"El Libro del Día del Juicio Final" - читать интересную книгу автора (Willis Connie)15Kivrin se había recuperado de la neumonía tan rápidamente, que estaba convencida de que finalmente algo había activado su sistema inmunológico. El dolor de su pecho se desvaneció de la noche a la mañana, y la herida de la frente desapareció como por arte de magia. Imeyne la examinó recelosa, como si sospechara que Kivrin había falsificado la herida, y Kivrin se alegró de que no hubiera sido fingida. – Debéis dar gracias a Dios de que os haya sanado en este día de Sabbath -desaprobó Imeyne, y se arrodilló junto a la cama. Había ido a misa y llevaba su relicario de plata. Lo enrolló entre las palmas («como el grabador», pensó Kivrin) y recitó el Paternoster. Luego se levantó. – Ojalá hubiera podido ir con vos a misa -suspiró Kivrin. Imeyne esbozó una mueca. – Consideré que estabais demasiado enferma -dijo, con insinuante énfasis en la palabra «enferma»-, y fue una misa pobre. Se lanzó a recitar los defectos del padre Roche: había leído el Evangelio antes del Kirie, llevaba el alba manchada de cera, había olvidado parte del Confiteor Deo. Enumerar sus fallos pareció ponerla de mejor humor, y cuando terminó palmeó la mano de Kivrin y dijo: – Aún no os habéis recuperado del todo. Quedaos en cama un día más. Kivrin lo hizo, aprovechando el tiempo para grabar sus observaciones, describiendo la mansión y la aldea y todo el mundo a quien había conocido hasta el momento. El senescal la visitó y le llevó otro cuenco del amargo té de su esposa. Era un hombre ceñudo y cetrino, que parecía incómodo con su mejor pelliza de los domingos y un cinturón de plata demasiado elaborado. Un muchacho de la edad de Rosemund fue a decirle a Eliwys que la herradura de su yegua se había perdido. Pero el sacerdote no regresó. – Ha ido a confesar al campesino -le dijo Agnes. La niña seguía siendo una excelente fuente de información, contestaba al momento todas las preguntas de Kivrin, supiera las respuestas o no, y ofrecía voluntariamente todo tipo de información acerca de la aldea y sus ocupantes. Rosemund era más silenciosa y le preocupaba mucho parecer adulta. – Agnes, es una chiquillería hablar así. Debes aprender a tener la boca cerrada -decía constantemente, un comentario que por fortuna no tenía ningún efecto sobre su hermana. Rosemund hablaba acerca de sus hermanos y su padre, que «ha prometido venir para Navidad sin tardanza». Obviamente, le quería mucho y lo echaba de menos-. Ojalá yo fuera un chico -dijo cuando Agnes mostraba a Kivrin el penique de plata que sir Bloet le había dado-. Entonces me habría quedado con padre en Bath. Entre las dos niñas, los fragmentos de las conversaciones de Eliwys e Imeyne, más sus propias observaciones, Kivrin consiguió recoger muchos datos acerca de la aldea. Era más pequeña de lo que Probabilidad había predicho que sería Skendgate, incluso para una aldea medieval. Kivrin supuso que no tenía más de cuarenta habitantes, incluyendo a la familia de lord Guillaume y la del senescal, que tenía cinco hijos además del bebé. Había dos pastores y varios granjeros, pero era «la más pobre de todas las posesiones de Guillaume», según comentó Imeyne, quien se quejó de tener que pasar la Navidad allí. La mujer del senescal era la arribista social del lugar, y la familia de Maisry los inútiles locales. Kivrin lo grabó todo, estadísticas y cotilleos, uniendo las manos en oración cada vez que tenía la oportunidad. La nieve había empezado a caer cuando la llevaron de vuelta a la casa y continuó durante toda la noche hasta la tarde siguiente, cubriendo casi un palmo de terreno. El primer día que Kivrin se levantó, estuvo lloviendo, y Kivrin esperó que la lluvia derritiera la nieve, pero sólo convirtió la superficie en hielo. Temía no poder encontrar el lugar de recogida sin la carreta y las cajas. Tendría que pedir a Gawyn que se lo mostrara, pero era más fácil decirlo que hacerlo. Gawyn sólo iba al salón para comer o pedirle algo a Eliwys, e Imeyne estaba siempre allí, vigilando, así que Kivrin no se atrevía a abordarlo. Kivrin empezó a llevar a las niñas a dar pequeñas excursiones (alrededor del patio, a la aldea), con la esperanza de encontrarse con él, pero no estaba en el granero ni en el establo. Gringolet tampoco. Kivrin se preguntó si había ido tras sus atacantes a pesar de las órdenes de Eliwys, pero Rosemund dijo que había salido a cazar. – Caza ciervos para el banquete de Navidad -dijo Agnes. A nadie parecía importarle adónde llevaba a las niñas o cuánto tiempo pasaban fuera. Lady Eliwys asentía distraída cuando Kivrin le preguntaba si podía llevarlas al establo, y lady Imeyne ni siquiera le decía a Agnes que se cerrara la capa o se pusiera los guantes. Era como si hubieran entregado las niñas al cuidado de Kivrin y se hubieran olvidado de ellas. Estaban muy ocupadas con los preparativos de la Navidad. Eliwys había reclutado a todas las niñas y ancianas de la aldea, y las había puesto a hornear y cocinar. Sacrificaron los dos cerdos y la mitad de las palomas. El patio estaba lleno de plumas y del olor a pan en el horno. En el siglo XIV la Navidad era una celebración de dos semanas, con banquetes, juegos y bailes, pero a Kivrin le sorprendía que Eliwys hiciera todos aquellos preparativos dadas las circunstancias. Debía de estar convencida de que lord Guillaume regresaría para la Navidad, tal como había prometido. Imeyne supervisaba la limpieza del salón, quejándose constantemente de las pobres condiciones y la falta de ayuda decente. Aquella mañana trajo al senescal y a otro hombre para que ayudaran a retirar las grandes mesas de las paredes y las colocaran sobre dos bastidores. Supervisó a Maisry y a una mujer con las cicatrices blancas de la escrófula mientras frotaban la mesa con arena y gruesos cepillos. – No hay lavanda -le dijo a Eliwys-. Ni sebo suficiente para el suelo. – Tendremos que arreglarnos con lo que tenemos, entonces -dijo Eliwys. – No tenemos azúcar para las ambrosías, ni canela. En Courcy hay de sobra. Nos recibirían bien. Kivrin le estaba poniendo las botas a Agnes, preparándose para llevarla a ver de nuevo su pony en el establo. Levantó la cabeza, alarmada. – Sólo está a medio día de viaje -dijo Imeyne-. El capellán de lady Yvolde dirá la misa y… Kivrin no oyó el resto porque Agnes dijo: – Mi pony se llama Sarraceno. – Um -murmuró Kivrin, intentando oír la conversación. La Navidad era una época en que la nobleza hacía visitas. Tendría que haber pensado eso antes. Cogían todas sus pertenencias y se marchaban durante semanas, al menos hasta la Epifanía. Si iban a Courcy, podrían quedarse allí hasta mucho después del encuentro fijado. – Padre le llamó Sarraceno porque tiene corazón de pagano. – Sir Bloet se ofenderá cuando descubra que hemos estado aquí tan cerca de la Navidad y no le hemos hecho una visita -continuó lady Imeyne-. Pensará que el compromiso se ha roto. – No podemos ir a Courcy para Navidad -replicó Rosemund. Estaba sentada en el banco frente a Kivrin y Agnes, cosiendo, pero ahora se levantó-. Mi padre prometió que vendría sin falta para Navidad. Se enfadará si viene y no nos encuentra aquí. Imeyne se volvió y miró a Rosemund. – Se enfadará cuando descubra que sus hijas son tan maleducadas que hablan cuando quieren e intervienen en asuntos que no les conciernen -se volvió de nuevo hacia Eliwys, que parecía preocupada-. Mi hijo seguramente tendrá el sentido común de buscarnos en Courcy. – Mi esposo nos ordenó que esperáramos aquí hasta que llegara. Le complacerá que hayamos seguido sus órdenes -se dirigió al hogar y recogió la costura de Rosemund, zanjando claramente el asunto. Pero no por mucho tiempo, pensó Kivrin, observando a Imeyne. La anciana frunció los labios, enfadada, y señaló una mancha en la mesa. La mujer con las cicatrices de escrófula la limpió inmediatamente. Imeyne no olvidaría el tema. Lo sacaría a colación una y otra vez, ofreciendo un argumento tras otro sobre por qué deberían ir con sir Bloet, que tenía azúcar y velas y canela. Y un capellán educado para decir las misas de Navidad. Lady Imeyne estaba decidida a no escuchar la misa del padre Roche. Y Eliwys estaba cada vez más preocupada. Podría decidir de repente ir a buscar ayuda a Courcy, o incluso a Bath. Kivrin tenía que encontrar el lugar de recogida. Ató las rebeldes cintas de la gorra de Agnes y le colocó la capucha de la capa sobre la cabeza. – Montaba a Sarraceno todos los días en Bath -prosiguió Agnes-. Ojalá pudiéramos ir a cabalgar allí. Me llevaría a mi perro. – Los perros no montan a caballo -objetó Rosemund-. Corren al lado. Agnes frunció el labio, testaruda. – Blackie es demasiado pequeño para correr. – ¿Por qué no podéis cabalgar aquí? -preguntó Kivrin, para evitar una discusión. – No hay nadie que nos acompañe -contestó Rosemund-. En Bath nuestra aya y uno de los secretarios de nuestro padre cabalgaban con nosotras. Uno de los secretarios de nuestro padre. Gawyn las acompañaría, y entonces ella podría preguntarle no sólo dónde estaba el lugar, sino que también le pediría que se lo mostrara. Gawyn estaba allí. Lo había visto en el patio esa mañana, y por eso había sugerido el viaje al establo, pero hacer que cabalgara con ellas era aún mejor idea. Imeyne se acercó al lugar donde Eliwys estaba sentada. – Si vamos a quedarnos aquí, debemos tener carne para el pastel de Navidad. Lady Eliwys soltó su costura y se levantó. – Le ordenaré al senescal y a su hijo mayor que vayan a cazar -dijo tranquilamente. – Entonces no habrá nadie para recoger la hiedra y el acebo. – El padre Roche ha ido a recogerlo hoy. – Lo recoge para la iglesia -replicó lady Imeyne-. ¿No tendremos ninguno en el salón, entonces? – Nosotras lo recogeremos. Eliwys e Imeyne se volvieron a mirarla. Un error, pensó Kivrin. Estaba tan pendiente de buscar una forma de hablar con Gawyn que se había olvidado de todo lo demás, y ahora había hablado sin que le dirigieran antes la palabra y había «intervenido en asuntos» que obviamente no le concernían. Lady Imeyne estaría más convencida que nunca de que deberían ir a Courcy y encontrar una aya adecuada para las niñas. – Lamento si he hablado de más, buena señora -dijo, inclinando la cabeza-. Sé que hay mucho trabajo y muy pocos para hacerlo. Agnes y Rosemund y yo podríamos cabalgar hasta el bosque para recoger el acebo. – Sí -dijo Agnes ansiosamente-. Yo podría montar a Sarraceno. Eliwys empezó a hablar, pero Imeyne la interrumpió. – ¿No tenéis miedo al bosque, pues, aunque apenas habéis sanado de vuestras heridas? Un error tras otro. Se suponía que la habían atacado y la habían dado por muerta, y ahora se ofrecía voluntaria para llevar a dos niñas pequeñas al mismo bosque. – No pretendía que fuéramos solas -dijo Kivrin, esperando no estar empeorando las cosas-. Agnes me dijo que cuando cabalgaba, siempre iba uno de los hombres de vuestro esposo para protegerla. – Sí -intervino Agnes-. Gawyn puede cabalgar con nosotras, y mi perro Blackie. – Gawyn no está aquí -dijo Imeyne, y en el silencio que siguió se volvió rápidamente hacia las mujeres que frotaban las mesas. – ¿Adónde ha ido? -preguntó Eliwys con suavidad, pero sus mejillas se habían vuelto de un rojo brillante. Imeyne le quitó un trapo a Maisry y empezó a frotar una mancha en la mesa. – Ha ido a cumplir un encargo para mí. – Lo habéis enviado a Courcy -dijo Eliwys. Era una declaración, no una pregunta. Imeyne se volvió hacia ella. – No es digno de nosotros estar tan cerca de Courcy y no enviar un saludo. Él dirá que lo hemos ignorado, y en estos tiempos que corren no podemos de ningún modo permitirnos desairar a un hombre tan poderoso como… – Mi esposo nos ordenó que no dijéramos a nadie que estamos aquí -cortó Eliwys. – Mi hijo no nos ordenó que insultáramos a sir Bloet y perdiéramos su buena voluntad, ahora que tal vez le necesitemos más que nunca. – ¿Qué le ordenasteis decir a sir Bloet? – Le pedí que le enviara nuestros más cordiales saludos -dijo Imeyne, retorciendo el trapo en sus manos-. Le ordené decir que nos alegraría recibirlos para Navidad -alzó la barbilla, desafiante-. No podíamos hacer otra cosa, con nuestras dos familias a punto de unirse en matrimonio. Traerán provisiones para el banquete de Navidad, y criados… – ¿Y al capellán de lady Yvolde para decir misa? -preguntó Eliwys fríamente. – ¿Van a venir aquí? -preguntó Rosemund. Había vuelto a ponerse en pie, y su costura había resbalado hasta el suelo. Eliwys e Imeyne la miraron sin expresión, como si hubieran olvidado que había alguien más en el salón, y entonces Eliwys se volvió hacia Kivrin. – Lady Katherine -exclamó-, ¿no ibais a llevar a las niñas a recoger flores para el salón? – No podemos ir sin Gawyn -adujo Agnes. – El padre Roche puede cabalgar con vosotras -dijo Eliwys. – Sí, buena señora -respondió Kivrin. Cogió a Agnes de la mano para sacarla de la habitación. – ¿Van a venir aquí? -repitió Rosemund, y sus mejillas estaban casi tan arreboladas como las de su madre. – No lo sé -dijo Eliwys-. Ve con tu hermana y lady Katherine. – Voy a montar a Sarraceno -anunció Agnes, y se soltó de la mano de Kivrin y salió corriendo del salón. Rosemund pareció a punto de decir algo y entonces cogió su capa del pasillo tras los tabiques. – Maisry -dijo Eliwys-. La mesa ya está bien. Ve y trae el salero y las fuentes de plata del cofre del desván. La mujer con las cicatrices de escrófula salió de la sala e incluso Maisry no se demoró en subir las escaleras. Kivrin se puso la capa y la ató rápidamente, temerosa de que lady Imeyne dijera algo más acerca de ser atacada, pero ninguna de las dos mujeres volvió a hablar. Permanecieron de pie, Imeyne todavía retorciendo el trapo entre las manos, esperando obviamente a que Kivrin y Rosemund se marcharan. – ¿Van a…? -dijo Rosemund, y entonces echó a correr detrás de Agnes. Kivrin corrió tras ellas. Gawyn no estaba, pero tenía permiso para ir al bosque y también medios de transporte. Y el sacerdote las acompañaría. Rosemund había dicho que Gawyn se había encontrado con él en el camino, cuando la traía a la casa. Tal vez Gawyn lo había llevado al claro. Cruzó prácticamente corriendo el patio hasta el establo, temiendo que en el último instante Eliwys la llamara para decirle que había cambiado de idea, que Kivrin no estaba lo bastante recuperada, y que el bosque era demasiado peligroso. Por lo visto las niñas habían pensado lo mismo. Agnes estaba ya montada en su pony, y Rosemund ataba la cincha de la silla de su yegua. El pony no era tal, sino un rechoncho alazán más pequeño que la yegua de Rosemund, y Agnes parecía imposiblemente alta sobre la silla con respaldo. El muchacho que le había dicho a Eliwys que su yegua había perdido una herradura sujetaba las riendas. – ¡No te quedes ahí mirando con la boca abierta, Cob! -le gritó Rosemund-. ¡Ensilla el ruano para lady Katherine! Obediente, el muchacho soltó las riendas. Agnes se inclinó hacia delante para cogerlas. – ¡La yegua de madre no! -exclamó Rosemund-. ¡El rocín! – Cabalgaremos hasta la iglesia, Sarraceno -informó Agnes-, y le pediremos al padre Roche que nos acompañe, y luego iremos de paseo. A Sarraceno le encanta ir de paseo -se inclinó demasiado hacia delante para acariciar la crin rizada del pony, y Kivrin tuvo que contenerse para no agarrarla. Obviamente, era perfectamente capaz de montar a caballo (ni Rosemund ni el muchacho que ensillaba el caballo de Kivrin le dirigieron una mirada), pero parecía diminuta en lo alto de la silla con sus botas de suela blanda en el estribo, y no parecía más capaz de cabalgar despacio que de caminar despacio. Cob ensilló al ruano, lo sacó del establo, y se quedó allí de pie, esperando. – ¡Cob! -dijo Rosemund bruscamente. El muchacho se agachó y unió las manos para formar un escalón. Rosemund lo pisó y montó en la silla-. No te quedes ahí como un idiota sin seso. Ayuda a lady Katherine. El muchacho se apresuró torpemente para ayudar a Kivrin. Ella vaciló, preguntándose qué le pasaba a Rosemund. Era evidente que la había preocupado la noticia de que Gawyn había ido a ver a sir Bloet. Parecía que la niña no sabía nada del juicio de su padre, pero tal vez estaba más enterada de lo que Kivrin, o su madre y su abuela, creían. «Un hombre tan poderoso como sir Bloet», había dicho Imeyne, y «su buena voluntad, ahora que tal vez la necesitemos más que nunca». Tal vez la invitación de Imeyne no era tan egoísta como parecía. Tal vez significaba que lord Guillaume tenía más problemas de los que Eliwys imaginaba, y Rosemund, sentada en silencio ante su costura, lo había calculado. – ¡Cob! -exclamó Rosemund, aunque el muchacho estaba esperando claramente a que Kivrin montara-. ¡Por tu culpa no encontraremos al padre Roche! Kivrin sonrió a Cob para tranquilizarlo, y puso las manos sobre el hombro del muchacho. Una de las primeras cosas en las que el señor Dunworthy había insistido era en lecciones de equitación, y ella se las había arreglado bastante bien. La silla de amazona no había sido introducida hasta 1390, lo cual era una suerte, y las sillas medievales tenían un alto fuste delantero y arzón trasero. Esta silla era aún más alta que la que le sirvió para aprender a montar. Probablemente seré yo la que se caiga, no Agnes, pensó, mirando a la niña cómodamente aupada a su silla. Ni siquiera se sujetaba, sino que estaba vuelta, tratando con algo que tenía en la alforja tras ella. – ¡Vámonos! -dijo Rosemund, impaciente. – Sir Bloet dice que me regalará una brida de plata para Sarraceno -comentó Agnes, todavía luchando con la alforja. – ¡Agnes, deja de hacer el tonto y vámonos! – Sir Bloet dice que me la traerá cuando venga por Pascua. – ¡Agnes! ¡Vamos! ¡Parece que va a llover! – No, no lloverá -replicó Agnes, sin preocuparse en lo más mínimo-. Sir Bloet… Rosemund se volvió furiosa hacia su hermana. – Oh, ¿ahora entiendes del tiempo? ¡Si sólo eres una cría! ¡Una cría llorona! – ¡Rosemund! -dijo Kivrin-. No hables a tu hermana de esa forma -avanzó hasta la yegua de Rosemund y agarró las riendas-. ¿Qué te pasa, Rosemund? ¿Estás preocupada por algo? Rosemund tensó las riendas, furiosa. – ¡Sólo que nos retrasamos aquí mientras la cría charla! Kivrin soltó las riendas, con el ceño fruncido, y dejó que Cob uniera las manos para ayudarla a montar. Nunca había visto a Rosemund actuar de esta forma. Salieron del patio y dejaron atrás los corrales ahora vacíos mientras se dirigían al prado. Era un día plomizo, con una capa de densas nubes y ni el menor soplo de viento. Rosemund tenía razón: parecía que iba a llover. Había una sensación húmeda y brumosa en el aire frío. Kivrin espoleó su caballo. La aldea se preparaba para la Navidad. Salía humo de todas las cabañas, y había dos hombres al fondo del prado, cortando madera y formando una gran pila. Un trozo de carne, grande y renegrido (¿la cabra?) se asaba en una espeta junto a la casa del senescal. Su mujer estaba delante, ordeñando a la huesuda vaca en la que Kivrin se había apoyado el día que intentó encontrar el lugar de recogida. El señor Dunworthy y ella habían discutido sobre la necesidad de aprender a ordeñar. Ella le había dicho que nadie ordeñaba a las vacas en los inviernos del siglo XIV, que los contemporáneos dejaban que se secaran y usaban la leche de cabra para hacer queso. También le había dicho que las cabras no se comían. – ¡Agnes! -gritó Rosemund, furiosa. Kivrin levantó la cabeza. La niña se había detenido y se había vuelto en la silla otra vez. Avanzó obediente. – ¡No te esperaré más, mocosa! -amenazó Rosemund, y salió al trote, asustando a las gallinas y atropellando a una niñita descalza con una carga de leña. – ¡Rosemund! -llamó Kivrin, pero ya estaba demasiado lejos para que pudiera oírla, y no quería dejar sola a Agnes para seguirla-. ¿Está enfadada tu hermana porque vamos a recoger acebo? -le preguntó a Agnes, sabiendo que no era así, pero con la esperanza de que la niña le contara algo más. – Siempre está enfadada. Abuela se enfadará porque cabalga como una niña -hizo trotar a su pony decorosamente por el prado, un modelo de madurez, saludando con la cabeza a los aldeanos. La niña que Rosemund había estado a punto de arrollar se detuvo y las miró con la boca abierta. La mujer del senescal levantó la cabeza y sonrió cuando pasaron, y luego continuó ordeñando, pero los hombres que cortaban leña se quitaron los gorros y se inclinaron. Cabalgaron ante la choza donde Kivrin se había refugiado, la choza donde se había sentado mientras Gawyn traía sus cosas a la mansión. – Agnes -dijo Kivrin-, ¿fue el padre Roche con vosotros cuando fuisteis a por el tronco de Nochebuena? – Sí. Tenía que bendecirlo. – Oh -dijo Kivrin, decepcionada. Esperaba que tal vez hubiera ido con Gawyn a traer sus cosas y supiera dónde estaba el lugar de recogida-. ¿Ayudó alguien a Gawyn a traer mis cosas a la casa? – No -respondió Agnes, y Kivrin se dio cuenta de que en realidad no lo sabía-. Gawyn es muy fuerte. Mató a cuatro lobos con su espada. Eso parecía improbable, pero también lo parecía el hecho de rescatar a una doncella en los bosques. Y estaba claro que él haría cualquier cosa si pensaba que eso le granjearía el amor de Eliwys, incluso arrastrar la carreta con sus manos desnudas. – El padre Roche es fuerte -dijo Agnes. – El padre Roche se ha ido -anunció Rosemund, que ya había descabalgado. Había atado el caballo a la valla, y se encontraba en el patio de la iglesia, con las manos en las caderas. – ¿Has mirado dentro de la iglesia? -preguntó Kivrin. – No -le respondió Rosemund, hosca-. Pero mirad qué frío hace. El padre Roche tendrá el buen tino de no esperar aquí hasta que nieve. – Miraremos en la iglesia -sugirió Kivrin. Cogió a la niña pequeña y la bajó del caballo-. Vamos, Agnes. – No -dijo Agnes, y parecía casi tan testaruda como su hermana-. Esperaré aquí con Sarraceno -palmeó la crin del pony. – Sarraceno estará bien. Vamos, miraremos en la iglesia primero -la cogió de la mano y empujó la valla que daba a la iglesia. Agnes no protestó, pero siguió mirando ansiosamente a los caballos por encima del hombro. – A Sarraceno no le gusta estar solo. Rosemund se detuvo en mitad del patio de la iglesia y se dio la vuelta, con los brazos en jarras. – ¿Qué estás escondiendo, niña mala? ¿Robaste manzanas y las guardaste en tus alforjas? – ¡No! -exclamó Agnes, alarmada, pero Rosemund se dirigía ya hacia el pony-. ¡No te acerques! ¡No es tu pony! ¡Es mío! Bueno, no tendremos que ir a buscar al cura, pensó Kivrin. Si está aquí, vendrá a ver qué es todo este jaleo. Rosemund soltó las correas de la alforja. – ¡Mirad! -dijo, y cogió al cachorrito de Agnes por el pelaje del cuello. – Oh, Agnes. – Eres una niña mala -la regañó Rosemund-. Tendría que llevarlo al río y ahogarlo -se volvió en esa dirección. – ¡No! -gimió Agnes, y corrió hacia la valla. Rosemund alzó inmediatamente el cachorrito fuera del alcance de su hermana. Esto ya ha llegado demasiado lejos, pensó Kivrin. Dio un paso al frente y cogió al cachorro. – Agnes, deja de llorar. Tu hermana no le hará daño al perrito. El cachorrillo se debatió contra el hombro de Kivrin, intentando lamerle la mejilla. – Agnes, los perros no pueden cabalgar. Blackie no podría respirar en tu alforja. – Puedo llevarlo en brazos -apuntó Agnes, pero sin mucha convicción-. Quería cabalgar en mi pony. – Ya ha cabalgado hasta la iglesia -dijo Kivrin-. Y cabalgará de vuelta al establo. Rosemund, lleva a Blackie de regreso -el perro intentaba morderle la oreja. Se lo dio a Rosemund, que lo cogió por la base del cuello-. Es muy pequeñín, Agnes. Ahora debe volver con su madre y dormir. – ¡Tú eres la pequeñina, Agnes! -dijo Rosemund, tan furiosamente que Kivrin no estuvo segura de que fuera a llevar al cachorrito de regreso-. ¡Subir un perro a un caballo! ¡Y ahora perderemos aún más tiempo llevándolo de vuelta! ¡Me alegraré cuando sea mayor y ya no tenga que tratar con crías! Montó, todavía agarrando al cachorro por el cuello, pero una vez estuvo sobre la silla, lo envolvió tiernamente con una esquina de su capa y lo abrazó contra su pecho. Cogió las riendas con la mano libre e hizo volverse al caballo. – ¡Seguro que el padre Roche se ha ido ya! -repitió furiosa, y se marchó galopando. Kivrin temió que tuviera razón. El alboroto que habían formado era suficiente para despertar a los muertos de sus tumbas de madera, pero nadie había salido de la iglesia. Sin duda se había marchado antes de que llegaran, pero Kivrin cogió a Agnes de la mano y la condujo a la iglesia. – Rosemund es una niña mala -protestó Agnes. Kivrin se sintió inclinada a darle la razón, pero no podía decirlo, y tampoco le apetecía defender a Rosemund, así que no dijo nada. – Y yo no soy una cría -prosiguió Agnes, mirando a Kivrin en busca de confirmación, pero no había nada que decir a eso tampoco. Kivrin abrió la pesada puerta y contempló la iglesia. No había nadie dentro. La nave estaba oscura, casi negra, y el día gris del exterior apenas proyectaba ninguna luz a través de las estrechas vidrieras, pero la puerta entornada permitía ver que estaba vacía. – Tal vez está en el presbiterio -aventuró Agnes. Entró en la oscura nave, se arrodilló, se persignó, y luego miró impaciente a Kivrin por encima del hombro. Tampoco había nadie en el presbiterio. Desde allí Kivrin vio que no había velas encendidas en el altar, pero Agnes no iba a darse por satisfecha hasta que hubieran recorrido toda la iglesia. Kivrin se arrodilló y se persignó junto a ella, y avanzaron hacia la reja en la oscuridad. Las velas delante de la imagen de santa Catalina se habían apagado. Percibió el intenso aroma del sebo y el humo. Se preguntó si el padre Roche las había apagado antes de marcharse. El fuego habría sido un gran problema, incluso en una iglesia de piedra, y no había palmatorias para que las velas ardieran sin problemas. Agnes se dirigió a la reja, apretó la cara contra la madera tallada, y llamó: – ¡Padre Roche! Se volvió inmediatamente y anunció: – No está aquí, lady Kivrin. Tal vez se haya ido a su casa -dijo, y salió corriendo por la puerta. Kivrin estaba segura de que la niña no debería hacer eso, pero no pudo hacer más que seguirla por el patio hasta la casa más cercana. Tenía que pertenecer al sacerdote, porque Agnes se encontraba ya ante la puerta gritando «¡Padre Roche!» y por supuesto la casa del cura estaba siempre junto a la iglesia, pero Kivrin no dejó de sorprenderse. La casa era tan destartalada como la choza donde había descansado, y no mucho más grande. Se suponía que el sacerdote obtenía un diezmo de todas las cosechas y ganados, pero no había ningún animal en el estrecho patio a excepción de unas cuantas gallinas escuálidas, y un poco de madera apilada delante. Agnes había empezado a aporrear la puerta, que parecía tan frágil como la de la choza, y Kivrin tuvo miedo de que la abriera de golpe y entrara, pero antes de que pudiera alcanzarla, la niña se volvió. – Tal vez esté en el campanario. – No, no lo creo -dijo Kivrin, cogiendo la mano de Agnes para que no volviera a escaparse. Se dirigieron juntas hacia la valla-. El padre Roche no toca la campana hasta vísperas. – Podría estar -insistió Agnes, ladeando la cabeza como si quisiera escuchar la campana. Kivrin prestó atención también, pero no había ningún sonido, y de repente advirtió que la campana del suroeste había cesado. Había estado tocando de forma casi ininterrumpida mientras tuvo neumonía, y la había oído cuando salió al establo la segunda vez, buscando a Gawyn, pero no recordaba si la había vuelto a oír desde entonces. – ¿Habéis oído eso, lady Kivrin? -preguntó Agnes. Se zafó de la mano de Kivrin y echó a correr, no hacia el campanario, sino alrededor de la iglesia, hacia la cara norte-. ¿Veis? -dijo, señalando lo que había encontrado-. No se ha marchado. Era el burro blanco del sacerdote, que pastaba plácidamente entre la nieve. Tenía una cuerda a modo de brida y varias bolsas de arpillera al lomo, obviamente vacías y destinadas a la hiedra y el acebo. – Está en el campanario, lo sé -dijo Agnes, y regresó corriendo por donde había venido. Kivrin la siguió por el patio, hasta verla desaparecer en la torre. Esperó, preguntándose dónde si no deberían buscar. Tal vez el sacerdote estaba atendiendo a algún enfermo en una de las chozas. Captó un destello de movimiento a través de la ventana de la iglesia. Una luz. Tal vez el sacerdote había regresado mientras ellas miraban al burro. Abrió la puerta y se asomó al interior. Habían encendido una vela delante de la imagen de santa Catalina. Distinguió su leve brillo a los pies de la estatua. – ¿Padre Roche? -llamó en voz baja. No hubo respuesta. Entró, dejando que la puerta se cerrara tras ella, y se dirigió a la imagen. La vela estaba colocada entre los pies de la talla, que parecían bloques. El burdo rostro de santa Catalina y su pelo estaban en sombras, inclinado de forma protectora sobre la pequeña figura adulta que se suponía era una niña pequeña. Kivrin se arrodilló y cogió la vela. Acababan de encenderla. Ni siquiera había tenido tiempo de derretir el sebo en el hueco alrededor del pabilo. Kivrin contempló la nave. No distinguió nada. La vela iluminaba el suelo y el tocado de santa Catalina y dejaba el resto de la nave en total oscuridad. Dio unos cuantos pasos, todavía sosteniendo la vela. – ¿Padre Roche? La iglesia se hallaba en completo silencio, como estaba el bosque el día que lo atravesó. Demasiado silencio, como si hubiera alguien allí, de pie junto a la tumba o tras una de las columnas, esperando. – ¿Padre Roche? -llamó claramente-. ¿Estáis ahí? No hubo respuesta, sólo aquel silencio acechante. No había nadie en el bosque, se dijo Kivrin, y avanzó unos cuantos pasos más en la oscuridad. No había nadie junto a la tumba. El esposo de Imeyne yacía con las manos cruzadas sobre el pecho y su espada al lado, pacífico y silencioso. No había nadie junto a la puerta tampoco. Ahora lo veía, a pesar del resplandor cegador de la vela. No había nadie allí. Sentía su corazón latiendo como en el bosque, tan fuerte que podía acallar el sonido de pasos, o de respiración, o de alguien que esperara tras ella. Se dio la vuelta, y la vela dibujó un feroz trazo en el aire. Él estaba justo detrás. La vela casi se apagó. La llama se dobló, fluctuando, y entonces se reafirmó, iluminando su cara de asesino desde abajo, como había hecho con la linterna. – ¿Qué queréis? -dijo Kivrin, tan sobresaltada que casi no emitió ningún sonido-. ¿Cómo habéis entrado aquí? El asesino no le respondió. Simplemente se la quedó mirando como había hecho en el claro. No fue un sueño, pensó Kivrin asustada. Estaba allí. Había pretendido… ¿qué? ¿Robarle? ¿Violarla? y Gawyn le había hecho huir. Dio un paso atrás. – ¿Qué quieres? ¿Quién eres? Estaba hablando en inglés. Oyó su voz resonando huecamente en el frío espacio de piedra. Por favor, pensó, que el intérprete no se estropee ahora. – ¿Qué estáis haciendo aquí? -dijo, obligándose a hablar más despacio, y oyó su propia voz decir-: Él extendió la mano, una mano grande, sucia y enrojecida, la mano de un asesino, como si quisiera tocar su pelo rapado. – Marchaos -dijo Kivrin. Retrocedió otro paso y tropezó con la tumba. La vela se apagó-. No sé quién eres o qué quieres, pero será mejor que te vayas. Era inglés otra vez, ¿pero qué diferencia había? Él quería robarle, matarla, ¿y dónde estaba el sacerdote? – ¡Padre Roche! -gritó, desesperada-. ¡Padre Roche! Hubo un sonido en la puerta, un golpe y luego el roce de madera sobre piedra, y Agnes abrió la puerta. – Aquí estáis -exclamó felizmente-. Os he buscado por todas partes. El asesino miró la puerta. – ¡Agnes! -gritó Kivrin-. ¡Corre! La niñita se quedó inmóvil, la mano todavía en la pesada puerta. – ¡Sal de aquí! -gritó Kivrin, y advirtió con horror que seguía hablando en inglés. ¿Cuál era la palabra para «correr»? El asesino avanzó otro paso hacia Kivrin. Ella se encogió contra la tumba. – Agnes casi había llegado a la valla, pero se detuvo en cuanto Kivrin salió por la puerta y luego corrió hacia ella. – ¡No! -le gritó Kivrin, agitando los brazos-. ¡Corre! – ¿Es un lobo? -preguntó Agnes, con los ojos muy abiertos. No había tiempo de explicar ni de obligarla a correr. Los hombres que cortaban leña habían desaparecido. Cogió a Agnes en brazos y corrió hacia los caballos. – ¡Había un hombre malo en la iglesia! -explicó, colocando a Agnes sobre su pony. – ¿Un hombre malo? -preguntó Agnes, ignorando las riendas que Kivrin le tendía-. ¿Fue uno de los que os asaltaron en el bosque? – Sí -dijo Kivrin, desatando las riendas-. Debes cabalgar tan rápido como puedas hasta la mansión. No te detengas por nada. – No le vi -dijo Agnes. Era bastante normal. Al venir del exterior, no podría haber visto nada en la oscuridad de la iglesia. – ¿Era el hombre que robó vuestras posesiones y os pegó en la cabeza? – Sí -Kivrin cogió sus riendas y empezó a desatarlas. – ¿Estaba el hombre malo oculto en la tumba? – ¿Qué? -dijo Kivrin. No podía desatar el tenso cuero. Miró ansiosamente hacia la puerta de la iglesia. – Os vi al padre Roche y a vos junto a la tumba. ¿Estaba el hombre malo escondido en la tumba del abuelo? |
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