"El Libro del Día del Juicio Final" - читать интересную книгу автора (Willis Connie)

17

Andrews no telefoneó a Dunworthy hasta últimas horas de la tarde del día de Navidad. Colin, naturalmente, había insistido en levantarse a una hora intempestiva para abrir su montoncito de regalos.

– ¿Va a quedarse en la cama todo el día? -preguntó mientras Dunworthy buscaba a tientas sus gafas-. Son casi las ocho.

De hecho, eran las seis y cuarto, y fuera estaba tan oscuro que ni siquiera se veía si aún estaba lloviendo. Colin había dormido bastante más que él. Después del servicio ecuménico, Dunworthy lo envió de vuelta a Balliol y fue al hospital a interesarse por el estado de Latimer.

– Tiene fiebre, pero de momento los pulmones no han sido afectados -le dijo Mary-. Ingresó a las cinco, dijo que había empezado a sentir dolor de cabeza y confusión a eso de la una. Cuarenta y ocho horas, fijo. Obviamente, no hay necesidad de preguntarle de quién lo contrajo. ¿Cómo te encuentras tú?

Mary le hizo quedarse para los análisis de sangre y entonces ingresó un nuevo caso. Dunworthy esperó por si podía identificarlo. No se acostó hasta casi la una.

Colin tendió a Dunworthy un petardo sorpresa e insistió en que lo rompiera, se pusiera la corona de papel amarillo, y leyera en voz alta el mensaje. Decía: «¿Cuándo es más probable que entren los renos de Noel? Cuando la puerta está abierta.»

Colin ya tenía puesta su corona roja. Se sentó en el suelo y abrió los regalos. Las pastillas de jabón fueron un gran éxito.

– Mire -dijo Colin, sacando la lengua-, cambian de color.

Lo mismo le pasaba a sus dientes y a las comisuras de sus labios.

Pareció satisfecho con el libro, aunque saltaba a la vista que hubiese deseado que hubiera holos. Lo hojeó, buscando las ilustraciones.

– Mire esto -exclamó, y lanzó el libro a Dunworthy, que aún intentaba despertarse.

Era la tumba de un caballero, con la típica efigie de la armadura tallada en lo alto. El rostro y la postura eran la viva imagen del eterno descanso, pero en el lado, en un friso que parecía una ventana a la tumba, el cadáver del caballero muerto se debatía en su ataúd, la carne ajada se desprendía como envoltorios secos, sus manos de esqueleto se retorcían en frenéticas garras, su cara era un cráneo horrible de cuencas vacías. Entre sus piernas corrían los gusanos, y también sobre su espada. «Oxfordshire, h. 1350 -decía el texto-. Un ejemplo de la macabra decoración de tumbas que siguió a la peste bubónica.»

– ¿No es apocalíptico? -dijo Colin, encantado.

Se mostró incluso amable respecto a la bufanda.

– Supongo que la intención es lo que cuenta, ¿no? -dijo, cogiéndola por un extremo, y luego, un minuto después añadió-: Tal vez pueda llevarla cuando visite a los enfermos. No les importará qué aspecto tenga.

– ¿A qué enfermos piensas visitar? -preguntó Dunworthy.

Colin se levantó del suelo, se dirigió a su mochila y empezó a rebuscar en ella.

– El vicario me pidió anoche si quería hacerle algunos encargos, comprobar el estado de la gente, y llevarles medicinas y cosas.

Sacó un papel de la mochila.

– Esto es su regalo -dijo, tendiéndoselo a Dunworthy-. No está envuelto -señaló innecesariamente-. Finch dijo que debíamos ahorrar papel para la epidemia.

Dunworthy abrió la caja y sacó un librito plano y rojo.

– Es una agenda -explicó Colin-. Así podrá marcar los días que faltan para que vuelva su chica -la abrió por la primera página-. Mire, me aseguré de que tuviera diciembre.

– Gracias -respondió Dunworthy, abriéndola. Navidad. Los Santos Inocentes. Año Nuevo. Epifanía-. Has sido muy amable.

– ¡Quería regalarle el modelo de la torre de Carfax que toca I Heard the Bells on Christmas Day, pero costaba veinte libras!

Sonó el teléfono, y Colin y Dunworthy saltaron hacia él.

– Seguro que es mi madre.

Era Mary, que llamaba desde el hospital.

– ¿Cómo te encuentras?

– Medio dormido -dijo Dunworthy.

Colin le sonrió.

– ¿Cómo está Latimer?

– Bien -respondió Mary. Todavía llevaba la bata de laboratorio, pero se había peinado y estaba contenta-. Parece ser un caso muy leve. Hemos establecido una conexión con el virus de Carolina del Sur.

– ¿Latimer estuvo en Carolina del Sur?

– No. Uno de los estudiantes que te hice interrogar anoche… santo Dios, quiero decir hace dos noches. Estoy perdiendo el sentido del tiempo. Uno de los que estuvieron en el baile en Headington. Mintió al principio porque se escapó de su residencia para ver a una joven y dejó a un amigo para hacerse pasar por él.

– ¿Se escapó a Carolina del Sur?

– No, a Londres. Pero la joven era americana. Venía de Texas e hizo transbordo en Charleston, Carolina del Sur. El CDC está trabajando para averiguar qué casos había en el aeropuerto. Déjame hablar con Colin. Quiero desearle feliz Navidad.

Dunworthy lo pasó, y el joven se lanzó a recitar sus regalos, incluyendo el mensaje del petardo.

– El señor Dunworthy me ha regalado un libro sobre la Edad Media -lo levantó ante la pantalla-. ¿Sabías que le cortaban el cuello a la gente y colgaban las cabezas del puente de Londres?

– Dale las gracias por la bufanda, y no le digas que vas a hacerle encargos al vicario -susurró Dunworthy, pero Colin ya le estaba tendiendo el receptor-. Quiere hablar con usted otra vez.

– Ya veo que estás cuidando bien de él -dijo Mary-. Te lo agradezco mucho. No he ido a casa todavía, y no quisiera que pasara la Navidad solo. Supongo que los regalos que prometió su madre no habrán llegado todavía, ¿eh?

– No -dijo Dunworthy, con cautela, mirando a Colin, que observaba las ilustraciones del libro de la Edad Media.

– Tampoco habrá telefoneado -dijo Mary, disgustada-. Esa mujer no tiene ni una gota de sangre maternal en las venas. Por lo que sabe, Colin podría estar ingresado con una temperatura de cuarenta grados, ¿verdad?

– ¿Cómo está Badri? -preguntó Dunworthy.

– La fiebre le bajó un poco esta mañana, pero sigue teniendo los pulmones afectados. Vamos a administrarle sintamicina. Los casos de Carolina del Sur han respondido muy bien a este tratamiento -prometió que intentaría asistir a la cena de Navidad y colgó.

Colin levantó la cabeza.

– ¿Sabía que en la Edad Media solían quemar a la gente en la hoguera?

Mary no vino ni telefoneó, ni tampoco lo hizo Andrews. Dunworthy envió a Colin al salón para desayunar y trató de llamar al técnico, pero todas las líneas estaban ocupadas, «debido a las vacaciones», dijo la voz del ordenador, que obviamente no había sido reprogramado desde el principio de la cuarentena. Aconsejó retrasar todas las llamadas que no fueran absolutamente necesarias hasta el día siguiente. Dunworthy lo intentó dos veces más, con el mismo resultado.

Finch llegó con una bandeja.

– ¿Se encuentra bien, señor? -preguntó con ansiedad-. ¿No se siente enfermo?

– No me siento enfermo. Estoy esperando una llamada.

– Oh, gracias a Dios, señor. Cuando no vino a desayunar me temí lo peor -quitó la tapa salpicada de lluvia de la bandeja-. Me temo que es un desayuno de Navidad muy pobre, pero casi nos hemos quedado sin huevos. No sé qué cena de Navidad tendremos. No queda un solo ganso dentro del perímetro.

En realidad parecía un desayuno bastante respetable: un huevo pasado por agua, salmón ahumado y panecillos con mermelada.

– Intenté preparar pudding de Navidad, señor, pero casi nos hemos quedado sin coñac -dijo Finch, mientras sacaba un sobre de plástico de debajo de la bandeja y se lo tendía.

Dunworthy lo abrió. En la parte superior había una directriz del Ministerio de Sanidad que decía: «Primeros síntomas de infección: 1) Desorientación. 2) Dolor de cabeza. 3) Dolores musculares. Evite contraerla. Lleve su mascarilla reglamentada en todo momento.»

– ¿Mascarillas? -preguntó Dunworthy.

– El Ministerio las repartió esta mañana -aclaró Finch-. No sé cómo vamos a conseguir lavarnos. Porque casi nos hemos quedado sin jabón.

Había otras cuatro directrices, todas acerca de lo mismo, y una nota de William Gaddson con una copia de la cuenta corriente de Badri el lunes, 20 de diciembre. Por lo visto, Badri había pasado el tiempo que faltaba desde el mediodía hasta las dos y media haciendo compras de Navidad. Había adquirido cuatro libros en Blackwell's, una bufanda roja, un carillón digital en miniatura, en Debenham's. Pues vaya. Eso significaba docenas y docenas de contactos más.

Colin llegó con un puñado de panecillos envueltos en una servilleta. Todavía llevaba puesta su corona de papel, lo cual no era gran cosa para protegerlo de la lluvia.

– Todo el mundo estará mucho más tranquilo, señor -dijo Finch-, si después de recibir su llamada acude usted al salón. Sobre todo la señora Gaddson, que está convencida de que usted ha contraído el virus. Dice que lo ha contraído por la deficiente ventilación de los dormitorios.

– Iré -prometió Dunworthy.

Finch se dirigió a la puerta y entonces se volvió.

– Respecto a la señora Gaddson, señor. Se está comportando de un modo horrible; no para de criticar al colegio y exige que sea trasladada con su hijo. Está minando completamente la moral.

– Es verdad -intervino Colin, quien depositaba los panecillos sobre la mesa-. Me dijo que los panes calientes eran malos para mi sistema inmunológico.

– ¿No hay algún tipo de trabajo voluntario que pueda hacer para el hospital o algo así? ¿Para mantenerla apartada del colegio? -preguntó Finch.

– No podemos endilgársela a las pobres víctimas de la infección. Podría matarlas. ¿Y si se lo preguntamos al vicario? Estaba buscando voluntarios para hacer encargos.

– ¿El vicario? -dijo Colin-. Tenga piedad, señor Dunworthy. Yo trabajo para él.

– El sacerdote de Santa Re-Formada, entonces -dijo Dunworthy-. Le gusta recitar la Misa en Tiempos de Peste para levantar la moral. Se llevarán bien.

– Le telefonearé ahora mismo -asintió Finch, y se marchó.

Dunworthy se comió el desayuno, a excepción del salmón, del que se apropió Colin, y luego llevó la bandeja vacía al salón, dejando órdenes para que Colin fuera a buscarlo inmediatamente si llamaba el técnico. Aún llovía, los árboles goteaban y las luces del árbol de Navidad estaban manchadas.

Todo el mundo estaba a la mesa excepto las campaneras, que se encontraban a un lado con sus guantes blancos y las campanas sobre la mesa, ante ellas. Finch hacía demostraciones sobre cómo llevar las mascarillas ordenadas por el ministerio, quitaba las cintas a cada lado y se las pegaba a las mejillas.

– No tiene muy buen aspecto, señor Dunworthy -comentó la señora Gaddson-. Y no me extraña. Las condiciones de este colegio son sorprendentes. Lo raro es que no haya habido una epidemia antes. Deficiente ventilación y personal extremadamente poco cooperativo. Su señor Finch fue bastante brusco cuando le dije que me trasladara a las habitaciones de mi hijo. Me dijo que yo había elegido estar en Oxford durante una cuarentena, y que tenía que aceptar lo que me ofrecieran.

Colin llegó corriendo.

– Hay alguien al teléfono para usted -dijo.

Dunworthy se puso en marcha, pero la señora Gaddson le bloqueó el paso.

– Le dije al señor Finch que él podría quedarse tan tranquilo en casa cuando su hijo corría peligro, pero que yo no.

– Me temo que me requieren al teléfono.

– Le dije que ninguna madre de verdad podía quedarse tan tranquila cuando su hijo estaba solo y enfermo en un lugar lejano.

– Señor Dunworthy -dijo Colin-. ¡Vamos!

– Por supuesto, usted no tiene ni idea de lo que estoy hablando. ¡Mire a este niño! -agarró a Colin por el brazo-. ¡Va por ahí corriendo bajo la lluvia y sin abrigo!

Dunworthy se aprovechó de que había cambiado de posición para pasar.

– Desde luego, no le importa en absoluto que este pobre niño pille la gripe hindú -insistió ella. Colin se zafó-. Le deja que se atiborre con panecillos y que vaya por ahí empapado hasta los huesos.

Dunworthy cruzó corriendo el patio, con Colin pegado a sus talones.

– No me extrañaría que este virus se hubiera originado aquí en Balliol -gritó la señora Gaddson tras ellos-. Pura negligencia, ni más ni menos. ¡Pura negligencia!

Dunworthy entró en la habitación y agarró el teléfono. No había imagen.

– Andrews -gritó-. ¿Está usted ahí? No le veo.

– El sistema telefónico está saturado -le dijo una voz-. Han cortado el visual. Soy Lupe Montoya. ¿Qué prefiere el señor Basingame: el salmón o las truchas?

– ¿Qué? -dijo Dunworthy, frunciendo el ceño ante la pantalla en blanco.

– Llevo toda la mañana llamando a los guías de pesca de Escocia. Cuando he podido establecer comunicación. Dicen que estará según prefiera el salmón o las truchas. ¿Y sus amigos? ¿Hay alguien en la universidad con quien vaya a pescar y pueda saberlo?

– No lo sé. Señora Montoya, me temo que estoy esperando una importantísima…

– Lo he intentado en todas partes: hoteles, albergues, alquileres de barcos, incluso su barbero. Localicé a su esposa en Torquay, y me dijo que no le había comentado adonde iba. Espero que eso no signifique que estará por ahí con una mujer en vez de en Escocia.

– No creo que el señor Basingame…

– Sí, bueno, ¿entonces por qué nadie sabe dónde está? ¿Y por qué no ha llamado ahora que la epidemia aparece en todos los periódicos y vids?

– Señora Montoya, yo…

– Supongo que tendré que llamar a los guías del salmón y también a los de la trucha. Si le encuentro, se lo haré saber.

Colgó por fin, y Dunworthy soltó el receptor y se quedó mirándolo, convencido de que Andrews había intentado llamar mientras estaba hablando con Montoya.

– ¿No dijo que hubo un montón de epidemias en la Edad Media? -preguntó Colin. Estaba sentado junto a la ventana con el libro en las rodillas, comiendo panecillos.

– Sí.

– Bueno, pues no las encuentro. ¿Cómo se escribe?

– Prueba con Peste Negra.

Dunworthy esperó un ansioso cuarto de hora y luego trató de llamar a Andrews otra vez. Las líneas seguían colapsadas.

– ¿Sabía que hubo Peste Negra en Oxford? -le dijo Colin. Se había ventilado los panecillos y había vuelto a las pastillas de jabón-. En Navidad. Igual que nosotros.

– La infección no puede compararse con la peste -respondió él mirando el teléfono como si pudiera hacerlo sonar con la fuerza de su voluntad-. La Peste Negra mató entre un tercio y la mitad de la población europea.

– Lo sé. Y la peste era mucho más interesante. La transmitían las ratas, y te salían esos enormes bobos…

– Bubas.

– ¡Bubas bajo los brazos, y se volvían negras y se hinchaban hasta que eran enormes y entonces te morías! La infección no hace nada de todo eso -se lamentó. Parecía decepcionado.

– No.

– Y la gripe es sólo una enfermedad. Había tres tipos de peste. La bubónica, que es la de las bubas, la neumónica, que se te metía en los pulmones y tosías sangre, y la septiescénica…

– Septicemia.

– La septicemia que se te metía en la sangre y te mataba en tres horas y el cuerpo se te ponía todo negro. ¿No es apocalíptico?

– Sí.

El teléfono sonó justo después de las once, y Dunworthy lo cogió de nuevo, pero era Mary, diciendo que no podría ir a cenar.

– Hemos tenido cinco nuevos casos esta mañana.

– Iremos al hospital en cuanto reciba mi llamada -prometió Dunworthy-. Estoy esperando que telefonee uno de mis técnicos. Voy a hacer que venga y lea el ajuste.

Mary parecía cansada.

– ¿Lo has aclarado con Gilchrist?

– ¡Gilchrist! ¡Está muy ocupado planeando enviar a Kivrin a la Peste Negra!

– De todos modos, creo que deberías decírselo. Es el decano en funciones, y sería absurdo enfrentarte con él. Si algo ha salido mal, y Andrews tiene que abortar el lanzamiento, necesitarás su cooperación -le sonrió-. Lo discutiremos cuando vengas. Y cuando estés aquí, quiero que te vacunes.

– Creía que estabais esperando el análogo.

– Sí, pero no me acaba de convencer cómo responden los casos primarios al tratamiento recomendado por Atlanta. Unos pocos muestran una leve mejoría, pero Badri está peor. Quiero que la gente de alto riesgo reciba potenciación de leucocitos-T.

A mediodía, Andrews no había llamado todavía. Dunworthy envió a Colin al hospital para que se vacunara. Regresó con aspecto dolorido.

– ¿Tan malo fue? -preguntó Dunworthy.

– Peor -dijo Colin, aupándose al asiento de la ventana-. La señora Gaddson me pilló al entrar. Me estaba frotando el brazo, y exigió saber dónde había estado y por qué me vacunaban a mí en vez de a William -miró a Dunworthy con aire de reproche-. ¡Bueno, pues duele! Ella dijo que si alguien era alto riesgo era el pobre Willy y que era absoluta necrofilia que me inyectaran a mí en vez de a él.

– Nepotismo.

– Nepotismo. Espero que el cura le encuentre un trabajo absolutamente cadavérico.

– ¿Cómo estaba tu tía Mary?

– No la vi. Estaban muy ocupados, con camas en los pasillos y todo el follón.

Colin y Dunworthy fueron por turnos a la cena de Navidad. Colin volvió al cabo de un cuarto de hora escaso.

– Las campaneras empezaron a tocar. El señor Finch me pidió que le dijera que se ha terminado el azúcar y la mantequilla, y casi no queda nata -sacó un pastelito del bolsillo de su chaqueta-. ¿Por qué nunca se quedan sin coles de Bruselas?

Dunworthy le dijo que lo avisara enseguida si llamaba Andrews y que anotara cualquier otro mensaje, y se fue a cenar. Las campaneras estaban en plena euforia, destrozando un canon de Mozart.

Finch le tendió un plato que parecía consistir casi exclusivamente en coles de Bruselas.

– Me temo que casi nos hemos quedado sin pavo, señor. Me alegro de que haya venido. Casi es la hora del mensaje de la Reina.

Las campaneras terminaron el Mozart entre aplausos entusiastas, y la señora Taylor se acercó, todavía con los guantes blancos puestos.

– Por fin le encuentro, señor Dunworthy -dijo-. No le vi en el desayuno, y el señor Finch dijo que tenía que hablar con usted. Necesitamos una sala de prácticas.

Dunworthy estuvo tentado de decir «No sabía que practicaban ustedes». Comió una col de Bruselas.

– ¿Una sala de prácticas?

– Sí. Para que podamos practicar nuestro Chicago Surprise Minor. He acordado con el capellán de Christ Church que tocaremos nuestro repique allí el día de Año Nuevo, pero tenemos que ensayar en algún sitio. Le dije al señor Finch que la sala grande de Beard sería perfecta…

– La sala común sénior.

– Pero el señor Finch dijo que la estaban utilizando como almacén de suministros.

¿Qué suministros?, pensó él. Según Finch, apenas quedaba nada, aparte de coles de Bruselas.

– Y dijo que las salas de conferencias se habilitarían como enfermería. Necesitamos un sitio tranquilo donde podamos concentrarnos. El Chicago Surprise Minor es muy complicado. Los cambios de entrada y salida y las alteraciones del final requieren una completa concentración. Y por supuesto, está el requiebro extra.

– Sí, claro.

– La sala no tiene por qué ser grande, pero sí debe estar apartada. Hemos estado practicando aquí en el comedor, pero la gente entra y sale constantemente, y el tenor no para de perder el ritmo.

– Estoy seguro de que ya encontraremos algo.

– Naturalmente, con siete campanas podríamos tocar triples, pero el North American Council tocó Triples de Filadelfia aquí el año pasado, e hizo un trabajo horrible, según he oído decir. El tenor quedó desfasado y tocó fatal. Ésa es otra de las razones por las que necesitamos una buena sala de prácticas. El compás es muy importante.

– Sí, claro -repitió Dunworthy.

La señora Gaddson apareció al fondo, con aspecto fiero y maternal.

– Me temo que estoy esperando una conferencia muy importante -dijo, poniéndose en pie para que la señora Taylor quedara entre él y la señora Gaddson.

– ¿Una conferencia? -dijo la señora Taylor, sacudiendo la cabeza-. Oh, se refiere a una llamada de larga distancia. ¡Ingleses! ¡La mitad de las veces no entiendo lo que dicen!

Dunworthy escapó por la puerta trasera, prometiendo encontrar una sala de ensayos para que pudieran perfeccionar sus redobles, y volvió a sus habitaciones. Andrews no había llamado. Había un mensaje de Montoya.

– Me pidió que le dijera «No importa» -informó Colin.

– ¿Eso es todo? ¿No dijo nada más?

– No. Sólo esta frase: «Dile al señor Dunworthy que no importa.»

Dunworthy se preguntó si por algún milagro Montoya había localizado a Basingame y conseguido su firma, o si simplemente había descubierto si prefería el salmón o las truchas. Pensó en llamarla, pero temió que las líneas escogieran ese momento para quedar libres y que Andrews telefoneara.

No lo hizo, o no lo hicieron, hasta casi las cuatro.

– Lamento muchísimo no haber llamado antes -dijo Andrews.

Seguía sin haber imagen, pero Dunworthy oía música y conversación de fondo.

– Estuve fuera hasta anoche, y he tenido muchísimos problemas para localizarle -dijo Andrews-. Las líneas estaban saturadas, por cosa de las vacaciones, ya sabe. He estado intentando todo…

– Necesito que venga a Oxford -interrumpió Dunworthy-. Necesito que lea un ajuste.

– Por supuesto, señor -dijo Andrews al instante-. ¿Cuándo?

– En cuanto sea posible. ¿Esta noche?

– Oh -dijo, menos dispuesto-. ¿Le importa que sea mañana? Mi pareja no vendrá hasta esta noche, y habíamos planeado celebrar la Navidad mañana, pero podría coger un tren por la tarde o por la noche. ¿Servirá eso, o hay un límite para calcular el ajuste?

– El ajuste ya está calculado, pero el técnico ha contraído un virus, y necesito que alguien lo lea -dijo Dunworthy. Hubo un súbito estallido de risas al otro lado de la conexión-. ¿A qué hora cree que puede estar aquí?

– No estoy seguro. ¿Puedo llamarle mañana y decirle cuándo llegaré en el metro?

– Sí, pero sólo se puede coger el metro hasta Barton. Tendrá que coger un taxi hasta el perímetro. Me encargaré de que le dejen pasar. ¿De acuerdo, Andrews?

No contestó, aunque Dunworthy seguía oyendo la música.

– ¿Andrews? ¿Está todavía ahí? -era enloquecedor no poder ver.

– Sí, señor -respondió Andrews, pero con tono alerta-. ¿Qué dijo que quería que hiciera?

– Que leyera un ajuste. Ya se ha hecho, pero el técnico…

– No, lo otro. Lo de coger el metro hasta Barton.

– Coja el metro hasta Barton -dijo Dunworthy, en voz alta y con cuidado-. Llega hasta ahí. A partir de entonces, tendrá que coger un taxi hasta el perímetro de la cuarentena.

– ¿Cuarentena?

– Sí -replicó Dunworthy, irritado-. Me encargaré de que le dejen pasar.

– ¿Qué tipo de cuarentena?

– Un virus. ¿No se ha enterado?

– No, señor. He estado dirigiendo un lanzamiento en Florencia. He llegado esta misma tarde. ¿Es grave? -no parecía asustado, sólo interesado.

– Ochenta casos hasta el momento.

– Ochenta y dos -puntualizó Colin desde el asiento de la ventana.

– Pero lo han identificado, y la vacuna ya está en camino. No ha habido ninguna muerte.

– Pero apuesto a que sí un montón de gente desdichada que quería pasar las Navidades en casa. Le llamaré por la mañana, entonces, en cuanto sepa a qué hora llegaré.

– Sí. Estaré aquí -gritó Dunworthy para asegurarse de que Andrews le oiría sobre el ruido de fondo.

– Bien -dijo Andrews. Hubo otro estallido de risa y entonces silencio cuando colgó.

– ¿Va a venir? -preguntó Colin.

– Sí. Mañana -Dunworthy marcó el número de Gilchrist.

Apareció Gilchrist, sentado ante su mesa y con aspecto beligerante.

– Señor Dunworthy, si lo que pretende es poder sacar a la señorita Engle…

Lo haría si pudiera, pensó Dunworthy, y se preguntó si Gilchrist era consciente de que Kivrin ya había dejado el lugar del lanzamiento y no estaría allí si abrían la red.

– No -lo interrumpió-. He localizado a un técnico que podrá venir a leer el ajuste.

– Señor Dunworthy, he de recordarle…

– Soy plenamente consciente de que está usted al cargo de este lanzamiento -añadió Dunworthy, tratando de controlar su temperamento-. Sólo intentaba ayudar. Como conocía la dificultad de encontrar técnicos durante las vacaciones, telefoneé a uno en Reading. Puede estar aquí mañana.

Gilchrist frunció los labios en una mueca de desaprobación.

– Nada de esto sería necesario si su técnico no hubiera caído enfermo, pero como lo ha hecho, supongo que tendré que aceptarlo. Haga que se presente ante mí en cuanto llegue.

Dunworthy consiguió despedirse de forma civilizada, pero en cuanto la pantalla se quedó en blanco, colgó de golpe, volvió a descolgar el receptor y empezó a marcar números. Encontraría a Basingame aunque le llevara toda la tarde.

Pero el ordenador intervino y le informó de que todas las líneas estaban ocupadas. Colgó y se quedó mirando la pantalla en blanco.

– ¿Espera otra llamada? -preguntó Colin.

– No.

– Entonces, ¿podemos ir al hospital? Tengo un regalo para mi tía Mary.

Y yo he de encargarme de que dejen entrar a Andrews en la zona de cuarentena, pensó Dunworthy.

– Buena idea. Puedes llevar tu bufanda nueva.

Colin se la guardó en el bolsillo de la chaqueta.

– Me la pondré cuando lleguemos -sonrió-. No quiero que nadie me vea por el camino.

No había nadie para verlos. Las calles estaban desiertas, ni siquiera había bicicletas o taxis. Dunworthy recordó la observación del vicario de que cuando la epidemia se afianzara, la gente se atrincheraría en sus casas. Se trataba de eso, o bien se habían quedado en casa por el sonido del carillón de Carfax, que no sólo estaba masacrando The Carol of the Bells, sino que parecía más fuerte, resonando en las calles vacías. O a lo mejor estaban durmiendo después de cenar demasiado. O no eran tontos y permanecían a salvo de la lluvia.

No vieron a nadie hasta que llegaron al hospital. Una mujer con una gabardina Burberry esperaba delante del Pabellón de Admisiones con una pancarta que decía «Prohíban las enfermedades extranjeras». Un hombre con mascarilla les abrió la puerta y le tendió a Dunworthy un folleto húmedo.

Dunworthy preguntó por Mary en el mostrador de admisiones y entonces leyó el folleto. En letra negrita decía: «combata la influenza, vote por salir de la C.E…» Debajo había un párrafo: «¿Por qué esta separado de sus seres queridos esta Navidad? ¿Por qué se ve obligado a quedarse en Oxford? ¿Por qué corre peligro de caer enfermo y morir? Porque la C.E. permite que extranjeros infectados entren en Inglaterra, e Inglaterra no dice nada al respecto. Un inmigrante hindú con un virus letal…»

Dunworthy no leyó el resto. Dio la vuelta al papel. Decía: «Votar por la Secesión es votar por la salud. Comité por una Gran Bretaña Independiente.»

Mary llegó, y Colin sacó la bufanda del bolsillo y se la puso rápidamente alrededor del cuello.

– Feliz Navidad -dijo-. Gracias por la bufanda. ¿Quieres que abra tu petardo?

– Sí, por favor -contestó Mary. Parecía cansada. Llevaba la misma bata que hacía dos días. Alguien le había prendido una ramita de acebo en la solapa.

Colin abrió el petardo sorpresa.

– Ponte el sombrero -dijo, desplegando una gran corona de papel azul.

– ¿Has conseguido descansar algo? -preguntó Dunworthy.

– Un poco -asintió ella, mientras se ponía la corona sobre el pelo canoso y despeinado-. Hemos tenido treinta nuevos casos desde mediodía, y he pasado la mayor parte del día intentando que el WIC me dé las secuencias, pero las líneas están ocupadas.

– Lo sé. ¿Puedo ver a Badri?

– Sólo un par de minutos -ella frunció el ceño-. No responde a la sintamicina, ni tampoco las dos estudiantes del baile de Headington. Beverly Breen ha mejorado un poco. Eso me preocupa. ¿Has recibido tu potenciación de leucocitos-T?

– Todavía no. Colin sí.

– Y dolió un montón -protestó el niño, que estaba desplegando el papel del interior del petardo-. ¿Quieres que lea tu mensaje?

Ella asintió.

– Necesito que un técnico entre en la zona de cuarentena mañana para que lea el ajuste de Kivrin -dijo Dunworthy-. ¿Qué debo hacer para conseguirlo?

– Nada, que yo sepa. Intentan que la gente no salga, pero no impiden que entre.

La encargada de Admisiones llevó a Mary a un lado, y le habló en voz baja y urgente.

– Debo irme -dijo Mary-. No te marches hasta que recibas tu potenciación. Vuelve aquí cuando hayas visto a Badri. Colin, espera aquí al señor Dunworthy.

Dunworthy subió a Aislamiento. No había nadie en el mostrador, así que se puso un equipo de RPE, recordando dejar los guantes para lo último, y entró.

La enfermera guapa que estaba tan interesada en William tomaba el pulso a Badri, con los ojos fijos en las pantallas. Dunworthy se detuvo al pie de la cama.

Mary había dicho que Badri no respondía al tratamiento, pero de todos modos Dunworthy se sorprendió al verlo. Tenía la cara más oscura por efecto de la fiebre, y los ojos parecían hinchados, como si alguien le hubiera golpeado. Tenía el brazo derecho torcido. Estaba púrpura en la parte interior del codo. El otro brazo estaba peor, negro.

– ¿Badri? -dijo, y la enfermera sacudió la cabeza.

– Sólo puede quedarse un momento.

Dunworthy asintió.

Ella colocó la mano de Badri a un lado, tecleó algo en la consola, y salió.

Dunworthy se sentó junto a la cama y observó las pantallas. Parecían igual, todavía indescifrables, las gráficas y puntas y números no le decían nada. Contempló a Badri, que yacía con aspecto derrotado. Le palmeó la mano suavemente y se levantó para marcharse.

– Fueron las ratas -murmuró Badri.

– ¿Badri? Soy el señor Dunworthy.

– Señor Dunworthy… -dijo Badri, pero no abrió los ojos-. Me estoy muriendo, ¿verdad?

Dunworthy sintió un retortijón de miedo.

– No, claro que no -dijo roncamente-. ¿De dónde has sacado esta idea?

– Siempre es fatal.

– ¿El qué?

Badri no contestó. Dunworthy se sentó con él hasta que llegó la enfermera, pero no dijo nada más.

– ¿Señor Dunworthy? -dijo ella-. Necesita descansar.

– Lo sé.

Dunworthy se dirigió a la puerta y luego miró a Badri. Abrió la puerta.

– Los mató a todos -dijo Badri-. A media Europa.

Colin esperaba junto al mostrador de Admisiones cuando Dunworthy volvió abajo.

– Los regalos de mi madre no han llegado por culpa de la cuarentena. El cartero no los dejó pasar.

Dunworthy le habló a la enfermera de Admisiones de la potenciación de leucocitos-T y la mujer asintió.

– Sólo será un momento.

– No pude leerle su mensaje -le dijo Colin-. ¿Quiere oírlo? -no esperó una respuesta-. «¿Dónde estaba Papá Noel cuando se apagó la luz?»

Esperó, ansioso.

Dunworthy sacudió la cabeza.

– En la oscuridad.

Se sacó el chicle del bolsillo, le quitó el envoltorio, y se lo metió en la boca.

– Está preocupado por su chica, ¿eh?

– Sí.

Dobló el envoltorio del chicle en un paquete diminuto.

– Lo que no comprendo es por qué no va a buscarla.

– No está allí. Debemos esperar al encuentro.

– No, quiero decir por qué no va al mismo tiempo en que la envió y la encuentra mientras está allí. Antes de que suceda nada. Puede ir a cualquier tiempo que quiera, ¿no?

– No. Puedes enviar a un historiador a cualquier momento, pero una vez está allí, la red sólo puede operar en tiempo real. ¿Estudiaste las paradojas en el colegio?

– Sí -dijo Colin, pero parecía inseguro-. ¿Son como las reglas de los viajes en el tiempo?

– El continuum espacio-tiempo no permite paradojas. Sería una paradoja si Kivrin hiciera que sucediera algo que no pasó, o si provocara un anacronismo.

Colin seguía pareciendo inseguro.

– Una de las paradojas es que nadie puede estar en dos sitios al mismo tiempo. Ella lleva ya en el pasado cuatro días. No hay nada que podamos hacer para cambiar eso. Ya ha sucedido.

– ¿Entonces, cómo vuelve?

– Cuando atravesó, el técnico hizo lo que llamamos un ajuste. Eso le dice exactamente dónde está, y actúa como… um… -buscó una palabra comprensible-. Una cuerda. Ata los dos tiempos para que la red pueda volver a ser abierta en un momento determinado, y podamos recogerla.

– Como «¿Nos veremos en la iglesia a las seis y media?»

– Exactamente. Eso se llama encuentro. El de Kivrin ocurrirá dentro de dos semanas. El veintiocho de diciembre. Ese día, el técnico abrirá la red, y Kivrin volverá a atravesar.

– Creí que había dicho que allí era el mismo tiempo. ¿Cómo puede ser el veintiocho dentro de dos semanas?

– En la Edad Media se regían por un calendario distinto. Allí es diecisiete de diciembre. La fecha de nuestro encuentro es el seis de enero.

Si ella está allí. Si puedo encontrar un técnico que abra la red.

Colin se sacó el chicle de la boca y lo miró, pensativo. Tenía puntitos blancos y azules y parecía un mapa de la luna. Volvió a metérselo en la boca.

– Así que si yo fuera a 1320 el veintiséis de diciembre, podría pasar la Navidad dos veces.

– Sí, supongo que sí.

– Apocalíptico -desplegó el envoltorio del chicle y lo volvió a plegar en un paquete aún más diminuto-. Creo que se han olvidado de usted, ¿no?

– Eso parece -suspiró Dunworthy. Cuando pasó un enfermero, Dunworthy lo detuvo y le dijo que estaba esperando una potenciación de leucocitos-T.

– ¿Sí? -se extrañó el hombre. Parecía sorprendido-. Intentaré averiguar qué pasa -desapareció en Admisiones.

Esperaron un poco más. «Fueron las ratas», había dicho Badri. Y la primera noche le preguntó a Badri por el año que era. Pero había dicho que se produjo un deslizamiento mínimo. Había dicho que los cálculos del estudiante eran correctos.

Colin se sacó el chicle y lo examinó varias veces para ver si cambiaba de color.

– Si sucediera algo terrible, ¿no podrían quebrantar las reglas? -preguntó, mirando el chicle-. ¿Si ella se cortara el brazo, o muriera, o una bomba la hiciera volar, o algo así?

– No son reglas, Colin. Son leyes científicas. No podríamos quebrantarlas aunque lo intentáramos. Si quisiéramos dar marcha atrás a hechos que hayan sucedido, la red simplemente no se abriría.

Colin escupió el chicle en el envoltorio y dobló cuidadosamente el papelito arrugado a su alrededor.

Se guardó el chicle envuelto en el bolsillo de su chaqueta y sacó un grueso paquete.

– Me olvidé de darle a tía Mary su regalo de Navidad.

Se levantó de un salto y se asomó a Admisiones antes de que Dunworthy le pidiera que esperase, se dirigió a la puerta opuesta y volvió rápidamente.

– ¡Mierda! ¡La gorda está aquí! ¡Viene para acá!

Dunworthy se levantó.

– Lo que nos faltaba.

– Por aquí -dijo Dunworthy-. Entré por la puerta trasera la noche que llegué -salió corriendo en dirección contraria-. ¡Vamos!

Dunworthy no pudo echar a correr, pero recorrió velozmente el laberinto de pasillos que Colin indicaba y salió por una entrada de servicio a una calle lateral. Un hombre con un tablón de anuncios esperaba bajo la lluvia. El tablón decía: «La condena que temíamos ha llegado», lo cual parecía extrañamente adecuado.

– Me aseguraré de que no nos ve -murmuró Colin, y corrió hacia la parte delantera del edificio.

El hombre le tendió a Dunworthy un folleto. «¡EL FINAL DE LOS TIEMPOS ESTÁ CERCA!», decía en feroces letras mayúsculas. «"Temed a Dios, pues la hora del Juicio ha llegado." Apocalipsis, 14.7.»

Colin le hizo señas desde la esquina.

– Todo va bien -jadeó Colin, casi sin aliento-. Está dentro gritándole a la enfermera.

Dunworthy le devolvió el folleto al hombre y siguió a Colin, quien le guió hasta Woodstock Road. Dunworthy miró ansiosamente hacia la puerta de Admisiones, pero no vio a nadie, ni siquiera a los piquetes contra la CE.

Colin recorrió otra manzana, y luego redujo la marcha. Sacó el paquete de pastillas de jabón de su bolsillo y ofreció una a Dunworthy, quien declinó la oferta.

Colin se metió una pastilla rosa en la boca y dijo, no demasiado claramente:

– Es la mejor Navidad que he pasado en mi vida.

Dunworthy reflexionó sobre aquel comentario durante varias manzanas.

El carillón estaba masacrando In the Bleak Midwinter, cosa que también parecía adecuada, y las calles seguían desiertas, pero cuando salieron a Broad, una figura conocida corrió hacia ellos, encogida contra la lluvia.

– Ahí viene el señor Finch -anunció Colin.

– Vaya por Dios. ¿Qué se nos habrá acabado ahora?

– Espero que sean las coles de Bruselas.

Finch alzó la cabeza al oír sus voces.

– Por fin le encuentro, señor Dunworthy. Gracias a Dios. Le he estado buscando por todas partes.

– ¿Qué pasa? Le dije a la señora Taylor que me encargaría de su sala de ensayos.

– No es eso, señor. Son los retenidos. Dos de ellos han contraído el virus.


Transcripción del Libro del Día del Juicio Final
(032631-034122)

21 de diciembre de 1320 (Calendario Antiguo). El padre Roche no sabe dónde está el lugar de recogida. Le pedí que me llevara a donde lo encontró Gawyn, pero aunque estuve en el claro no recuperé la memoria. Está claro que Gawyn no se topó con él hasta que estuvo bastante lejos del lugar, y para entonces yo deliraba por completo.

Y hoy me he dado cuenta de que nunca daré con el sitio yo sola. El bosque es demasiado grande, y está lleno de claros y robles y grupitos de sauces que parecen iguales ahora que ha nevado. Tendría que haber marcado el lugar con algo más que el cofre.

Gawyn tendrá que mostrarme dónde está el lugar, y todavía no ha vuelto. Rosemund me dijo que sólo hay medio día de viaje hasta Courcy, pero que probablemente pasará allí la noche debido a la lluvia.

Ha estado lloviendo mucho desde que regresamos, y supongo que debería alegrarme, porque eso tal vez derrita la nieve, pero me imposibilita salir y buscar el lugar, y hace mucho frío en la casa. Todo el mundo lleva la capa puesta y se acurruca junto al fuego.

¿Qué hacen los aldeanos? Sus chozas ni siquiera pueden protegerlos del viento, y en la que yo estuve no había ni mantas. Deben de estar congelándose literalmente, y según me contó Rosemund, el senescal dijo que iba a llover hasta Nochebuena.

Rosemund pidió disculpas por su mala conducta en el bosque y me dijo que estaba enfadada con su hermana.

Agnes no tenía nada que ver: sin duda lo que la irritaba era la noticia de que su prometido había sido invitado para Navidad, y cuando tuve la oportunidad de estar con ella a solas, le pregunté si le preocupaba el matrimonio.

– Mi padre lo ha dispuesto así -dijo, ensartando su aguja-. Nos prometimos en san Martín. Vamos a casarnos en Pascua.

– ¿Y tú consientes? -pregunté.

– Es una buena boda. Sir Bloet goza de muy buena situación, y tiene posesiones que se unirán a las de mi padre.

– ¿Te gusta?

Ella clavó la aguja en el lino enmarcado en madera.

– Mi padre nunca dejaría que me ocurriera nada malo -afirmó, y sacó el largo hilo.

No añadió nada más, y todo lo que pude sacarle a Agnes fue que sir Bloet es simpático y que le había regalado un penique de plata, sin duda como parte de los regalos del compromiso.

Agnes estaba demasiado preocupada por su rodilla para decirme nada más. Dejó de quejarse a medio camino de regreso a casa, y luego cojeó exageradamente cuando se bajó del caballo. Pensé que sólo intentaba llamar la atención, pero cuando le miré la rodilla, la costra había desaparecido casi por completo. La zona alrededor estaba roja e hinchada.

La lavé, la envolví en la tela más limpia que encontré (me temo que fue una de las cofias de Imeyne, la encontré en el cofre al pie de la cama), e hice que permaneciera sentada junto al fuego y jugara con su caballero, pero estoy preocupada. Si se infecta, podría ser grave. No había antimicrobiales en el siglo XIV.

Eliwys está muy preocupada también. A todas luces, esperaba que Gawyn regresara esta noche, y ha ido a asomarse a la puerta continuamente. A veces, como hoy, creo que le ama, y tiene miedo de lo que eso significa para ambos. El adulterio era un pecado mortal a los ojos de la Iglesia, y a menudo resultaba peligroso. Pero casi todo el tiempo pienso que el amour de él no es correspondido en lo más mínimo, que ella está tan preocupada por su marido que ni siquiera se da cuenta de su existencia.

La dama pura e inconquistable era el ideal de los amores corteses, pero está claro que él no sabe si ella le corresponde. Su rescate y su historia de los renegados en el bosque era sólo un intento de impresionarla (hubiera sido mucho más impresionante si hubiera habido veinte renegados, todos armados con espadas y mazas y hachas de batalla). Es evidente que haría cualquier cosa por conseguirla, y lady Imeyne lo sabe. Y por eso creo que lo ha enviado a Courcy.