"El Libro del Día del Juicio Final" - читать интересную книгу автора (Willis Connie)

12

Lady Imeyne no creía la historia de la amnesia de Kivrin. Cuando Agnes le trajo su perro a Kivrin, que resultó ser un pequeño cachorrillo de patas grandes, dijo:

– Éste es mi perro, lady Kivrin -se lo tendió, agarrándolo por su abultado vientre-. Podéis acariciarlo. ¿Recordáis cómo?

– Sí -Kivrin cogió al perrito y acarició su suave pelaje de cachorro-. ¿No se supone que debes estar cosiendo?

Agnes recuperó el cachorro.

– Abuela fue a reñirle al senescal, y Maisry se fue al establo -volvió al cachorro para darle un beso-. Así que vine a hablar con vos. Abuela está muy enfadada. El senescal y toda su familia vivían en el salón cuando llegamos -le dio otro beso al cachorro-. Abuela dice que es su mujer quien le tienta para pecar.

Abuela. Agnes no había dicho nada que se pareciera a «abuela». La palabra ni siquiera existió hasta el siglo XVIII, pero el intérprete daba ahora grandes y desconcertantes saltos, aunque dejaba intacta la confusión de Agnes al pronunciar Katherine y a veces espacios en blanco donde el significado debería haber sido evidente por el contexto. Esperaba que su subconsciente supiera qué hacía.

– ¿Sois una daltriss, lady Kivrin? -le preguntó Agnes.

Obviamente, su subconsciente no lo sabía.

– ¿Qué?

– Una daltriss -repitió Agnes. El cachorrillo intentaba desesperadamente huir de sus brazos-. Abuela dice que lo sois. Dice que una mujer que huye con su amante tendría buenos motivos para no recordar nada.

Una adúltera. Bueno, al menos era mejor que una espía francesa. O tal vez lady Imeyne pensaba que era las dos cosas.

Agnes volvió a besar al cachorro.

– Abuela dice que una dama no tiene buenos motivos para viajar por los bosques en invierno.

Lady Imeyne tenía razón, pensó Kivrin, y también el señor Dunworthy. Todavía no había descubierto dónde estaba el lugar de encuentro, aunque había pedido hablar con Gawyn cuando lady Eliwys fue a curarle la sien por la mañana.

– Ha salido a buscar a los bandidos que os asaltaron -explicó Eliwys, mientras ponía en la sien de Kivrin una cataplasma que olía a ajo y picaba terriblemente-. ¿Recordáis algo de ellos?

Kivrin sacudió la cabeza, esperando que su falsa amnesia no acabara provocando el ahorcamiento de algún pobre campesino. No podría decir «No, éste no es el hombre» cuando se suponía que no podía recordar nada.

Tal vez no tendría que haberles dicho eso. La probabilidad de que conocieran a los Beauvrier era remota, y su falta de explicación había hecho que Imeyne desconfiara aún más de ella.

Agnes intentaba poner su gorrito al cachorro.

– Hay lobos en el bosque. Gawyn mató a uno con el hacha.

– Agnes, ¿te contó Gawyn cómo me encontró?

– Sí. A Blackie le gusta llevar mi gorra -sonrió, atando las cintas en un nudo asfixiante.

– Yo diría que no -dijo Kivrin-. ¿Dónde me encontró Gawyn?

– En el bosque -contestó Agnes. El cachorro escapó de la gorra y estuvo a punto de caerse de la cama. La niña lo depositó en mitad de la cama y lo alzó por las patas delanteras-. Blackie sabe bailar.

– Trae. Déjame cogerlo -pidió Kivrin, al rescate del animalito. Lo acunó lentamente en sus brazos-. ¿En qué parte del bosque me encontró Gawyn?

Agnes se puso de puntillas, intentando ver al cachorro.

– Blackie duerme -susurró.

El cachorro estaba dormido, agotado por las atenciones de la niña. Kivrin lo colocó junto a ella entre las mantas de piel.

– ¿Estaba lejos de aquí el lugar donde me encontró?

– Sí -dijo Agnes, pero Kivrin intuyó que no tenía ni idea.

Esto no servía de nada. Evidentemente, Agnes no sabía nada. Tendría que hablar con Gawyn.

– ¿Ha vuelto Gawyn?

– Sí -dijo Agnes, acariciando al cachorro dormido-. ¿Queréis hablar con él?

– Sí.

– ¿Entonces, sí que sois una daltriss?

Era difícil seguir los saltos que Agnes daba a la conversación.

– No -contestó, y entonces cayó en la cuenta de que en principio no recordaba nada-. No recuerdo nada sobre quién soy.

Agnes acarició a Blackie.

– Abuela dice que sólo una daltriss pediría tan descaradamente hablar con Gawyn.

La puerta se abrió, y entró Rosemund.

– Te están buscando por todas partes, tontorrona -dijo, con las manos en las caderas.

– Estaba hablando con lady Kivrin -respondió Agnes, con una ansiosa mirada hacia las mantas donde yacía Blackie, casi invisible entre la piel de marta. Al parecer, no se permitía a los animales dentro de la casa. Kivrin lo cubrió con la sábana para que Rosemund no lo descubriera.

– Madre dice que la dama debe descansar para que sus heridas sanen -dijo Rosemund formalmente-. Vamos. Tengo que decirle a la abuela que te he encontrado.

Sacó a la niñita de la habitación.

Kivrin las vio marchar, esperando fervientemente que Agnes no le dijera a lady Imeyne que Kivrin había pedido otra vez hablar con Gawyn. Pensaba que tenía una buena excusa para hablar con él, que comprenderían que estuviera ansiosa por saber de sus pertenencias y sus atacantes. Pero estaba mal visto que las nobles solteras del siglo XIV «pidieran descaradamente» hablar con hombres jóvenes.

Eliwys podía hablar con él porque era la señora de la casa en ausencia de su marido, y su patrona, y lady Imeyne era la madre de su señor, pero Kivrin tendría que esperar a que Gawyn hablara con ella y luego contestarle «con toda la modestia digna de una doncella». Pero tengo que hablar con él, pensó. Es el único que sabe dónde está el lugar.

Agnes volvió corriendo y recogió al cachorrillo dormido.

– Abuela estaba muy enfadada. Creyó que me había caído al pozo -dijo, y se marchó corriendo.

Y sin duda «abuela» le había dado a Maisry un tirón de orejas por ello, pensó Kivrin. Maisry ya había tenido problemas aquel mismo día por haber perdido a Agnes, que había ido a mostrarle a Kivrin la cadena de plata de lady Imeyne, que era un «relicario», una palabra que derrotó al intérprete. Dentro de la cajita había un pedazo de la mortaja de san Esteban. Imeyne había abofeteado a Maisry por haber dejado que Agnes cogiera el relicario y por no vigilarla, aunque no por dejar entrar a la niña en el cuarto de la enferma.

Ninguna de ellas parecía preocupada porque las pequeñas estuvieran cerca de Kivrin, ni eran conscientes de que podían contagiarse de su enfermedad. Ni Eliwys ni Imeyne tomaban precaución alguna al cuidar de ella.

Los contemporáneos no comprendían el mecanismo de la transmisión de enfermedades, por supuesto: creían que era una consecuencia del pecado y consideraban las epidemias un castigo de Dios, pero sí sabían de contagios. El lema de la Peste Negra era «Márchate rápidamente y vete muy, muy lejos» y había habido cuarentenas antes de eso.

Aquí no, pensó Kivrin, ¿y si las niñas pequeñas caen enfermas? ¿O el padre Roche?

El sacerdote había estado con ella durante la fiebre, tocándola, preguntándole su nombre. Kivrin frunció el ceño, tratando de recordar esa noche. Se había caído del caballo, y luego hubo un incendio. No, eso lo había imaginado en su delirio. Y el caballo blanco. El caballo de Gawyn era negro.

Habían cabalgado por el bosque y bajaron una colina ante una iglesia, y el asesino le… Era absurdo. La noche era un sueño informe de rostros aterradores, campanas y fuegos. Incluso el lugar del lanzamiento era brumoso, confuso. Había un roble y sauces, y ella se sentó contra la rueda de la carreta porque se sentía mareada, y el asesino le… No, había imaginado al asesino. Y también al caballo blanco. Tal vez la iglesia era otra visión del delirio.

Tendría que preguntarle a Gawyn dónde estaba el lugar, pero no delante de lady Imeyne, que pensaba que era una daltriss. Tenía que restablecerse, recuperar fuerzas para levantarse de la cama y bajar al pasillo, salir al establo, encontrar a Gawyn y hablarle a solas. Tenía que mejorar.

Se sentía un poco más fuerte, aunque estaba aún demasiado débil para caminar hasta el orinal sin ayuda. El mareo había desaparecido, y también la fiebre, pero seguía teniendo problemas para respirar. Por lo visto ellas también pensaban que estaba mejorando. La habían dejado sola casi toda la mañana, y Eliwys sólo se había quedado el tiempo suficiente para untarle el apestoso ungüento. Y para impedir que haga avances indecentes hacia Gawyn, pensó Kivrin.

Intentó no pensar en lo que Agnes le había dicho o por qué las antivirales no habían funcionado o a qué distancia quedaba el lugar de recogida, y decidió concentrarse en recuperar fuerzas. Nadie fue a verla en toda la tarde, y practicó para sentarse y pasar los pies por el lado de la cama. Cuando Maisry acudió con una vela para ayudarla a llegar al orinal, pudo caminar sola.

Hizo más frío por la noche, y cuando Agnes fue a verla por la mañana, llevaba una capa roja, una capucha de lana muy gruesa y mitones de piel blanca.

– ¿Queréis ver mi hebilla de plata? Me la regaló sir Bloet. Os la traeré mañana. Hoy no puedo venir, pues vamos a cortar el tronco de Nochebuena.

– ¿El tronco de Nochebuena? -preguntó Kivrin, alarmada.

El tronco ceremonial se cortaba tradicionalmente el día veinticuatro, y se suponía que sólo estaban a diecisiete. ¿Había entendido mal a lady Imeyne?

– Sí. En casa no vamos hasta Nochebuena, pero es probable que haya una tormenta, y abuela quiere que vayamos a buscarlo mientras haga buen tiempo.

Una tormenta, pensó Kivrin. ¿Cómo iba a reconocer el lugar de encuentro si nevaba? La carreta y las cajas estaban todavía allí, pero si nevaba más de unos pocos centímetros le resultaría imposible reconocer la carretera.

– ¿Va todo el mundo a recoger el tronco? -preguntó Kivrin.

– No. El padre Roche llamó a madre para que atendiera a un campesino enfermo.

Eso explicaba por qué Imeyne se comportaba como una tirana, incordiando a Maisry y al senescal y acusando a Kivrin de adulterio.

– ¿Irá tu abuela con vosotras?

– Sí. Montaré en mi pony.

– ¿Irá Rosemund?

– Sí.

– ¿Y el senescal?

– Sí -dijo ella, impaciente-. Irá todo el pueblo.

– ¿Y Gawyn?

– Nooo -respondió la niña, como si estuviera clarísimo-. Tengo que ir al establo a despedirme de Blackie.

Se marchó corriendo.

Lady Imeyne iba a ir, y también el senescal, y lady Eliwys estaba en alguna parte, atendiendo a un campesino enfermo. Y Gawyn, por algún motivo que era evidente para Agnes pero no para ella, no iría. Tal vez había acompañado a Eliwys. Pero si no lo había hecho, si se quedaba para proteger la mansión, podría hablar con él a solas.

Maisry se marcharía también. Cuando le trajo a Kivrin el desayuno, llevaba un basto poncho marrón y tenía tiras de tela envueltas alrededor de las piernas. Ayudó a Kivrin a llegar al orinal, lo sacó y trajo un brasero lleno de carbones calientes, moviéndose con más rapidez e iniciativa de lo que Kivrin había visto antes.

Kivrin esperó una hora después de que Maisry se marchara, hasta asegurarse de que todos se habían ido, y entonces se levantó de la cama, se acercó a la ventana y retiró la cobertura de lino. Sólo vio ramas y cielo gris oscuro, pero el aire era aún más frío que en la habitación. Se subió al asiento.

Se hallaba sobre el patio. Estaba vacío, y el gran portón de madera aparecía abierto. Las piedras del patio y de los tejados a su alrededor parecían mojadas. Extendió la mano, temiendo que ya hubiera empezado a nevar, pero no notó ninguna humedad. Bajó del banco, agarrándose a las piedras heladas, y se acurrucó junto al brasero.

Casi no daba calor alguno. Kivrin se cruzó de brazos, tiritando con su fina camisa. Se preguntó qué habrían hecho con su ropa. En la Edad Media la ropa colgaba de palos junto a la cama, pero en esta habitación no había ninguno, ni tampoco colgadores.

Su ropa estaba en el cofre al pie de la cama, perfectamente doblada. La sacó, agradecida de que sus botas estuvieran aún allí, y entonces se sentó sobre la tapa cerrada del cofre durante largo rato, intentando recuperar el aliento.

Tengo que hablar con Gawyn esta mañana, pensó, deseando que su cuerpo estuviera lo suficientemente recuperado. Es el único momento en que todo el mundo estará fuera, y va a nevar.

Se vistió, sentándose todo lo posible y apoyándose contra los postes de la cama para ponerse las calzas y las botas, y luego volvió a la cama. Descansaré un poco, pensó, sólo hasta que entre en calor, y se quedó dormida inmediatamente.

La campana, la del suroeste que había oído cuando llegó, la despertó. El día anterior estuvo sonando todo el día, y Eliwys se acercó a la ventana y permaneció allí durante un rato, como si intentara averiguar qué había pasado. La luz de la ventana era más tenue, pero sólo porque las nubes eran más espesas, más bajas. Kivrin se puso la capa y abrió la puerta. Las escaleras eran empinadas, talladas en el lado de piedra del salón, y no tenían barandilla. Agnes había tenido suerte al despellejarse sólo la rodilla. Podría haber caído directamente al suelo. Kivrin mantuvo la mano en la pared y descansó a medio camino, para contemplar el salón.

Estoy aquí de verdad, pensó. Es realmente 1320. El hogar en el centro de la habitación brillaba con un rojo oscuro, y había un poco de luz del tiro para el humo y las altas y estrechas ventanas, pero la mayor parte del salón estaba en sombras.

Se detuvo donde estaba, contemplando la penumbra, intentando distinguir si había alguien allí. El alto sillón, con su respaldo y sus brazos tallados, estaba en la pared del fondo, y al lado se hallaba el sillón de lady Eliwys, un poco más bajo y menos adornado. Vio tapices colgando de las paredes y una escalerilla al fondo que debía de conducir a un desván. Apoyadas sobre las otras paredes se extendían pesadas mesas de madera y anchos bancos, y un banco más estrecho ocupaba el espacio junto a la pared situada debajo de las escaleras. El banco de los mendigos, apoyado contra un tabique de separación.

Kivrin bajó el resto de las escaleras y se dirigió de puntillas hacia los tabiques; sus pasos resonaban en la paja reseca esparcida por el suelo. Los tabiques formaban una división, una pared interna que aislaba la corriente de la puerta.

A veces formaban una habitación separada, con camas a cada lado, pero aquí sólo había un estrecho corredor, con ganchos donde colgar la ropa. Ahora no había ninguna. Bien, pensó Kivrin, se han ido todos.

La puerta estaba abierta. En el suelo había un par de viejas botas, un cubo de madera y el carrito de Agnes. Kivrin se detuvo en la pequeña antesala para recuperar el aliento, ya jadeante, deseando poder sentarse un instante, y luego se asomó con sumo cuidado a la puerta y salió.

No había nadie en el patio. Estaba enlosado con piedras planas amarillas, pero el centro, donde había una fuente, estaba cubierto de barro. Había huellas de cascos y de pisadas, y varios charcos de agua fangosa. Una gallina escuálida y de aspecto roñoso bebía intrépidamente en uno de los charcos. Las gallinas sólo se criaban por los huevos. Los palomos y pichones eran las principales aves comestibles del siglo XIV.

Y allí estaba el palomar junto a la puerta, y el edificio con tejado de paja de al lado debía de ser la cocina, y los otros edificios más pequeños los almacenes. El establo, con sus amplias puertas, se encontraba al otro lado, y luego había un estrecho pasaje, y el gran granero de piedra.

Probó primero con el establo. El cachorrito de Agnes salió trotando a recibirla, ladrando feliz, y ella tuvo que volver a meterlo dentro rápidamente y cerrar el pesado portón de madera. Evidentemente, Gawyn no estaba allí dentro. Tampoco estaba en el granero, ni en la cocina o los otros edificios, el mayor de los cuales resultó ser el lagar. Agnes había dicho que él no iba a ir a la procesión para cortar el tronco de Nochebuena como si fuera algo sabido, y Kivrin había supuesto que se quedaría para proteger la casa, pero ahora se preguntó si habría acompañado a Eliwys a visitar al campesino.

Si lo ha hecho, tendré que buscar yo sola el lugar del lanzamiento, pensó. Se dirigió de nuevo hacia el establo, pero a mitad de camino se detuvo. No podría subirse a un caballo ella sola, sintiéndose tan débil, y si llegaba a conseguirlo, estaría demasiado mareada para sostenerse. Y demasiado mareada para ir a buscar el lugar. Pero tengo que hacerlo, pensó. Todos se han ido, y va a nevar.

Miró hacia la puerta y luego al pasaje entre el granero y el establo, preguntándose qué camino debía tomar. Habían venido bajando por una colina, y habían dejado atrás una iglesia; recordaba el tañido de la campana. No se había fijado en la puerta ni en el patio, pero ése era probablemente el camino que habían seguido.

Cruzó el empedrado, haciendo que la gallina huyera frenéticamente al refugio del pozo, y contempló el camino desde la puerta. Cruzaba un estrecho arroyo con un puente de troncos y se perdía hacia el sur entre los árboles. Pero no había ninguna colina, ninguna iglesia, ninguna indicación de que ése fuera el camino hacia el lugar del lanzamiento.

Tenía que haber una iglesia. Había oído la campana cuando estaba tendida en la cama. Volvió a entrar en el patio y siguió el sendero fangoso. El sendero pasaba por una pocilga con dos cerdos sucios, y el excusado, inconfundible por su hedor, y Kivrin temió que el senderito fuera sólo el camino hacia el retrete, pero por suerte rodeaba el excusado y daba a un prado.

Y allí estaba la aldea. Y también la iglesia, al fondo del prado, tal como Kivrin la recordaba, y tras ella se encontraba la colina por donde habían bajado.

El prado no parecía tal. Era un espacio despejado con cabañas a un lado y el arroyo flanqueado de sauces al otro, pero había una vaca pastando lo que quedaba de hierba y una cabra atada a un gran roble sin hojas.

Las cabañas se alzaban entre pilas de heno y montones de barro, cada vez más pequeñas y deformes a medida que se alejaban de la mansión, pero incluso la más cercana a ella, que debía de ser la del senescal, no era más que una choza. Todo era más pequeño y sucio y destartalado que las ilustraciones de los vids de historia. Sólo la iglesia tenía el aspecto que se le suponía.

El campanario estaba separado, entre el patio de la iglesia y el prado. Era evidente que lo habían construido después que la iglesia, con sus ventanas normandas de medio punto y su piedra gris. La torre era alta y redonda, y la piedra de construcción era más amarilla, casi dorada.

Un sendero, no mucho más ancho que la trocha del lugar de lanzamiento, se perdía colina arriba, hacia el bosque.

Por ahí vinimos, pensó Kivrin, y cruzó el prado, pero en cuanto dejó atrás el granero, el viento la asaltó. Le atravesó la capa como si no llevara nada, y pareció apuñalarle el pecho. Se apretó la capa en torno al cuello, la sostuvo con la mano plana contra el pecho y continuó.

La campana del suroeste empezó a sonar otra vez. Se preguntó qué significaba. Eliwys e Imeyne habían hablado al respecto, pero eso fue antes de que Kivrin pudiera comprender lo que decían, y cuando comenzó a sonar de nuevo el día anterior, Eliwys actuó como si no la oyera. Tal vez tenía que ver con el Adviento. Se suponía que las campanas tenían que sonar al anochecer en Nochebuena y luego durante una hora antes de la medianoche, según sabía Kivrin. Tal vez sonaban también en otros momentos durante el Adviento.

El sendero estaba embarrado y resbaladizo. A Kivrin empezó a dolerle el pecho. Apretó la mano con más fuerza y continuó, intentando darse prisa. Distinguió movimiento más allá de los campos. Serían campesinos que volvían con el tronco de Nochebuena, o de recoger a los animales. No lo veía bien. Parecía que allí ya estaba nevando. Debía apresurarse.

El viento le agitó la capa y levantó hojas muertas a su paso. La vaca se marchó, la cabeza gacha, hacia el refugio de las chozas. No eran ningún refugio. Apenas parecían más altas que Kivrin, como si hubieran sido hechas con estacas y puestas en ese sitio, y no detenían al viento en absoluto.

La campana siguió sonando, un repique lento y firme, y Kivrin advirtió que había reducido el paso para seguir su compás. No debía hacer eso. Tenía que darse prisa. Pero correr hacía que el dolor fuera tan intenso que empezó a toser. Se detuvo, se dobló por la tos.

No lo conseguiría. No seas tonta, se dijo, tienes que encontrar el sitio. Estás enferma. Tienes que volver a casa. Llega hasta la iglesia y descansa dentro un momentito.

Reemprendió la marcha, deseando no toser, pero no le fue posible. No podía respirar. No podía llegar a la iglesia, mucho menos al lugar de recogida. Tienes que hacerlo, se gritó por encima del dolor. Esfuérzate.

Se detuvo otra vez, doblada de dolor. Antes le preocupaba que algún campesino saliera de una de las chozas, pero ahora deseaba que alguien lo hiciera para que la ayudara a volver a la casa. No había nadie. Todos estaban lejos, cogiendo el tronco de Nochebuena y reuniendo a los animales. Miró hacia los campos. Las distantes figuras de antes habían desaparecido.

Estaba frente a la última cabaña Tras ella había un puñado de cobertizos ruinosos donde no esperaba que viviera nadie. Debían de ser graneros y corrales, y tras ellos, seguramente no muy lejos, estaba la iglesia. Tal vez si voy despacio, pensó, y se encaminó hacia la iglesia de nuevo. Todo el pecho le dolía a cada paso. Se detuvo, tambaleándose un poco, pensando no debo desmayarme. Nadie sabe que estoy aquí.

Se volvió y miró hacia la mansión. Ni siquiera podría regresar al salón. Tengo que sentarme, pensó, pero no había ningún sitio donde hacerlo en el sendero embarrado. Lady Eliwys estaba atendiendo al campesino; lady Imeyne, las niñas y toda la aldea estaban cortando el tronco de Nochebuena. Nadie sabe que estoy aquí.

El viento arreciaba; ahora no soplaba a ráfagas, sino con un impulso intenso y sostenido. Debo intentar volver a la casa, pensó Kivrin, pero tampoco pudo hacerlo. Incluso permanecer de pie le suponía un gran esfuerzo. Si hubiera algún sitio donde sentarse lo haría, pero el espacio entre las cabañas, hasta las verjas, era todo barro. Entraría en la choza.

Tenía una valla desvencijada alrededor, hecha de ramas verdes entretejidas entre estacas. La valla apenas le llegaba a la altura de la rodilla y no habría mantenido a un gato a raya, mucho menos a las ovejas y vacas contra las que se suponía que la habían alzado. Sólo la puerta tenía sujeciones hasta la altura de la cintura, y Kivrin se apoyó agradecida en una de ellas.

– Hola -gritó al viento-, ¿hay alguien aquí?

La puerta principal de la choza estaba sólo a unos pocos pasos de la valla, y la choza no podía ser a prueba de ruidos. Ni siquiera era a prueba de viento. Vio un agujero en la pared donde el barro amasado y la paja se habían resquebrajado y caído a las enmarañadas ramas de abajo. Seguramente podían oírla. Levantó la tira de cuero que sujetaba la valla, entró, y llamó a la baja puerta de madera.

No hubo respuesta, aunque Kivrin tampoco esperaba ninguna. Volvió a gritar.

– ¿Hay alguien en casa?

No se molestó en escuchar siquiera cómo lo traducía el intérprete, y trató de alzar la barra de madera que cruzaba la puerta. Era demasiado pesada. Intentó sacarla por las ranuras que sobresalían de los dinteles, pero no pudo. Aunque parecía como si la choza pudiera salir volando de un momento a otro, ella no era capaz de abrir la puerta. Tendría que decirle al señor Dunworthy que las cabañas medievales no eran tan endebles como parecían. Se apoyó contra la puerta, sujetándose el pecho.

Algo sonó a su espalda, y se volvió.

– Lamento haber entrado en su jardín -dijo al momento.

Era la vaca, que se apoyaba casualmente contra la valla y mordisqueaba las hojas marrones, a las que apenas llegaba.

Kivrin tendría que volver a la mansión. Se apoyó en la valla, asegurándose de que quedaba cerrada; pasó la tira de cuero sobre la estaca, y luego se apoyó en el huesudo lomo de la vaca. El animal la siguió unos pocos pasos, como si pensara que Kivrin la llevaba a ordeñar, pero después volvió al jardín.

La puerta de uno de los cobertizos donde no podía vivir nadie se abrió, y un niño descalzo se asomó. Se detuvo. Parecía asustado.

Kivrin intentó enderezarse.

– Por favor -dijo, jadeando-, ¿puedo descansar un momento en tu casa?

El niño la miró aturdido, con la boca abierta. Estaba patéticamente delgado, sus brazos y piernas no eran más gruesos que las ramas de las vallas.

– Por favor, corre y dile a alguien que venga. Diles que estoy enferma.

No puede correr mejor que yo, pensó en cuanto lo hubo dicho. Los pies del niño estaban azules de frío. Su boca parecía ulcerada, y las mejillas y el labio superior estaban manchados de sangre seca de una hemorragia nasal. Tiene escorbuto, pensó Kivrin, está peor que yo, pero repitió:

– Corre a la mansión y pídeles que vengan.

El niño se persignó con una mano huesuda y agrietada.

– Bighaull emeurdroud ooghattund enblastbardey -dijo, y volvió a la choza.

Oh, no, pensó Kivrin desesperada. No me entiende, y yo no tengo fuerzas para intentarlo.

– Por favor, ayúdame -suplicó, y pareció que el niño casi entendía eso. Avanzó un paso hacia ella y luego corrió súbitamente en dirección a la iglesia.

– ¡Espera! -llamó Kivrin.

Dejó atrás a la vaca, sorteó la valla y desapareció tras la cabaña. Kivrin miró el cobertizo. Apenas merecía este nombre. Más parecía una hacina de heno, hierba y trozos de paja metidos en los espacios situados entre los postes, pero la puerta era un tejido de palos unidos por cuerda negra, el tipo de puerta que se puede derribar de un soplido, y el niño la había dejado abierta. Kivrin atravesó el umbral y entró en la choza.

El interior estaba oscuro, y había tanto humo que no distinguió nada. Olía fatal, como un establo. Peor.

Mezclado con los olores de corral había humo, moho y el desagradable olor de las ratas. Kivrin casi tuvo que doblarse para poder pasar por la puerta. Se enderezó, y su cabeza chocó con los palos que servían de vigas.

No había ningún lugar donde sentarse en la choza, si realmente era eso. El suelo estaba cubierto de sacos y herramientas, como si efectivamente fuera un cobertizo, y no había muebles excepto una mesa irregular cuyas toscas patas se desplegaban desde el centro. Pero la mesa tenía un cuenco de madera y una hogaza de pan, y en el centro de la choza, en el único espacio despejado, ardía un pequeño fuego en un agujero poco profundo.

Por lo visto era la fuente de todo el humo, aunque en el techo había un agujero que hacía las veces de tiro. El fuego era pequeño, sólo unos pocos palos, pero los otros agujeros de las irregulares paredes y el techo tiraban también del humo, y el viento, que entraba por todas partes, lo arremolinaba. Kivrin empezó a toser, lo cual fue un terrible error. Sentía como si el pecho fuera a partírsele con cada espasmo.

Apretando los dientes para no toser, se sentó en un saco de cebollas, aferrándose a la azada que había al lado y luego a la pared de frágil aspecto. En cuanto se hubo sentado se sintió inmediatamente mejor, aunque hacía tanto frío que su aliento formaba nubéculas. Me pregunto cómo olerá este sitio en verano, pensó. Se arrebujó en la capa, doblando las puntas como si fuera una manta sobre sus rodillas.

Había una corriente fría en el suelo. Envolvió la capa en sus pies y luego cogió un atizador que yacía junto al saco y removió el exiguo fuego. Las llamas se animaron un poco, iluminando la choza y haciendo que pareciera un cobertizo más que nunca. Una pequeña valla había sido construida en un lado, probablemente para un establo, porque estaba separada del resto de la choza por una valla aún más pequeña que la que tenía la cabaña de antes. El fuego no proporcionaba luz suficiente para que Kivrin pudiera ver el rincón, pero un sonido de roce llegaba desde allí.

Un cerdo, pensó, aunque se suponía que los cerdos de los campesinos habrían sido sacrificados ya por estas fechas, o tal vez una cabra. Volvió a avivar el fuego, intentando iluminar el rincón.

El sonido de roce se produjo delante de la patética valla, procedente de una gran jaula en forma de cúpula. Parecía fuera de lugar en la sucia esquina, con su banda de metal lisa, su complicada puerta y su bonita asa. Dentro de la jaula, con los ojos brillantes a la luz del fuego, había una rata.

Estaba sentada sobre los cuartos traseros, y entre sus patas como manos sujetaba un trozo de queso que la había hecho caer en la trampa. Contemplaba a Kivrin. Había otros pedazos de queso probablemente mohosos en el suelo de la jaula. Más comida que en toda la choza, pensó Kivrin, sentada muy quieta sobre el saco de cebollas. No parecía que tuvieran nada que mereciera la pena proteger de una rata.

Kivrin había visto a una rata antes, por supuesto, en Historia de la Psicología y cuando hicieron pruebas sobre sus fobias en primer curso, pero no de este tipo. Nadie las había visto de este tipo, en Inglaterra al menos, desde hacía cincuenta años. Era una rata bonita, con pelaje negro brillante, no mucho mayor que las ratas blancas de laboratorio, no tan grande como la rata marrón con la que le habían hecho la prueba.

También parecía mucho más limpia que la rata marrón. Ésa parecía pertenecer a las alcantarillas y tuberías de las que sin duda había salido, con su pelaje marrón mugriento y su larga cola obscenamente pelada. Cuando estudió por primera vez la Edad Media, Kivrin no comprendió cómo los contemporáneos habían tolerado a aquellos bichos repugnantes en sus graneros, mucho menos en las casas. La idea de que había una en la pared junto a su cama la llenó de repulsión. Pero esta rata tenía un aspecto bastante limpio, con sus ojillos negros y su lustroso pelaje. Desde luego, estaba mucho más limpia que Maisry, y probablemente era más inteligente. Parecía inofensiva.

Como para demostrar su razonamiento, la rata mordisqueó de nuevo el queso.

– Pero no eres inofensiva -señaló Kivrin-. Eres el azote de la Edad Media.

La rata soltó el trozo de queso y avanzó un paso, cimbreando los bigotes. Se agarró a dos de los barrotes de metal con sus manitas rosadas y miró suplicante a través de ellos.

– Sabes que no puedo dejarte salir -dijo Kivrin, y el animal irguió las orejas como si la comprendiera-. Te comes el grano que es precioso, contaminas la comida, tienes pulgas y dentro de veintiocho años tú y tus amigas acabaréis con media Europa. Lady Imeyne debería preocuparse por ti, y no por espías franceses o curas analfabetos -la rata la miró-. Me gustaría dejarte salir, pero no puedo. La Peste Negra ya fue bastante mala. Mató a la mitad de Europa. Si te dejo salir, tus descendientes podrían hacer que fuera aún peor.

La rata soltó los barrotes y empezó a correr por la jaula, chocando contra ellos, dando vueltas con movimientos frenéticos y aleatorios.

– Te dejaría salir si pudiera -repitió Kivrin.

El fuego casi se había apagado. Kivrin volvió a removerlo, pero ya no había más que cenizas. La puerta que había dejado abierta con la esperanza de que el niño trajera a alguien se cerró de golpe, sumiendo la choza en la oscuridad.

No sabrán dónde buscarme, pensó, aunque era consciente de que ni siquiera lo estaban haciendo. Todos pensaban que estaba en su habitación, dormida. Lady Imeyne ni siquiera iría a echarle un vistazo hasta que le llevara la cena. Ni siquiera empezarían a buscarla hasta después de vísperas, y para entonces ya habría anochecido.

La choza estaba en silencio. El viento debía de haber cesado. No oía a la rata. Una rama del fuego chasqueó, y las chispas volaron por el suelo.

Nadie sabe dónde estoy, pensó, y se llevó la mano al pecho, como si hubiera sido apuñalada. Nadie sabe dónde estoy. Ni siquiera el señor Dunworthy.

Pero seguramente eso no era cierto. Lady Eliwys podría haber vuelto y subido a ponerle más ungüento, o Maisry habría vuelto a casa enviada por Imeyne, o el niño podría haber ido a traer a los hombres de los campos, y llegarían allí de un momento a otro, aunque la puerta estuviera cerrada. Y aunque no advirtieran que se había ido hasta después de vísperas, tenían antorchas y linternas, y los padres del niño con escorbuto volverían a preparar la cena y la encontrarían y llamarían a alguien de la mansión. No importa lo que pase, se dijo, no estás completamente sola, y eso la reconfortó.

Porque estaba completamente sola. Había intentado convencerse de lo contrario, de que alguna lectura en las pantallas de la red le había dicho a Gilchrist y Montoya que algo había salido mal, que el señor Dunworthy había hecho que Badri comprobara y volviera a comprobarlo todo, que de algún modo sabían lo que había sucedido y mantendrían abierto el lugar de recogida. Pero se equivocaba. No sabían dónde estaba más que Agnes o lady Eliwys. Creían que estaba a salvo en Skendgate, estudiando la Edad Media, con el lugar claramente localizado y el grabador medio lleno ya de observaciones acerca de costumbres curiosas y la rotación de las cosechas. Ni siquiera se darían cuenta de que había desaparecido hasta que abrieran la red al cabo de dos semanas.

– Y para entonces estará oscuro -murmuró Kivrin.

Permaneció inmóvil, contemplando el fuego. Casi se había apagado, y no había más leña en ninguna parte. Se preguntó si habían dejado al niño en casa para recoger leña y qué fuego harían esta noche.

Estaba completamente sola, y el fuego se extinguía, y nadie sabía dónde se encontraba excepto la rata que iba a matar a media Europa. Se levantó, volvió a darse un golpe en la cabeza, abrió la puerta de la choza y salió.

Seguía sin haber nadie en los campos. El viento había cesado, y oía la campana del suroeste doblando claramente. Unos cuantos copos de nieve caían del cielo gris. El pequeño promontorio donde se alzaba la iglesia estaba completamente oscurecido por la nieve. Kivrin se dirigió hacia la iglesia.

Otra campana empezó a sonar. Estaba más al sur y más cerca, pero con un tono más agudo y metálico que indicaba que se trataba de una campana más pequeña. Doblaba con decisión, pero un poco retrasada con respecto a la primera campana, de manera que parecía un eco.

– ¡Kivrin! ¡Lady Kivrin! -llamó Agnes-. ¿Dónde habéis estado?

Corrió junto a ella, con la carita encendida por el esfuerzo y el frío. O la excitación.

– Os hemos estado buscando por todas partes -corrió en la dirección por donde había llegado, gritando-. ¡La he encontrado! ¡La he encontrado!

– ¡No, no lo has hecho! -intervino Rosemund-. Todos la hemos visto.

Corrió delante de lady Imeyne y Maisry, que tenía el poncho sobre los hombros. Tenía las orejas de un rojo brillante. Parecía enfadada, probablemente porque le echaban la culpa de la desaparición de Kivrin o porque pensaba que iban a hacerlo, o tal vez era sólo el frío. Lady Imeyne parecía furiosa.

– No sabías que era lady Kivrin -gritó Agnes, corriendo de vuelta hacia ella-. Dijiste que no era seguro que fuera Kivrin. Yo la he encontrado.

Rosemund la ignoró. Agarró a Kivrin por el brazo.

– ¿Qué ha sucedido? ¿Por qué os habéis levantado? -preguntó ansiosamente-. Gawyn fue a hablar con vos y descubrió que os habíais marchado.

Gawyn vino, pensó Kivrin débilmente. Gawyn, que podría haberme dicho exactamente dónde está el lugar, y no me encontró.

– Sí, vino a deciros que no había encontrado rastro alguno de vuestros atacantes, y que…

Lady Imeyne se acercó.

– ¿Adónde os dirigíais? -preguntó, y pareció una acusación.

– No encontraba el camino de vuelta -respondió Kivrin, intentando pensar qué decir para explicar su paseo por la aldea.

– ¿Queríais encontraros con alguien? -demandó lady Imeyne, y era claramente una acusación.

– ¿Cómo podía ir a encontrarse con alguien? -le preguntó Rosemund-. No conoce a nadie aquí ni recuerda nada de antes.

– Quería ir al lugar donde me encontraron -dijo Kivrin, tratando de no apoyarse en Rosemund-. Pensé que tal vez si veía mis pertenencias podría…

– Recordar algo -terminó Rosemund-. Pero…

– No tendríais que haber arriesgado vuestra salud para hacerlo -dijo lady Imeyne-. Gawyn lo ha traído todo.

– ¿Todo? -preguntó Kivrin.

– Sí -dijo Rosemund-, la carreta y todas vuestras cajas.

La segunda campana guardó silencio, y la primera continuó sola, firme, lentamente, como si se tratara de un funeral. Sonaba como la muerte de la propia esperanza. Gawyn lo había traído todo a la casa.

– No está bien hablar con lady Katherine con este frío -señaló Rosemund, hablando como una madre-. Ha estado enferma. Debemos llevarla dentro, no vaya a resfriarse.

Ya me he resfriado, pensó Kivrin. Gawyn lo había traído todo a la casa, todas las huellas de donde se encontraba el lugar de recogida. Incluso la carreta.

– Es culpa tuya, Maisry -dijo lady Imeyne, empujando a Maisry para que cogiera a Kivrin por el brazo-. No tendrías que haberla dejado sola.

Kivrin se apartó de la sucia Maisry.

– ¿Podéis caminar? -preguntó Rosemund, doblada ya por el peso de Kivrin-. ¿Debemos traer la yegua?

– No -contestó Kivrin. De algún modo no podía soportar la idea de regresar como una prisionera capturada a lomos de un caballo trotón-. No -repitió-. Puedo caminar.

Tuvo que apoyarse en los brazos de Rosemund y Maisry, y fue algo lento, pero lo consiguió. Dejaron atrás las chozas y la casa del criado y los curiosos cerdos, y entraron en el patio. El tocón de un gran fresno yacía sobre el empedrado ante el granero; las raíces retorcidas aparecían cubiertas de copos de nieve.

– Con su conducta habrá atraído la muerte -refunfuñó lady Imeyne, quien indicó a Maisry que abriera la pesada puerta de madera-. Sin duda sufrirá una recaída.

Empezó a nevar con fuerza. Maisry abrió la puerta. Tenía un pestillo como la puertecita de la jaula de la rata. Tendría que haberla soltado, pensó Kivrin. Tendría que haberla dejado ir.

Lady Imeyne dirigió un gesto a Maisry, que regresó para coger a Kivrin del brazo.

– No -dijo ella, y se zafó de su mano y de la de Rosemund y caminó sola sin ayuda hacia la puerta y la oscuridad del interior.


Transcripción del Libro del Día del Juicio Final
(005982-013198)

18 de diciembre de 1320 (Calendario Antiguo). Creo que tengo neumonía. Intenté encontrar el lugar de recogida, y he sufrido algún tipo de recaída. Siento un dolor agudo bajo las costillas cada vez que respiro, y cuando toso, cosa que es constante, noto como si por dentro todo se me rompiera en pedazos. Intenté sentarme en la cama hace un rato y al instante quedé bañada en sudor, y creo que la temperatura me ha vuelto a subir.

Por lo que me enseñó la doctora Ahrens, ésos son los síntomas que indican neumonía.

Lady Eliwys no ha vuelto todavía. Lady Imeyne me puso en el pecho una pócima de olor horrible y luego mandó llamar a la esposa del senescal.

Pensé que quería reprenderla por usurpar la mansión, pero cuando llegó la mujer, llevando en brazos a su hijo de seis meses, lady Imeyne le dijo: «La herida ha enfebrecido sus pulmones», y la esposa del senescal me miró la sien y luego salió y regresó sin el bebé, con un cuenco lleno de una infusión de sabor amargo. Debía tener corteza de sauce o algo porque la temperatura me bajó, y las costillas no me duelen tanto.

La mujer del senescal es delgada y menuda, con cara afilada y cabello color ceniza. Creo que lady Imeyne tiene razón cuando dice que ella es la que tienta «a pecar» al senescal. Entró vestida con una saya forrada de piel con mangas tan largas que casi las arrastraba por el suelo, y el bebé envuelto en una hermosa manta de lana, y habla con un acento extraño que me parece un intento de imitar el habla de lady Imeyne.

«Un embrión de la clase media», como diría el señor Latimer, nouveau riche y esperando su oportunidad, que llegará dentro de treinta años, cuando la Peste Negra golpee y un tercio de la nobleza sea aniquilado.

– ¿Es ésta la dama que encontraron en el bosque? -le preguntó a lady Imeyne cuando entró, y no había ninguna «modestia aparente» en sus modales. Sonrió a Imeyne como si fueran viejas amigas y se acercó a la cama.

– Sí -replicó lady Imeyne, consiguiendo expresar impaciencia, desdén y disgusto en una sola sílaba.

La mujer del senescal la ignoró. Se acercó a la cama y luego se apartó, la primera persona que mostró alguna indicación de que yo podía ser contagiosa.

– ¿Tiene la fiebre (algo)?

El intérprete no entendió la palabra, ni yo tampoco, dado su peculiar acento. ¿Fluorina? ¿Florentina?

– Tiene una herida en la cabeza -señaló Imeyne con brusquedad-. Ha enfebrecido sus pulmones.

La mujer del senescal asintió.

– El padre Roche nos contó cómo Gawyn y él la encontraron en el bosque.

Imeyne se envaró ante el uso familiar del nombre de Gawyn, y la esposa del senescal sí captó este detalle y corrió a cocer la corteza de sauce. Incluso hizo una reverencia a lady Imeyne cuando se marchó por segunda vez.

Rosemund entró para sentarse conmigo después de que Imeyne se fuera. Creo que le habían encomendado que me vigilara para que no intentara escapar de nuevo, y le pregunté si era verdad que el padre Roche estaba con Gawyn cuando me encontró.

– No -respondió-. Gawyn se encontró al padre Roche en el camino mientras os traía y os dejó a su cuidado para poder buscar a vuestros atacantes, pero no los encontró, y el padre Roche y él os trajeron aquí. No tenéis que preocuparos por eso. Gawyn ha traído vuestras cosas a la mansión.

No recuerdo que el padre Roche estuviera allí, excepto en la habitación, pero si fuera cierto, y Gawyn no me encontró demasiado lejos del lugar de recogida, tal vez sepa dónde es.

(Pausa)

He estado pensando en lo que dijo lady Imeyne. «La herida de la cabeza le ha enfebrecido sus pulmones.» No creo que nadie aquí se dé cuenta de que estoy enferma. Dejaron a las niñas en la habitación sin preocuparse, y ninguno de ellos parece tener miedo, excepto la mujer del senescal, y en cuanto lady Imeyne le dijo que tenía los «pulmones enfebrecidos» se acercó a la cama sin vacilación.

Pero obviamente le preocupaba la posibilidad de que mi enfermedad fuera contagiosa, y cuando le pregunté a Rosemund por qué no había ido con su madre a ver al campesino, me contestó, como si estuviera muy claro: «Me prohibió ir. El campesino está enfermo.»

No creo que sepan que sufro una enfermedad. No tengo ninguno de los síntomas en forma de marcas, como sarpullidos o bubas, y supongo que achacan mi fiebre y mis delirios a mis heridas. Las heridas a menudo se infectaban, y había casos frecuentes de gangrena. No habría ningún motivo para mantener a raya a los niños si se tratara de una persona herida.

Por otra parte, ninguno de ellos se ha contagiado. Han transcurrido cinco días, y si es un virus, el período de incubación debería ser sólo de doce a cuarenta y ocho horas. La doctora Ahrens me dijo que el momento más contagioso es antes de que aparezca ningún síntoma, así que tal vez no era contagioso cuando las niñas empezaron a venir. O tal vez es algo que ya han tenido, y son inmunes. La mujer del senescal preguntó si yo había tenido la fiebre ¿florentina? ¿flantina?, y el señor Gilchrist está convencido de que hubo una epidemia de influenza en 1320. Tal vez eso es lo que tengo.

Es por la tarde. Rosemund está sentada junto a la ventana, cosiendo una pieza de lino con lana roja oscura, y Blackie está a mi lado. He estado pensando en cuánta razón tenía usted, señor Dunworthy. Yo no estaba preparada en absoluto, y todo es completamente distinto a lo que yo me había imaginado. Pero se equivocaba al afirmar que no es como un cuento de hadas.

Donde quiera que miro veo cosas de cuento de hadas. La caperuza roja de Agnes, y la jaula de la rata, y cuencos de gachas, y las casitas de paja y estacas de los campesinos que podrían ser derribadas a soplidos por un lobo si se lo propusiera.

El campanario se parece al lugar donde estuvo prisionera Rapunzel; y Rosemund, inclinada sobre su bordado, con su cabello negro y su gorra blanca y sus mejillas arreboladas parece clavadita a Blancanieves.

(Pausa)

Creo que la fiebre me ha vuelto a subir. Huelo a humo en la habitación. Lady Imeyne está rezando, arrodillada junto a la cama con su Libro de las Horas. Rosemund me dijo que habían vuelto a llamar a la esposa del senescal. Lady Imeyne la desprecia. Debo de estar muy grave para que Imeyne tenga que mandarla llamar. Me pregunto si irán a buscar al sacerdote. Si lo hacen, debo preguntarle si sabe dónde me encontró Gawyn. Hace mucho calor aquí dentro. Esta parte no se parece en nada a un cuento de hadas. Sólo mandan llamar a un sacerdote cuando alguien se está muriendo, pero Probabilidad dice que había una posibilidad del setenta y dos por ciento de morir de neumonía en el siglo XIV. Espero que venga pronto, para decirme dónde está el lugar y cogerme de la mano.