"Amigos nocturnos" - читать интересную книгу автора (Joyce Graham)

3. Niebla

Ya que la caravana de su primo estaba de camino, Linda la Larguirucha recogía a Terry cada mañana para acompañarlo al colegio. Entonces Terry insistía en recoger primero a Sam y luego a Clive para juntos rezagarse en los últimos metros de la caminata. A Linda aquello no le gustaba. Tenía casi once años y sentía de manera aguda e intuitiva cómo un misterioso velo se retiraba. El velo que daría paso al estado sublime y trascendental de la edad adulta. Pero tal intuición le hacía actuar de modo extraño. Últimamente le había dado por llevar al colegio guantes blancos de encaje todos los días. Sus padres resumían su estado como «depresivo». Cuando no la llamaban Linda la Larguirucha, la llamaban Linda la Deprimida.

Era doloroso para ella, que se tambaleaba en el umbral de la madurez, tener que acompañar a cuatro mocosos feos y gritones al colegio y traerlos también de vuelta, de modo que la perspectiva del comienzo y del final del día y de todo lo que sucedía en medio quedaba estropeada. Era como un castigo exquisito asignado por los dioses de la Grecia clásica. Los chicos siempre estaban diez o quince metros detrás de ella, como un lastre, gritando insultos, mancillando la deslumbrante pureza de sus blanquísimos guantes.

– ¡Vais a llegar tarde! -gritó Linda-. ¡Llegamos tarde al colegio!

Una niebla de principios de otoño cubría los campos, los setos y las aceras como una muselina. Las casas, las paradas de autobús y los postes de telégrafos habían perdido definición. Aquel mundo gris metálico carente de sangre necesitaba una transfusión de color. Pero los setos estaban llenos de telas de araña a modo de lentejuelas y joyas, tenues redes que goteaban esferas plateadas de rocío. Aquella mañana, Linda cometió el error de doblar una ramita para hacer un lazo. Se trataba de una herramienta para recoger telarañas de los setos. -Mirad -dijo-. Alas de hadas.

Los tres chicos se quedaron impresionados por aquel truco. Linda se sintió tan animada de que los chicos se hubiesen dado cuenta de todo el saber que podía ofrecer, que les enseñó a fabricar aros con ramitas de modo que pudiesen recoger las telas de hada ellos mismos.

– ¡Tarde! ¡Tarde! ¡Llegaréis tarde!-gritó de nuevo.

Tenían la clara intención de extirpar de manera concienzuda las telarañas de un tramo de setos de doscientos metros. Entre ellos se implantó una especie de competición mientras se daban codazos, se giraban, se daban golpes y se tambaleaban. La escena parecía una revuelta o un saqueo, en el que los chicos eran responsables de una catástrofe ecológica local.

– ¡Basta! -bramó Linda.

Ellos la ignoraron.

– ¡Bastaaaaa! ¡Bastaaaaaaaaa!

Pararon. Linda estaba roja. Los chicos la miraron asombrados. Pero ahora que había conseguido llamar su atención no sabía qué decirles.

– Si cogéis demasiadas telarañas -dijo-, ya sabéis lo que pasa.

– ¿Qué? -preguntó Sam-. ¿Qué pasa? Era obvio que Linda estaba improvisando.

– Alas de hada. No quedará nada, para las hadas… con lo que hacérselas.

– ¡Ja! -soltó Terry y lanzó una pequeña bola blanca de escupitajo a la alcantarilla.

– Y -continuó Linda casi gritando- las arañas atrapan moscas.

– ¿Y? -dijo Clive.

– Que habrá una epidemia de moscas. Millones y millones de moscas. Y ya sabéis lo que eso significa.

– ¿El qué? -dijo Sam.

– ¿El qué? -dijo Terry.

– Una plaga. -Linda se giró y avanzó hacia el colegio. Se detuvo tras unos cuantos metros y se dio la vuelta. Los tres chicos la miraban con los ojos abiertos como platos.

Clive fue el que rompió el silencio. Clive, en momentos como aquel, tenía una sonrisa parecida al cordón de un balón de rugbi antiguo. A cualquiera se le perdonaría que quisiese patearla.

– ¿Estás segura? -dijo con aire desafiante.

Linda sintió cómo le ardían las mejillas. Con celeridad se colocó los guantes blancos de encaje sobre el rostro. Entrecerró los ojos y sonrió con maldad.

– La peste bubónica. Si no me creéis, probad a ver qué pasa. Vamos.

Había conseguido ganar la discusión. Linda se giró de nuevo y avanzó a paso rápido. Los chicos se apresuraron tras ella, escarmentados y en silencio. Una vez llegaron hasta la tienda de caramelos, un momento antes del colegio, abandonaron los aros llenos de telarañas grises. En cualquier caso las telas habían perdido toda su belleza. Ya no eran plateadas, delicadas, ni brillaban. Justo cuando se oyó la campana que sonaba en el patio, fueron abandonadas en la cuneta junto a los sucios envoltorios de caramelos y a las hojas muertas.