"El Libro del Día del Juicio Final" - читать интересную книгу автора (Willis Connie)

13

Dos casos más, ambas estudiantes, llegaron mientras Mary interrogaba a Colin para saber cómo había atravesado el perímetro.

– Fue muy fácil -dijo Colin, indignado-. Intentan impedir que la gente salga, no que entre.

Estaba a punto de contar los detalles cuando llegó la administradora.

Mary había hecho que Dunworthy la acompañara al Pabellón de Admisiones para ver si podía identificarlos.

– Y tú quédate aquí -le advirtió a Colin-. Ya has causado bastantes problemas por una noche.

Dunworthy no reconoció a ninguno de los otros dos casos, pero no importaba. Estaban conscientes y lúcidas, y ya estaban dando al encargado los nombres de sus contactos cuando Mary y él llegaron. Dunworthy las observó detenidamente y sacudió la cabeza.

– Puede que estuvieran entre la multitud de High Street, no podría asegurarlo.

– No importa. Puedes irte a casa si quieres.

– Pensaba esperar a hacerme el análisis de sangre.

– Oh, pero si todavía no son… -dijo ella, mirando su digital-. Santo Dios, son más de las seis.


– Iré a ver a Badri, y luego volveré a la sala de espera.

Badri estaba dormido, según informó la enfermera.

– Yo no lo despertaría.

– No, claro que no -dijo Dunworthy, y volvió a la sala de espera.

Colin estaba sentado en el suelo, con las piernas cruzadas, rebuscando en su mochila.

– ¿Dónde está mi tía Mary? Está un poco enfadada porque he venido, ¿verdad?

– Creía que estabas a salvo en Londres -explicó Dunworthy-. Tu madre le dijo que habían detenido tu tren en Barton.

– Es verdad. Hicieron que todo el mundo se bajara y se subiera a otro tren que volvía a Londres.

– ¿Y te perdiste en el trasbordo?

– No. Oí a esa gente hablando de la cuarentena, y cómo había una horrible enfermedad y que todo el mundo se iba a morir y todo… -se interrumpió para seguir rebuscando en la mochila. Sacó y volvió a meter un montón de cosas, vids y un vidder de bolsillo, y un par de zapatillas sucias y gastadas. Desde luego, era pariente de Mary-. Y no quería quedarme con Eric y perderme lo más emocionante.

– ¿Eric?

– El compañero de mi madre -sacó un enorme chicle rojo, arrancó unos trocitos de papel, y se lo metió en la boca. Formó un bulto como de paperas en su mejilla-. Es la persona más necrótica del mundo -dijo alrededor del chicle-. Tiene un apartamento en Kent y no hay absolutamente nada que hacer.

– Así que te bajaste del tren en Barton. ¿Qué hiciste entonces? ¿Venir andando hasta Oxford?

Se sacó el chicle de la boca. Ya no era rojo. Tenía un tono azul verdoso. Colin lo miró con ojo crítico y volvió a metérselo en la boca.

– ¡Pero qué dice! Barton está muy lejos de Oxford. Cogí un taxi.

– Sí, claro -dijo Dunworthy.

– Le dije al conductor que iba a informar de la cuarentena para el periódico de mi colegio y que quería sacar vids del bloqueo. Tenía mi vidder encima, ya ve, así que pareció lo más lógico -alzó el vidder de bolsillo para ilustrarlo, y luego lo volvió a guardar en la mochila y empezó a rebuscar de nuevo.

– ¿Te creyó?

– Eso creo. Me preguntó a qué colegio iba, pero yo le respondí, muy ofendido, «Tendría que saberlo», y él dijo que St. Edward's, y yo dije, «Por supuesto». Supongo que me creyó. Me llevó al perímetro, ¿no?

Y yo preocupado por lo que haría Kivrin si no aparecía ningún viajero amistoso, pensó Dunworthy.

– ¿Qué hiciste entonces, contarle a la policía la misma historia?

Colin sacó un jersey de lana verde, formó una bola con él, y lo puso encima de la mochila abierta.

– No. Cuando lo pensé, me pareció una historia muy pobre. ¿De qué hay que tomar imágenes, después de todo? No es como un incendio, ¿no? Así que me dirigí al agente como si fuera a preguntarle algo sobre la cuarentena, y luego me escabullí y me deslicé bajo la barrera.

– ¿No te persiguieron?

– Pues claro que sí. Pero sólo unas cuantas calles. Intentan impedir que la gente salga, no que entre. Y luego caminé un rato hasta que encontré una cabina.

Al parecer había estado lloviendo sin parar, pero Colin no lo mencionó, y no había ningún paraguas plegable entre los artículos que sacó de su mochila.

– Lo difícil fue encontrar a la tía Mary -suspiró. Se tumbó y apoyó la cabeza en la mochila-. Fui a su apartamento, pero no estaba allí. Se me ocurrió que a lo mejor aún estaba en la estación de metro esperándome, pero la habían cerrado -se sentó en el suelo, manoseó el jersey de lana, y volvió a tumbarse-. Y luego recordé que es médica, y pensé que estaría en el hospital.

Volvió a sentarse, ahuecó la mochila de nuevo, se tumbó y cerró los ojos. Dunworthy se recostó en su incómoda silla, envidiando al joven. Probablemente Colin estaba ya dormido, sin asustarse en lo más mínimo por su aventura.

Había paseado por todo Oxford en plena noche, o tal vez había cogido nuevos taxis o sacado una bicicleta plegable de su mochila, completamente solo en medio de una helada lluvia de invierno, y ni siquiera estaba nervioso por la aventura.

Kivrin se encontraba bien. Si la aldea no estaba donde se suponía que debía estar, caminaría hasta encontrarla, o cogería un taxi, o se tumbaría en alguna parte con la cabeza sobre la capa doblada, y dormiría el imperturbable sueño de los jóvenes.

Llegó Mary.

– Las dos fueron a un baile en Headington anoche -dijo, y bajó la voz cuando vio a Colin.

– Badri estuvo allí también -susurró Dunworthy.

– Lo sé. Una de ellas bailó con él. Estuvieron allí desde las nueve hasta las dos, lo cual nos da entre veinticinco y treinta horas dentro de un período de incubación de cuarenta y ocho. Si Badri es quien las infectó.

– ¿No crees que fuera él?

– Creo que lo más probable es que los tres fueran contagiados por la misma persona, probablemente alguien a quien Badri vio antes, por la tarde, y las dos chicas después.

– ¿Un portador?

Ella sacudió la cabeza.

– La gente normalmente no transmite los mixovirus sin contraer también la enfermedad, pero podría tener una manifestación leve o haber estado ignorando los síntomas.

Dunworthy pensó en Badri desplomándose contra la consola y se preguntó cómo era posible ignorar los síntomas.

– Y si esa persona estuvo en Carolina del Sur hace cuatro días… -continuó Mary.

– Ahí tienes tu enlace con el virus americano.

– Y puedes dejar de preocuparte por Kivrin. No asistió al baile en Headington. Por supuesto, es más probable que la conexión esté a varios enlaces de distancia.

Frunció el ceño, y Dunworthy pensó que varios enlaces no habían acudido al hospital o llamado al médico. Varios enlaces que habían ignorado todos los síntomas.

Al parecer, Mary estaba pensando lo mismo.

– Esas campaneras tuyas… ¿cuándo llegaron a Inglaterra?

– No lo sé. Pero no llegaron a Oxford hasta esta tarde, después de que Badri estuviera en la red.

– Bueno, pregúntaselo de todas formas. Cuándo aterrizaron, dónde han estado, si alguna de ellas ha sufrido alguna enfermedad. Alguna podría tener conocidos en Oxford y haber llegado antes. ¿No tienes ningún estudiante americano en el colegio?

– No. Montoya es americana.

– No lo había pensado. ¿Cuánto tiempo lleva aquí?

– Todo el trimestre. Pero podría haber estado en contacto con algún americano de visita.

– Se lo preguntaré cuando venga a hacerse el análisis de sangre -dijo ella-. Me gustaría que interrogaras a Badri sobre los americanos que conoce, o sobre estudiantes que hayan estado en Estados Unidos de intercambio.

– Está dormido.

– Y tú deberías dormir también. No me refiero a ahora mismo -le palmeó el brazo-. No hay necesidad de esperar hasta las siete. Enviaré a alguien para que te extraiga sangre y te haga un PB, así podrás irte a dormir -le cogió la muñeca y miró el monitor temp-. ¿Escalofríos?

– No.

– ¿Dolor de cabeza?

– Sí.

– Eso es porque estás agotado -le soltó la muñeca-. Enviaré a alguien ahora mismo.

Miró a Colin, tendido en el suelo.

– Habrá que hacerle análisis a Colin también, al menos hasta que estemos seguros de que se transmite por vaporización.

Colin dormía con la boca abierta, pero todavía tenía el chicle en la mejilla. Dunworthy se preguntó si podría ahogarse.

– ¿Qué hay de tu sobrino? ¿Quieres que me lo lleve a Balliol?

Ella se lo agradeció sinceramente.

– ¿De verdad? Me sabe mal que tengas que cargar con él, pero dudo que pueda llegar a casa hasta que esto quede bajo control -suspiró-. Pobrecillo. Espero no estropearle demasiado las Navidades.

– Yo no me preocuparía demasiado al respecto.

– Bueno, te lo agradezco mucho. Me encargaré de las pruebas inmediatamente.

Se marchó. Colin se sentó en el suelo al instante.

– ¿Qué tipo de pruebas? -preguntó-. ¿Significa eso que tengo el virus?

– Sinceramente, espero que no -dijo Dunworthy, pensando en la cara roja de Badri, su respiración entrecortada.

– Pero podría ser.

– Las posibilidades son muy remotas. Yo no me preocuparía.

– No estoy preocupado -Colin extendió el brazo-. Creo que tengo un sarpullido -dijo ansiosamente, señalando una peca.

– Eso no es un síntoma del virus. Recoge tus cosas. Te llevaré conmigo a casa después de las pruebas -recogió la bufanda y el abrigo de las sillas donde los había colocado.

– ¿Cuáles son los síntomas, entonces?

– Fiebre y dificultad para respirar -dijo Dunworthy. La bolsa de la compra de Mary estaba en el suelo, junto a la silla de Latimer. Decidió que lo mejor sería llevársela.

Entró la enfermera, con su bandeja de muestras.

– Me noto caliente -dijo Colin. Se agarró la garganta dramáticamente-. No puedo respirar.

La enfermera dio un sobresaltado paso hacia atrás, haciendo tintinear la bandeja.

Dunworthy agarró a Colin por el brazo.

– No se alarme -le dijo a la enfermera-. Es sólo un caso de envenenamiento por chicle.

Colin sonrió y se levantó la manga intrépidamente para someterse al análisis de sangre, luego metió el jersey en la mochila y sacó la chaqueta, todavía mojada, mientras Dunworthy pasaba su análisis.

– La doctora Ahrens ha dicho que no tienen que esperar a los resultados -anunció la enfermera, y se marchó.

Dunworthy se puso el abrigo, recogió la bolsa de Mary y guió a Colin pasillo abajo. No vio a Mary en ninguna parte, pero había dicho que no tenían que esperar, y de pronto se sintió tan cansado que apenas se mantenía en pie.

Salieron. Empezaba a amanecer y todavía llovía. Dunworthy vaciló bajo el porche del hospital, preguntándose si debería llamar a un taxi, pero no tenía ganas de que Gilchrist apareciera para hacerse los análisis mientras ellos esperaban y tener que escuchar sus planes para enviar a Kivrin a la Peste Negra y la batalla de Agincourt. Sacó el paraguas plegable de Mary de su bolsa y lo abrió.

– Gracias a Dios que todavía está aquí -exclamó Montoya, que frenaba su bicicleta, salpicando agua-. Tengo que encontrar a Basingame.

Eso nos pasa a todos, pensó Dunworthy, preguntándose dónde había estado durante todas aquellas conversaciones telefónicas.

Se bajó de la bici, la colocó en la barra, y echó el candado.

– Su secretaria dijo que nadie sabe dónde está. ¿Se imagina?

– Sí. Llevo todo el día de hoy… de ayer, intentando localizarlo. Está de vacaciones en algún lugar de Escocia, nadie sabe exactamente dónde. Según su mujer, se ha ido a pescar.

– ¿En esta época del año? ¿Quién querría ir a pescar a Escocia en diciembre? Seguro que su mujer sabe dónde está o tiene un número donde se le podrá localizar.

Dunworthy sacudió la cabeza.

– ¡Esto es ridículo! ¡Me tomé la molestia de contactar con el Consejo Nacional de Salud para que me permitieran acceder a mi excavación, y Basingame está de vacaciones! -buscó bajo su impermeable y sacó un fajo de impresos de colores-. Accedieron a darme permiso si el decano de Historia firmaba una instancia declarando que la excavación era un proyecto necesario y esencial para el bien de la Universidad. ¿Cómo pudo marcharse así sin decírselo a nadie? -golpeó los papeles contra su pierna, y algunas gotas de lluvia salieron volando por todas partes-. Tengo que conseguir que firme esto antes de que toda la excavación se pierda. ¿Dónde está Gilchrist?

– Tiene que venir dentro de poco para hacerse los análisis de sangre -dijo Dunworthy-. Si consigue encontrar a Basingame, dígale que tiene que volver inmediatamente. Dígale que tenemos una cuarentena en marcha, no sabemos dónde está una historiadora, y el técnico está demasiado enfermo para decírnoslo.

– Pescando -bufó Montoya, disgustada, dirigiéndose a Admisiones-. Si mi excavación se echa a perder, tendrá que responder de muchas cosas.

– Vamos -le dijo Dunworthy a Colin, ansioso por marcharse antes de que apareciera alguien más. Levantó el paraguas para que cubriera también a Colin, y luego desistió. Colin caminaba rápidamente por delante, consiguiendo pisar casi todos los charcos, y luego se quedó rezagado para mirar los escaparates.

No había nadie en las calles, aunque Dunworthy no sabía si se debía a la cuarentena o a que era muy temprano.

A lo mejor todos estarán dormidos, pensó, y podremos entrar e ir directamente a la cama.

– Creí que pasarían más cosas -suspiró Colin, decepcionado-. Sirenas y todo eso.

– Y carros con cadáveres por las calles, y gritos de «Traed a vuestros muertos», ¿eh? -rió Dunworthy-. Tendrías que haber ido con Kivrin. Las cuarentenas en la Edad Media eran mucho más emocionantes que ésta, con sólo cuatro casos y una vacuna que ya está en camino desde Estados Unidos.

– ¿Quién es esa Kivrin? ¿Su hija?

– Mi alumna. Acaba de ir a 1320.

– ¿Viaje en el tiempo? ¡Apocalíptico!

Doblaron la esquina hacia Broad.

– La Edad Media -dijo Colin-. Eso es Napoleón, ¿no? ¿Trafalgar y todo eso?

– Es la Guerra de los Cien Años -explicó Dunworthy, y Colin puso cara de no enterarse de nada. ¿Qué enseñan en los colegios hoy en día? -pensó-. Caballeros, damas y castillos.

– ¿Las Cruzadas?

– Las Cruzadas son un poco antes.

– Ahí es donde quiero ir. A las Cruzadas.

Llegaron a la puerta de Balliol.

– Ahora, silencio -murmuró Dunworthy-. Todo el mundo estará dormido.

No encontraron a nadie en la portería, ni en el patio principal. Había luz en el salón; las campaneras desayunando, probablemente; pero no había luces en el comedor sénior, ni en Salvin. Si pudieran subir las escaleras sin que nadie los viera y sin que Colin anunciara que tenía hambre, podrían llegar a salvo a sus habitaciones.

– Shh -dijo Dunworthy, volviéndose para advertir al niño, que se había detenido en el patio para sacarse el chicle y examinar su color, que era ahora de un púrpura negruzco-. No queremos despertar a todo el mundo -susurró, con el dedo en los labios. Se volvió, y chocó con una pareja en la puerta.

Llevaban impermeables y se abrazaban entusiásticamente. El joven pareció ajeno a la colisión, pero la muchacha se soltó, asustada. Tenía el cabello corto y rojo, y llevaba un uniforme de estudiante de enfermería bajo el impermeable.

El joven era William Gaddson.

– Su conducta es inapropiada tanto para el momento como para el lugar -dijo Dunworthy, muy formal-. Las muestras públicas de afecto están estrictamente prohibidas en el colegio. También es desaconsejable, puesto que su madre puede llegar de un momento a otro.

– ¿Mi madre? -exclamó él, tan angustiado como Dunworthy cuando la vio acercarse por el pasillo con la maleta-. ¿Aquí? ¿En Oxford? ¿Qué está haciendo aquí? Pensaba que había una cuarentena.

– La hay, pero el amor de una madre no conoce barreras. Le preocupa su salud, igual que a mí, considerando las circunstancias -frunció el ceño ante William y la muchacha, quien soltó una risita-. Sugeriría que acompañara a su pareja a casa y luego hiciera los preparativos para la llegada de su madre.

– ¿Preparativos? -dijo él, verdaderamente preocupado-. ¿Quiere decir que piensa quedarse?

– Me temo que no tiene más remedio. Hay una cuarentena en marcha.

Las luces se encendieron de pronto en las escaleras, y al instante apareció Finch.

– Gracias a Dios que está usted aquí, señor Dunworthy -suspiró.

Tenía también un fajo de impresos de colores, que agitó ante Dunworthy.

– El Ministerio de Sanidad acaba de enviar a otros treinta retenidos. Les dije que no teníamos sitio, pero no quisieron escuchar, y no sé qué hacer. No tenemos los suministros necesarios para tanta gente.

– Papel higiénico -dijo Dunworthy.

– ¡Sí! -exclamó Finch, agitando los impresos-. Y comida. Esta mañana ya acabamos con la mitad de los huevos y bacon.

– ¿Huevos y bacon? -se interesó Colin-. ¿Queda algo?

Finch miró interrogante a Colin y luego a Dunworthy.

– Es el sobrino de la doctora Ahrens -explicó Dunworthy, y antes de que Finch pudiera empezar de nuevo, añadió-: Se quedará en mis habitaciones.

– Bien, porque le aseguro que no puedo encontrar espacio para otra persona.

– Los dos hemos estado despiertos toda la noche, señor Finch, así que…

– Aquí hay una lista de los suministros de esta mañana -le tendió a Dunworthy un papel azulado-. Como puede ver…

– Señor Finch, aprecio su preocupación por los suministros, pero seguro que este asunto puede esperar a que…

– Esto es una lista de sus llamadas telefónicas, junto con las que tiene que contestar, marcadas con asteriscos. Esto es una lista de sus citas. El vicario desea que esté en St. Mary's mañana a las seis y cuarto para ensayar la ceremonia de Nochebuena.

– Responderé a todas esas llamadas, pero después de…

– La doctora Ahrens telefoneó dos veces. Quería saber si había averiguado algo acerca de las campaneras.

Dunworthy se rindió.

– Asigne los nuevos retenidos a Warren y Basevi, tres por habitación. Hay colchones extra en el sótano del salón.

Finch abrió la boca para protestar.

– Tendrán que soportar el olor a pintura.

Tendió a Colin la bolsa de la compra de Mary y el paraguas.

– Ese edificio de las luces encendidas es el salón -dijo, señalando la puerta-. Diles a los encargados que quieres desayunar y que uno te acompañe luego a mis habitaciones.

Se volvió hacia William, que hacía algo con las manos bajo el impermeable de la estudiante de enfermería.

– Señor Gaddson, encuentre un taxi para su acompañante; luego localice a los estudiantes que hayan estado aquí durante las vacaciones y pregúnteles si han viajado a América durante la semana pasada o han tenido contactos con alguien que haya estado allí. Haga una lista. Usted no ha ido recientemente a Estados Unidos, ¿verdad?

– No, señor -contestó William, retirando las manos de la enfermera-. He estado aquí todas las vacaciones, estudiando a Petrarca.

– Ah, sí, Petrarca. Pregúntele a los estudiantes qué saben acerca de las actividades de Badri Chaudhuri desde el lunes e interrogue al personal. Necesito averiguar dónde estuvo y con quién. Quiero el mismo tipo de informe sobre Kivrin Engle. Haga el trabajo a fondo, absténgase de nuevas muestras públicas de afecto, y yo me encargaré de que su madre reciba una habitación lo más lejos posible de usted.

– Gracias, señor -suspiró William-. Eso significaría mucho para mí, señor.

– Ahora, señor Finch, ¿quiere decirme dónde puedo encontrar a la señora Taylor?

Finch le tendió más impresos, donde aparecían las asignaciones de habitaciones, pero la señora Taylor no estaba allí, sino en la sala común júnior con sus campaneras y los retenidos que aún no tenían sitio donde alojarse.

Una de ellas, una mujer enorme con abrigo de pieles, le cogió del brazo en cuanto entró.

– ¿Usted es quien manda en este sitio? -barbotó.

Está claro que no, pensó Dunworthy.

– Sí -respondió.

– Bien, ¿qué piensa hacer para buscarnos un sitio donde dormir? Llevamos despiertos toda la noche.

– Yo también, señora -repitió Dunworthy, temeroso de que fuera la señora Taylor. Parecía más delgada y menos peligrosa por teléfono, pero los visuales podían ser decepcionantes y el acento y la actitud eran inconfundibles-. No será usted la señora Taylor, ¿verdad?

– Yo soy la señora Taylor -intervino una mujer sentada en una de las sillas. Se levantó. Parecía aún más delgada que por teléfono, y aparentemente menos furiosa-. Hablé con usted por teléfono antes -dijo, y por el tono en que se expresó podrían haber mantenido una agradable charla sobre las complicaciones de hacer redobles-. Ésta es la señora Piantini, nuestra tenor -dijo, indicando a la mujer del abrigo de pieles.

La señora Piantini parecía capaz de arrancar al Gran Tom de sus cimientos. Saltaba a la vista que no había sufrido ningún virus últimamente.

– ¿Podría hablar con usted en privado un momento, señora Taylor? -la condujo al pasillo-. ¿Pudieron cancelar su concierto en Ely?

– Sí. Y en Norwich. Se mostraron muy comprensivos -se inclinó hacia delante, ansiosa-. ¿Es verdad que es cólera?

– ¿Cólera? -se extrañó Dunworthy, aturdido.

– Una de las mujeres que estuvo en la estación dijo que era cólera, que alguien lo había traído de la India y que la gente estaba muriendo como moscas.

Por lo visto no había sido una buena noche de sueño lo que había operado el cambio en sus modales, sino el miedo. Si le decía que sólo había cuatro casos, era muy probable que exigiera que las llevaran a Ely.

– La enfermedad parece un mixovirus -dijo, con cuidado-. ¿Cuándo vino su grupo a Inglaterra?

Los ojos de ella se ensancharon.

– ¿Cree que somos quienes lo trajimos? No hemos estado en la India.

– Hay una posibilidad de que sea el mismo mixovirus que apareció en Carolina del Sur. ¿Alguna de sus miembros es de allí?

– No. Todas somos de Colorado, excepto la señora Piantini, que procede de Wyoming. Y ninguna de nosotras ha estado enferma.

– ¿Cuánto tiempo llevan en Inglaterra?

– Tres semanas. Hemos estado visitando todas las capillas del Traditional Council y hemos dado conciertos. Tocamos un Boston Treble Bob en St. Katherine's y Post Office Caters con tres de los campaneros de la capilla de St. Edmund's, pero por supuesto, nada de eso fue nuevo. Un Chicago Surprise Minor

– ¿Y llegaron ustedes a Oxford ayer por la mañana?

– Sí.

– ¿Ninguna de ustedes llegó antes, para ver las vistas o visitar a algún amigo?

– No -aseguró ella; parecía sorprendida-. Estamos de gira, señor Dunworthy, no de vacaciones.

– ¿Y dice que ninguna ha estado enferma?

Ella sacudió la cabeza.

– No podemos permitirnos el lujo de estar enfermas. Sólo somos seis.

– Gracias por su ayuda -se despidió Dunworthy, y la envió de vuelta a la sala.

Llamó a Mary, pero no pudo localizarla; dejó un mensaje y empezó con los asteriscos de Finch. Llamó a Andrews, al Jesús College, a la secretaria de Basingame, y a St. Mary's sin conseguir comunicación. Colgó, esperó cinco minutos, y lo intentó de nuevo. Durante uno de los intervalos, llamó Mary.

– ¿Por qué no estás acostado ya? -preguntó-. Pareces agotado.

– He estado interrogando a las campaneras. Llevan tres semanas en Inglaterra. Ninguna de ellas llegó a Oxford antes de ayer por la tarde y ninguna de ellas ha estado enferma. ¿Quieres que vuelva e interrogue a Badri?

– Me temo que no serviría de nada. No es coherente.

– Estoy intentando ponerme en contacto con el Jesús College para ver si saben de sus idas y venidas.

– Bien. Pregúntale también a su casera. Y duerme un poco. No quiero que caigas enfermo -hizo una pausa-. Tenemos seis casos más.

– ¿Alguien de Carolina del Sur?

– No, y nadie que no pudiera haber tenido contacto con Badri. Así que sigue siendo el caso índice. ¿Está bien Colin?

– Ha ido a desayunar. Se encuentra bien. No te preocupes por él.

Dunworthy no se acostó hasta la una y media de la tarde. Tardó dos horas en contactar con todos los teléfonos marcados en la lista de Finch, y otra hora en descubrir dónde vivía Badri. Su casera había salido, y cuando Dunworthy regresó, Finch insistió en hacer un inventario completo de los suministros.

Dunworthy finalmente se libró de él prometiendo telefonear al Ministerio de Sanidad para pedir papel higiénico adicional. Se dirigió a sus habitaciones.

Colin se había acurrucado ante la ventana, con la cabeza apoyada en la mochila y una colcha encima. No le llegaba hasta los pies. Dunworthy sacó una manta de los pies de la cama y lo cubrió, y se sentó en el Chesterfield de enfrente para quitarse los zapatos.

Casi estaba demasiado cansado para descalzarse, aunque sabía que lo lamentaría si se acostaba vestido. Eso era terreno de los jóvenes y los no artríticos. Colin se despertaría tan fresco a pesar de haberse clavado botones y mangas arrugadas. Kivrin podría envolverse en su fina capa y apoyar la cabeza en el tocón de un árbol sin nada que temer, pero si él dormía sin almohada o se dejaba la camisa puesta, despertaría entumecido y con calambres. Y si se quedaba allí sentado con los zapatos en la mano, no se acostaría nunca.

Se levantó del sillón, todavía con los zapatos en la mano, apagó la luz, y se dirigió al dormitorio. Se puso el pijama y abrió la cama. Le pareció imposiblemente seductora.

Me dormiré antes de que mi cabeza toque la almohada, pensó, mientras se quitaba las gafas. Se acostó y se arropó. Antes de apagar la luz siquiera, pensó, y apagó la luz.

Apenas llegaba luz de la ventana, sólo un gris sombrío que asomaba entre las enredaderas. La débil lluvia golpeaba levemente las hojas correosas. Tendría que haber echado las cortinas, pensó, pero estaba demasiado cansado para volver a levantarse.

Al menos Kivrin no tendría que enfrentarse a la lluvia. Era la Pequeña Era del Hielo. En todo caso, estaría nevando. Los contemporáneos dormían todos juntos y acurrucados al lado del hogar, hasta que a alguien se le ocurrió por fin inventar la chimenea, que no existió en las aldeas de Oxfordshire hasta mitad del siglo XV. Pero a Kivrin no le importaría. Se acurrucaría como Colin y dormiría el sueño fácil y despreocupado de los jóvenes.

Se preguntó si habría dejado de llover. No oía el golpeteo de la lluvia en el cristal. Tal vez había escampado o se preparaba para volver a llover. Estaba muy oscuro, y era demasiado temprano. Sacó la mano de debajo de las mantas y miró los números iluminados del digital. Sólo las dos. Serían las seis de la tarde donde estaba Kivrin. Tenía que volver a telefonear a Andrews de nuevo cuando se despertara y le haría leer el ajuste para que supieran exactamente dónde y cuándo estaba ella.

Badri le había dicho a Gilchrist que había un deslizamiento mínimo, que comprobó dos veces las coordenadas del estudiante de primero y que eran correctas, pero quería asegurarse. Gilchrist no había tomado ninguna precaución, e incluso con todas las reservas las cosas podían salir mal. El día de hoy lo había demostrado.

Badri había recibido la dosis completa de antivirales. La madre de Colin le había enviado a salvo en el metro y le había dado dinero extra. La primera vez que Dunworthy fue a Londres estuvo a punto de no regresar, y habían tomado todo tipo de precauciones.

Fue una simple ida y vuelta para probar la red en el sitio. Sólo treinta años. Dunworthy tenía que atravesar Trafalgar Square, coger el metro desde Charing Cross hasta Paddington y luego el tren de las 10.48 a Oxford, donde se abriría la red principal. Habían concedido tiempo de sobra, comprobado y vuelto a comprobar la red, investigado los horarios del metro y el ABC, comprobado las fechas y el dinero. Y cuando Dunworthy llegó a Charing Cross, la estación de metro estaba cerrada. Las luces de las taquillas estaban apagadas, y una verja de hierro cruzaba la entrada, delante de los torniquetes de madera.

Se subió las mantas hasta los hombros. Un montón de cosas podían haber ido mal con el lanzamiento, cosas que nadie habría imaginado. Probablemente a la madre de Colin nunca se le había ocurrido que su tren se detendría en Barton. A ninguno de ellos se le había ocurrido que Badri pudiera desplomarse de pronto sobre la consola.

Mary tiene razón, pensó, eres un grave caso de señora Gaddsonitis. Kivrin superó todo tipo de obstáculos para llegar a la Edad Media. Aunque algo vaya mal, se las arreglará. Colin no dejó que una bobada como la cuarentena le cerrara el paso. Y el propio Dunworthy había regresado a salvo de Londres.

Golpeó la verja cerrada y luego subió corriendo las escaleras para leer los carteles, pensando que tal vez había entrado por un sitio equivocado. No era eso. Buscó un reloj. Tal vez se había producido un deslizamiento mayor del que indicaban las pruebas, y el metro estaba cerrado durante la noche. Pero el reloj de la entrada anunciaba las nueve y cuarto.

– Un accidente -explicó un hombre desagradable con una gorra sucia-. Han cerrado hasta que puedan despejarlo todo.

– P-pero tengo que coger la línea de Bakerloo -tartamudeó Dunworthy, pero el hombre se marchó.

Se quedó allí mirando la estación oscura, incapaz de pensar qué debía hacer. No llevaba dinero suficiente para tomar un taxi, y Paddington estaba en la otra punta de Londres. No conseguiría llegar a las 10.48.

– ¿Qué passa, tronco? -dijo un joven con una chaqueta de cuero negro y el pelo verde como un grillo. Dunworthy apenas pudo comprenderlo. Un punk, pensó. El joven se acercó, amenazador.

– Paddington -dijo, poco más que un gemido.

El punk buscó en el bolsillo de su chaqueta lo que Dunworthy estaba seguro sería una navaja, pero sacó un plano del metro plastificado y empezó a leer.

– Puedes coger las líneas District o Circle en la estación de Embankment. Baja por Craven Street y gira a la izquierda.

Echó a correr, seguro de que la banda del punk le asaltaría y le robaría el dinero históricamente exacto en cualquier momento, y cuando llegó a Embankment no tenía ni idea de cómo funcionaba la máquina expendedora de billetes.

Una mujer con dos bebés le ayudó, le pulsó su destino y cantidad y le mostró cómo insertar el billete en la ranura. Llegó a Paddington justo a tiempo.

– ¿No hay gente agradable en la Edad Media? -le había preguntado Kivrin, y por supuesto que la había. Jóvenes con navajas y mapas de metro habían existido en todas las épocas. Y las madres con bebés y señoras Gaddson y Latimer. Y también Gilchrist.

Se dio la vuelta.

– Estará perfectamente bien -dijo en voz alta, pero suavemente, para no despertar a Colin-. La Edad Media no es nada para mi mejor alumna.

Se subió la manta por encima de los hombros y cerró los ojos, pensando en el joven con el pelo verde que consultaba el mapa. Pero la imagen que flotó ante él era la verja de hierro, extendida ante él y los torniquetes, y la estación oscura al otro lado de las barras.


Transcripción del Libro del Día del Juicio Final
(015104-016615)

19 de diciembre de 1320 (Calendario Antiguo). Me encuentro mejor. Puedo hacer tres o cuatro inspiraciones seguidas sin toser, y esta mañana tenía hambre, aunque no me apetecían las gachas grasientas que me trajo Maisry.

No sé qué daría por un plato de huevos con bacon.

Y un baño. Estoy hecha una guarrería. No me han lavado nada desde que llegué aquí, a excepción de la frente, y los dos últimos días lady Imeyne me ha puesto en el pecho emplastos hechos con tiras de lino cubiertas de una pasta que huele fatal. Con eso, los sudores intermitentes que sigo teniendo, y la cama (que no han cambiado desde el siglo pasado), apesto a rayos, y el cabello, aunque corto, me pica. Soy la persona más limpia que hay aquí.

La doctora Ahrens tenía razón al querer cauterizar mi nariz. Todo el mundo huele fatal, incluso las niñas pequeñas, a pesar de que es pleno invierno y hace un frío terrible. No puedo imaginar cómo será en agosto. Todos tienen pulgas. Lady Imeyne se para en mitad de los rezos para rascarse, y cuando Agnes se bajó las calzas para enseñarme la rodilla, tenía marcas rojas por toda la pierna.

Eliwys, Imeyne y Rosemund tienen la cara relativamente limpia, pero no se lavan las manos, ni siquiera después de vaciar el orinal, y la idea de lavar los platos o cambiar las sábanas no se ha inventado todavía. Bien mirado, todos deberían de haber muerto de infección hace mucho tiempo, pero excepto por el escorbuto y un montón de dientes cariados, todo el mundo parece gozar de buena salud. Incluso la rodilla de Agnes sana bien. Viene a mostrarme la costra cada día. Y su cinturón de plata, y su caballero de madera, y el pobre y mimado Blackie.

Es un auténtico tesoro como fuente de información, que me ofrece sin que yo tenga que preguntar siquiera. Rosemund está en su «decimotercer año», lo cual significa que ha cumplido doce, y la estancia donde me atienden es su habitación de soltera. Es difícil imaginar que pronto estará en edad casadera, y por eso tiene una «habitación de doncella», pero en el siglo XIV las muchachas se casaban con catorce o quince años. Eliwys no podía ser mucho mayor cuando se casó. Agnes también me ha dicho que tiene tres hermanos mayores, que se han quedado en Bath con su padre.

La campana del suroeste es Swindone. Agnes distingue las campanas por el sonido. La más lejana que siempre suena primero es la campana de Osney, la antepasada del Gran Tom. Las campanas dobles están en Courcy, donde vive sir Bloet, y las dos más cercanas son Witenie y Esthcote. Eso significa que estoy cerca de Skendgate, que bien podría ser este sitio. Tiene los fresnos, es aproximadamente del mismo tamaño, y la iglesia está en el lugar adecuado. La señora Montoya tal vez no haya encontrado el campanario todavía. Por desgracia, el nombre de la aldea es la única cosa que Agnes ignora.

Sí sabía dónde estaba Gawyn. Me dijo que estaba persiguiendo a mis atacantes. «Y cuando los encuentre, los matará con su espada. Así», dijo, haciendo la demostración con Blackie. No estoy segura de que las cosas que me dice sean siempre dignas de crédito. Me dijo que el rey Eduardo está en Francia, y que el padre Roche había visto al Diablo, todo vestido de negro y cabalgando un corcel negro.

Esto último es posible (que el padre Roche se lo dijera, no que viera al Diablo). La línea entre el mundo espiritual y el físico no se dibujó claramente hasta el Renacimiento, y los contemporáneos tenían constantemente visiones de ángeles, el Juicio Final y la Virgen María.

Lady Imeyne se queja constantemente de lo ignorante, inculto e incompetente que es el padre Roche. Aún intenta convencer a Eliwys para que envíe a Gawyn a Osney y traiga a un monje. Cuando le pregunté si quería enviármelo para que pudiera rezar conmigo (decidí que esa petición no podría ser considerada «osada») me dio un recital de media hora sobre cómo había olvidado parte del Venite, soplaba las velas en vez de apagarlas con los dedos de forma que «malgasta mucha cera» y llenaba las cabezas de los criados con charla supersticiosa (sin duda lo del Diablo y su caballo).

Los curas rurales del siglo XIV eran simples campesinos que se aprendían la misa de memoria y sabían un poco de latín. Todo el mundo me huele igual, pero la nobleza veía a sus siervos como una especie completamente diferente, y estoy seguro de que Imeyne se siente ofendida en su alma aristocrática al tener que confesarse a este «villano».

Sin duda es tan supersticioso e inculto como ella dice. Pero no es incompetente. Me sostuvo la mano cuando me estaba muriendo. Me dijo que no tuviera miedo. Y no lo tuve.

(Pausa)

Me estoy recuperando a pasos agigantados. Esta tarde me senté durante media hora, y por la noche bajé para cenar. Lady Eliwys me trajo una saya marrón de guata y un sobretodo color mostaza, y una especie de pañuelo para cubrir mi cabello rapado (no una toca y una cofia, así que Eliwys debe de seguir pensando que soy una doncella, a pesar de toda la charla de Imeyne sobre «daltrisses»).

No sé si mis ropas eran inadecuadas o simplemente demasiado bonitas para llevarlas todos los días, Eliwys no dijo nada. Imeyne y ella me ayudaron a vestirme. Quise preguntar si podría lavarme antes de ponerme la ropa nueva, pero me temo que una cosa así haría que Imeyne sospechara aún más.

Me vio ajustar las cintas y atarme los zapatos, y no dejó de observarme durante toda la cena. Me senté entre las niñas y compartí una fuente de comida con ellas.

El senescal estaba relegado al extremo de la mesa, y no se veía a Maisry por ninguna parte. Según el señor Latimer, los párrocos comían en la mesa del señor, pero a lady Imeyne probablemente tampoco le gustan los modales a la mesa del padre Roche.

Comimos carne, creo que venado, y pan. El venado sabía a canela, sal y falta de refrigeración, y el pan estaba duro como una piedra, pero era mejor que las gachas, y no creo haber cometido ningún error. Sin embargo, estoy segura de que debo de cometerlos constantemente, y por eso lady Imeyne desconfía tanto de mí. Mi ropa, mis manos, probablemente mi forma de hablar, son un poco (o bastante) diferentes, y todo se combina para hacerme parecer extraña, peculiar… sospechosa.

Lady Eliwys está demasiado preocupada con el juicio de su marido para darse cuenta de mis errores, y las niñas son demasiado jóvenes. Pero lady Imeyne se fija en todo y probablemente está confeccionando una lista como la que tiene del padre Roche. Gracias a Dios que no les dije que era Isabel de Beauvrier. Habría cabalgado hasta Yorkshire, a pesar del mal tiempo, para descubrirme.

Gawyn vino después de la cena. Maisry, que al final apareció con una oreja al rojo vivo y un cuenco de cerveza, acercó los bancos al hogar y puso varios leños de pino en el fuego, y las mujeres se pusieron a coser a la luz amarillenta.

Gawyn se detuvo ante la puerta; era evidente que acababa de llegar después de una dura cabalgada, y durante un ratito nadie se fijó en él. Rosemund estaba enfrascada en su bordado. Agnes tiraba de su carrito con el caballero de madera dentro, y Eliwys hablaba con Imeyne acerca del campesino, que por lo visto no se encuentra muy bien. El humo del fuego hacía que me doliera el pecho, y aparté la cabeza, intentando no toser; entonces lo vi allí de pie, mirando a Eliwys.

Un momento después Agnes atropello con su coche el pie de Imeyne, y la abuela le dijo que era hija del propio Diablo, y Gawyn entró en el salón. Bajé los ojos y recé para que me dirigiera la palabra.

Lo hizo, hincando una rodilla delante del banco donde yo me sentaba.

– Buena señora -dijo-, me alegra ver que habéis mejorado.

Yo no tenía ni idea de lo que era apropiado decir, si es que había algo que decir. Bajé aún más la cabeza.

Él permaneció de rodillas, como un servidor.

– Me han dicho que no recordáis nada de vuestros atacantes, lady Katherine. ¿Es cierto?

– Sí -murmuré.

– ¿Ni de vuestros sirvientes, de adónde podrían haber huido?

Sacudí la cabeza, los ojos todavía bajos.

Él se volvió hacia Eliwys.

– Tengo noticias de los renegados, lady Eliwys. He encontrado su pista. Había muchos, y tenían caballos.

Temí que anunciara que había capturado a algún pobre campesino que recogía leña y lo había ahorcado.

– Os pido permiso para perseguirlos y vengar a la dama -prosiguió Gawyn, mirando a Eliwys.

Eliwys parecía incómoda, alerta, como había estado antes.

– Mi esposo nos ordenó que permaneciéramos aquí hasta que él regresara, y que vos os quedarais con nosotras para protegernos. No.

– No habéis cenado -señaló lady Imeyne, con un tono que zanjaba el asunto.

Gawyn se levantó.

– Os agradezco la amabilidad, señor -dije rápidamente-. Sé que fuisteis vos quien me encontró en el bosque -inspiré, y tosí-. Os lo suplico, ¿podéis decirme el lugar donde me hallasteis, dónde está?

Intenté decir muchas cosas y demasiado rápido. Empecé a toser, jadeé para tomar aliento, y me doblé de dolor.

Para cuando pude controlar la tos, Imeyne había colocado carne y queso en la mesa para Gawyn, y Eliwys había vuelto a coser, así que sigo sin saber nada.

No, eso no es cierto. Sé por qué Eliwys parecía tan alerta cuando él entró y por qué Gawyn inventó una historia acerca de una banda de renegados. Y también sé qué significaba toda aquella conversación acerca de «daltrisses».

Lo vi de pie en la puerta, contemplando a Eliwys, y no necesité un intérprete para descifrar la expresión de su rostro. Salta a la vista: está enamorado de la esposa de su señor.