"El Libro del Día del Juicio Final" - читать интересную книгу автора (Willis Connie)14Dunworthy durmió hasta el día siguiente. – Su secretario quería despertarlo, pero no le dejé -dijo Colin-. Me pidió que le diera esto -le tendió un arrugado montón de papeles. – ¿Qué hora es? -preguntó Dunworthy, sentándose en la cama con dificultad. – Las ocho y media. Todas las campaneras y los retenidos están en el salón, desayunando. Gachas de avena -hizo un sonido de asco-. Fue absolutamente necrótico. Su secretario dice que debemos racionar los huevos con bacon por la cuarentena. – ¿Las ocho y media de la mañana? -preguntó Dunworthy, parpadeando ciegamente ante la ventana. Estaba tan oscuro como cuando se quedó dormido-. Santo Dios, se suponía que debía haber regresado al hospital para interrogar a Badri. – Lo sé -asintió Colin-. Tía Mary dijo que le dejara dormir, que no podría interrogarlo de todas formas porque le están haciendo pruebas. – ¿Llamó por teléfono? -preguntó Dunworthy, buscando a tientas sus gafas en la mesilla de noche. – Yo fui esta mañana para que me hicieran un análisis de sangre. Tía Mary me pidió que le dijera que sólo tenemos que ir una vez al día para los análisis. Dunworthy se caló las gafas y miró a Colin. – ¿Te dijo si han identificado el virus? – Ah-ah -respondió Colin, alrededor de un trozo de chicle. Dunworthy se preguntó si lo había tenido en la boca toda la noche, y en ese caso por qué no había disminuido de tamaño-. Le envió las gráficas de contacto -le tendió los papeles-. La señora que vimos en el hospital también llamó. La de la bici. – ¿Montoya? – Sí. Preguntó si sabía usted cómo ponerse en contacto con la esposa del señor Basingame. Le dije que la llamaría usted. ¿Cuándo llega el correo? – ¿El correo? -dijo Dunworthy, rebuscando entre los impresos. – Mi madre no me compró los regalos a tiempo para que me los trajera en el metro. Prometió que me los enviaría por correo. La cuarentena no lo retrasará, ¿verdad? Algunos de los papeles que le había tendido Colin estaban pegados, sin duda por los periódicos exámenes que el joven hacía de su chicle, y la mayoría de ellos no parecían gráficas de contacto, sino informes de Finch: uno de los conductos de calefacción de Salvin estaba estropeado. El Ministerio de Sanidad ordenaba a todos los habitantes de Oxford y alrededores que evitaran el contacto con las personas infectadas. La señora Basingame estaba en Torquay durante la Navidad. Se estaban quedando sin papel higiénico. – No lo cree, ¿verdad? ¿Piensa que lo retrasará? -preguntó Colin. – ¿Retrasar qué? – ¡El correo! -repitió Colin, disgustado-. La cuarentena no lo retrasará, ¿eh? ¿A qué hora se supone que debe llegar? – A las diez -Dunworthy agrupó todos los informes en un montón y abrió un gran sobre marrón-. Normalmente llega un poco más tarde en Navidad, por todos los paquetes y tarjetas. Las hojas grapadas del sobre tampoco eran las gráficas de contactos, sino el informe de William Gaddson sobre los paraderos de Badri y Kivrin, claramente mecanografiados y organizados según la mañana, tarde y noche de cada día. Parecía mucho más ordenado que ningún trabajo que hubiera entregado en su vida. Era sorprendente lo que la influencia de una madre podía conseguir. – No veo por qué -prosiguió Colin-. Quiero decir que no es como si fueran personas, ¿eh? Así que no puede ser contagioso. ¿Adonde lo traen, al salón? – ¿Qué? – El correo. – A la casa del portero -respondió Dunworthy, al tiempo que leía el informe sobre Badri. Había vuelto a la red el martes por la tarde, después de estar en Balliol. Finch habló con él a las dos, cuando le preguntó dónde estaba el propio Dunworthy, y otra vez un poco después de las tres, cuando le dio la nota. Entre las dos y las tres, John Yi, un estudiante de tercer curso, le vio cruzar el patio hacia el laboratorio, al parecer buscando a alguien. A las tres, el portero de Brasenose dejó entrar a Badri. Trabajó en la red hasta las siete y media, luego volvió a su apartamento y se vistió para el baile. Dunworthy telefoneó a Latimer. – ¿Cuándo estuvo usted en la red el martes por la tarde? Latimer parpadeó asombrado desde la pantalla. – El martes… -dijo, mirando alrededor como si hubiera pasado algo por alto-. ¿Eso fue ayer? – El día antes del lanzamiento. Fue usted al Bodleian por la tarde. Él asintió. – Ella quería saber cómo se dice: «Socorredme, pues unos ladrones me han asaltado.» Dunworthy supuso que se refería a Kivrin. – ¿Se reunió Kivrin con usted en el Bodleian o en Brasenose? Él se llevó las manos a la barbilla, reflexionando. – Estuvimos trabajando hasta tarde, decidiendo la forma de los pronombres. En el siglo XIV la decadencia de las inflexiones pronominales estaba avanzada, pero no era completa. – ¿Fue Kivrin a la red para reunirse con usted? – ¿La red? -preguntó Latimer, dubitativo. – Al laboratorio de Brasenose -estalló Dunworthy. – ¿Brasenose? El servicio de Nochebuena no es en Brasenose, ¿verdad? – ¿El servicio de Nochebuena? – El vicario me dijo que deseaba que yo leyera la bendición. ¿Se celebra en Brasenose? – No. Se reunió usted con Kivrin el martes por la tarde para trabajar en su pronunciación. ¿Dónde se reunió con ella? – La palabra «ladrones» fue muy difícil de traducir… Era inútil. – El servicio de Navidad es en St. Mary the Virgin's a las siete -espetó Dunworthy, y colgó. Telefoneó al portero de Brasenose, que todavía estaba decorando su árbol, y le pidió que buscara a Kivrin en el libro de entradas. No había estado allí el martes por la tarde. Introdujo la gráfica de contactos en la consola y las adiciones del informe de William. Kivrin no había visto a Badri el martes. Por la mañana estuvo en el hospital y luego con Dunworthy. Por la tarde, estuvo con Latimer y Badri se marcharía al baile en Headington antes de que salieran del Bodleian. A partir de las tres del lunes estuvo en la enfermería, pero seguía habiendo un agujero entre las doce y las dos y media del lunes en que podría haber visto a Badri. Escrutó las hojas de contacto que habían vuelto a rellenar. La de Montoya sólo tenía unas cuantas líneas. Había marcado sus contactos del miércoles por la mañana, pero ninguno para el lunes y el martes, y no había introducido ninguna información acerca de Badri. Dunworthy se preguntó por qué, y recordó que había llegado después de que Mary diera las instrucciones para rellenar los impresos. Tal vez Montoya había visto a Badri antes del miércoles por la mañana, o sabía dónde había pasado el lapso entre el mediodía y las dos de la tarde del lunes. – Cuando llamó la señora Montoya, ¿te dio su número de teléfono? -le preguntó a Colin. No hubo respuesta. Alzó la cabeza-. ¿Colin? No estaba en la habitación, ni en la salita, aunque su mochila sí estaba, con el contenido esparcido por la alfombra. Dunworthy buscó el número de Montoya en Brasenose y llamó, sin esperar ninguna respuesta. Si ella aún estaba buscando a Basingame, eso significaba que no había recibido permiso para ir a la excavación y sin duda se encontraba en el Ministerio o el Fondo Nacional, insistiéndoles para que lo declararan «de valor irreemplazable». Se vistió y se dirigió al salón, buscando a Colin. Seguía lloviendo, el cielo era del mismo gris oscuro que las piedras del pavimento y la corteza de los fresnos. Esperaba que las campaneras y los demás retenidos hubieran desayunado temprano y hubieran regresado a sus habitaciones, pero era una falsa esperanza. Oyó el agudo parloteo de las voces femeninas antes de cruzar medio patio. – Gracias a Dios que está usted aquí, señor -suspiró Finch, quien se reunió con él en la puerta-. Acaban de llamar del Ministerio. Quieren que aceptemos otros veinte retenidos más. – Dígales que no podemos -Dunworthy estudió la multitud-. Tenemos órdenes de evitar contacto con personas infectadas. ¿Ha visto al sobrino de la doctora Ahrens? – Estaba aquí -respondió Finch, mirando por encima de las cabezas de las mujeres, pero Dunworthy ya le había localizado. Se encontraba de pie al fondo de la mesa donde estaban sentadas las campaneras, untando de mantequilla varias tostadas. Dunworthy se dirigió a él. – Cuando llamó la señora Montoya, ¿te dijo dónde podría localizarla? – ¿La de la bicicleta? -preguntó Colin, mientras esparcía mermelada sobre las tostadas. – Sí. – No. – ¿Quiere desayunar, señor? -dijo Finch-. Me temo que no quedan huevos ni bacon, y nos estamos quedando sin mermelada -miró a Colin-, pero hay gachas de avena y… – Sólo té -replicó Dunworthy-. ¿No mencionó desde dónde telefoneaba? – Siéntese -invitó la señora Taylor-. Quería hablar con usted sobre nuestra – ¿Qué dijo Montoya exactamente? -preguntó Dunworthy a Colin. – Que a nadie le importaba que su excavación se estropeara y se perdiera un vínculo de valor incalculable con el pasado, y qué tipo de persona se iba a pescar en pleno invierno -respondió Colin, rebañando mermelada de los lados del cuenco. – Nos estamos quedando sin té -se lamentó Finch, al tiempo que servía a Dunworthy una taza muy clara. Dunworthy se sentó. – ¿Quieres un poco de cacao, Colin? ¿O un vaso de leche? – No necesito nada, gracias -contestó Colin, pegando las tostadas por la parte de la mermelada-. Voy a llevarme esto a la puerta mientras espero el correo. – Telefoneó el vicario -dijo Finch-. Me pidió que le recordara que no tiene que ir a repasar la ceremonia hasta las seis y media. – ¿Van a mantener el servicio de Nochebuena? -dijo Dunworthy-. No creo que venga nadie, dadas las circunstancias. – Dijo que el Comité Intereclesiástico votó por mantenerlo de todas formas -dijo Finch, sirviendo un cuarto de cucharada de leche en el pálido té y tendiéndoselo-. Consideran que si se celebra la ceremonia como de costumbre, servirá para elevar la moral. – Vamos a tocar varias piezas con las campanas -dijo la señora Taylor-. No es un buen sustituto para un repique, claro, pero algo es algo. El sacerdote de Santa Re-Formada va a leer la Misa en Tiempos de Peste. – Ah -dijo Dunworthy-. Eso ayudará a elevar la moral. – ¿Tengo que ir?-preguntó Colin. – No tienes nada que hacer fuera con este tiempo -dijo la señora Gaddson, que apareció como una arpía con un gran cuenco de gachas grises. Lo colocó delante de Colin-. Y no tienes nada que hacer quedando expuesto a los gérmenes en una iglesia llena de corrientes de aire -le puso una silla detrás-. Siéntate y cómete las gachas. Colin miró a Dunworthy, implorante. – Colin, me he dejado el número de la señora Montoya en la habitación -dijo Dunworthy-. ¿Podrías ir a buscarlo? – ¡Sí! -exclamó Colin, y se levantó de la silla como una bala. – Cuando ese niño venga con la gripe hindú -refunfuñó la señora Gaddson-, espero que recuerde usted que fue quien le animó con sus pobres hábitos alimenticios. Está claro cuál es la causa de esta epidemia: una nutrición deficiente y una completa falta de disciplina. Es una desgracia la forma en que está dirigido este colegio. Pedí que me pusieran con mi hijo William y en cambio me han asignado una habitación en otro edificio completamente distinto y… – Me temo que tendrá que hablarlo con Finch -dijo Dunworthy. Se levantó y envolvió las tostadas con mermelada de Colin en una servilleta-. Me esperan en el hospital -anunció, y escapó antes de que la señora Gaddson empezara otra vez. Volvió a sus habitaciones y llamó a Andrews. La línea estaba ocupada. Llamó a la excavación, por si Montoya había recibido el permiso para abandonar la cuarentena, pero no hubo respuesta. Llamó de nuevo a Andrews. Sorprendentemente, la línea estaba libre. Sonó tres veces antes de que atendiera el contestador automático. – Soy el señor Dunworthy -dijo. Vaciló y luego dio el número de sus habitaciones-. Necesito hablar con usted urgentemente. Es importante. Colgó, se metió el disco en el bolsillo, recogió el paraguas y la tostada de Colin, y atravesó el patio. Colin estaba acurrucado al abrigo de la puerta, mirando ansiosamente calle abajo, hacia Carfax. – Voy al hospital a ver a mi técnico y tu tía -le dijo Dunworthy, al tiempo que le tendía la tostada envuelta-. ¿Quieres acompañarme? – No, gracias. No quiero perderme el correo. – Bueno, y por el amor de Dios, ve y coge tu chaqueta no sea que venga la señora Gaddson y empiece a regañarte. – Ya ha estado aquí -dijo Colin-. Ha intentado que me ponga una bufanda. ¡Una bufanda! -dirigió otra ansiosa mirada hacia la calle-. No le hice caso. – Qué cosas -dijo Dunworthy-. Volveré para almorzar, espero. Si necesitas algo, pídeselo a Finch. – Umm -dijo Colin; obviamente, no estaba escuchando. Dunworthy se preguntó qué le enviaría su madre que requería tanta devoción. Desde luego, no sería una bufanda. Se puso la suya alrededor del cuello y se dirigió al hospital a través de la lluvia. Sólo había unas cuantas personas en la calle, y se mantenían apartadas unas de otras. Una mujer se bajó de la acera para no toparse con Dunworthy. Sin el carillón martilleando Bueno, ¿y no lo había hecho? Él ni siquiera había pensado en comprar regalos o un árbol. Recordó a Colin acurrucado en la puerta de Balliol y esperó que su madre al menos no hubiera olvidado enviarle sus regalos. De vuelta a casa le compraría un regalito, un juguete o un vid o algo que no fuera una bufanda. En el hospital, lo llevaron inmediatamente a Aislamiento y se marcharon a interrogar los nuevos casos. – Es esencial que establezcamos una conexión americana -dijo Mary-. Hay un contratiempo en el WIC. Debido a las vacaciones no hay nadie de servicio que pueda secuenciar el virus. Se supone que deben estar disponibles en todo momento, claro, pero por lo visto cuando tienen problemas es después de Navidad: intoxicaciones alimenticias y atracones disfrazados de virus, así que cogen las vacaciones antes. En cualquier caso, el CDC de Atlanta acordó enviar un prototipo de la vacuna al WIC sin una identificación positiva, pero no pueden empezar a fabricarla sin una conexión clara. Le condujo por un pasillo acordonado. – Todos los casos siguen el perfil del virus de Carolina del Sur: fiebre alta, dolor generalizado, complicaciones pulmonares secundarias, pero por desgracia eso no es ninguna prueba -se detuvo ante el pabellón-. No has encontrado ninguna conexión americana con Badri, ¿verdad? – No, pero sigue habiendo muchos huecos. ¿Quieres que lo interrogue también? Ella vaciló. – Está peor -supuso Dunworthy. – Ha desarrollado neumonía. No sé si podrá decirte gran cosa. Su fiebre es todavía muy alta, cosa que sigue el perfil. Le hemos administrado las antimicrobiales y los potenciadores a los que responde el virus de Carolina del Sur -abrió la puerta-. Las gráficas incluyen todos los casos que tenemos. Pregúntale a la enfermera de guardia en qué cama están. Tecleó algo en la consola de la primera cama. Una gráfica se iluminó, tan enrevesada y con tantas ramas como el gran fresno del patio. – No te importa que Colin se quede contigo otra noche, ¿no? – No me importa en absoluto. – Oh, bien. Dudo mucho que pueda regresar a casa antes de mañana, y me preocupa que esté solo en el apartamento. Por lo visto, soy la única que lo hace -dijo, enfadada-. Por fin localicé a Deirdre en Kent, y ni siquiera estaba preocupada. «Oh, ¿hay una cuarentena en marcha?», dijo. «He estado tan ocupada, que no he tenido tiempo de escuchar las noticias», y luego me contó los planes que tenían ella y su novio, con la clara implicación de que no tendría tiempo para Colin y que se alegraba de haberse librado de él. A veces pienso que no puede ser sobrina mía. – ¿Sabes si le envió a Colin sus regalos de Navidad? Él dijo que planeaba enviárselos por correo. – Estoy segura de que ha estado demasiado ocupada para comprarlos, mucho menos para enviárselos. La última vez que Colin pasó las Navidades conmigo, sus regalos no llegaron hasta el día de Reyes. Oh, eso me recuerda… ¿sabes qué ha sido de mi bolsa de la compra? Tenía allí mis regalos para Colin. – La tengo en Balliol. – Oh, bien. No terminé mis compras, pero si envuelves la bufanda y las otras cosas, tendrá algo bajo el árbol, ¿no? -se levantó-. Si encuentras alguna posible relación, ven a decírmelo enseguida. Como ves, ya hemos relacionado varios secundarios con Badri, pero tal vez se trate sólo de conexiones cruzadas, y la auténtica podría ser otra persona. Se marchó, y Dunworthy se sentó junto a la cama de la mujer del paraguas lavanda. – ¿Señora Breen? -dijo-. Me temo que debo hacerle algunas preguntas. Ella tenía la cara arrebolada, y su respiración sonaba como la de Badri, pero respondió a sus preguntas con claridad y precisión. No, no había estado en Estados Unidos en los últimos seis meses. No, no conocía a ningún americano o a nadie que hubiera estado en América. Pero había cogido el metro en Londres para ir de compras. «En Blackwell's, ya sabe», y había estado comprando por todo Oxford y luego en la estación de metro, y allí había al menos quinientas personas que podrían ser la conexión que Mary andaba buscando. A Dunworthy le llevó hasta más de las dos terminar de interrogar a los primarios y añadir los contactos a la gráfica, ninguno de los cuales era la conexión americana, aunque descubrió que dos más habían estado en el baile de Headington. Subió a Aislamiento, aunque no albergaba muchas esperanzas de que Badri pudiera contestar a sus preguntas, pero el técnico parecía algo mejor. Dormía cuando Dunworthy entró, pero cuando le tocó la mano, abrió los ojos y fue capaz de enfocar la mirada. – Señor Dunworthy -dijo. Su voz sonaba débil y ronca-. ¿Qué está haciendo aquí? Dunworthy se sentó. – ¿Cómo te encuentras? – Es raro, las cosas que uno sueña. Pensé… tenía un dolor de cabeza tan grande… – Tengo que hacerte algunas preguntas, Badri. ¿Recuerdas a quién viste en el baile de Headington? – Había tanta gente… -suspiró él, y deglutió como si le doliera la garganta-. No conocía a la mayoría. – ¿Recuerdas con quién bailaste? – Elizabeth… -croó Badri-. Sisu no sé qué, no recuerdo su apellido. Y Elizabeth Yakamoto. La enfermera de aspecto ceñudo entró. – Es la hora de los rayos X -dijo, sin mirar a Badri-. Tendrá que marcharse, señor Dunworthy. – ¿Puedo quedarme un momento? Es importante -dijo Dunworthy, pero la enfermera ya estaba pulsando las teclas de la consola. Se inclinó sobre la cama. – Badri, cuando obtuviste el ajuste, ¿cuánto deslizamiento hubo? – Señor Dunworthy -insistió la enfermera. Dunworthy la ignoró. – ¿Hubo más deslizamiento del que esperabas? – No -respondió Badri roncamente. Se llevó la mano a la garganta. – ¿Cuánto deslizamiento hubo? – Cuatro horas -susurró Badri, y Dunworthy dejó que lo condujeran fuera de la habitación. Cuatro horas. Kivrin había atravesado a las doce y media. Eso la habría hecho llegar a las cuatro y media, casi al atardecer, pero con luz suficiente para ver dónde estaba, con tiempo de sobra para caminar hasta Skendgate, si era necesario. Fue a buscar a Mary y le dio los dos nombres de las chicas con las que Badri había bailado. Mary comprobó la lista de nuevas admisiones. No figuraba ninguna de ellas, y Mary le dijo que volviera a casa, pero antes comprobó su temperatura y su sangre para que no tuviera que volver. Estaba a punto de marcharse cuando trajeron a Sisu Fairchild. No llegó a casa hasta casi la hora del té. Colin no estaba en la puerta ni en el salón, donde Finch se había quedado casi sin azúcar y mantequilla. – ¿Dónde está el sobrino de la doctora Ahrens? -le preguntó Dunworthy. – Esperó junto a la puerta toda la mañana -dijo Finch, quien contaba ansiosamente los terrones de azúcar-. El correo no vino hasta más de la una, y luego se fue al apartamento de su tía a ver si habían enviado los paquetes allí. Supongo que no lo han hecho, porque volvió con muy mala cara, y hace más o menos media hora dijo de repente: «Se me ocurre una idea», y salió disparado. Tal vez pensó en algún otro sitio al que hubieran podido enviar sus paquetes. Pero no era así, pensó Dunworthy. – ¿A qué hora cierran hoy las tiendas? – ¿En Nochebuena? Oh, ya han cerrado, señor. Siempre cierran temprano en Nochebuena, y algunas de ellas cerraron a mediodía debido a la falta de ventas. Tengo varios mensajes, señor… – Tendrán que esperar -replicó Dunworthy, cogió su paraguas y se marchó otra vez. Finch tenía razón. Las tiendas estaban todas cerradas. Se dirigió a Blackwell's, pensando que estarían abiertos, pero habían cerrado también. Pero se habían aprovechado de la situación. En el escaparate, entre las casitas cubiertas de nieve del poblado Victoriano de juguete, había libros de medicina, compendios de medicamentos y un libro en rústica de vivos colores titulado Finalmente, encontró abierto un estanco a la salida de High, pero sólo tenía cigarrillos, chucherías y un estante de postales navideñas, nada que pareciera un regalo apropiado para un niño de doce años. Salió sin comprar nada y luego volvió a entrar y compró una libra de Las otras cosas resultaron ser un par de calcetines de lana grises, aún más feos que la bufanda, y un vid para mejorar el vocabulario. Había petardos con sorpresa, al menos, y láminas de papel de envolver, pero un par de calcetines y algunas chucherías apenas hacían una Navidad. Buscó en el estudio, intentando pensar qué tenía que pudiera valer. «¡Apocalíptico!», había dicho Colin cuando Dunworthy le contó que Kivrin estaba en la Edad Media. Sacó Atajó por el patio desierto del Bodleian y trató de evitar los charcos. Nadie en su sano juicio saldría con aquel tiempo. El año pasado el clima fue seco, y la iglesia estaba sólo medio llena. Kivrin le acompañó. Se había quedado durante las vacaciones para estudiar, y Dunworthy la encontró en el Bodleian e insistió en que fuera a su fiesta del jerez y luego a la iglesia. – No debería estar haciendo esto -dijo ella, de camino a la iglesia-. Tendría que estar investigando. – Puedes hacerlo en St. Mary the Virgin's. Se construyó en 1139 y nada ha cambiado desde la Edad Media, ni siquiera el sistema de calefacción. – El servicio interiglesias también será auténtico, supongo. – No tengo ninguna duda de que en espíritu tiene tan buenas intenciones y está tan cargado de tonterías como cualquier misa medieval. Cruzó corriendo el estrecho sendero que corría junto a Brasenose y abrió la puerta de St. Mary's para recibir una bocanada de aire caliente. Se le empañaron las gafas. Se detuvo en el pórtico y se las limpió con la punta de la bufanda, pero se le volvieron a empañar al instante. – El vicario le está buscando -dijo Colin. Llevaba una camisa y una chaqueta, y se había peinado. Le tendió a Dunworthy un programa de actos de un gran fajo que llevaba. – Creía que ibas a quedarte en casa. – ¿Con la señora Gaddson? ¡Qué idea tan necrótica! Incluso la iglesia es mejor que eso, así que le dije a la señora Taylor que ayudaría a traer las campanas. – Y el vicario te dio algo que hacer -adivinó Dunworthy, todavía intentando limpiar sus gafas-. ¿Has tenido trabajo? – ¿Bromea? La iglesia está a tope. Dunworthy se asomó a la nave. Los bancos estaban ya llenos, y habían colocado sillas plegables al fondo. – Oh, bien, ya está aquí -dijo el vicario, ocupado con un puñado de himnos-. Lamento el calor. Es la caldera. El Fondo Nacional no nos deja poner una instalación nueva por aire, pero es casi imposible conseguir componentes para una caldera de combustible fósil. Ahora se ha averiado el termostato. El calor viene o se va -sacó dos papeles del bolsillo de su sotana y los miró-. No ha visto al señor Latimer todavía, ¿no? Tiene que leer la bendición. – No -dijo Dunworthy-. Le recordé la hora. – Sí, bueno, el año pasado se confundió y llegó una hora antes -le tendió a Dunworthy uno de los papeles-. Aquí tiene sus Escrituras. Es de la Biblia del Rey Jaime. La Iglesia del Milenio insistió, pero al menos no es del Común del Pueblo, como el año pasado. El Rey Jaime puede ser arcaica, pero al menos no es criminal. La puerta exterior se abrió y entró un grupo de gente, todos con paraguas y sombreros. Colin les dio el programa de actos y entraron en la nave. – Sabía que tendríamos que haber utilizado Christ Church -suspiró el vicario. – ¿Qué están haciendo todos aquí? ¿No se dan cuenta de que estamos en medio de una epidemia? – Siempre es así. Recuerdo el principio de la Pandemia. Más gente que nunca. Luego nadie podrá hacerles salir de sus casas, pero ahora quieren estar juntos para consolarse. – Y es emocionante -terció el sacerdote de Santa Re-Formada. Llevaba un jersey de cuello alto negro, y una alba roja y verde a cuadros-. Ocurre lo mismo en tiempo de guerra. Vienen por el dramatismo de la cosa. – Y a extender la infección el doble de rápido, diría yo. ¿No les ha dicho nadie que el virus es contagioso? – Lo intenté -asintió el vicario-. Su Escritura viene justo después de las campaneras. Iglesia del Milenio de nuevo. Lucas, 2,1-19 -se marchó a distribuir los libros de himnos. – ¿Dónde está su alumna, Kivrin Engle? -preguntó el sacerdote-. No la vi en la misa en latín de esta tarde. – Está en el año 1320, esperemos que en la aldea de Skendgate y a salvo de la lluvia. – Ah, muy bien. Tenía muchas ganas de ir. Y ha tenido suerte de librarse de todo esto. – Sí -dijo Dunworthy-. Supongo que debería leer las Escrituras al menos una vez. Entró en la nave. Dentro hacía aún más calor, y olía intensamente a lana mojada y piedra húmeda. Velas láser fluctuaban en las ventanas y sobre el altar. Las campaneras colocaban dos grandes mesas delante del altar y las cubrían con gruesos tapetes de lana roja. Dunworthy subió al atril y abrió la Biblia por Lucas. – «Y aconteció que por aquellos días se promulgó un decreto de César Augusto para que todo el mundo se empadronase» -leyó. El Rey Jaime es arcaica, pensó. Y donde está Kivrin no ha sido escrita todavía. Regresó junto a Colin. Seguía entrando gente. El sacerdote de la Santa Re-Formada y el imán musulmán fueron al Oriel por más sillas, y el vicario toqueteó el termostato de la caldera. – He reservado dos asientos para nosotros en la segunda fila -dijo Colin-. ¿Sabe qué hizo la señora Gaddson en el té? Tiró mi chicle. Dijo que estaba lleno de gérmenes. Me alegro de que mi madre no sea así -enderezó el fajo de programas, que se había reducido considerablemente-. Supongo que sus regalos no han podido llegar por culpa de la cuarentena, ¿sabe? Quiero decir que probablemente tuvieron que enviar provisiones y otras cosas primero -volvió a enderezar el delgado fajo. – Es muy probable. ¿Cuándo te gustaría abrir tus otros regalos? ¿Esta noche o por la mañana? Colin intentó parecer indiferente. – La mañana de Navidad, por favor. Ofreció un programa de actos y una deslumbrante sonrisa a una mujer con un impermeable amarillo. – Bien -exclamó ella, arrancándoselo de la mano-. Me alegra ver que alguien conserva el espíritu navideño, aunque haya una epidemia mortal. Dunworthy entró y se sentó. Las atenciones del vicario a la caldera no parecían servir de nada. Se quitó la bufanda y el abrigo y los colocó en la silla que tenía al lado. El año anterior hacía un frío helador. – Sumamente auténtico -le susurró Kivrin-, igual que las Escrituras. «Entonces los políticos cargaron un censo a los contribuyentes» -dijo, citando al Común del Pueblo. Sonrió-. La Biblia de la Edad Media estaba escrita en una lengua que tampoco entendían. Colin entró y se sentó sobre el abrigo y la bufanda de Dunworthy. El sacerdote de Santa Re-Formada se levantó y pasó entre las mesas de las campaneras hasta llegar al altar. – Oremos. Hubo un rumor de reclinatorios sobre el suelo de piedra, y todo el mundo se arrodilló. – «Oh, Dios, que nos has enviado esta aflicción, dile a tu Ángel destructor: Detén tu mano y no dejes que la tierra sea aniquilada, y no destruyas a todos los seres vivos.» Vaya con la moral, pensó Dunworthy. – «Como en aquellos días en que el Señor envió una plaga a Israel y murieron del pueblo de Dan a Bersabee setenta mil hombres, ahora nos encontramos en medio de la aflicción y te pedimos que retires la plaga de Tu ira.» Las tuberías de la antigua caldera empezaron a crujir, pero eso no inmutó al sacerdote. Continuó durante unos buenos cinco minutos, mencionando un montón de ejemplos en que Dios había aniquilado a los malvados y «llevado plagas entre ellos», y luego pidió a todo el mundo que se levantaran y cantaran Montoya se sentó junto a Colin. – He pasado todo el día en el Ministerio intentando que me concedan una dispensa -susurró-. Al parecer creen que pretendo ir por ahí corriendo y esparciendo el virus. Les dije que iría directa a la excavación, que allí no hay nadie a quien infectar, ¿pero creen que me hicieron el menor caso? Se volvió hacia Colin. – Si consigo la dispensa, necesitaré voluntarios que me ayuden. ¿Te gustaría desenterrar cadáveres? – No puede -dijo Dunworthy rápidamente-. Su tía no le dejará -se inclinó sobre Colin y susurró-: Estamos intentando decidir el paradero de Badri Chaudhuri desde el lunes a mediodía hasta las dos y media. ¿Lo vio usted? – Shh -dijo la mujer que había replicado a Colin. Montoya sacudió la cabeza. – Estuve con Kivrin, repasando el mapa y la situación de Skendgate -susurró. – ¿Dónde? ¿En la excavación? – No, en Brasenose. – ¿Y Badri no estaba allí? -preguntó Dunworthy, pero no había ningún motivo para que Badri estuviera en Brasenose. Él no le había pedido a Badri que dirigiera el lanzamiento hasta que se reunió con él a las dos y media. – No. – ¡Shh! -siseó la mujer. – ¿Cuánto tiempo estuvo con Kivrin? – Desde las diez hasta que tuvo que presentarse en el hospital, a eso de las tres, creo -susurró Montoya. – ¡Shh! – Tengo que leer una «Oración al Gran Espíritu» -Montoya se levantó y avanzó por la fila de sillas. Leyó su cántico indio americano, y después las campaneras, con sus guantes blancos y expresiones decididas, tocaron – Son absolutamente necróticas, ¿verdad? -susurró Colin tras su programa de actos. – Es un atonal de finales del siglo XX -contestó Dunworthy-. Se supone que debe sonar fatal. Cuando las campaneras parecieron terminar, Dunworthy subió al atril y leyó las Escrituras. – «Y aconteció que por aquellos días se promulgó un edicto de César Augusto para que todo el mundo se empadronase.» Montoya se levantó, se abrió paso hasta el pasillo lateral y salió por la puerta. Dunworthy hubiese deseado preguntarle si había visto a Badri el lunes o el martes, o si sabía de algún americano con quien pudiera haber tenido contacto. Podría preguntárselo al día siguiente, cuando fueran a hacerse sus análisis de sangre. Había averiguado lo más importante: Kivrin no había visto a Badri el lunes por la tarde. Montoya había dicho que había estado con ella desde las diez hasta las tres, cuando se marchó al hospital. Para entonces Badri estaba ya en Balliol hablando con él, y no había llegado de Londres hasta las doce, así que no podía haberla contagiado. – «Y el ángel les dijo: "No tengáis miedo, pues os traigo una gran alegría, que será para todo el pueblo"…» Nadie parecía estar prestando atención. La mujer que había reprendido a Colin se desembarazó del abrigo; todo el mundo se había quitado ya el suyo y se abanicaba con los programas. Dunworthy pensó en Kivrin durante la ceremonia del año anterior, arrodillada sobre el suelo de piedra, mirándole absorta mientras leía. Tampoco escuchaba. Imaginaba la Nochebuena en 1320, cuando las Escrituras eran en latín y las velas fluctuaban en las ventanas. Me pregunto si es como ella lo imaginaba, pensó; y luego recordó que allí no era Nochebuena. Donde estaba Kivrin faltaban aún dos semanas. Si estaba realmente allí. Si estaba bien. – «… María, por su parte, guardaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón» -terminó Dunworthy, y regresó a su asiento. El imán anunció las horas de las misas el día de Navidad en todas las iglesias, y leyó el boletín del Ministerio de Sanidad sobre evitar el contacto con las personas infectadas. El vicario empezó su sermón. – Hay quienes piensan que las enfermedades son un castigo de Dios, y sin embargo Cristo se pasó la vida curando a los enfermos, y aquí estamos nosotros, y sin duda él también curaría a los afligidos por este virus, igual que curó al samaritano leproso -dijo, mirando fijamente al sacerdote de Santa Re-Formada, y se lanzó a un sermón de diez minutos sobre cómo protegerse de la gripe. Enumeró los síntomas y explicó la transmisión por el aire. – Bebed mucho líquido y descansad -aconsejó, extendiendo las manos sobre el púlpito como si fuera una bendición-, y a la primera señal de alguno de los síntomas, telefonead al médico. Las campaneras volvieron a ponerse los guantes blancos y acompañaron al órgano con El ministro de la Iglesia Unitaria Convertida subió al púlpito. – Esta misma noche, hace más de dos mil años, Dios envió a Su Hijo, Su precioso Hijo, a nuestro mundo. ¿Podéis imaginar qué clase de increíble amor fue necesario para ello? Esa noche Jesús dejó su hogar celestial y entró en un mundo lleno de peligros y enfermedades. Entró como un bebé ignorante e indefenso, sin saber nada del mal, de la traición que encontraría. ¿Cómo pudo Dios enviar a Su único Hijo, Su precioso Hijo, a tal peligro? La respuesta es amor. Amor. – O incompetencia -murmuró Dunworthy. Colin dejó de investigar el chicle y le miró. Y después de dejarle ir, se preocupó por Él cada minuto, pensó Dunworthy. Me pregunto si intentó detenerlo. – Cristo llegó a este mundo por amor, y por amor él estaba dispuesto, no, ansioso por venir. Ella está bien, pensó Dunworthy. Las coordenadas eran correctas. Sólo había un deslizamiento de cuatro horas. No estaba expuesta a la infección. Se encontraba a salvo en Skendgate, con la fecha de encuentro determinada y su grabador medio lleno ya de observaciones, sana y nerviosa y maravillosamente inconsciente de todo esto. – Fue enviado al mundo para ayudarnos en nuestras dudas y tribulaciones -prosiguió el ministro. El vicario hacía señas a Dunworthy, que se inclinó sobre Colin. – Acabo de enterarme de que el señor Latimer está enfermo -susurró el vicario. Le tendió a Dunworthy una hoja doblada-. ¿Quiere leer usted las bendiciones? – … un mensajero de Dios, un emisario del amor -concluyó el ministro, y se sentó. Dunworthy subió al atril. – ¿Quieren ponerse en pie para las bendiciones? -dijo. Abrió la hoja de papel y la miró. «Oh, Señor, detén tu mano airada», empezaba. Dunworthy la arrugó. – Padre Piadoso -rogó-, protege a los que están ausentes, y tráelos sanos y salvos a casa. 20 de diciembre de 1320. Ya estoy casi recuperada. Los leucocitos-T potenciados o las antivirales o algo debe de haber funcionado por fin. Ya no me duele al respirar, la tos ha desaparecido, y me siento como si pudiera caminar hasta el lugar de encuentro, si supiera dónde está. La herida de la frente también ha sanado. Lady Eliwys la miró esta mañana y luego salió y trajo a Imeyne para que la examinara. – Es un milagro -exclamó Eliwys, encantada, pero Imeyne sólo pareció desconfiar. Sólo le falta decidir que soy una bruja. Enseguida ha quedado claro que ahora que ya no soy una inválida, represento un problema. Aparte de que Imeyne piensa que soy una espía o que les robo las cucharas, está la dificultad de quién soy, cuál es mi estatus y cómo debo ser tratada, y Eliwys no tiene el tiempo ni la energía suficientes para tratar del tema. Ya tiene bastantes problemas. Lord Guillaume sigue sin venir, su valido está enamorado de ella, y se acerca la Navidad. Ha reclutado a la mitad de la aldea como sirvientes y cocineros, y se han quedado sin tantos suministros que Imeyne insiste en que manden a buscarlos a Oxford o Courcy. Agnes añade el problema de ser muy traviesa, pues se escapa constantemente de Maisry. – Debes llamar a sir Bloet para que envíe a una mujer de espera -dijo Imeyne cuando la encontraron jugando en el desván del granero-. Y por azúcar. No tenemos ambrosías ni dulces. Eliwys parecía exasperada. – Mi esposo nos ordenó… – Yo cuidaré de Agnes -dije, esperando que el intérprete hubiera traducido bien «mujer de espera» y que los vids de historia fueran correctos, y que el puesto de aya de las niñas lo ocuparan a veces mujeres de noble cuna. Por lo visto, así era. Eliwys pareció inmediatamente agradecida, e Imeyne no protestó más que de costumbre. Así que estoy a cargo de Agnes. Y al parecer de Rosemund, que pidió ayuda con su bordado esta mañana. Las ventajas de ser su aya es que puedo preguntarles por su padre y la aldea, y que puedo salir al establo y a la iglesia, y encontrar al sacerdote y a Gawyn. El inconveniente es que a las niñas se les ocultan muchas cosas. En una ocasión Eliwys ha dejado de hablar con Imeyne cuando Agnes y yo hemos entrado en el salón, y cuando le pregunté a Rosemund por qué habían venido aquí para quedarse, me contestó: «Mi padre considera que el aire es más saludable en Ashencote.» Es la primera vez que alguien menciona el nombre de la aldea. No figura ningún Ashencote en el mapa ni en el Le pregunté a las niñas si conocían una aldea llamada Skendgate, y Rosemund dijo que nunca lo había oído mencionar, lo cual no demuestra nada, ya que no son de por aquí, pero por lo visto Agnes se lo preguntó a Maisry, quien tampoco había oído ese nombre. La primera referencia escrita a la «puerta», (Pausa) Los sentimientos de amor cortés de Gawyn hacia Eliwys no se ven alterados, al parecer, por sus escarceos con las criadas. Le pedí a Agnes que me acompañara al establo para ver a su pony por si Gawyn estaba allí. Y estaba, en uno de los corrales, con Maisry, haciendo sonidos guturales menos que corteses. Maisry no parecía más alterada que de costumbre, y sus manos se sujetaban las faldas por encima de la cintura en vez de cubrirse las orejas, así que en principio no parecía una violación. Tampoco era Tenía que distraer rápidamente a Agnes y sacarla del establo, así que le dije que quería cruzar el prado para ver el campanario. Entramos y contemplamos la pesada cuerda. – El padre Roche toca la campana cuando muere alguien -explicó Agnes-. Si no lo hace, el Diablo viene y se lleva su alma, y no pueden ir al cielo. Supongo que forma parte de la cháchara supersticiosa que tanto irrita a lady Imeyne. Agnes quiso tocar la campana, pero la convencí para que fuéramos a la iglesia a buscar al padre Roche. No estaba allí. Agnes me dijo que probablemente acompañaría aún al campesino, «que no muere aunque ha sido confesado», o estaría en algún lugar rezando. – Al padre Roche le gusta mucho rezar en el bosque -observó, contemplando el altar desde la reja. La iglesia es normanda, con un pasillo central y pilares de arenisca, y un ajado suelo de piedra. Las vidrieras son muy estrechas, pequeñas y de colores oscuros. Casi no dejan entrar la luz. Hacia la mitad de la nave hay una sola tumba, que puede ser aquella en la que trabajé en la excavación. Tiene encima la efigie de un caballero con armadura, las manos enfundadas en guanteletes, cruzadas sobre el pecho, y la espada al lado. La inscripción reza: « Agnes me contó que es la tumba de su abuelo, que murió de fiebre «hace mucho tiempo», aunque parece casi nueva y por lo tanto me resulta muy distinta de la tumba de la excavación. Tiene varias decoraciones de las que carece la otra tumba, pero podrían haberse roto o simplemente gastado. A excepción de la tumba y una burda estatua, la nave está completamente vacía. Los contemporáneos permanecían de pie en la iglesia, así que no hay bancos, y la práctica de llenar la nave de monumentos e imágenes no se afianzó hasta el siglo XVI. Una reja de madera tallada, del siglo XII, separa la nave de los oscuros huecos del presbiterio y el altar. Encima, a cada lado del crucifijo, hay dos burdas pinturas del Juicio Final. Una es de los fieles entrando en el cielo y la otra de los pecadores siendo confinados al infierno, pero parecen casi iguales. Las dos están pintadas con rojos chillones y sus expresiones parecen igualmente compungidas. El altar es sencillo, cubierto con una tela de lino blanco, con dos candelabros de plata a cada lado. La estatua mal tallada no es, como había supuesto, la Virgen, sino santa Catalina de Alejandría. Tiene el cuerpo corto y la cabeza grande de la escultura prerrenacentista, y una cofia extraña y cuadrada que se acaba justo bajo las orejas. Con un brazo rodea a un niño del tamaño de un muñeco y con el otro sostiene una rueca. Delante, en el suelo, había una pequeña vela amarillenta y dos lámparas de aceite. – Lady Kivrin, el padre Roche dice que sois un ángel -dijo Agnes cuando volvimos al exterior. Era fácil comprender a qué se debía la confusión esta vez, y me pregunté si había pasado lo mismo con la campana y el Diablo con el caballo negro. – Me pusieron el nombre por santa Catalina de Alejandría -expliqué-, igual que a ti por santa Ana, pero no somos santas. Ella sacudió la cabeza. – El padre dice que en los últimos días Dios enviará a Sus santos al hombre pecador. Dice que cuando vos rezáis, habláis en la lengua de Dios. He intentado tener cuidado al hablar al grabador, registrar mis observaciones sólo cuando no hay nadie en la habitación, pero no sé qué pasó cuando estuve enferma. Recuerdo que pedía que me ayudaran, y que usted viniera y me rescatara. Y si el padre Roche me oyó hablar en inglés moderno, bien pudo creer que hablaba otra lengua. Al menos piensa que soy una santa, y no una bruja, pero lady Imeyne estaba también presente en la habitación. Tendré que ir con más cuidado. (Pausa) Volví al establo (después de asegurarme de que Maisry estaba en la cocina), pero Gawyn no estaba allí, ni Gringolet. Pero sí estaban mis cajas y los restos desmantelados de la carreta. Gawyn debió de hacer una docena de viajes para traerlo todo. Estuve rebuscando, pero no encontré el cofre. Espero que Gawyn lo pasara por alto y esté todavía en la carretera, donde lo dejé. En ese caso, probablemente ahora estará completamente sepultado bajo la nieve, pero hoy ha salido el sol, y está empezando a derretirse un poco. |
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