"El Libro del Día del Juicio Final" - читать интересную книгу автора (Willis Connie)

10

El fuego se había apagado. Kivrin aún olía el humo en la habitación, pero sabía que se trataba de un fuego que ardía en un hogar. No le extrañaba, pues las chimeneas no aparecieron en Inglaterra hasta finales del siglo XIV, y estaba sólo en 1320. En cuanto formó los pensamientos, fue consciente de todo lo demás: estoy en 1320, y he pasado una enfermedad. He tenido fiebre.

Durante un rato no pensó en nada más. Se sentía bien allí tendida, descansando. Estaba extenuada, como si hubiera realizado un terrible esfuerzo que hubiera requerido todas sus energías. Creí que iban a quemarme en la hoguera, pensó. Recordó haberse debatido contra ellos y las llamas saltando, lamiendo sus manos, quemándole el cabello.

Me cortaron el pelo, pensó, y se preguntó si era un recuerdo o algo que había soñado. Estaba demasiado cansada para llevarse la mano a la cabeza, demasiado cansada incluso para intentar recordar. He estado muy enferma, pensó. Me administraron los últimos sacramentos.

– No hay nada que temer -había dicho el hombre-. Volveréis a casa.

Requiescat in pace. Y durmió.

Cuando volvió a despertarse, la habitación estaba a oscuras, y una campana repicaba a lo lejos. Kivrin pensó que llevaba soñando mucho rato, igual que tañía la campana solitaria cuando se desmayó, pero un momento después otra campana empezó a sonar, tan cerca que debía de estar ante la ventana, apagando las demás. Maitines, pensó, y le pareció recordar haberlas oído antes, un repique entrecortado y desfasado que seguía el ritmo de los latidos de su corazón, pero eso era imposible.

Debía de haberlo soñado. Había soñado que la quemaban en la hoguera. Había soñado que le cortaban el pelo. Había soñado que los contemporáneos hablaban un idioma que no comprendía.

La campana más cercana se calló, y las otras continuaron durante un rato, como si se alegraran ante la oportunidad de hacerse oír, y Kivrin recordó eso también. ¿Cuánto tiempo llevaba en este sitio? Al principio era de noche, y ahora era de día. Parecía una sola noche, pero entonces recordó los rostros inclinados sobre ella. Cuando la mujer volvió a traerle la taza y de nuevo cuando llegó el sacerdote, y el asesino con él, pudo verlos claramente, sin el fluctuar de la inquieta vela. Y en medio recordaba la oscuridad y la luz brumosa de las lámparas de sebo y las campanas, sonando y callando y sonando otra vez.

Sintió una súbita puñalada de pánico. ¿Cuánto tiempo llevaba allí tendida? ¿Y si había estado enferma semanas y había pasado ya el encuentro? Pero eso era imposible. La gente no deliraba durante semanas, aunque tuviera fiebre tifoidea, y ella no podía tenerla. Le habían puesto las vacunas.

Hacía frío en la habitación, como si el fuego se hubiera apagado durante la noche. Palpó en busca de las mantas, y unas manos surgieron inmediatamente de la oscuridad y las colocaron suavemente sobre sus hombros.

– Gracias -dijo Kivrin, y se durmió.

El frío volvió a despertarla, y tuvo la sensación de que sólo había dormido unos minutos, aunque ahora había un poco de luz en la habitación. Entraba por una estrecha ventana ubicada en la pared de piedra. Alguien había abierto los postigos y por ahí entraba también el frío.

Había una mujer de puntillas en lo alto del asiento de piedra situado bajo la ventana, colocando un paño en la abertura. Llevaba una túnica negra, una saya blanca y una cofia, y por un instante Kivrin pensó que estaba en un convento, pero entonces recordó que las mujeres del siglo XIV se cubrían el pelo cuando estaban casadas. Sólo las muchachas solteras llevaban el cabello suelto y sin cubrir.

La mujer no parecía lo bastante mayor para estar casada, ni tampoco para ser una monja. Había una mujer en la habitación cuando Kivrin estuvo enferma, pero era mucho mayor. Cuando Kivrin le aferró las manos en su delirio, las manos eran ásperas y arrugadas, y la voz de la mujer sonaba cascada por la edad, aunque tal vez aquello también formara parte del delirio.

La mujer se asomó a la luz desde la ventana. La cofia blanca era amarillenta y no se trataba de una túnica, sino de una saya como la de Kivrin, con un sobretodo verde oscuro encima. Estaba mal teñida y parecía confeccionada con tela de arpillera, el tejido tan basto que Kivrin lo distinguía fácilmente a pesar de la tenue luz. Debía de ser una criada, entonces, pero las criadas no llevaban tocas de lino ni manojos de llaves como el que colgaba del cinto de la mujer. Tenía que ser una persona de cierta importancia, el ama de llaves, tal vez.

Y éste era un lugar de importancia. Probablemente no se trataba de un castillo, porque la pared contra la que se situaba la cama no era de piedra, sino de madera sin debastar. Sin duda era un caserón de al menos la primera orden de nobleza, un barón menor, o posiblemente un rango más alto. La cama donde yacía era una cama de verdad, con un dosel de madera, colgantes y gruesas sábanas de lino, no un simple jergón, y las mantas eran de piel. El asiento de piedra bajo la ventana tenía cojines bordados.

La mujer ató el paño a las pequeñas proyecciones de piedra situadas a cada lado de la ventanita, bajó del asiento de la ventana y se agachó hacia algo. Kivrin no distinguió qué era porque los colgantes de la cama le impedían verlo. Eran pesados, casi como alfombras, y habían sido retirados y atados con una cuerda.

La mujer se enderezó de nuevo, sosteniendo un cuenco de madera, y entonces, alzando sus faldas con la mano libre, se subió al asiento de la ventana y empezó a frotar el paño con algo denso. Aceite, pensó Kivrin. No, cera. Utilizaban lino frotado con cera en vez de cristal en las ventanas. Se suponía que el cristal era de uso común en las mansiones del siglo XIV. Se suponía que la nobleza llevaba los cristales junto con el equipaje y los muebles cuando viajaban de casa en casa.

Debo grabar esto, pensó Kivrin, que algunas mansiones no tenían ventanas de cristal, y levantó las manos y las unió, pero el esfuerzo fue excesivo, y las dejó caer sobre las sábanas.

La mujer miró hacia la cama y luego se volvió hacia la ventana y empezó a pintar la tela con largos brochazos. Debo de estar mejorando, pensó Kivrin. Ella permaneció junto a la cama todo el tiempo que estuve enferma. Se preguntó de nuevo cuánto tiempo había transcurrido. Tendré que averiguarlo, y luego he de encontrar el lugar del lanzamiento.

No podía estar muy lejos. Si ésa era la aldea a la que pretendía ir, el lugar no quedaba a más de dos kilómetros. Intentó recordar cuánto tiempo había durado el viaje a la aldea. Le pareció que duraba mucho rato. El asesino la había subido a su caballo blanco, que tenía campanillas en el arnés. Pero no era un asesino. Era un joven pelirrojo de aspecto agradable.

Tendría que preguntar el nombre de la aldea adonde la habían llevado, y esperaba que se tratara de Skendgate. Pero aunque no lo fuera, gracias al nombre sabría dónde se encontraba en relación con el lugar del lanzamiento. Y, por supuesto, en cuanto se sintiera un poco más fuerte, podrían mostrarle dónde se hallaba.

¿Cuál es el nombre de la aldea a la que me habéis traído? No había podido pensar las palabras la noche anterior, pero eso se debió a la fiebre, por supuesto. Ahora no tenía ningún problema. El señor Latimer había empleado meses en enseñarle la pronunciación. Ciertamente, podrían comprender In whatte londe am I? o incluso Whatte be thisse holding?, y aunque hubiera alguna variación en el dialecto local, el intérprete lo corregiría automáticamente.

– Whatte place hast thou brotte me? -preguntó Kivrin.

La mujer se volvió, sorprendida. Se bajó del asiento, todavía con el cuenco en una mano y el cepillo en la otra, sólo que no era un cepillo, según descubrió Kivrin mientras se acercaba a la cama. Era una especie de cuchara de madera con el cuenco casi plano.

– Gottebae plaise tthar tleve -dijo la mujer, uniendo cuchara y cuenco ante ella-. Beth naught agast.

Se suponía que el intérprete debía traducir lo que se decía inmediatamente. Tal vez la pronunciación de Kivrin era defectuosa, tanto que la mujer pensaba que hablaba un idioma extranjero e intentaba responderle en su torpe francés o alemán.

– Whatte place hast thou brotte me? -dijo lentamente, para que el intérprete tuviera tiempo de traducir lo que decía.

– Wick londebay yae comen lawdayke awtreen godelae deynorm andoar sic straunguwlondes. Spekefaw eek waenoot awfthy taloorbrede.

– Lawyes sharess loostee? -intervino una voz.

La mujer se volvió a mirar una puerta que Kivrin no podía ver, y entró otra mujer, mucho mayor, de rostro arrugado. Sus manos eran las que Kivrin recordaba de su delirio, ásperas y viejas. Llevaba una cadena de plata y un pequeño cofre de cuero. Se parecía al cofre que Kivrin había llevado consigo, pero era más pequeño y con cierres de hierro en vez de bronce. Colocó el cofre en el asiento de la ventana.

– Auf specheryit darmayt?

Kivrin recordaba también la voz, áspera y casi airada. Hablaba a la otra mujer como si fuera una criada. Bueno, tal vez lo era, y ésta era la señora de la casa, aunque su cofia no se veía más blanca, ni su vestido mejor. Pero no llevaba ninguna llave en el cinturón, y ahora Kivrin recordó que no era el ama de gobierno quien llevaba las llaves, sino la señora de la casa.

La señora de la mansión con lino amarillento y arpillera mal teñida, lo cual significaba que el vestido de Kivrin era un error, tanto como la pronunciación de Latimer, como las afirmaciones de la doctora Ahrens de que no contraería ninguna enfermedad medieval.

– Me pusieron todas las vacunas -murmuró, y las dos mujeres se volvieron a mirarla.

– Ellavih swot wardesdoor feenden iss? -preguntó bruscamente la mujer mayor. ¿Era la madre de la mujer más joven, o su suegra, o su criada? Kivrin no tenía ni idea. Ninguna de las palabras que había dicho, ni siquiera un nombre propio o una forma de dirigirse, se lo aclararon.

– Maetinkerr woun dahest wexe hoordoumbe -contestó la otra mujer, y la más mayor respondió:

– Nor nayte bawcows derouthe.

Nada. Se suponía que las frases más cortas eran más fáciles de traducir, pero Kivrin ni siquiera podía discernir si había dicho una palabra o varias.

La mujer joven irguió la barbilla, furiosa.

– Certessan, shreevadwomn wolde nadae seyvous -dijo bruscamente.

Kivrin se preguntó si estarían discutiendo sobre qué debían hacer con ella. Tiró de las mantas con sus débiles manos, como para apartarse de ellas, y la joven soltó la cuchara y el cuenco y acudió inmediatamente.

– Spaegun yovor tongawn glais? -dijo, y podía ser «Buenos días» o «¿Te encuentras mejor?» o «Te quemaremos al amanecer», por lo que Kivrin sabía. Quizá su enfermedad impedía un correcto funcionamiento del traductor. Tal vez cuando la fiebre bajara, comprendería todo lo que decían.

La mujer mayor se arrodilló junto a la cama, sosteniendo una pequeña caja de plata al final de la cadena entre las manos cruzadas, y empezó a rezar. La joven se inclinó hacia delante para mirar la frente de Kivrin y luego palpó tras su cabeza, haciendo algo que tiró del pelo de Kivrin. Entonces advirtió que debían de haberle vendado la herida de la frente. Se llevó la mano a la tela y luego al cuello, buscando sus rizos, pero no encontró nada. Su cabello terminaba en un mechón irregular justo debajo de las orejas.

– Vae motten tiyez thynt -dijo la mujer joven, preocupada-. Far thotyiwort wount sorr.

Le estaba dando algún tipo de explicación, pensó Kivrin. Aunque no la entendía, sí comprendía que había estado muy enferma, tanto que pensó que su pelo estaba ardiendo. Recordó a alguien (¿la mujer mayor?) intentando agarrarle las manos y a sí misma debatiéndose salvajemente ante las llamas. No habían tenido ninguna alternativa.

Y Kivrin que odiaba su maraña de pelo y todo el tiempo que tardaba en peinárselo, y lo mucho que se había preocupado por cómo llevaban el cabello las mujeres medievales, si se recogían en trenzas o no, y cómo demonios iba a soportar dos semanas sin lavárselo. Tendría que alegrarse de que se lo hubieran cortado, pero en ese momento sólo pudo pensar en Juana de Arco, que llevaba el cabello corto, y a la que habían quemado en la hoguera.

La joven retiró las manos del vendaje y observaba a Kivrin, con aspecto asustado. Kivrin le sonrió, algo temblorosa, y ella le devolvió la sonrisa. Le faltaban dos dientes en la parte derecha de la boca, y el diente situado junto a la abertura era marrón, pero cuando sonrió no pareció mayor que una estudiante de primer año.

Terminó de desatar el vendaje y lo depositó sobre las mantas. Era el mismo lino amarillento de su cofia, pero hecho tiras, y manchado de sangre oscura. Había más sangre de lo que Kivrin había creído en un principio. Por lo visto la herida del señor Gilchrist había empezado a sangrar de nuevo.

La mujer tocó la sien de Kivrin, nerviosa, como si no estuviera segura de qué hacer.

– Vexeyaw hongroot? -preguntó, y puso una mano tras el cuello de Kivrin y la ayudó a levantar la cabeza.

Se sintió muy mareada. Debe de ser por mi pelo, pensó Kivrin.

La anciana tendió a la joven un cuenco de madera, y ella lo acercó a los labios de Kivrin, quien sorbió con cuidado, pensando confundida que era el mismo cuenco que contenía la cera. No lo era, ni tampoco la bebida que le habían dado antes. Era una papilla fina y granulosa, menos amarga que la bebida de la noche anterior, pero con un regusto grasiento.

– Thasholde nayive gros vitaille towayte -dijo la anciana, la voz áspera por la impaciencia y el reproche.

Definitivamente, la suegra, pensó Kivrin.

– Shimote lese hoor fource -respondió la joven mansamente.

La papilla estaba buena. Kivrin intentó tomársela toda, pero después de unos cuantos sorbos, se sintió agotada.

La mujer joven tendió el cuenco a la otra, que había rodeado la cama, y ayudó a Kivrin a apoyar la cabeza en la almohada. Recogió el vendaje ensangrentado, tocó de nuevo la sien de Kivrin como si estuviera decidiendo si debía poner el vendaje otra vez, y luego lo entregó a la otra mujer, quien lo colocó junto con el cuenco en el cofre que debía de estar al pie de la cama.

– Lo, liggethsteallouw -dijo la joven, mostrando su sonrisa mellada, y su tono resultaba inconfundible, aunque Kivrin no comprendía las palabras. La mujer le había dicho que durmiera. Cerró los ojos.

– Durmidde shoalausbrekkeynow -dijo la anciana. Las dos se marcharon de la habitación, y cerraron tras ellas la pesada puerta.

Kivrin repitió lentamente las palabras para sí, intentando captar algún sonido familiar. Se suponía que el intérprete ampliaba su habilidad para separar fonemas y reconocer pautas sintácticas, no sólo almacenar vocabulario del inglés medieval, pero para el caso bien podría haber estado escuchando servo-croata.

Y tal vez sea así, pensó. ¿Quién sabe dónde me han traído? Estaba febril. Tal vez el asesino me embarcó y me hizo cruzar el Canal. Sabía que eso no era posible. Recordaba gran parte del viaje nocturno, aunque había una cualidad deslabazada e inconexa en todo aquello. Me caí del caballo, y el pelirrojo me recogió. Y pasamos ante una iglesia.

Frunció el ceño, intentando recordar más sobre la dirección que habían tomado. Se habían internado en el bosque, alejándose del claro, y salieron a un camino, y el camino se bifurcó, y ahí fue donde ella se cayó del caballo. Si pudiera encontrar la bifurcación en la carretera, tal vez sería capaz de localizar el lugar del lanzamiento desde allí. Estaba casi al lado de la torre.

Pero si el lugar del lanzamiento estaba tan cerca, se encontraba en Skendgate y las mujeres hablaban inglés medieval. Y si hablaban inglés medieval, ¿por qué no entendía nada de lo que decían?

Tal vez me di un golpe en la cabeza al caer del caballo, y le ha pasado algo al intérprete, pensó, pero no se había golpeado la cabeza. Se había soltado y se había ido deslizando hasta que quedó sentada en el suelo. Es la fiebre, pensó. Algo impide que el intérprete reconozca las palabras.

Reconoció el latín, pensó, y un nudo de miedo empezó a formarse en su pecho. Reconoció el latín, y no puedo estar enferma. Me pusieron las vacunas. Recordó de repente que la vacuna antiviral le picaba y le formó un bultito bajo el brazo, pero la doctora Ahrens lo comprobó antes de su partida. La doctora aseguró que no importaba. Y ninguna de las otras vacunas le había picado, excepto la vacuna de la peste. No puedo tener la peste, pensó. No tengo ninguno de los síntomas.

Las víctimas de la peste tenían grandes bultos bajo los brazos y en la parte interior de los muslos. Vomitaban sangre, y las venas bajo la piel se rompían y se volvían negras. No era la peste, ¿pero qué era, y cómo lo había contraído? Había sido vacunada contra todas las enfermedades importantes que existían en 1320, y por otra parte, no había estado expuesta a ninguna enfermedad. Había empezado a tener síntomas en cuanto atravesó, antes de encontrarse con nadie. Los gérmenes no gravitaban sin más cerca de un sitio de lanzamiento, esperando a que alguien atravesara. Tenían que propagarse por contacto, o por estornudos, o por las pulgas. La peste había sido extendida por las pulgas.

No es la peste, se dijo firmemente. La gente que tiene la peste no se pregunta si la tiene. Están demasiado ocupados muriéndose.

No era la peste. Las pulgas que la habían propagado vivían en ratas y humanos, no en mitad de un bosque, y la Peste Negra no alcanzó Inglaterra hasta 1348. Debe de ser alguna enfermedad medieval de la que la doctora Ahrens no tenía conocimiento. Había todo tipo de enfermedades extrañas en la Edad Media: el mal del rey y el baile de san Vito y un sinfín de fiebres. Debía de ser una de ellas, y su sistema inmunológico aumentado había tardado en descubrir qué era y en empezar a combatirla. Pero ahora lo había hecho, y su temperatura bajaba y el intérprete empezaría a funcionar. Sólo tenía que descansar y esperar y recuperarse. Reconfortada por este pensamiento, volvió a cerrar los ojos y se durmió.


Alguien la tocaba. Abrió los ojos. Era la suegra. Estaba examinando las manos de Kivrin, volviéndolas una y otra vez en las suyas, frotando su calloso índice por los dorsos, escrutando las uñas. Cuando vio que Kivrin tenía los ojos abiertos soltó las manos, como disgustada, y dijo:

– Sheavost ahvheigh parage attelest, baht hoore der wikkonasshae haswfolletwe?

Nada. Kivrin había esperado que de algún modo, mientras dormía, los ampliadores del intérprete hubieran clasificado y descifrado todo lo que había oído, y que despertaría para descubrir que ya funcionaba. Pero las palabras seguían resultándole ininteligibles. Sonaba un poco a francés, con sus entonaciones y sus delicadas inflexiones, pero Kivrin conocía el francés normando (el señor Dunworthy le había hecho aprenderlo), y no distinguía ninguna de las palabras.

– Hastow naydepesse? -dijo la anciana.

Parecía una pregunta, pero todo el francés lo parecía.

La mujer cogió el brazo de Kivrin con una ruda mano y la rodeó con el otro brazo, como para ayudarla a levantarse. Estoy demasiado enferma, pensó Kivrin. ¿Por qué quiere hacerme levantar? ¿Para interrogarme? ¿Para quemarme?

La mujer más joven entró en la habitación, llevando una palangana. La colocó sobre el asiento y se acercó a coger el otro brazo de Kivrin.

– Hastontee natour yowrese? -preguntó, mostrando su sonrisa desdentada, y Kivrin pensó que tal vez la llevarían al lavabo, e hizo un esfuerzo por sentarse y pasar las piernas por el lado de la cama.

Se mareó inmediatamente. Se sentó, las piernas desnudas colgando por el lado de la alta cama, esperando a que pasara. Llevaba su muda de lino y nada más. Se preguntó dónde estaría su ropa. Al menos le habían dejado la muda. En la Edad Media, la gente normalmente no llevaba nada al acostarse.

La gente de la Edad Media tampoco tenía agua corriente, pensó, y esperó no tener que salir a un retrete. Los castillos a veces tenían guardarropas cerrados, o esquinas sobre un conducto que tenía que ser limpiado al fondo, pero esto no era un castillo.

La mujer joven colocó una fina manta doblada sobre los hombros de Kivrin, como un chal, y las dos la ayudaron a levantarse de la cama. El suelo de tablas de madera estaba helado. Kivrin dio unos cuantos pasos y se mareó de nuevo. Nunca llegaré al exterior, pensó.

– Wotan shay wootes nawdaor youse der jordane? -dijo la mujer mayor bruscamente, y a Kivrin le pareció reconocer la palabra francesa jardin, ¿pero por qué iban a discutir de jardines?

– Thanway maunhollp anhour -replicó la joven, quien rodeó a Kivrin con el brazo y pasó un brazo de Kivrin por encima de sus hombros. La anciana agarró el otro brazo con ambas manos. Apenas le llegaba a Kivrin al hombro, y la mujer joven no parecía pesar más de cuarenta kilos, pero entre las dos la llevaron al final de la cama.

Kivrin se mareó a cada paso. Nunca llegaré al exterior, pensó, pero se detuvieron al final de la cama. Había un cofre allí, una baja caja de madera con un pájaro o tal vez un ángel toscamente tallado en lo alto. Encima había una bacina de madera llena de agua, el vendaje ensangrentado de la frente de Kivrin, y un cuenco vacío y más pequeño. Kivrin, concentrándose en no caer, no advirtió lo que era hasta que la mujer mayor habló.

– Swoune nawmaydar oupondre yorresette -con las manos hizo gestos de levantar sus pesadas faldas y sentarse.

Un orinal, pensó Kivrin, agradecida. Señor Dunworthy, los orinales existían en las mansiones rurales en 1320. Asintió para demostrar que comprendía y las dejó colocarla encima, aunque estaba tan mareada que tuvo que aferrarse a los pesados postes de la cama para no caer, y el pecho le dolió tanto cuando intentó levantarse de nuevo que se dobló.

– Maisry! -gritó la anciana, volviéndose hacia la puerta-. Maisry, com undtvae holpoon!

La inflexión indicaba claramente que estaba llamando a alguien-¿Marjorie? ¿Mary?-, para que acudiera y ayudara, pero no apareció nadie, así que tal vez Kivrin también se equivocaba en eso.

Se enderezó un poco, tanteando el dolor, y luego trató de levantarse, y el dolor se había reducido un poquito, pero tuvieron que ayudarla a regresar a la cama, y cuando volvió a estar tapada, se encontraba exhausta. Cerró los ojos.

– Slaeponpon donu paw daton -dijo la mujer más joven, y tenía que estar diciendo «descansa» o «duerme», pero seguía sin poder descifrarlo. El intérprete está estropeado, pensó, y el pequeño nudo de pánico empezó a formarse de nuevo, peor que el dolor en su pecho.

No puede estar estropeado, se dijo. No es una máquina. Es un ampliador químico sintáctico y memorístico. Sin embargo, sólo podía funcionar con las palabras de su memoria, y el inglés medieval del señor Latimer era inútil. Whan that Aprille with his shoures sote. La pronunciación del señor Latimer era tan diferente que el intérprete no reconocía lo que oía como las mismas palabras; sin embargo eso no significaba que estuviera estropeado. Sólo significaba que tenía que recopilar nuevos datos, y las pocas frases que había oído de momento no bastaban.

Reconoció el latín, pensó, y el pánico volvió a apuñalarla, pero lo resistió. Había podido reconocer el latín porque el rito de la extremaunción era un conjunto establecido. Ella ya sabía qué palabras estarían presentes. Las palabras que pronunciaban las mujeres no eran un conjunto establecido, pero seguían siendo descifrables. Nombres propios, fórmulas de vocativo, sustantivos y adverbios y proposiciones subordinadas aparecerían en posiciones fijas que se repetían una y otra vez. Se separarían entre sí rápidamente, y el intérprete podría usarlas como clave para el resto del código. Ahora lo que necesitaba era recopilar datos, escuchar lo que se decía sin intentar comprender, y dejar que el intérprete trabajara.

– Thin keowre hoorwoun desmoortale? -preguntó la mujer joven.

– Got tallon wottes -respondió la anciana.

Una campana empezó a sonar. Kivrin abrió los ojos. Las dos mujeres se habían vuelto hacia la ventana, aunque no podían ver nada a través del lino.

– Bere wichebay gansanon -dijo la joven.

La anciana no respondió. Miraba la ventana, como si pudiera ver más allá del rígido lino, las manos unidas como en una oración.

– Aydreddit ister fayve riblaun -dijo la joven, y a pesar de su decisión, Kivrin trató de convertirlo en «Es hora de vísperas» o «Es la campana de vísperas», pero no era eso. La campana siguió doblando, y ninguna otra campana se le unió. Se preguntó si se trataba de la campana que había oído antes, sonando sola a última hora de la tarde.

La mujer mayor se apartó bruscamente de la ventana.

– Nay, Elwiss, itbahn diwolffin -recogió el orinal del cofre de madera-. Gawynha thesspyd

Hubo un súbito roce ante la puerta, un sonido de pasos subiendo las escaleras, y una voz infantil gritando:

– Modder! Eysmertemay!

Una niña pequeña entró en la habitación, las trenzas rubias revoloteando, y estuvo a punto de chocar con la anciana y el orinal. La carita redonda de la niña estaba roja y surcada de lágrimas.

– Wol yadothoos forshame ahnyous! -gruñó la anciana, quitando de su alcance el traicionero cuenco-. Yowe maun naroonso inhus.

La niña no le prestó atención. Corrió directo hacia la mujer joven, sollozando.

– Rawzamun hattmay smerte, Modder!

Kivrin abrió la boca. Modder. Eso tenía que ser «madre».

La niñita alzó los brazos, y su madre, oh, sí, definitivamente su madre, la cogió. La niña pasó los brazos alrededor del cuello de la mujer y empezó a aullar.

– Shh, ahnyous, shh -murmuró la madre. Esa gutural es una G, pensó Kivrin. Una G alemana inspirada. Shh, Agnes.

Todavía abrazándola, la mujer joven se sentó junto a la ventana. Secó las lágrimas con una punta de la cofia.

– Spekenaw dothass bifel, Agnes.

Sí, decididamente Agnes. Y speken era «dime». Dime qué ha pasado.

– Shayoss mayswerte! -respondió Agnes, señalando a otra niña que acababa de entrar en la habitación. La segunda niña era considerablemente mayor, tendría nueve o diez años al menos. Tenía el cabello largo y castaño que le caía por la espalda y quedaba sujeto por un pañuelo azul.

– Itgan naso, ahnyous -dijo-. Tha pighte rennin gawn derstayres.

No había posibilidad de confusión en la combinación de afecto y desdén. No se parecía a la niñita rubia, pero Kivrin estaba dispuesta a apostar a que esta niña morena era la hermana mayor de la otra.

– Shay pighte renninge ahndist eyres, modder.

Otra vez «madre», y shay era «ella», y pighte debía de ser «caer». Parecía francés, pero la clave era el alemán. Tanto la pronunciación como las construcciones eran alemanas. Poco a poco todo iba encajando.

– Na comfitte horr thusselwys -dijo la mujer mayor-. She hathnau woundes. Hoor teres been fornaught mais gain thy pitye.

– Hoor nay ganful bloody -respondió la joven, pero Kivrin no la oyó. En cambio oía la traducción del intérprete, aún torpe y obviamente retrasado, pero traducción al fin y al cabo:

– No la mimes, Eliwys. No está herida. Sólo llora para llamar tu atención.

Y la madre, que se llamaba Eliwys:

– Le sangra la rodilla.

– Rossmunt brangund oorwarsted frommecofre -dijo, señalando al pie de la cama, y el intérprete la siguió-: Rosemund, acércame el paño del cofre.

La niña de diez años se dirigió inmediatamente al cofre al pie de la cama.

La niña mayor era Rosemund, la pequeña Agnes, y la madre imposiblemente joven con su toca y su cofia se llamaba Eliwys.

Rosemund tendió un paño ajado que era sin duda el que Eliwys le había quitado a Kivrin de la frente.

– ¡No lo toques! ¡No lo toques! -gritó Agnes, y Kivrin no habría necesitado el intérprete para entenderlo. Seguía un poco retrasado.

– Te pondré una venda para que no te salga más sangre -dijo Eliwys, cogiendo el trapo de Rosemund. Agnes intentó apartarlo-. El paño no te… -hubo un espacio en blanco, como si el intérprete no supiera la palabra, y luego: Agnes. La palabra obviamente era «hará daño» o «dolerá», y Kivrin se preguntó si el intérprete no tenía la palabra en su memoria y por qué no había ofrecido una aproximación por el contexto.

– … me dolerá -gritó Agnes, y el intérprete repitió: «Me…» y luego el espacio en blanco. El espacio debía de ser para que ella oyera la palabra real y dedujera su significado. No era mala idea, pero el intérprete iba tan retrasado con respecto al original que Kivrin no pudo oír la palabra en cuestión. Si el intérprete hacía esto cada vez que no reconocía una palabra, tendría graves problemas.

– Dolerá -gimió Agnes, apartando la mano de su madre de su rodilla.

– Duelerá -susurró a continuación el intérprete, y Kivrin se sintió aliviada de que hubiera encontrado algo, aunque «dueler» no era exactamente un verbo.

– ¿Cómo te has caído? -preguntó Eliwys para distraer a Agnes.

– Subía corriendo las escaleras -intervino Rosemund-. Corría para darte la noticia de que… ha llegado.

El intérprete volvió a dejar un espacio, pero esta vez Kivrin captó la palabra, Gawyn, probablemente un nombre propio, y el intérprete llegó al parecer a la misma conclusión, porque para cuando Agnes gritó «¡Yo tendría que haberle dicho a mamá que ha llegado Gawyn!», lo incluyó en su traducción.

– Se lo tendría que haber dicho yo -repitió Agnes, llorando de verdad ahora, y hundió la cara en su madre, quien aprovechó la ocasión para vendar la rodilla de la niña.

– Puedes decírmelo ahora -sugirió.

Agnes sacudió la cabeza.

– Pones la venda demasiado floja, nuera -observó la anciana-. Se le caerá.

El vendaje le pareció a Kivrin bastante tenso, y era evidente que cualquier intento por tensarlo más provocaría nuevos llantos. La mujer mayor sujetaba todavía el orinal con las dos manos. Kivrin se preguntó por qué no iba a vaciarlo.

– Shh, shh -murmuró Eliwys, meciendo a la niña y palmeándola en la espalda-. Habría preferido que tú me lo hubieras dicho.

– El orgullo provoca la caída -rezongó la anciana, al parecer decidida a hacer llorar a Agnes otra vez-. Si te caíste, la culpa es tuya. No tendrías que haber subido corriendo las escaleras.

– ¿Cabalgaba Gawyn una yegua blanca? -preguntó Eliwys.

Una yegua blanca. Kivrin se preguntó si Gawyn sería el hombre que la había ayudado a subir a su caballo y la había traído al caserón.

– No -respondió Agnes, en un tono que indicaba que su madre había hecho algún tipo de chiste-. Montaba su caballo negro, Gringolet. Y se acercó a mí y me dijo: «Bella lady Agnes, quisiera hablar con tu madre.»

– Rosemund, tu hermana se ha hecho daño por tu descuido -dijo la anciana. No había conseguido molestar a Agnes, así que decidió buscar otra víctima-. ¿Por qué no la estabas cuidando?

– Estaba con mi bordado -intentó justificarse Rosemund, buscando apoyo en su madre-. Maisry tenía que cuidarla.

– Maisry salió a ver a Gawyn -dijo Agnes, quien se sentó en el regazo de su madre.

– Y a charlar con el mozo del establo -refunfuñó la anciana. Se acercó a la puerta y gritó-: ¡Maisry!

Maisry. Ése era el nombre que la anciana había dicho antes, y ahora el intérprete ni siquiera dejaba ya espacios en blanco cuando se trataba de nombres propios. Kivrin no sabía quién era Maisry, probablemente una criada, pero si la forma en que se desarrollaban las cosas era una indicación, Maisry iba a tener un buen número de problemas. La anciana estaba decidida a encontrar un culpable, y la desaparecida Maisry parecía la persona ideal.

– ¡Maisry! -volvió a gritar, y el nombre hizo eco.

Rosemund aprovechó la oportunidad para colocarse al lado de su madre.

– Gawyn nos pidió que te transmitiéramos su súplica de venir a hablar contigo.

– ¿Espera abajo? -preguntó Eliwys.

– No. Primero fue a la iglesia para hablar de la dama con el padre Piedra.

El orgullo provoca la caída. El intérprete obviamente se estaba confiando demasiado. Padre Rolfe, tal vez, o padre Peter. Pero seguro que no padre Piedra.

– Tal vez ha descubierto algo de la dama -aventuró Eliwys, mirando a Kivrin. Por primera vez daban alguna indicación de que recordaban que Kivrin estaba presente en la habitación. Kivrin cerró rápidamente los ojos para hacerles creer que estaba dormida y así siguieran hablando acerca de ella.

– Gawyn salió esta mañana a buscar a los bandidos -dijo Eliwys. Kivrin abrió un poquito los ojos, pero ya no la estaba mirando-. Tal vez los ha encontrado -se inclinó y ató las tiras de la gorrita de lino de la niña pequeña-. Agnes, ve a la iglesia con Rosemund y dile a Gawyn que hablaremos con él en el salón. La dama duerme. No debemos molestarla.

Agnes corrió hacia la puerta, gritando.

– ¡Se lo diré yo, Rosemund!

– Rosemund, deja que tu hermana se lo diga -ordenó Eliwys tras ellas-. Agnes, no corras.

Las niñas desaparecieron por la puerta y bajaron unas escaleras invisibles, obviamente corriendo.

– Rosemund es casi una mujer -comentó la anciana-. No está bien que corra detrás de los hombres de tu marido. Tus hijas se malcriarán si no están bien atendidas. Harías bien en mandar a buscar una aya a Oxenford.

– No -contestó Eliwys con una firmeza que Kivrin no habría imaginado-. Maisry puede cuidar de ellas.

– Maisry no sirve ni para cuidar ovejas. No tendríamos que haber venido de Bath con tanta prisa. Podríamos haber esperado hasta… -Algo.

El intérprete volvió a dejar un espacio en blanco, y Kivrin no reconoció la frase, pero había entendido lo principal. Habían venido de Bath. Estaban cerca de Oxford.

– Deja que Gawyn busque una aya. Y una curandera para la dama.

– No llamaremos a nadie -dijo Eliwys.

– A… -otro nombre de lugar que el intérprete no supo descifrar-. Lady Yvolde tiene fama de saber curar las heridas. Y nos cedería alegremente una de sus mujeres como aya.

– No. La atenderemos nosotras. El padre Roche…

– El padre Roche no sabe nada de medicina.

Pero yo comprendí todo lo que dijo, pensó Kivrin. Recordó su voz amable cantando los últimos sacramentos, su suave contacto en las sienes, las palmas, las plantas de los pies. Le había dicho que no tuviera miedo y le preguntó su nombre. Y le sostuvo la mano.

– Si la dama es de noble cuna, ¿dejarías que un ignorante cura de pueblo la atendiera? Lady Yvolde…

– No llamaremos a nadie -repitió Eliwys, y por primera vez Kivrin advirtió que tenía miedo-. Mi marido nos dijo que la tuviéramos aquí hasta que él volviera.

– Tendría que haber venido antes con nosotras.

– Sabes que no podía. Vendrá cuando pueda. He de ir a hablar con Gawyn -dijo Eliwys, dirigiéndose hacia la puerta-. Gawyn me dijo que exploraría el lugar donde encontró a la dama para buscar pistas de sus atacantes. Tal vez haya encontrado algo que nos diga quién es.

El lugar donde encontró a la dama. Gawyn era el hombre que la había encontrado, el hombre pelirrojo y el rostro amable que la había subido a su caballo y la había llevado allí. Al menos eso no lo había soñado, aunque debía haber imaginado al caballo blanco. La había llevado allí, y sabía dónde era el sitio del lanzamiento.

– Esperad -dijo Kivrin. Se apoyó en las almohadas-. Esperad. Por favor. Quisiera hablar con Gawyn.

Las mujeres se detuvieron. Eliwys se acercó a la cama, alarmada.

– Quisiera hablar con el hombre llamado Gawyn -repitió Kivrin con cuidado, esperando antes de cada palabra hasta que tuvo la traducción. Con el tiempo el proceso sería automático, pero por ahora pensaba la palabra y esperaba a que el intérprete la tradujera y la repetía en voz alta-. Tengo que descubrir el lugar donde me encontró.

Eliwys le puso la mano en la frente y Kivrin la apartó, impaciente.

– Quiero hablar con Gawyn -insistió.

– No tiene fiebre, Imeyne -le dijo Eliwys a la anciana-, y sin embargo intenta hablar, aunque sabe que no podemos comprenderla.

– Habla en una lengua extranjera -observó Imeyne, haciendo que pareciera un acto criminal-. A lo mejor es una espía francesa.

– No estoy hablando francés -dijo Kivrin-. Estoy hablando inglés medieval.

– Tal vez es latín -opinó Eliwys-. El padre Roche dijo que había hablado en latín cuando la confesó.

– El padre Roche apenas sabe decir el Padrenuestro -bufó lady Imeyne-. Tendríamos que llamar a… -el nombre irreconocible otra vez. ¿Kersey? ¿Courcy?

– Quiero hablar con Gawyn -dijo Kivrin en latín.

– No -contestó Eliwys-. Esperaremos a mi marido.

La anciana se volvió, furiosa, y acabó derramándose sobre la mano el contenido del orinal. Se la secó en la falda, salió por la puerta y la cerró de golpe tras ella. Eliwys se la quedó mirando.

Kivrin la agarró por las manos.

– ¿Por qué no me comprendéis? Yo os entiendo. Tengo que hablar con Gawyn. Tiene que decirme dónde está el lugar.

Eliwys se zafó de la mano de Kivrin.

– No lloréis -dijo amablemente-. Intentad dormir. Debéis descansar, para poder volver a casa.


Transcripción del Libro del Día del Juicio Final
(000915-001284)

Estoy en un buen lío, señor Dunworthy. No sé dónde estoy, y no puedo hablar el idioma. Algo falla con el intérprete. Comprendo parte de lo que dicen los contemporáneos, pero ellos no me entienden en absoluto. Y eso no es lo peor.

He contraído algún tipo de enfermedad. No sé qué es. No es la peste, porque no tengo ninguno de los síntomas y porque voy mejorando. Además, recibí una vacuna contra la peste. Recibí todas las vacunas, y la potenciación de leucocitos-T y todo eso, pero una de las inyecciones no debe de haber funcionado o bien se trata de alguna enfermedad de la Edad Media para la que no existen vacunas.

Los síntomas son dolor de cabeza, fiebre y mareo, y me duele el pecho cuando intento moverme. Estuve delirando durante algún tiempo, y por eso no sé dónde estoy. Un hombre llamado Gawyn me trajo en su caballo, pero no recuerdo gran cosa del viaje, excepto que estaba oscuro y pareció tardar horas. Espero haberme equivocado y que la fiebre lo haya hecho parecer más largo, y que esté en la aldea de la señora Montoya después de todo.

Podría ser Skendgate. Recuerdo una iglesia, y creo que esto es un caserón. Estoy en un dormitorio o un solario, y no es sólo un desván porque hay escaleras, así que eso significa que es la casa de un barón menor como mínimo. Hay una ventana, y en cuanto el mareo remita me subiré al asiento que hay debajo e intentaré localizar la iglesia. Tiene una campana… acaba de llamar a vísperas. La de la aldea de la señora Montoya no tenía campanario, y eso me hace temer que no estoy en el lugar adecuado. Sé que estamos cerca de Oxford, porque una de las contemporáneas habló de traer a un médico de allí. También está cerca de una aldea llamada Kersey, o Courcy, que no es una de las aldeas del mapa de la señora Montoya que memoricé, pero también podría ser el nombre del propietario.

Como perdí el conocimiento, tampoco estoy segura de mi localización temporal. He estado intentando recordar, y creo que sólo he estado enferma dos días, pero es posible que sean más. Y no puedo preguntarles qué día es porque no me comprenden, y no puedo levantarme de la cama sin caerme, y me han cortado el pelo, y no sé qué hacer. ¿Qué ha pasado? ¿Por qué no funciona el intérprete? ¿Por qué no funcionó la potenciación de leucocitos-T?

(Pausa)

Hay una rata bajo mi cama. La oigo arrastrarse en la oscuridad.