"El Libro del Día del Juicio Final" - читать интересную книгу автора (Willis Connie)11No la entendían. Kivrin había intentado comunicarse con Eliwys, hacerla comprender, pero ella se había limitado a sonreír amablemente, ajena al significado, y le dijo que descansara. – Por favor -rogó Kivrin mientras Eliwys se dirigía a la puerta-. No te marches. Es importante. Gawyn es el único que sabe dónde es el sitio. – Dormid -sonrió Eliwys-. Volveré pronto. – Tenéis que dejarme verlo -suplicó Kivrin, desesperada, pero Eliwys ya estaba junto a la puerta-. No sé dónde es el sitio. Hubo un ruido en las escaleras. Eliwys abrió la puerta y dijo: – Agnes, te dije que fueras a decirle… Se interrumpió a mitad de la frase y retrocedió un paso. No parecía asustada o inquieta, pero su mano en el dintel se agitó un poco, como si hubiera preferido cerrar la puerta de golpe, y el corazón de Kivrin empezó a redoblar. Ya está, pensó descabelladamente. Han venido a llevarme a la hoguera. – Buen día, mi señora -dijo una voz de hombre-. Vuestra hija Rosemund me dijo que os encontraría en el salón, pero no os hallé. El hombre entró en la habitación. Kivrin no pudo verle la cara. Estaba al pie de la cama, oculto por los colgantes. Intentó doblar la cabeza para poder verlo, pero el movimiento hizo que todo girara violentamente. Volvió a tenderse. – Pensé que os encontraría con la dama herida -dijo el hombre. Llevaba una pelliza acolchada y botas de cuero. Y una espada. Kivrin la oía resonar cada vez que daba un paso-. ¿Cómo se encuentra? – Parece mejor hoy -contestó Eliwys-. La madre de mi esposo ha ido a prepararle una cocción de vulneraria para las heridas. Había retirado la mano de la puerta, y el comentario del hombre sobre «vuestra hija Rosemund» indicaba con toda seguridad que se trataba de Gawyn, el hombre que había enviado a buscar a los atacantes de Kivrin, pero Eliwys retrocedió otros dos pasos mientras él hablaba, y su cara parecía alerta. La idea de peligro fluctuó de nuevo en la mente de Kivrin, y de repente se preguntó si tal vez, después de todo, el asesino no había sido un sueño, si ese hombre, con su rostro cruel, podría ser Gawyn. – ¿Habéis encontrado algo que pueda indicarnos la identidad de la dama? -preguntó Eliwys, con cuidado. – No. Sus bienes y sus caballos habían sido robados. Esperaba que la dama me dijera algo de sus atacantes, cuántos eran y desde qué dirección la asaltaron. – Me temo que no puede deciros nada. – ¿Es muda, pues? -se extrañó él, y se colocó en un lugar donde Kivrin pudo verlo. No era tan alto como lo recordaba, y su cabello parecía menos rojo y más rubio a la luz del día, pero su rostro seguía pareciendo tan amable como cuando la colocó sobre su caballo. Su caballo negro Gringolet, después de que la encontrara en el claro. No era el asesino (ella había imaginado al asesino, lo había conjurado con su delirio y los temores del señor Dunworthy, junto con el caballo blanco y los villancicos), y debía de estar malinterpretando las reacciones de Eliwys igual que se había equivocado cuando la levantaron de la cama para que usara el orinal. – No es muda, pero habla en una extraña lengua que no comprendo -explicó Eliwys-. Temo que sus heridas han nublado su entendimiento -se acercó al lecho y Gawyn la siguió-. Buena señora. He traído al valido de mi esposo, Gawyn. – Buen día, mi señora -saludó Gawyn, hablando despacio y en voz alta, como si pensara que Kivrin era sorda. – Él es quien os encontró en el bosque -informó Eliwys. ¿En el bosque dónde?, pensó Kivrin desesperadamente. – Me complace saber que vuestras heridas están sanando -dijo Gawyn, recalcando cada palabra-. ¿Podéis hablarme de los hombres que os atacaron? No sé si puedo decirte nada, pensó Kivrin, temerosa de que él no la entendiera tampoco. Tenía que hacerlo. Sabía dónde estaba el lugar. – ¿Cuántos hombres eran? ¿Iban a caballo? ¿Dónde me encontraste?, pensó ella, recalcando las palabras como hacía Gawyn. Esperó a que el intérprete pronunciara toda la frase, prestando atención a las entonaciones, comparándolas con las lecciones de lenguaje que le había impartido el señor Dunworthy. Gawyn y Eliwys esperaban, observándola con suma atención. Kivrin inspiró profundamente. – ¿Dónde me encontrasteis? Ellos intercambiaron rápidas miradas, la de él sorprendida, la de ella diciendo claramente: «¿Veis?» – También habló así esa noche -dijo Gawyn-. Pensé que se debía a la herida. – Y yo también -asintió Eliwys-. La madre de mi esposo piensa que es de Francia. Él sacudió la cabeza. – No habla francés -se volvió hacia Kivrin-. Buena señora -dijo, casi gritando-, ¿venís de otra tierra? Sí, pensó Kivrin, otra tierra, y la única forma de volver es a través del lugar de lanzamiento, y sólo tú sabes dónde está. – ¿Dónde me encontrasteis? -repitió. – Se llevaron todas sus pertenencias -dijo Gawyn-, pero su carreta era de buena calidad, y tenía muchas cajas. Eliwys asintió. – Me temo que es de noble cuna y los suyos la estarán buscando. – ¿En qué parte del bosque me encontrasteis? -insistió Kivrin, alzando la voz. – La estamos asustando -observó Eliwys. Se inclinó sobre Kivrin y le palmeó la mano-. Shh. Descansad. Se retiró de la cama y Gawyn la siguió. – ¿Queréis que cabalgue hasta Bath a buscar a lord Guillaume? -preguntó Gawyn, fuera de la vista, más allá de los colgantes. – No -contestó Eliwys, mirándose las manos-. Mi señor ya tiene suficientes motivos de preocupación, y no puede marcharse hasta que el juicio haya terminado. Y os dijo que os quedarais con nosotras y nos protegierais. – Con vuestro permiso, entonces, regresaré al lugar donde hallé a la dama e investigaré un poco más. – Sí -dijo Eliwys, todavía sin mirarlo-. Puede que alguna prenda cayera al suelo y nos diga algo de ella. El lugar donde hallé a la dama, recitó Kivrin para sí, intentando oír las palabras de Gawyn bajo la traducción del intérprete y memorizarlas. El lugar donde me encontraron. – Me pondré en camino de nuevo -dijo Gawyn. Eliwys lo miró. – ¿Ahora? Está oscureciendo. – Mostradme el lugar donde me hallasteis -dijo Kivrin. – No temo a la oscuridad, lady Eliwys -replicó él, y dio un paso, la espada colgando. – Llevadme con vos -terció Kivrin, pero no sirvió de nada. Ya se habían marchado, y el intérprete estaba roto. Se había engañado a sí misma al creer que funcionaba. Había comprendido lo que decían por las lecciones de lengua que le había dado el señor Dunworthy, no gracias al intérprete, y tal vez sólo se estaba engañando a sí misma al creer que los comprendía. Tal vez la conversación no había tratado sobre quién era ella, sino sobre algo completamente distinto: una oveja perdida, o llevarla a juicio. Lady Eliwys había cerrado la puerta al salir, y Kivrin no oyó nada más. Incluso la campana había cesado, y la luz a través del lino encerado era levemente azulada. Anochecía. Gawyn había dicho que iba a regresar al lugar. Si la ventana daba al patio, al menos vería en qué dirección se marchaba. No está lejos, había dicho. Si pudiera averiguar en qué dirección cabalgaba, lograría encontrar el lugar ella sola. Se incorporó en la cama, pero incluso ese pequeño esfuerzo hizo que el dolor del pecho la apuñalara de nuevo. Pasó los pies por el lado, pero la acción la mareó. Se tendió contra la almohada y cerró los ojos. Mareo, fiebre y dolor en el pecho. ¿De qué eran síntomas? La viruela empezaba con fiebre y escalofríos, y las pústulas no aparecían hasta el segundo o el tercer día. Levantó el brazo para comprobar si tenía algún indicio. No sabía cuánto tiempo había estado enferma, pero no podía ser viruela, porque el período de incubación era de diez a veintiún días. Diez días antes se encontraba en el hospital de Oxford, donde el virus de la viruela llevaba extinguido casi cien años. Estaba en el hospital, recibiendo vacunas contra todo: viruela, fiebre tifoidea, cólera, peste. ¿Entonces cómo podría ser nada de eso? Y si no era ninguna de estas enfermedades, ¿qué era? ¿El baile de san Vito? Sí, eso era algo contra lo que no había sido vacunada, pero de todas formas habían potenciado su sistema inmunológico para combatir cualquier infección. Hubo un sonido de carrera en las escaleras. – ¡Madre! -gritó una voz que reconoció como perteneciente a Agnes-. ¡Rosemund no esperó! No entró en la habitación con tanta violencia como antes porque la pesada puerta estaba cerrada y tuvo que empujarla, pero en cuanto la atravesó, corrió hacia el asiento de la ventana, gimiendo. – ¡Madre! ¡Yo se lo tendría que haber dicho a Gawyn! -gimoteó, y entonces se detuvo al ver que su madre no estaba en la habitación. Las lágrimas cesaron también, según advirtió Kivrin. Agnes permaneció un instante junto a la ventana, como si decidiera intentar su escena una última vez, y luego corrió hacia la puerta. A la mitad del camino, espió a Kivrin y se detuvo nuevamente. – Sé quién sois -dijo, acercándose a la cama. Apenas era lo bastante alta para ver por encima de la ropa. Las cintas de su gorrito se habían soltado de nuevo-. Sois la dama que Gawyn encontró en el bosque. Kivrin temía que su respuesta, confusa como la haría el intérprete, asustara a la niñita. Se incorporó un poco contra las almohadas y asintió. – ¿Qué le ha pasado a vuestro cabello? -preguntó Agnes-. ¿Lo robaron los ladrones? Kivrin sacudió la cabeza, sonriendo ante la extraña idea. – Maisry dice que los ladrones os robaron la lengua -Agnes señaló la frente de Kivrin-. ¿Os hirieron en la cabeza? Kivrin asintió. – Yo me hice daño en la rodilla -dijo la niña, y trató de levantarla con ambas manos para que Kivrin pudiera ver el vendaje sucio. La anciana tenía razón. Ya se estaba aflojando. Kivrin vio la herida debajo. Había supuesto que sería sólo una rodilla despellejada, pero la herida parecía bastante profunda. Agnes dio unos saltitos a la pata coja, soltó su rodilla y se apoyó contra la cama otra vez. – ¿Os vais a morir? No lo sé, pensó Kivrin, recordando el dolor de su pecho. La tasa de mortandad de la viruela era del setenta y cinco por ciento en 1320, y su sistema inmunológico potenciado no funcionaba. – El hermano Hubard murió -dijo Agnes sabiamente-. Y también Gilbert. Se cayó del caballo. Yo lo vi. Se le quedó la cabeza toda roja. Rosemund dijo que el hermano Hubard murió del mal azul. Kivrin se preguntó qué sería el mal azul, asfixia tal vez, o apoplejía, y supuso que se refería al capellán que la suegra de Eliwys quería sustituir con tanta premura. Era habitual que las casas nobles viajaran con sus propios sacerdotes. Al parecer el padre Roche era el cura local, probablemente sin educación e incluso analfabeto, aunque ella había comprendido su latín perfectamente. Y había sido amable. Le había sostenido la mano y le había dicho que no tuviera miedo. También hay buena gente en la Edad Media, señor Dunworthy, pensó. El padre Roche y Eliwys y Agnes. – Mi padre dijo que me traería una cotorra cuando vuelva de Bath. Adeliza tiene un azor. A veces me deja cogerlo -dobló el brazo y lo alzó, el puño cerrado como si hubiera un halcón encaramado en el guantelete imaginario-. Yo tengo un perro. – ¿Cómo se llama tu perro? -preguntó Kivrin. – Lo llamo Blackie -respondió Agnes, aunque Kivrin estaba segura de que se trataba sólo de la versión del intérprete. Lo más probable era que hubiera dicho Blackamon o Blakkin-. Es negro. ¿Tenéis vos un perro? Kivrin estaba demasiado sorprendida para responder. Había hablado y se había hecho entender. Agnes ni siquiera había reaccionado como si su pronunciación fuera extraña. Kivrin había hablado sin pensar en el intérprete ni esperar a que tradujera, y tal vez ése era el secreto. – No, no tengo perro -contestó por fin, intentando reproducir lo que había hecho antes. – Enseñaré a hablar a mi cotorra. Le enseñaré a decir, «Buenos días, Agnes». – ¿Dónde está tu perro? -dijo Kivrin, intentándolo otra vez. Las palabras le sonaron diferentes, más ligeras, con aquella inflexión francesa que había oído en el habla de la mujer. – ¿Deseáis ver a Blackie? Está en el establo -contestó Agnes. Parecía una respuesta directa, pero por la forma en que hablaba la niña era difícil asegurarlo. A lo mejor sólo le estaba ofreciendo información. Para cerciorarse, Kivrin tendría que preguntarle algo completamente apartado del tema, algo que sólo tuviera una respuesta. Agnes acariciaba la suave piel de la manta y tarareaba una cancioncilla. – ¿Cómo te llamas? -preguntó Kivrin, intentando que el intérprete controlara sus palabras. Tradujo su frase moderna a algo parecido a – Agnes -contestó la niñita al instante-. Mi padre dice que podré tener un azor cuando sea lo bastante mayor para montar una yegua. Tengo un pony-dejó de acariciar la piel, apoyó los codos en el borde de la cama y descansó la barbilla en sus manitas-. Sé vuestro nombre -dijo, como si estuviera orgullosa y contenta-. Os llamáis Katherine. – ¿Qué? -dijo Kivrin, completamente aturdida. Katherine. ¿Cómo se les había ocurrido eso? Se suponía que se llamaba Isabel. ¿Era posible que creyeran saber quién era? – Rosemund dijo que nadie sabía vuestro nombre -continuó la niña, orgullosa-, pero oí al padre Roche decirle a Gawyn que os llamabais Katherine. Rosemund dijo que no podíais hablar, pero sí podéis. Kivrin tuvo una súbita imagen del sacerdote inclinado sobre ella, su rostro oscurecido por las llamas que parecían arder constantemente delante, diciendo en latín: «¿Cuál es vuestro nombre, para que podáis confesaros?» Y ella, intentando formar la palabra aunque tenía la boca tan seca que apenas podía hablar, temerosa de morir sin que supieran qué había sido de ella. – ¿Os llamáis Katherine? -insistía Agnes, y Kivrin oyó claramente la voz de la niñita bajo la traducción del intérprete. Se parecía a Kivrin. – Sí -contestó, y le entraron ganas de llorar. – Blackie tiene un… -dijo Agnes. El intérprete no captó la palabra. ¿ Antes de que Kivrin pudiera detenerla, echó a correr hacia la puerta, todavía entornada. Kivrin esperó, deseando que volviera y que el Al menos podía hacer preguntas, pensó Kivrin. El intérprete no estaba estropeado después de todo. Debía de haber quedado temporalmente entorpecido por la extraña pronunciación, o afectado de algún modo por su fiebre, pero ahora el problema se había solucionado, y Gawyn sabía dónde estaba el lugar del lanzamiento y podría mostrárselo. Se incorporó un poco más para poder ver la puerta. El esfuerzo le lastimó el pecho y la mareó, y le hizo doler la cabeza. Se palpó ansiosamente la frente y luego las mejillas. Parecían calientes, pero podía deberse a que tuviera las manos frías. La habitación estaba helada, y en su excursión hasta el orinal no había visto ningún brasero, ni siquiera una copa. ¿Se habían inventado ya las copas? Posiblemente. De lo contrario, ¿cómo podría haber sobrevivido la gente a la Pequeña Era del Hielo? Hacía muchísimo frío. Empezaba a tiritar. La fiebre debía de estar volviéndole. ¿Otra vez le subía la temperatura? En la Historia de la Medicina había leído sobre los cortes de las fiebres, y que después el paciente se sentía débil, pero la fiebre no volvía, ¿verdad? Por supuesto que sí. ¿Y la malaria? Temblores, dolor de cabeza, sudor, fiebre recurrente. Por supuesto que volvía. Bueno, evidentemente no era malaria. La malaria nunca había sido endémica de Inglaterra, los mosquitos no vivían en Oxford en pleno invierno y nunca lo habían hecho, y los síntomas eran distintos. No había experimentado sudor, y los temblores se debían a la fiebre. El tifus producía dolor de cabeza y fiebre alta, y se transmitía por los piojos y las pulgas de las ratas, que sí eran endémicas en Inglaterra en la Edad Media y probablemente en la cama donde ahora yacía, pero el período de incubación era demasiado largo, casi de dos semanas. El período de incubación de la fiebre tifoidea era de sólo unos pocos días, y causaba dolor de cabeza, en las articulaciones, y también fiebre alta. No creía que fuera fiebre recurrente, pero recordaba que por lo general era más alta de noche, así que eso debía de significar que bajaba durante el día y luego subía durante la noche. Kivrin se preguntó qué hora sería. «Anochece», había dicho Eliwys, y la luz de la ventana cubierta de lino era levemente azulada, pero los días eran cortos en diciembre. Tal vez sólo fuera media tarde. Tenía sueño, pero eso tampoco era ninguna señal. Había dormido intermitentemente todo el día. El mareo era un síntoma evidente de la fiebre tifoidea. Intentó recordar los otros síntomas del «cursillo» de medicina medieval de la doctora Ahrens. Hemorragias nasales, lengua hinchada, sarpullidos rosáceos. Se suponía que los sarpullidos no salían hasta el séptimo u octavo día, pero Kivrin se levantó la camisa y se miró el estómago y el pecho. No había ningún sarpullido, así que no podía ser tifoidea. Ni viruela. Con la viruela, las pústulas empezaban a aparecer al segundo o tercer día. Se preguntó qué le habría sucedido a Agnes. Tal vez alguien había tenido el buen sentido de prohibirle que entrara en el cuarto, o tal vez la poco fiable Maisry la estaba vigilando de verdad. O, más probable, se había ido a ver a su cachorrito en el establo y se había olvidado de ir a enseñarle su La peste empezaba con dolor de cabeza y fiebre. No puede ser la peste, pensó Kivrin. No tienes ninguno de los síntomas. Bubas que crecen hasta el tamaño de naranjas, una lengua que se hincha hasta llenar toda la boca, hemorragias subcutáneas que oscurecían todo el cuerpo. No tienes la peste. Debía de ser algún tipo de gripe. Era la única enfermedad que aparecía tan repentinamente, y la doctora Ahrens estaba molesta porque el señor Gilchrist había adelantado la fecha y los antivirales no harían pleno efecto hasta el día quince, y Kivrin sólo tendría inmunidad parcial. Tenía que ser la gripe. ¿Cuál era el tratamiento para la gripe? Antivirales, descanso y líquido. Entonces descansa, se dijo, y cerró los ojos. No recordaba haberse quedado dormida, pero al parecer lo había hecho, porque las dos mujeres estaban de nuevo en la habitación, hablando, y Kivrin no recordaba haberlas visto entrar. – ¿Qué dijo Gawyn? -preguntó la anciana. Hacía algo con un cuenco y una cuchara, batiendo la cuchara contra el lado. El cofre estaba abierto a su lado, y metió la mano dentro, sacó una pequeña bolsa, vertió su contenido en el cuenco, y volvió a batir. – Entre sus pertenencias no encontró nada que pudiera decirnos los orígenes de la dama. Le robaron todos los bienes, abrieron sus cofres y los vaciaron de todo lo que pudiera identificarla. Pero Gawyn dijo que la carreta era de buena calidad. En efecto, procede de buena familia. – Y desde luego, su familia la estará buscando -dijo la anciana. Había soltado el cuenco y rasgaba una tela haciendo mucho ruido-. Debemos enviar a alguien a Oxenford y decirles que está a salvo con nosotras. – No -repitió Eliwys, y Kivrin pudo oír la resistencia en su voz-. A Oxenford, no. – ¿Qué has oído? – No he oído nada, excepto que mi señor nos indicó que nos quedáramos aquí. Volverá esta semana si todo va bien. – Si todo hubiera ido bien, ya estaría aquí. – El juicio apenas ha comenzado. Tal vez ya está en camino. – O tal vez… -otro de aquellos nombres intraducibles, ¿Torquil?-, espera a ser ahorcado, y mi hijo con él. No tendría que haber mediado en ese asunto. – Es su amigo, e inocente de los cargos. – Es un idiota, y mi hijo aún más idiota por testificar a su favor. Un amigo le habría hecho dejar Bath -volvió a meter la cuchara en el cuenco-. Necesito mostaza para esto -dijo, y se dirigió a la puerta-. ¡Maisry! -llamó, y siguió rompiendo la tela-. ¿Encontró Gawyn algo de los sirvientes de la dama? Eliwys se sentó junto a la ventana. – No, ni sus caballos ni el de ella. Una muchacha con la cara picada de viruelas y el pelo grasiento entró en la habitación. Seguro que no podía ser Maisry, que tonteaba con los muchachos del establo en vez de vigilar a las niñas. Dobló la rodilla en una cortesía que casi fue un tropezón y dijo: – Oh, no, pensó Kivrin. ¿Qué le pasa al intérprete ahora? – Tráeme el bote de mostaza de la cocina y no tardes -dijo la anciana, y la muchacha se encaminó hacia la puerta-. ¿Dónde están Agnes y Rosemund? ¿Por qué no están contigo? – Eliwys se levantó. – Habla -dijo con brusquedad. – Ocultan (algo) de mí. No era el intérprete después de todo. Era simplemente la diferencia del inglés normando que hablaban los nobles y el dialecto aún sajón de los campesinos, ninguno de los cuales sonaba como el inglés medieval que el señor Latimer le había enseñado tan alegremente. Era sorprendente que el intérprete entendiera algo. – Las estaba buscando cuando lady Imeyne llamó, buena señora -se justificó Maisry, y el intérprete lo captó todo, aunque tardó varios segundos. Aquello le daba un tono de estupidez a las palabras de Maisry, lo cual podía ser apropiado, o tal vez no. – ¿Dónde las has buscado? ¿En el establo? -dijo Eliwys, y unió las dos manos a cada lado de la cabeza de Maisry como si fueran un par de címbalos. Maisry aulló y se llevó una mano sucia a la oreja izquierda. Kivrin se encogió contra las almohadas. – Ve y trae la mostaza para lady Imeyne y encuentra a Agnes. Maisry asintió; no parecía particularmente asustada pero todavía se sujetaba la oreja. Hizo otra torpe reverencia y salió no más rápidamente de lo que había entrado. Parecía menos trastornada por la súbita violencia que Kivrin, quien se preguntó si lady Imeyne recibiría pronto la mostaza. Lo que la había sorprendido era la rapidez y tranquilidad de la violencia. Eliwys ni siquiera parecía furiosa, y en cuanto Maisry se fue, volvió al asiento junto a la ventana. – La dama no podría moverse aunque viniera su familia -dijo-. Puede quedarse con nosotras hasta que regrese mi esposo. Seguro que estará aquí para Navidad. Hubo un ruido en las escaleras. Al parecer se había equivocado, pensó Kivrin, y el tirón de orejas había servido de algo. Agnes entró corriendo, apretando algo contra el pecho. – ¡Agnes! -dijo Eliwys-. ¿Qué haces aquí? – He traído mi… -el intérprete no lo entendió. ¿Charette?-, para enseñárselo a la señora. – Eres una niña mala por esconderte de Maisry y venir aquí a molestar a la señora -la regañó Imeyne-. Sufre mucho por sus heridas. – Pero me dijo que deseaba verlo -Agnes alzó un carrito de juguete de dos ruedas, pintado de rojo y dorado. – Dios castiga a quienes dan falso testimonio con tormentos eternos -dijo lady Imeyne, agarrando bruscamente a la niñita-. La dama no puede hablar. Lo sabes muy bien. – Me habló -replicó Agnes, obstinada. Bien por ti, pensó Kivrin. Tormentos eternos. Qué cosa tan horrible con la que amenazar a una niña pequeña. Pero esto era la Edad Media, cuando los sacerdotes hablaban constantemente de los últimos días y el Juicio Final, y los tormentos del infierno. – Me dijo que deseaba ver mi carro -insistió Agnes-. Dijo que no tenía perro. – Te estás inventando historias -la reprendió Eliwys-. La dama no puede hablar. Tengo que detener esto, pensó Kivrin. Le darán también un tirón de orejas. Se incorporó sobre los codos. El esfuerzo la dejó sin aliento. – Hablé con Agnes -dijo, rezando para que el intérprete hiciera lo que se suponía que debía hacer. Si elegía apagarse de nuevo en este momento y Agnes acababa recibiendo un pescozón, sería el colmo-. Le pedí que me trajera el carro. Las dos mujeres se volvieron y la miraron. Eliwys abrió mucho los ojos. La anciana pareció asombrada y luego furiosa, como si pensara que Kivrin las había engañado. – ¿Lo veis? -sonrió Agnes, y se acercó a la cama con el carro. Kivrin volvió a tenderse contra las almohadas, agotada. – ¿Dónde estoy? -preguntó. Eliwys tardó un instante en recuperarse. – Descansáis a salvo en la casa de mi esposo y señor… -el intérprete tuvo problemas con el nombre. Parecía algo así como Guillaume D'Iverie o posiblemente Deveraux. Eliwys la miraba con ansiedad. – El valido de mi esposo os encontró en el bosque y os trajo aquí. Habéis sido asaltada y malherida. ¿Quién os atacó? – No lo sé -respondió Kivrin. – Me llamo Eliwys, y ésta es la madre de mi esposo, lady Imeyne. ¿Cómo os llamáis? Y éste era el momento de contarles toda la historia cuidadosamente estudiada. Le había dicho al sacerdote que se llamaba Katherine, pero lady Imeyne ya había dejado claro que no confiaba en nada de lo que él hacía. Ni siquiera creía que supiera hablar latín. Kivrin podría decir que se había confundido, que su nombre era Isabel de Beauvrier. Podía decirles que había llamado a su madre o a su hermana en su delirio. Podía decirles que había estado rezando a Santa Catalina. – ¿De qué familia sois? -preguntó lady Imeyne. Era una historia muy buena. Establecería su identidad y posición en sociedad y aseguraría que no intentaran contactar con su familia. Yorkshire quedaba muy lejos, y el camino al norte era infranqueable. – ¿Adonde os dirigíais? -terció Eliwys. Medieval había estudiado a conciencia el clima y las condiciones de las carreteras. Había llovido durante dos semanas seguidas en diciembre, y hubo hielo en las carreteras hasta finales de enero. Pero ella había visto la carretera que conducía a Oxford. Estaba seca y despejada. Y Medieval había estudiado también a conciencia el color de su traje, y la prevalencia de las ventanas de cristal entre las clases superiores. Habían estudiado a conciencia el lenguaje. – No recuerdo, no -dijo Kivrin. – ¿No? -preguntó Eliwys, y se volvió hacia lady Imeyne-. No recuerda nada. Piensan que estoy diciendo «nada» en vez de «no». En inglés medieval la pronunciación de las dos palabras no se diferenciaba. Piensan que no recuerdo nada. – Es su herida -asintió Eliwys-. Ha aturdido su memoria. – No… no… -dijo Kivrin. No se suponía que debiera fingir amnesia. Se suponía que era Isabel de Beauvrier, del East Riding. El hecho de que las carreteras estuvieran secas aquí no significaba que no fueran infranqueables más al norte, y Eliwys ni siquiera dejaría que Gawyn cabalgara hasta Oxford para recibir noticias de ella o a Bath para recoger a su marido. Sin duda, no lo enviaría al East Riding. – ¿Recordáis vuestro nombre? -preguntó impaciente lady Imeyne, acercándose tanto a ella que Kivrin olió su aliento. Era muy agrio, un olor a podredumbre. Debía de tener los dientes picados también-. ¿Cómo os llamáis? El señor Latimer había dicho que Isabel era el nombre de mujer más corriente en el siglo XIV. ¿Hasta qué punto era corriente Katherine? Y Medieval no sabía los nombres de las hijas. ¿Y si Yorkshire no estaba lo bastante lejos, después de todo, y lady Imeyne conocía a la familia? Lo tomaría como una prueba más de que era una espía. Era mejor que se ciñera al nombre corriente y les dijera que era Isabel de Beauvrier. La anciana estaría encantada de pensar que el sacerdote había entendido mal su nombre. Sería una nueva prueba de su ignorancia, de su incompetencia, otro motivo para enviar a buscar un nuevo capellán a Bath. Pero él había sostenido la mano de Kivrin, le había dicho que no tuviera miedo. – Me llamo Katherine -dijo. No soy la única que tiene problemas, señor Dunworthy. Creo que los contemporáneos que me han recogido también los tienen. El señor de la casa, lord Guillaume, no está aquí. Está en Bath, declarando en el juicio de un amigo suyo, lo que al parecer es algo peligroso. Su madre, lady Imeyne, le llamó idiota por mezclarse en ello, y lady Eliwys, su esposa, parece preocupada y nerviosa. Han venido con prisa y sin criados. Las nobles del siglo XIV tenían al menos una dama de compañía particular, pero ni Eliwys ni Imeyne tienen ninguna, y dejaron detrás a la aya de sus hijas (las dos hijas pequeñas de Guillaume están aquí). Lady Imeyne quería traer a una nueva, y también a un capellán, pero lady Eliwys no la dejó. Creo que lord Guillaume espera problemas y ha mandado a sus mujeres a donde piensa que pueden estar a salvo. O posiblemente los problemas ya han comenzado: Agnes, la hija menor, me habló de la muerte del capellán y de alguien llamado Gilbert, que tenía «la cabeza toda roja», así que tal vez ya haya habido derramamiento de sangre, y las mujeres han venido aquí para escapar de los conflictos. Uno de los validos de lord Guillaume ha venido con ellas, y está plenamente armado. No hubo ningún levantamiento de importancia contra Eduardo II en Oxfordshire en 1320, aunque nadie estaba muy contento con el rey y su favorito, Hugh Despenser, y hubo conjuras y escaramuzas menores en todas partes. Dos de los barones, Lancaster y Mortimer, arrebataron sesenta y seis mansiones a los Despenser ese año… este año. Lord Guillaume, o su amigo, pueden haberse visto envueltos en alguna de esas conjuras. Por supuesto, podría ser algo completamente distinto, una disputa por tierras o algo así. La gente del siglo XIV pasaba casi tanto tiempo en los tribunales como los contemporáneos de finales del siglo XX. Pero no lo creo. Lady Eliwys salta a cada ruido, y ha prohibido a lady Imeyne decirles a los vecinos que están aquí. Supongo que en cierto modo es buena cosa. Si no le dicen a nadie que están aquí, no le hablarán a nadie de mí ni enviarán mensajeros para intentar averiguar quién soy. Por otro lado, existe la posibilidad de que hombres armados derriben la puerta a patadas en cualquier momento. O que Gawyn, la única persona que sabe dónde está el lugar de encuentro, muera en defensa de la mansión. (Pausa) 15 de diciembre de 1320 (Calendario Antiguo). El intérprete funciona ya, más o menos, y los contemporáneos parecen entender lo que digo. Yo puedo comprenderlos a ellos, aunque su inglés medio no se parece en nada al que el señor Latimer me enseñó. Está lleno de inflexiones y tiene un acento francés mucho más suave. El señor Latimer ni siquiera reconocería su « El intérprete traduce lo que los contemporáneos dicen con la sintaxis y algunas otras palabras intactas, y al principio intenté ordenar las frases de la misma forma que ellos, diciendo «Aye» por «sí» y «Nay» por «no», y cosas como «Nada recuerdo de por dónde vine», pero pensarlo es horrible, el intérprete tarda una eternidad en encontrar una traducción, y me atasco y me debato con la pronunciación. Así que hablo inglés moderno y espero que lo que salga de mi boca sea más o menos correcto, y que el intérprete no esté masacrando los modismos y las inflexiones. Sólo el cielo sabe cómo hablo. Como una espía francesa, probablemente. El idioma no es lo único distinto. Mi vestido es un error, el tejido de demasiada calidad, y el azul es demasiado brillante, teñido con glasto o no. No he visto ningún color brillante. Soy demasiado alta, tengo los dientes demasiado sanos, y mis manos son distintas, a pesar de haber escarbado la tierra. No sólo tendrían que estar más sucias, sino cubiertas de sabañones. Las manos de todo el mundo, incluso las de las niñas, están llenas de callos y sangran. Después de todo, es diciembre. Quince de diciembre. He oído parte de una discusión entre lady Imeyne y lady Eliwys sobre conseguir un nuevo capellán, e Imeyne ha dicho: «Hay tiempo más que suficiente para traer uno. Faltan diez días para Navidad.» Así que dígale al señor Gilchrist que al menos he establecido mi emplazamiento temporal. Pero no sé a qué distancia del lugar estoy. He intentado recordar cómo me trajo Gawyn, pero toda aquella noche es un borrón, y parte de lo que recuerdo no sucedió realmente. Me acuerdo de un caballo blanco con campanillas en el arnés, y las campanillas tocaban villancicos, como el carillón de la torre de Carfax. El quince de diciembre significa que allí es Nochebuena, y estarán ustedes tomando jerez y luego irán a St. Mary the Virgin's para la Misa del Gallo. Es difícil comprender que están a setecientos años de distancia. Sigo pensando que si me levantara de la cama (cosa que no puedo hacer, porque estoy demasiado mareada; creo que la temperatura me vuelve a subir), y abriera la puerta, no me encontraría en una mansión medieval, sino en el laboratorio de Brasenose, y les vería a todos ustedes esperándome, Badri y la doctora Ahrens y usted, señor Dunworthy, limpiándose las gafas y diciendo que ya me lo había advertido. Ojalá fuera así. |
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