus trajes de seda. Agnes se puso una saya de terciopelo verde oscuro encima, y un cinturón de plata, y la saya verde hoja de Rosemund tenía largas mangas abiertas y un corpiño bajo que mostraba el bordado de su camisa amarilla. A Kivrin no le habían dicho qué debía ponerse, pero después de que les deshiciera las trenzas a las niñas y las peinara con el cabello suelto sobre los hombros, Agnes dijo: – Debéis poneros vuestro vestido azul. Sacó su vestido del cofre al pie de la cama. Entre las elegantes ropas de las niñas resultaba menos fuera de lugar, pero el tejido seguía pareciendo demasiado bueno, el color demasiado intenso. No sabía qué debería hacerse en el pelo. Las muchachas solteras lo llevaban suelto en ocasiones festivas, sujeto por un lazo o una cinta, pero ella lo llevaba demasiado corto, y sólo las mujeres casadas se lo cubrían. No podía dejarlo descubierto sin más: el pelo recortado tenía un aspecto horrible. Por lo visto, Eliwys estaba de acuerdo. Cuando Kivrin bajó a las niñas al salón, se mordió el labio y envió a Maisry al desván para que trajera un velo fino, casi transparente, que sujetó con la cinta hacia la mitad de su cabeza, dejando que los cabellos delanteros asomaran y ocultando las puntas mal cortadas. El nerviosismo de Eliwys pareció regresar con la mejora del tiempo. Se sobresaltó cuando entró Maisry y luego le pegó por ensuciar el suelo de barro. De repente pensó en una docena de cosas que no estaban preparadas y le echó la culpa a todo el mundo. Cuando lady Imeyne dijo por enésima vez «Si hubiéramos ido a Courcy…», Eliwys casi le arrancó la cabeza. Kivrin pensó que era una mala idea vestir a Agnes antes del último minuto posible, y efectivamente, a media tarde las mangas bordadas de la niña pequeña ya estaban sucias y se manchó de harina un lado de la falda de terciopelo. A última hora de la tarde Gawyn seguía sin regresar, todo el mundo tenía los nervios de punta, y las orejas de Maisry habían cobrado un color rojo brillante. Cuando lady Imeyne le pidió a Kivrin que le llevara seis velas de cera al padre Roche, a la historiadora le encantó la idea de sacar a las niñas de la casa. – Decidle que deben durar para todas las misas -advirtió Imeyne, irritada-, y serán pobres misas para el nacimiento de Nuestro Señor. Tendríamos que haber ido a Courcy. Kivrin le puso a Agnes su capa y llamó a Rosemund, y se dirigieron a la iglesia. Roche no estaba allí. En medio del altar había una gran vela amarillenta con una serie de marcas, apagada. La encendería al anochecer y la usaría para contar las horas hasta media noche. De rodillas en la iglesia helada. Tampoco lo encontró en su casa. Kivrin dejó las velas sobre la mesa. Al cruzar el prado de regreso, vieron al burro de Roche junto a la valla, lamiendo la nieve. – Nos olvidamos de dar de comer a los animales -advirtió Agnes. – ¿Dar de comer a los animales? -preguntó Kivrin, cansada, pensando en sus ropas. – Es Nochebuena -advirtió Agnes-. ¿No dais de comer a los animales en casa? – No lo recuerda -intervino Rosemund-. En Navidad damos de comer a los animales en honor a Nuestro Señor, que nació en un establo. – ¿No recordáis nada de la Navidad, entonces? – Un poco -respondió Kivrin, pensando en la Nochebuena en Oxford, en las tiendas de Carfax decoradas con hojas de plasteno y luces láser y repleta de compradores de última hora, la High llena de bicicletas, y Magdalen Tower asomando tenuemente a través de la nieve. – Primero repican las campanas y luego comemos y después vamos a misa y después el tronco de Nochebuena -dijo Agnes. – Lo has dicho todo al revés -reprendió Rosemund-. Primero encendemos el tronco de Nochebuena y luego vamos a misa. – Primero las campanas -insistió Agnes, mirando a Rosemund-, y luego la misa. Fueron al granero a buscar un saco de avena y un poco de heno y lo llevaron al establo para dar de comer a los caballos. Gringolet no estaba entre ellos, lo cual significaba que Gawyn no había vuelto todavía. Kivrin debía hablar con él en cuanto regresara. Faltaba menos de una semana para el encuentro, y todavía no tenía ni idea de dónde estaba el lugar. Y con la llegada de lord Guillaume, todo podría cambiar. Eliwys había pospuesto toda decisión respecto a ella hasta que llegara su esposo, y le había dicho a las niñas otra vez que esperaba que viniera hoy. Él podría decidir si debía llevar a Kivrin a Oxford, o a Londres, a buscar a su familia, o sir Bloet tal vez se ofrecería a llevarla con ellos a Courcy. Tenía que hablar con Gawyn pronto. Pero con los invitados en la mansión, sería mucho más fácil encontrarlo a solas, y con todo el jaleo de Navidad, tal vez incluso podría conseguir que le mostrara el lugar. Kivrin se retrasó todo lo que pudo con los caballos, esperando que Gawyn volviera, pero Agnes se aburrió y quiso dar de comer a las gallinas. Kivrin sugirió que fueran a atender a la vaca del senescal. – No es nuestra vaca -replicó Rosemund. – Me ayudó aquel día que estuve enferma -dijo Kivrin, pensando en cómo se había apoyado contra la huesuda espalda del animal el día que intentó encontrar el lugar de recogida-. Querría darle las gracias por su amabilidad. Dejaron atrás la porqueriza donde antes estuvieron los cerdos. – Pobres cerditos -suspiró Agnes-. Me habría gustado darles una manzana. – El cielo vuelve a oscurecerse por el norte -observó Rosemund-. Creo que no vendrán. – Ah, pero lo harán -rió Agnes-. Sir Bloet me ha prometido un regalito. La vaca del senescal estaba casi en el mismo sitio donde Kivrin la había encontrado, tras la antepenúltima choza, comiendo lo que quedaba de las mismas enredaderas negras. – Feliz Navidad, señora Vaca -le deseó Agnes, sosteniendo un puñado de heno a un metro de la boca de la vaca. – Sólo hablan a medianoche -dijo Rosemund. – Podríamos venir a verla a medianoche, lady Kivrin -palmoteo Agnes. La vaca avanzó. Agnes retrocedió. – No puedes, idiota -dijo Rosemund-. Estarás en misa. La vaca alargó el cuello y dio un paso adelante. Agnes retrocedió de nuevo. Kivrin le dio al animal un puñado de heno. Agnes la miró con envidia. – Si todos estamos en misa, ¿cómo saben que los animales hablan? -preguntó. Buen razonamiento, pensó Kivrin. – Porque el padre Roche lo dice -contestó Rosemund. Agnes salió de detrás de las faldas de Kivrin y cogió otro puñado de heno. – ¿Qué dicen? -apuntó en la dirección general de la vaca. – Dicen que no sabes darles de comer -respondió Rosemund. – No dicen eso -replicó Agnes, alargando la mano. La vaca intentó coger el heno, con la boca muy abierta y mostrando los dientes. Agnes le lanzó el puñado de heno y corrió a protegerse detrás de Kivrin-. Alaban a Nuestro Señor bendito. El padre Roche lo dijo. Hubo un sonido de caballos. Agnes corrió entre las chozas. – ¡Han venido! -gritó, corriendo de vuelta-. Sir Bloet está aquí. Los he visto. Ahora están cruzando la puerta. Kivrin dispersó rápidamente el resto del heno delante de la vaca. Rosemund sacó un puñado de avena y se la dio a la vaca, dejando que el animal mordisqueara el grano en su mano abierta. – ¡Vamos, Rosemund! -gritó Agnes-. ¡Sir Bloet ha llegado! Rosemund se limpió la mano de lo que quedaba de avena. – Prefiero dar de comer al burro del padre Roche -dijo, y se dirigió hacia la iglesia, sin mirar siquiera hacia la casa. – Pero han venido, Rosemund -gritó Agnes, corriendo tras ella-. ¿No quieres ver qué han traído? Obviamente, no. Rosemund había llegado junto al burro, que había encontrado un puñado de hierba carricera junto a la valla. Se agachó y le puso bajo el hocico un puñado de avena, que el asno ignoró, y luego se quedó allí de pie con la mano en el lomo del animal; su largo cabello oscuro le ocultaba el rostro. – ¡Rosemund! -exclamó Agnes, ruborizada de frustración-. ¿No me oyes? ¡Han venido! El burro apartó la avena y mordisqueó un puñado de hierba. Rosemund siguió ofreciéndosela. – Rosemund -dijo Kivrin-. Yo daré de comer al burro. Debes ir a saludar a vuestros invitados. – Sir Bloet dijo que me traería un regalito -dijo Agnes. Rosemund abrió las manos y dejó caer la avena. – Si tanto te gusta, ¿por qué no le pides a padre que te deje casarte con él? -dijo, y se encaminó hacia la casa. – Soy demasiado pequeña -respondió Agnes. También lo es Rosemund, pensó Kivrin, quien cogió a la niña de la mano y siguió a su hermana mayor. Rosemund caminaba rápidamente por delante, la barbilla erguida, sin molestarse en levantarse las faldas que arrastraba por el suelo e ignorando las repetidas súplicas de Agnes para que esperase. La partida había entrado en el patio y Rosemund ya había llegado a las pocilgas. Kivrin avivó el paso arrastrando a Agnes, y todas llegaron al patio al mismo tiempo. Kivrin se detuvo, sorprendida. Esperaba una reunión formal, la familia en la puerta con discursos solemnes y sonrisas envaradas, pero esto era como el primer día de trimestre: todo el mundo llevaba cajas y bolsas, y se saludaban con exclamaciones y abrazos, hablando al mismo tiempo, riendo. Ni siquiera habían echado de menos a Rosemund. Una mujer corpulenta ataviada con una enorme cofia almidonada agarró a Agnes y la besó, y tres muchachas jóvenes rodearon a Rosemund entre chillidos de entusiasmo. Unos criados, obviamente vestidos también con sus mejores ropas, llevaron a la cocina cestas cubiertas y un enorme ganso, y condujeron los caballos al establo. Gawyn, todavía montando a Gringolet, se inclinó para hablar con Imeyne. – No, el obispo está en Wiveliscombe -le oyó decir Kivrin, pero Imeyne no parecía contrariada, así que debía de haber entregado el mensaje al archidiácono. Imeyne se volvió a ayudar a bajar de su caballo a una joven que llevaba una vívida capa azul aún más brillante que la de Kivrin, y la condujo hacia Eliwys, sonriendo. Eliwys sonreía también. Kivrin trató de identificar a sir Bloet, pero había al menos media docena de hombres a caballo, todos con bridas de plata y capas forradas de piel. Ninguno de ellos parecía decrépito, gracias al cielo, y uno o dos tenían aspecto bastante presentable. Se volvió para preguntarle a Agnes quién era, pero la niña todavía estaba en las garras de la mujer de la cofia almidonada, que le palmeaba la cabeza. – ¡Pero cómo has crecido! ¡Si casi no te reconozco! -decía la mujer. Kivrin reprimió una sonrisa. Algunas cosas no cambian nunca. Varios de los recién llegados eran pelirrojos, incluyendo a una mujer casi tan vieja como Imeyne, que sin embargo llevaba el cabello descolorido suelto a la espalda como una muchachita joven. Tenía la boca fruncida en un gesto de descontento, y obviamente no estaba satisfecha con la manera en que los criados descargaban las cosas. Arrancó una cesta repleta de las manos de un criado que luchaba con ella y se la lanzó a un hombre gordo que vestía una saya de terciopelo verde. También él era pelirrojo, igual que el más guapo de los hombres jóvenes. Tenía unos treinta años, pero su rostro era redondo, despejado y pecoso, y al menos su expresión parecía agradable. – ¡Sir Bloet! -exclamó Agnes, y se abalanzó hacia las rodillas del hombre gordo. Oh, no, pensó Kivrin. Había supuesto que el hombre gordo era el marido de la fiera del pelo rojo o de la mujer de la cofia almidonada. Tenía al menos cincuenta años, y debía de pesar casi cien kilos, y cuando sonrió a Agnes, Kivrin se fijó en que sus grandes dientes eran marrones, producto del deterioro. – ¿No tenéis ningún regalo para mí? -le preguntaba Agnes, tirando del borde de su saya. – Sí -dijo él, mirando hacia el lugar donde Rosemund charlaba con las otras muchachas-, para ti y para tu hermana. – La traeré. Agnes corrió hacia Rosemund antes de que Kivrin pudiera detenerla. Bloet la siguió. Las muchachas se rieron y se separaron mientras él se acercaba, y Rosemund dirigió una mirada asesina a Agnes, luego sonrió y extendió la mano. – Buen día y bienvenido seáis, señor -dijo. Alzaba la barbilla todo lo posible, y en sus pálidas mejillas aparecieron dos manchas de rojo febril, pero por lo visto Bloet tomó aquello por timidez y excitación. Cogió los deditos con sus gruesas manos y dijo: – Sin duda no saludarás a tu marido con tanta formalidad esta primavera. Ella se ruborizó aún más. – Todavía es invierno, señor. – Muy pronto será primavera -replicó él, y se echó a reír, mostrando sus dientes marrones. – ¿Dónde está mi regalo? -exigió Agnes. – Agnes, no seas tan codiciosa -dijo Eliwys, interponiéndose entre sus hijas-. ¡Vaya una bienvenida!: pedir regalos a un invitado -le sonrió, y si temía este matrimonio, no lo demostró. Kivrin no la había visto nunca tan relajada. – Le prometí a mi cuñada un regalo -sonrió él, rebuscando en su apretado cinturón y sacando una bolsita de tela-, y otro a mi prometida. Buscó en la bolsita y sacó un broche adornado con piedras preciosas. – Una alianza de amor para mi prometida -dijo, abriendo el cierre-. Piensa en mí cuando lo lleves. Avanzó resoplando para prendérselo en la capa. Espero que sufra un infarto, pensó Kivrin. Rosemund permaneció inmóvil, con las mejillas completamente ruborizadas, mientras los gruesos dedos del hombre le tocaban el cuello. – Rubíes -observó Eliwys, complacida-. ¿No das las gracias a tu prometido por este magnífico regalo, Rosemund? – Os agradezco el broche -murmuró Rosemund, inexpresiva. – ¿Dónde está mi regalo? -terció Agnes, saltando sobre un pie y luego sobre el otro mientras él rebuscaba de nuevo en la bolsita y sacaba algo con el puño cerrado. Se agachó hasta la altura de la niña, respirando con dificultad, y abrió la mano. – ¡Es una campana! -exclamó Agnes, encantada, tras cogerla y agitarla. Era metálica y redonda, como la campanita de un caballo, y tenía un aro en la parte superior. Agnes insistió en que Kivrin la acompañara a la habitación para buscar un lazo con el que poder sujetársela alrededor de la muñeca como un brazalete. – Mi padre me trajo este lazo de la feria -dijo, sacándolo del cofre donde estaban las ropas de Kivrin. Estaba teñido a parches y tan tieso que Kivrin tuvo problemas para ensartarlo en el aro. Incluso los lazos más baratos de Woolworth's o los lazos de papel que se usaban para envolver los regalos de Navidad eran mejores que aquél, aunque obviamente a la niña le encantaba. Kivrin lo sujetó a la muñeca de Agnes y bajaron las escaleras. El jaleo se había trasladado al interior. Los criados trajeron al salón cofres, ropa de cama y lo que parecían ser versiones primitivas de alfombras. No tendría que haberse preocupado de que sir Bloet se la llevara. Parecía como si hubieran ido a pasar el invierno, como mínimo. Tampoco tendría que haberse preocupado porque discutieran acerca de su destino. Ninguno de ellos la había mirado, ni siquiera cuando Agnes insistió en enseñarle el brazalete a su madre. Eliwys conversaba con Bloet, Gawyn, y el hombre guapo, que debía de ser un hijo o un sobrino, y volvía a retorcerse las manos. Las noticias de Bath debían de ser malas. Lady Imeyne estaba al fondo del salón, hablando con la mujer gruesa y un hombre pálido con túnica de clérigo, y por la expresión de su rostro Kivrin comprendió que se estaba quejando del padre Roche. Kivrin se aprovechó de la ruidosa confusión para apartar a Rosemund de las otras chicas y preguntarle quién era todo el mundo. El hombre pálido era el capellán de sir Bloet, cosa que ya había supuesto. La dama de la brillante capa azul era su hija adoptiva. La mujer gorda de la cofia almidonada era la mujer del hermano de sir Bloet, que había venido de Dorset para quedarse con él. Los dos jóvenes pelirrojos y las muchachas risueñas eran hijos suyos. Sir Bloet no tenía hijos. Y por eso iba a casarse con una niña, por lo visto con la aprobación de todo el mundo. Continuar el linaje era la preocupación más importante en 1320. Cuanto más joven fuera la mujer, más posibilidades había de producir herederos suficientes para que al menos uno sobreviviera hasta la edad adulta, aunque la madre no lo hiciera. La furia de cabello rojo descolorido era, horror de horrores, lady Yvolde, su hermana soltera. Vivía con él en Courcy y, según descubrió Kivrin mientras le gritaba a la pobre Maisry por dejar caer una cesta, tenía un manojo de llaves en el cinturón. Eso significaba que dirigía la casa, o lo haría hasta Pascua. La pobre Rosemund no tendría ninguna oportunidad. – ¿Quiénes son todos los demás? -preguntó Kivrin, esperando que al menos hubiera un aliado para Rosemund entre ellos. – Criados -contestó Rosemund, como si eso fuera evidente, y corrió a reunirse de nuevo con las muchachas. Había al menos veinte servidores, aparte de los palafreneros que atendían los caballos, y nadie, ni siquiera la nerviosa Eliwys, parecía sorprendida por el elevado número. Kivrin había leído que las casas nobles tenían docenas de sirvientes, pero consideraba que las cifras eran desproporcionadas. Eliwys e Imeyne apenas tenían criados, y habían tenido que poner prácticamente a trabajar a todo el pueblo para preparar la Navidad, y aunque había achacado parte de aquella situación al hecho de que se encontraran en problemas, también creía que el número de criados en las mansiones rurales debían de haber sido exagerado. Ahora veía que no era así. Los criados atestaban el salón, sirviendo la cena. Kivrin no sabía si iban a cenar o no, puesto que la Nochebuena era un día de ayuno, pero en cuanto el pálido capellán terminó sus vísperas, siguiendo claramente las órdenes de lady Imeyne, la tropa de criados entró trayendo pan, vino aguado y bacalao seco que había sido empapado en vino y luego asado. Agnes estaba tan nerviosa que no probó bocado, y después de que retiraran la cena, se negó a quedarse sentadita junto al fuego, y echó a correr por el salón, tocando la campana y molestando a los perros. Los criados de sir Bloet y el senescal llevaron el tronco de Nochebuena y lo echaron al fuego, haciendo saltar chispas en todas direcciones. Las mujeres retrocedieron, riendo, y los niños chillaron de placer. Rosemund, como hija mayor de la casa, encendió el tronco con un trozo de leña salvado del árbol del año anterior, acercándolo torpemente a la punta de una de las raíces retorcidas. Hubo risas y aplausos cuando prendió, y Agnes agitó los brazos locamente para hacer que su campana sonara. Rosemund había dicho antes que se permitía a los niños estar despiertos para la misa de medianoche, pero Kivrin esperaba poder convencer al menos a Agnes para que se acostara en el banco a su lado y diera una cabezada. En cambio, a medida que la velada avanzaba, Agnes se fue poniendo cada vez más frenética, chillando y haciendo sonar la campana, hasta que Kivrin tuvo que quitársela. Las mujeres permanecían sentadas alrededor del hogar, charlando en voz baja. Los hombres se encontraban en grupos, con los brazos cruzados sobre el pecho, y varias veces fueron al exterior, a excepción del capellán, y volvieron sacudiéndose la nieve de los pies y riendo. Estaba claro, por sus caras rubicundas y la mirada de desaprobación de Imeyne, que habían estado en el lagar con una jarra de cerveza, rompiendo el ayuno. Cuando entraron por tercera vez, Bloet se sentó al otro lado del hogar y extendió las piernas, observando a las muchachas. Las tres risueñas y Rosemund jugaban a la gallinita ciega. Cuando Rosemund se acercó a los bancos con los ojos vendados, Bloet extendió las manos y la sentó en su regazo. Todo el mundo se rió. Imeyne pasó la larga noche sentada junto al capellán, recitando sus objeciones al padre Roche. Era ignorante, era torpe, había dicho el El fuego se redujo a ascuas. Rosemund escapó del regazo de Bloet y corrió de vuelta al juego. Gawyn contó la historia de cómo había matado a seis lobos, mirando a Eliwys fijamente. El capellán contó la historia de una mujer moribunda que había hecho falsa confesión. Cuando el capellán le tocó la frente con el aceite sagrado, la piel humeó y se volvió negra ante sus ojos. A mitad de la historia del capellán, Gawyn se levantó, se frotó las manos sobre el fuego, y se dirigió al banco de los mendigos. Se sentó y se sacó la bota. Un minuto después Eliwys se levantó y se le acercó. Kivrin no oyó lo que le dijo, pero Gawyn se puso en pie, con la bota todavía en la mano. – El juicio se ha retrasado una vez más -oyó decir a Gawyn-. El juez está enfermo. No captó la respuesta de Eliwys, pero Gawyn asintió y dijo: – Es una buena noticia. El nuevo juez es de Swindone y está menos dispuesto a favor del rey Eduardo. No parecía que fuera una buena noticia para ellos dos. Eliwys estaba casi tan pálida como lo estuvo cuando Imeyne le dijo que había enviado a Gawyn a Courcy. Retorció su pesado anillo. Gawyn volvió a sentarse, se sacudió las calzas, volvió a ponerse la bota, y luego levantó la cabeza y dijo algo. Eliwys se volvió y Kivrin no pudo ver su expresión en la penumbra, pero sí la de Gawyn. Y también pudo verla todo el mundo en el salón, pensó Kivrin, y miró rápidamente alrededor para comprobar si habían observado a la pareja. Imeyne seguía quejándose al capellán, pero la hermana de sir Bloet estaba mirando, con un tenso gesto de reproche. Al otro lado del fuego estaban sir Bloet y los otros hombres. Kivrin esperaba tener la oportunidad de hablar con Gawyn esta noche, pero obviamente no podría hacerlo entre tanta gente. Una campana sonó, y Eliwys se sobresaltó y miró hacia la puerta. – Es el tañido del Diablo -dijo el capellán en voz baja, e incluso las niñas detuvieron sus juegos para escuchar. En algunas aldeas los contemporáneos tocaban la campana una vez por cada año desde el nacimiento de Cristo. En la mayoría sólo lo hacían durante la hora antes de medianoche, y Kivrin dudaba que Roche, o incluso el capellán, supiera contar lo bastante para anunciar los años, pero empezó a llevar la cuenta de todas formas. Entraron tres criados, llevando troncos y yesca, y volvieron a alimentar el fuego, que enseguida se animó y empezó a proyectar sombras grandes y distorsionadas sobre las paredes. Agnes saltaba y señalaba, y uno de los sobrinos de sir Bloet hizo un conejo con las manos. El señor Latimer le había dicho que los contemporáneos leían el futuro en las sombras del tronco de Nochebuena. Kivrin se preguntó qué les depararía el futuro, con lord Guillaume en problemas y todos ellos en peligro. El rey había confiscado las tierras y propiedades de los criminales convictos, que se veían obligados a vivir en Francia o aceptar caridad de sir Bloet y soportar desaires de la esposa del senescal. O lord Guillaume podría llegar esa misma noche con buenas noticias y un halcón para Agnes, y todos vivirían felices para siempre jamás. Excepto Eliwys. Y Rosemund. ¿Qué les sucedería? Ya ha sucedido, se dijo Kivrin. El veredicto ya está dado y lord Guillaume ha vuelto a casa y descubierto lo de Gawyn y Eliwys. Rosemund ya ha sido entregada a sir Bloet. Y Agnes ha crecido y se ha casado y murió al dar a luz, o de gangrena, o de cólera, o neumonía. Todos han muerto, pensó, y no pudo obligarse a creerlo. Todos llevan muertos más de setecientos años. – ¡Mirad! -chilló Agnes-. ¡Rosemund no tiene cabeza! -señaló las sombras distorsionadas que el fuego proyectaba sobre las paredes. Rosemund, extrañamente alargada, terminaba en los hombros. Uno de los niños pelirrojos corrió hacia Agnes. – ¡Yo tampoco tengo cabeza! -dijo, saltando de puntillas para cambiar la forma de la sombra. – No tienes cabeza, Rosemund -gritó Agnes felizmente-. Morirás antes de que termine el año. – No digas esas cosas -ordenó Eliwys, dirigiéndose hacia ella. Todo el mundo la miró. – Kivrin tiene cabeza -insistió Agnes-. Yo tengo cabeza, pero la pobre Rosemund no. Eliwys cogió a Agnes por los dos brazos. – Sólo son juegos estúpidos. No digas esas cosas. – La sombra… -repuso Agnes, como si fuera a llorar. – Siéntate junto a lady Katherine y quédate quieta -ordenó Eliwys, y casi la arrastró al banco-. Te has vuelto demasiado maleducada. Agnes se acurrucó junto a Kivrin, intentando decidir si ponerse a llorar o no. Kivrin había perdido la cuenta, pero continuó donde lo había dejado. Cuarenta y seis, cuarenta y siete. – Quiero mi campana -lloriqueó Agnes, levantándose del banco. – No. Debemos estar aquí sentaditas -respondió Kivrin. Sentó a Agnes en su regazo. – Habladme de la Navidad. – No puedo, Agnes. No lo recuerdo. – ¿No recordáis nada que podáis contarme? Lo recuerdo todo, pensó Kivrin. Las tiendas están llenas de lazos, satén y mylar y terciopelo, rojo y dorado y azul, más brillante aún que mi túnica teñida, y hay luces por todas partes y música. Las campanas del Gran Tom y Magdalen y los villancicos. Pensó en el carillón de Carfax, intentando tocar – Quiero tocar mi campana -insistió Agnes, debatiéndose para librarse de ella-. Dádmela -extendió la muñeca. – Te la ataré si te tiendes un ratito en el banco junto a mí. Ella empezó a hacer un puchero. – ¿Tengo que dormir? – No. Te contaré una historia -dijo Kivrin, desatando la campana de su propia muñeca, donde la había puesto antes-. Érase una vez… Se detuvo, preguntándose si «Érase una vez» se remontaba a 1320 y qué tipo de historias contaban los contemporáneos a los niños. Historias de lobos y brujas cuya piel se volvía negra cuando se les daba la extremaunción. – Había una vez una doncella -le dijo, atando la campanita a la rechoncha muñeca de Agnes. El lazo rojo ya había empezado a pelarse por los bordes. No toleraría muchos más nudos-. Una doncella que vivía… – ¿Es ésta la doncella? -dijo una voz de mujer. Kivrin levantó la cabeza. Era Yvolde, la hermana de sir Bloet, e Imeyne estaba tras ella. Miró a Kivrin, con la boca torcida en una mueca de desaprobación, y entonces sacudió la cabeza. – No, no es la hija de Uluric -dijo-. Esa doncella es morena y pequeña. – ¿Ni la pupila de Ferrers? -preguntó Imeyne. – Está muerta -contestó Yvolde-. ¿No recordáis nada de quién sois? -le preguntó a Kivrin. – No, buena señora -respondió Kivrin, recordando demasiado tarde que se suponía que debía mirar modestamente al suelo. – Le dieron un golpe en la cabeza -informó Agnes. – Sin embargo, recordáis vuestro nombre y cómo hablar. ¿Procedéis de buena familia? – No recuerdo a mi familia, buena señora -dijo Kivrin, intentando parecer mansa. Yvolde hizo una mueca. – Parece del oeste. ¿Habéis enviado la noticia a Bath? – No -dijo Imeyne-. La esposa de mi hijo quiere esperar a su llegada. ¿No habéis oído nada de Oxenford? – No, pero hay mucha enfermedad allí. Rosemund se acercó. – ¿Conocéis a la familia de lady Katherine, lady Yvolde? Yvolde se volvió y la miró de mal talante. – No. ¿Dónde está el broche que te dio mi hermano? – Yo… está en mi capa -tartamudeó Rosemund. – ¿No honras lo bastante sus regalos para llevarlos? – Ve y tráelo -ordenó lady Imeyne-. Quiero ver ese broche. Rosemund irguió la barbilla, pero se dirigió a la otra habitación donde colgaba la capa. – Muestra tan poca disposición hacia los regalos de mi hermano como hacia su persona -protestó Yvolde-. No le habló ni una sola vez en la cena. Rosemund regresó, trayendo su capa verde con el broche prendido. Lo mostró a Imeyne sin decir palabra. – Quiero verlo -pidió Agnes, y Rosemund se inclinó para enseñárselo. El broche tenía gemas rojas colocadas alrededor de un anillo rodado, y el alfiler en el centro. No tenía engarce, sino que tenía que ser sacado y puesto a través de la ropa. Por la parte exterior del anillo había letras: « – ¿Qué dice? -Agnes señaló las letras. – No lo sé -dijo Rosemund, con un tono que indicaba claramente «Ni me importa». La mandíbula de Yvolde se tensó, y Kivrin dijo rápidamente: – Dice: «Estás aquí en lugar del amigo al que amo», Agnes. Entonces advirtió lo que había hecho. Miró a Imeyne, pero la mujer no pareció darse cuenta de nada. – Esas palabras deberían estar en tu pecho en vez de colgar de una percha -declaró Imeyne. Cogió el broche y lo prendió en la saya de Rosemund. – Y tendrías que estar junto a mi hermano, como corresponde a su prometida -añadió Yvolde-, en vez de estar jugando como una niña -extendió la mano en dirección al hogar, donde estaba sentado sir Bloet, casi dormido y en peor estado que los demás debido a sus frecuentes excursiones al lagar, y Rosemund miró implorante a Kivrin. – Ve y dale las gracias a sir Bloet por tan generoso regalo -ordenó Imeyne fríamente. Rosemund le tendió a Kivrin su capa y se dirigió al hogar. – Vamos, Agnes -dijo Kivrin-. Tienes que descansar. – Prefiero escuchar el tañido del Diablo. – Lady Katherine -dijo Yvolde, y había un extraño énfasis en la palabra «lady»-, nos habéis dicho que no recordáis nada. Sin embargo habéis leído con facilidad el broche de lady Rosemund. ¿Sabéis leer, entonces? Sé leer, pensó Kivrin, pero menos de un tercio de los contemporáneos sabían hacerlo, y menos aún las mujeres. Miró a Imeyne, que la observaba como había hecho la primera mañana, al tocar sus ropas y examinar sus manos. – No -dijo Kivrin, mirando a Yvolde directamente a los ojos-. Me temo que no sé leer ni siquiera el Paternóster. Vuestro hermano nos dijo lo que significaban las palabras cuando le entregó el broche a Rosemund. – No, no lo hizo -replicó Agnes. – Estabas mirando tu campana -adujo Kivrin, pensando que lady Yvolde nunca lo creería, que preguntaría a su hermano y éste diría que nunca había hablado con ella. Pero Yvolde pareció satisfecha. – No me parecía que alguien como ella supiera leer -le dijo a Imeyne. Le dio la mano, y se dirigieron hacia sir Bloet. Kivrin se encogió en el banco. – Quiero mi campana -dijo Agnes. – No te la ataré si no te tiendes. Agnes se acomodó en su regazo. – Primero debéis contarme la historia. Había una vez una doncella… – Había una vez una doncella -dijo Kivrin. Miró a Imeyne e Yvolde. Se habían sentado junto a sir Bloet y hablaban con Rosemund. La niña dijo algo, con la barbilla erguida y las mejillas muy rojas. Sir Bloet se echó a reír, y su mano se cerró sobre el broche y luego resbaló sobre el pecho de Rosemund. – Había una vez una doncella… -insistió Agnes. – … que vivía en la linde de un gran bosque. «No vayas nunca sola al bosque», le decía su padre… – Pero ella no le hizo caso -dijo Agnes, bostezando. – No, ella no le hizo caso. Su padre la quería y sólo le preocupaba su seguridad, pero ella no le hizo caso. – ¿Qué había en el bosque? -inquirió Agnes, acurrucándose contra Kivrin. Kivrin la cubrió con la capa de Rosemund. Ladrones y asesinos, pensó. Y viejos libidinosos y sus retorcidas hermanas. Y amantes ilícitos. Y maridos. Y jueces. – Todo tipo de cosas peligrosas. – Lobos -dijo Agnes, adormilada. – Sí, lobos -Kivrin miró a Imeyne e Yvolde. Se habían apartado de sir Bloet y la miraban, susurrando. – ¿Qué le pasó? -preguntó Agnes, con los ojos ya cerrados. Kivrin la acunó. – No lo sé -murmuró-. No lo sé. |
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